Domingo 2 después de Navidad 4 de enero de 2009 Si 24, 1-2. 8-12. Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y no cesaré jamás. Sal 147. Ha puesto paz en tus fronteras y su palabra corre veloz. Ef 1, 3-6. 15-18. Él nos eligió en la persona de Cristo para que fuésemos santos por el amor. Jn 1, 1-18. A Dios nadie le ha visto jamás: Dios Hijo único es quien lo ha dado a conocer. Voz, Rostro, Casa, Camino «La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Evangelio). Es la gran verdad proclamada con insistencia en el ambiente festivo de la Navidad. La cercanía de Dios, su voluntad de comunicarse y hablarnos, ha hecho posible que seamos sus interlocutores: una Iglesia en diálogo con Dios, siempre a la escucha de su Palabra. Así lo ha querido transmitir al Pueblo de Dios el Mensaje del Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia. Lo ha hecho, repitiendo aquella antigua llamada del libro del Deuteronomio: «La palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas en práctica» (Dt 30,14). Y Dios mismo dirá a cada uno: «Hijo de hombre, toma las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu corazón y escúchalas atentamente» (Ez 3,10). Como María, la Madre de Jesús, que todo lo guardaba y meditaba en su corazón, nos disponemos ahora una vez más a abrirnos a la Palabra que hoy nos es comunicada. La Palabra que ha sido proclamada, necesita no sólo ser escuchada, sino meditada y asimilada. Por ello, siempre aparecerá la pregunta que no sólo pide que respondamos a lo que dice, sino a lo que nos dice, incluso a un nivel individual y tratando de responder a lo que me dice. La Palabra va dirigida sobre todo al corazón y nos interpela muy directamente. ¿Qué ha dicho la Palabra que hoy hemos escuchado? ¿Qué nos ha dicho Dios a través de esta comunicación que nos llega y que es su misma Palabra? Señalemos tres aspectos que parecen claves: el primero, que su Palabra, su sabiduría se ha hecho presente en medio de nosotros y podemos participar de ella (1ª lectura); el segundo, que Dios nos ha bendecido en Cristo y nos ha elegido en Él desde siempre para que fuésemos santos (2ª lectura); el tercero, que a cuantos le han recibido en su casa, les da poder para ser hijos de Dios (Evangelio). La revelación es la Voz de la Palabra. A través de ella percibimos en clima de fe y oración lo que Dios nos dice y tratamos de hacerlo realidad en nuestra vida. Por si aún quedaran dudas sobre esta forma de comunicarse de Dios, la Palabra ha adquirido un Rostro: Jesucristo. Él es «la Palabra que está junto a Dios y es Dios», es «imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación» (Col 1,15); pero también es Jesús de Nazaret, que camina por las calles de una provincia marginal del imperio romano, que habla una lengua local, que presenta los rasgos de un pueblo, el judío, y de su cultura. El Jesucristo real es, por tanto, carne frágil y mortal, es historia y humanidad, pero también es gloria, divinidad, misterio: Aquel que nos ha revelado el Dios que nadie ha visto jamás (cf. Jn 1,18)» (cf. Sínodo sobre la Palabra de Dios, Mensaje al Pueblo de Dios, 4). La Palabra tiene una Casa, la Iglesia. Por eso nos reunimos en ella para escucharla. La primera lectura de hoy nos habla de la sabiduría que habita en medio del pueblo. Es una forma de expresar la presencia de Dios y la manera como le asiste, le instruye y le anima a vivir según la Palabra que le es dirigida. También nosotros hoy reconocemos esta presencia de Dios y nos convertimos en la Casa que le acoge, su Casa. «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre» (Evangelio). La pregunta es directa: ¿somos la Iglesia que acoge la Palabra? Pero, ¿qué hacemos para acogerla? Entre las muchas maneras de encontrarnos con ella, tanto a nivel individual como en celebraciones comunitarias de la Palabra, está la Lectio divina o lectura orante en el Espíritu Santo, capaz de abrirnos no sólo el tesoro de la Palabra de Dios, sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente. «Esta se abre con la lectura (lectio) del texto que conduce a preguntarnos sobre el conocimiento auténtico de su contenido práctico: ¿qué dice el texto bíblico en sí? Sigue la meditación (meditatio) en la cual la pregunta es: ¿qué nos dice el texto bíblico? De esta manera se llega a la oración (oratio) que supone otra pregunta: ¿qué le decimos al Señor como respuesta a su Palabra? Se concluye con la contemplación (contemplatio) durante la cual asumimos como don de Dios la misma mirada para juzgar la realidad y nos preguntamos: ¿qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor?» (Sínodo sobre la Palabra de Dios, Mensaje al Pueblo de Dios, 9). La Palabra no es sólo para escucharla, sino para vivirla. La razón nos la da el misterio de la Encarnación que estamos celebrando en este tiempo festivo y, por ser de tanta importancia insistimos de nuevo en ello: «La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Evangelio). En la persona de Jesús y por su Encarnación Dios se ha unido a nosotros y nos convertimos en templo de su presencia. «La unión con Cristo, dice Benedicto XVI, es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. Nos hacemos «un cuerpo» aunados en una única existencia (Deus caritas est, 14). Esta es la gran dimensión de la Palabra, su cumplimiento (cf. CDSI, 525). «Como recordaba Jesús, para convertirse en sus hermanos o hermanas se necesita ser «los hermanos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer florecer en la vida la justicia y el amor, es ofrecer tanto en la existencia como en la sociedad un testimonio en la línea del llamado de los profetas que constantemente unía la Palabra de Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social […] La Palabra personificada sale de su casa, del templo, y se encamina a lo largo de los caminos del mundo para encontrar la gran peregrinación que los pueblos de la tierra han emprendido en la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la paz» (Sínodo sobre la Palabra de Dios, Mensaje al Pueblo de Dios, 10). La Iglesia, como Casa de la Palabra, es comunión fraterna, ámbito del amor cristiano. Pero, a la vez, es Misión, anuncio del Evangelio a la sociedad. Al hambre de la Palabra de Dios quiere responder la Iglesia con su misión evangelizadora. Con la voluntad firme de estar siempre atentos a la Palabra de Dios, con el gozo de recibirla en la persona de Jesucristo hecho alimento en la Eucaristía y conscientes de la misión que hemos asumido desde nuestro bautismo, queremos agradecer el gran don de la Encarnación, ya que por ella hemos conocido a Dios y podemos tratarle y hablarle como hijos, y pedir, como ha dicho san Pablo, que «nos dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, hasta llegar a comprender cuál es la esperanza a la que nos llama» (2ª lectura).