EL RETRATO DEL FANTASMA

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CUENTO
EL RETRATO DEL FANTASMA
ANTHONY NORIEGA CARRANZA
Ganador premio Universidad
de Cartagena, 1980.
Me parece verlo de nuevo, pero ahora está ahí,
tendido sobre su lecho con una expresión macabra,
mirándome con esa mirada impertérrita de final de
vida, esa que nunca voy a olvidar, porque acabo de
ver cómo la fantasía ha devenido en realidad: He
echado un nuevo vistazo a su retrato y lo he visto
sonreír, con esa sonrisa de oreja a oreja que me
hace recordar a Jean-Paul II. Pero él ya no está allí:
Su cuerpo se ha transformado y lo he contemplado
de nuevo, tendido sobre su lecho de abominable
fantasía, irisado en luces multicolores, con esa
expresión maquiavélica de estertor de muerte,
despojado, al fin, de aquella valentía de militar
mefistofélico, así, como si ya la bondad eterna
hubiese tomado total posesión en él y, ahora, se
encontrase aquí para contemplar por vez última al
único de sus familiares, al único, porque hoy, hoy
ya no estaría la tía Rosa ni Magdalena Ruiz para
darle consejillos sobre la muerte, y ya Betty
Senovia no estaría dispuesta a llevarlo por pasitos
al baño principal de su habitación de General
olvidado, ahora, sólo estaría yo, al lado de su
fantasiosa realidad para presenciar por vez última
el final de su existencia.
“Te he dicho ya, hijo, que el fantasma nunca
fue un fantasma; era sólo la soledad, hijo, la
soledad.”
Todas las tardes, a eso de las cinco, Adolfo
acostumbra sentarse en el frente de su casa: Saca
su banquillo de terciopelo antiguo y se deja caer
bruscamente sobre él, como para no sentir la suave
caricia del delicado material. A esa misma hora, yo
me asomo a la ventana y observo cómo el sol
comienza a desaparecer en el horizonte en medio
de confusos nubarrones. Pero hoy, 3 de octubre,
día de la independencia, Adolfo no ha aparecido
siquiera; hoy 3 de octubre, no he tenido momento
de sosiego para asomarme a la ventana y ver morir
la tarde como de costumbre, porque ese truculento
sentimiento de oscuridad y vacío se ha apoderado
del ambiente: Hasta la habitación está inundada de
ese aire frío que me congela, de esa brisecilla
tierna que penetra por la ventanita entreabierta y
me hace tiritar; tanto, que he comenzado a
pasearme por toda la habitación, de un lado para
otro, como si buscase algo, algo que está allí, pero
que no puedo ver, algo que es necesario que vea
detenidamente y lo grabe en mi mente de escritor
joven para llevarlo luego a mi R-IBM 21 con toda
esa veleidad de fantasía y realidad. Pero sé que
está allí. Lo he visto. Es el retrato antiguo del tío
Hermenegildo de épocas halagüeñas. Es él, que ha
permanecido allí por años, colgado de la pared y
enmarcado en un cuadro finlandés. Es él, el
hombre enorme que ya no es, el que dijo que
siempre estaría y terminó como todos. Y sin
embargo, fuera de toda su idiosincrasia de hombre
grande me ha hecho recordar a Jean-Paul II, lo he
visto allí tras el papel enmarcado, y, aún así, es
como si siguiese caminando por toda la casa,
yendo de cuarto en cuarto, buscando el último libro
de su biblioteca literaria, buscándolo por todas
partes hasta encontrarlo en la mesita del rincón.
No obstante, no ha pronunciado palabra alguna, ha
permanecido allí con la pusilanimidad del hombre
liliputiense que es ahora, callado, resignado a
morirse por segunda y última vez mientras continúa
mirándome fríamente, muy fríamente. En este
momento, él sabe que no tiene mucho tiempo para
hablar, sabe que una oportunidad como ésta no la
volverá a tener, porque no ha de regresar, no sólo
porque ya haya muerto una vez, sino porque sabe
que esta visión suya que está frente a mí, no puede
ser más que el deseo infinito de su eterna voluntad,
esa voluntad de hombre grande que siempre fue
suya, la misma que hoy, 3 de octubre, lo ha hecho
regresar para morirse de veras en el día de la
libertad.
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Huellas Vol. 3 No. 7 Uninorte. Barranquilla
pp. 31 - 32 Septiembre 1982. ISSN 0120-2537
De pronto, he despertado de mi letargo y me he
encontrado aquí, (contemplando con los ojos
abiertos el retrato del tío Hermenegildo), sentado a
horcajadas en la silla que está frente a la ventana,
de espaldas a mi máquina de escribir, mi R-18M 21
que ahora se ha detenido. Mas, así, he vuelto a
tener ese mismo sentimiento de final de novela,
esta confusión asaltante y consoladora. Y he vuelto
a observar la mirada reverberante del tío
Hermenegildo, esa mirada cálida que me observó
mientras escribía mi novela.
*
*
Lo veo allí, nuevamente tendido sobre su lecho de
muerte, irisado en luces incandescentes. No
obstante, su expresión ya no es la misma: Aquella
expresión senil se ha convertido en la imagen dulce
del retrato, esa fotografía de épocas halagüeñas
que ha envejecido con el tiempo y ahora se halla
horadada por todos lados.
Lo he visto levantarse y sonreír con la sonrisa de
Jean Paul II mientras sigo perplejo de espaldas a la
ventana, mirándolo de soslayo, como pretendiendo
ocultar lo que ya es una realidad: Es esa angustia
metafísica que se ha apoderado de mí, la misma
que me hace correr por la habitación, yendo de un
lado para otro, perseguido por la mirada
impertinente del fantasma, así, sin que pueda
evitarlo, así, mientras el tiempo pasa. Y
repentinamente, todo se ha desvanecido: Ya no
escucho su ensordecedora risa ni sus ojos me
persiguen. He sentido una calma placentera, una
dicha inverosímil y el regocijo de haber terminado
mi novela. Sin embargo, he recordado su cuerpo,
su enfermedad y el momento último de su muerte.
Lo he visto arrastrarse paso a paso hasta el baño
principal, apoyado en el hombro de Betty Senovia,
lo he visto morirse lentamente y he imaginado su
último pensamiento: “adentro, la soledad, las
habitaciones vacías: afuera, guerra, tristeza, rostros
sucios de niñas prostitutas, muerte, desolación”. Lo
he imaginado de esa manera sin quererlo. Y al
caminar hasta la ventanita entreabierta, he
observado por vez última su figura de fantasma, la
he visto partir. Deliberadamente, he mirado el
retrato, he percibido de nuevo la sonrisa de Jean
Paul II. Y en este instante, sé que mi novela será mi
sueño realizado; ahora, comprendo bien que,
cuando el viejo reloj de péndulo del tío
Hermenegildo dé las cinco, todo será paz y
regocijo: Adolfo estará otra vez sentado en su
banquillo de terciopelo antiguo y yo me hallaré aquí,
de nuevo frente a la ventana, para ver morir la tarde
como de costumbre.
*
Ayer, día de la independencia, no fue un día como
todos; todo fue extraño e indiferente, todo lo
fantástico me pareció real; ayer, lo real nunca
existió; ayer 3 de octubre, no fue un día normal. El
de hoy, presiento que tampoco va a serlo, porque al
despertarme mis ojos han ido directo a la imagen
envejecida del tío Hermenegildo, esa imagen
horadada por el tiempo y retratada para siempre en
mi novela, El final del viajero, la novela que terminé
ayer ante la ventana: Estuve allí por mucho tiempo,
estrechando teclas y más teclas, buscando algo
que encajara en el final, algo sórdido e inesperado,
que no llegó. Sin embargo, lo vi allí tendido sobre
su lecho expiatorio de momento-postrero. Lo vi y no
sé si fue un sueño o ese fantasma oscuro que me
ha estado acompañando en la soledad de mi
novela. No lo sé, pero sé bien que ha de regresar,
no sólo porque todavía no ha vuelto a morir -como
pretendió-, sino porque cuando uno tiene una
pesadilla como ésta sabe que sólo tiene una
alternativa: sufrirla. Sólo eso. Por ello, ahora,
cuando lo he visto sonreír, también yo le he
sonreído, pensando que tal vez él quiera decirme
algo, algo que me concierne, pero que no puede
contarme desde allá, del otro lado del retrato. De
repente, esa sonrisa pueril se trueca en
maquiavélica carcajada; es una risa punzante y
aguda que no puedo soportar:
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