DIOS SALIÓ AL ENCUENTRO “Cuando el Altísimo daba a cada pueblo su heredad, y distribuía a los hijos de Adán, trazando las fronteras de las naciones, según el número de los hijos de Dios, la porción del Señor fue su pueblo, Jacob fue el lote de su heredad. Lo encontró en una tierra desierta, en una soledad poblada de aullidos; lo rodeó cuidando de él, lo guardó como las niñas de sus ojos. Como el águila incita a su nidada revoloteando sobre los polluelos, así extendió el Señor sus alas, los tomó y los llevó sobre sus plumas El Señor solo los condujo no hubo dioses extraños con Él” (DEUTERONOMIO 32, 8-12) Cuando hablamos de buscar a Dios, siempre nos creemos protagonistas. Suponemos que la búsqueda de Dios es una aventura fascinante y que somos nosotros, los que lo estamos arriesgando todo por encontrarlo. Pero a Dios no se le busca, a Dios se le espera, porque es Él, el que sale al encuentro, el que nos busca en una curva amorosa del camino, el que pregunta por nuestro nombre y el que llama a la puerta de nuestro corazón. La experiencia del pueblo de Israel es justamente ésta, es la experiencia de un pueblo que no se sintió buscador, sino buscado. Israel nos reveló que no somos nosotros los que buscamos a Dios, sino que es Él, el que nos busca; que no somos nosotros los que lo conocemos, sino que es Él, el que se nos da a conocer; que no somos nosotros los que lo encontramos, sino que es Él, el que nos salió al encuentro. La fe de Israel surgió de la historia de amor, que Dios vivió con su pueblo y que el pueblo vivió con Dios. Nunca Israel creyó en ideas sobre Dios, nunca Israel expresó su fe en conceptos, raciocinios, en fórmulas teoréticas o en mitos cosmogónicos. La fe de Israel siempre fue una historia. Por eso los credos de Israel, sus fórmulas de fe, fueron siempre la narración de una historia en la que Dios había salido al encuentro de su pueblo. Estos credos, esta historia, esta experiencia de amor los encontramos en la Biblia. Este es el testimonio escrito de una historia entre un pueblo y el Dios que le salió al encuentro. La Palabra es del pueblo, la Palabra es Historia La palabra "Biblia", quiere decir "los libros", por tanto la Biblia es algo así como una pequeña biblioteca. Con todo, la Biblia no es una simple obra literaria. La Biblia es la expresión de una experiencia de fe vivida en la historia, o de una historia vivida con fe. La Biblia es la expresión escrita de la fe del pueblo de Israel. Esto quiere decir lo siguiente: Que la experiencia de la fe de Israel es una experiencia vinculada a los sucesos históricos del pueblo. Es decir, que en cada circunstancia histórica, positiva o negativa, el pueblo intentó tomar conciencia de cómo se manifestaba Dios en tales circunstancias. Por ende, la fe de Israel está intrínsecamente unida a su historia. Que la simple historia, los simples hechos históricos no son la fe de Israel. La fe de Israel es lo que el pueblo vivió y entendió de Dios en las diversas circunstancias históricas. Que, por tanto, la Biblia no sólo es una historia, ni sólo una fe. Es, más bien, la puesta por escrito de una fe profundizada y madurada en la meditación de la historia y es también la narración de una historia vivida, asumida e interpretada desde la fe. La lenta redacción de la Biblia, proceso que supuso muchos siglos, siguió estos pasos: 1. EXPERIENCIA HISTÓRICA: Es el punto de partida de todo. Esta experiencia hace referencia a la historia real que está de fondo. En esta etapa no se escribe nada, sólo se tiene la experiencia. 2. TRADICIÓN ORAL: A partir de la experiencia tenida, tiempo después, se proclama, se celebra y se formula lo que se vivió en el pasado. De ahí surgen las tradiciones. Estas tradiciones no se limitan a contar la historia tal y como sucedió, sino que incluyen una reflexión de fe. Estas tradiciones son orales, se pasan de padres a hijos y obviamente se van enriqueciendo y llenando de nuevos elementos con el paso de los años. 3. SITUACIÓN DE CRISIS: Mucho tiempo después, siglos quizá, el pueblo sufre una crisis: pobreza, pérdida de fe, ataque enemigo, opresión, etc. En tal situación, el pueblo mira al pasado para sacar de él su esperanza: si Dios estuvo con nosotros (aquí recurren a las tradiciones orales), estará de nuevo con nosotros; si nos defendió, ahora también nos defenderá. 4. REFLEXIÓN DE FE: En la situación de crisis, lo que se necesitaba no era un mero recuerdo histórico, sino una reflexión de fe, que tuviera sentido en la dificultad y que le devolviera la fe y la esperanza al pueblo. 5. NUEVA TRADICIÓN ORAL: A partir de la reflexión de fe, se elabora una nueva tradición oral, que narra la historia pasada, pero siguiendo los lineamientos de la reflexión de fe, que se ha hecho en el momento de crisis. Esta tradición se pasa de padres a hijos. 6. TRADICIONES ESCRITAS: Con el paso del tiempo, las tradiciones orales dan origen a tradiciones escritas. Éstas no son todavía textos unitarios, sino pequeñas narraciones, fragmentos narrativos que se van poniendo por escrito para darle una mayor estabilidad a las tradiciones. 7. REDACCIÓN DEL TEXTO: Se trata de la redacción de un texto más completo y coherente, a partir de los materiales ofrecidos por las tradiciones orales y escritas. El texto no tiene como fin informar sobre lo que ocurrió en el pasado. Su finalidad es dar un mensaje de fe a sus contemporáneos, a partir de la reflexión de fe hecha por las tradiciones del pasado. 8. COMPILACIÓN FINAL: Tiempo después, cuando ya hay varias tradiciones escritas, alguien les da un orden cualquiera (no necesariamente un orden cronológico) y forma libros. Así, el Génesis es, por ejemplo, el resultado de la compilación de diferentes tradiciones escritas: la tradición yahvista (el "J"), del siglo 10 A.C.; la tradición elohista (el "E"), del siglo 8 A.C. y la tradición sacerdotal (el "P"), del siglo 5 A.C.. Todos estos materiales escritos los toma un compilador final, los mezcla y se forma un libro tal y como lo conocemos hoy. Tal proceso es relativamente reciente. Por ende, la Biblia, tal y como hoy la conocemos, sin contar el Nuevo Testamento y algunos libros que se escribieron apenas cien o cincuenta años antes de Jesús, sólo estuvo redactada hacia el año 200 A.C.. ¿Quiénes fueron los autores de la Biblia? No lo sabemos. Atribuirle un libro a un gran hombre era normal en aquella época. Es improbable que Moisés, David o Salomón hubiesen escrito algo. En realidad, el verdadero autor de la Biblia fue Dios mismo. Él salió al encuentro, Él se dio a conocer por los profetas, Él se manifestó en la historia. Dios fue el autor de esa peculiar historia de Israel e Israel fue el verdadero redactor de aquella experiencia. ¿Quién entonces, la escribió? No sabemos. Digamos que fue Dios. Digamos que fue el pueblo. Por esto, porque la Biblia es palabra de un Dios que se manifestó en la historia y palabra de un pueblo que fue cada vez conociendo más a Dios, es por lo que no puede uno acercarse a la Biblia sin fe. Si Dios no ha conmovido radicalmente lo hondo de mi ser, no puedo entender la Biblia. De alguna manera, aún a pesar de mis limitaciones, debo sentir presente a Dios en mi historia, debo experimentar su cercanía para poder SENTIR CON la Biblia y SENTIR COMO la Biblia. Si no, nada entenderé; me quedaré con tres o cuatro historias fantásticas que nada me dicen o con algunos mandamientos que no comprendo. A la Biblia hay que ir, buscando el Misterio, la realidad profunda, que me revela a Dios, que me hace entender al ser humano, que me permite entenderme a mí mismo. No, no es un libro cualquiera. Es la vida y pasión de un pueblo que tenía fe y sólo puede entenderla aquel que se deja encontrar por Dios. La experiencia fundante de Israel: Yahvé libera En el fondo de toda la Biblia hay una experiencia fundamental: la historia del encuentro con un Dios Liberador, Yahvé. Prácticamente cada página de la Biblia, recuerda la relación amorosa entre Dios y el Pueblo. Más de mil veces aparece a lo largo del Antiguo Testamento esta expresión que condensa el sentido de la relación entre Yahvé e Israel. “Yo seré su Dios, Y ustedes serán mi pueblo”. Hasta la época del desierto, Yahvé era un Dios desconocido. Desde el siglo 18 A.C., diferentes grupos de origen arameo empezaron a presionar la entrada en la zona fértil de Palestina. Buscaban agua y pastos. Estas tribus tenían cada una un Dios de los padres. Así, la tribu que tenía a Abraham como padre, tenía como Dios al Dios de nuestro Padre Abraham; la tribu que tenía a Isaac como ancestro, tenía como Dios al Dios de Isaac, y la tribu de Jacob, creía en el Dios de Jacob. A lo largo de los siglos se fueron dando lentos procesos de acercamiento y de unidad entre tribus, que originalmente habían sido independientes y hasta enemigas. Fruto de este proceso de unidad, desatado en parte por la necesidad de confederarse para luchar contra los pueblos cananeos, hacia el año 1250 A.C., las distintas tribus empezaron a considerarse como "hermanos" y así unificaron sus ancestros y unificaron su Dios. Hicieron un hermoso esquema de fe, según el cual ya no procedían de ancestros diferentes, sino de unos mismos padres. Así Abraham sería padre de Isaac, éste sería padre de Jacob y éste sería padre de las doce tribus. Del mismo modo, ya no tendrían dioses distintos, su Dios sería, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob... Un sólo Dios, un sólo tronco familiar, un sólo pueblo, una sola historia. Así nació la fe en Dios, con una experiencia de hermandad, con una búsqueda de unidad. Al lado de estas tribus hubo un pequeño grupo que buscó su sustento yendo a las márgenes del río Nilo. Como era costumbre entonces, el derecho de usar las tierras fértiles, implicaba el tener que trabajar como esclavos para el pueblo, que era dueño de la tierra. Lo curioso es que allí, en Egipto, un pequeño grupo, el de Moisés, como fruto de su experiencia de fe, empezó a entender que Dios no quería la esclavitud, sino la libertad. Por eso, bajo el mando de Moisés, lo arriesgaron todo, y huyeron. Seguramente fueron perseguidos por patrullas de fronteras de Egipto; pero en el Mar de Suf, en el Mar de los Juncos, cuando todo parecía perdido, se salvaron. En aquel lugar se adoraba a un tal Dios de las Tormentas. Ellos a su vez, llevaban la tradición del Dios Yahvé. Allí entendieron que era ese Dios, Yahvé, el que los había salvado y el que particularmente los había salvado de las aguas llevándolos a la tierra de la libertad. Lo que descubrieron en el desierto lo expresaron así: Yahvé es un Dios que elige, un Dios que busca al hombre, un Dios que sale al encuentro del pueblo, un Dios que salva del agua, un Dios que saca de la esclavitud y lleva a los que ama a la libertad, manifestando así, al entregar a su pueblo una tierra fértil, espaciosa y libre, la elección por su pueblo. Desde entonces un núcleo de fe quedó claro para Israel: Dios eligió a Israel como su pueblo y heredad, e hizo esto sacándolos de la esclavitud y llevándolos a la libertad; desde entonces el desierto no es ya lugar de soledad, sino el lugar privilegiado donde el pueblo puede encontrar a Dios y donde Dios se enamoró de su pueblo. Hacia el siglo XI A.C., el grupo de Moisés comenzó a entrar en la franja palestinense, buscando tierras fértiles y poniéndose en contacto con las demás tribus arameas de la región. El grupo de Moisés empezó a ofrecer, a las demás tribus, la fe en Yahvé y esta fe inició un proceso admirable de unidad. Así, poco tiempo después, hacia el año 1000 A.C., como fruto del gran dinamismo de unidad y hermandad de la fe yahvista, el antiguo Dios de los padres se fusionó con las tradiciones de la fe en Yahvé. Desde entonces Israel expresó su fe así: Nuestro Dios es YAHVÉ, Dios que nos sacó de la esclavitud en Egipto, y nos trajo a esta tierra de libertad; el Dios de nuestros padres Abraham, Isaac y Jacob. Todos hermanos, todos solidarios. Todos hijos de Abraham, todos hijos de Isaac, todos hijos de Jacob, todos esclavos en Egipto, todos salvados por Yahvé, todos conducidos por Moisés y todos infinitamente amados, por el Dios que los buscó en el desierto. Esta fue la experiencia de Israel. La fe de Israel es la fe en un Dios que los unió e hizo de ellos un solo pueblo; es la fe en un Dios que los hizo libres. Y este era el nombre de Dios: YAHVÉ: Yo soy el que soy; que más o menos quiere decir: yo soy el que actúa, yo soy el que busca, yo soy el que une, yo soy el que libera. Un Dios de Unidad, un Dios de Libertad Ha pasado el tiempo, pero aún hoy Dios sigue buscando al hombre, sigue haciendo hermandad, sigue liberando. ¿Qué me dice Israel de Dios? Dios me busca, me sale al encuentro. Dios no puede contradecirse. Si antes buscó, hoy sigue buscando. Me busca, es verdad. Pregunta por mí en cada lugar, en cada recodo del camino. Sabe de mí porque me creó, pero me le he perdido y no me ha podido volver a encontrar. El romance entre Dios e Israel fue el desierto, allí, en una soledad poblada de aullidos. Pero yo le rehuyo a la soledad, no me gusta el desierto del silencio y de la oración. Siempre estoy acompañado por mis diversiones y mis placeres, por mis gustos y mis caprichos y ahí, en mi abundancia, Dios no cabe. Dios me busca, me sale al encuentro; pero... ¿me dejo encontrar? Dios es creador de unidad. Unió a un pueblo antes y lo hace ahora. Cuando el hombre se deja tocar por Dios, se llena de hermandad, de fraternidad, de sed de unidad. Pero vamos dispersos. En mi propio interior estoy dividido. Mis angustias, mis tristezas, mis más hondas heridas me dividen. No entiendo mis sentimientos. Busco el bien y hago el mal. Además, continuamente nos separamos unos de otros. En mi familia, las discusiones, los resentimientos, las rivalidades, las desavenencias o la separación definitiva. En el grupo de amigos, los chismes, los apodos y burlas, las desconfianzas, los rencores. En la sociedad, las mil divisiones inventadas por el hombre en ricos y pobres, blancos y negros, derechistas e izquierdistas. Sabemos poco de unidad, tal vez porque sabemos poco, muy poco de Dios. Dios es liberador. Liberó y sigue liberando. Dios no puede dejar de liberar. Con todo, uno procura llenarse de esclavitudes. Cada día las esclavitudes son más y más elegantes... tan elegantes, que las esclavitudes de hoy se suelen disfrazar de libertad. Soy somos esclavos de la moda, esclavos de lo que digan y opinen los demás, esclavos de nuestra posición social, esclavos de los lujos y el confort, esclavos de los placeres, esclavos de la genitalidad desbocada, esclavos del licor, de la droga y de las diversiones, esclavos de nuestros recuerdos tristes, esclavos de nuestras angustias y de nuestras frustraciones, esclavos de nuestra pereza y de nuestra mediocridad. Dios es el liberador del ser humano. Pero más conocemos la esclavitud que la libertad, y Él, el que podría liberarnos nos busca, pero nosotros muchas veces no nos dejamos encontrar. Dice la Biblia que Dios salió al encuentro de su pueblo, lo rodeó con amor y lo cuidó como a las niñas de sus ojos. Hoy sigue saliendo al encuentro. Sólo que ahora soy yo el buscado. Y ojalá algún día me deje encontrar. Seguramente escribiré entonces la historia de mi fe y diré a los mil vientos, que Dios tocó mi vida e hizo de mi vulgar historia humana, una hermosa historia de unidad y liberación. “Cuando Israel era niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí. Yo enseñé a andar a mi pueblo y lo llevé en mis brazos, y ellos no se daban cuenta de que yo los cuidaba. Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño; y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, y me inclinaba para darles de comer”. (OSEAS 11, 1-4)