Refrescar la memoria democrática

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TRIBUNA: PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ
Refrescar
la
democrática
memoria
PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ //
Edición impresa | EL PAIS | España - 01-12-1990
TRIBUNA : SOBRE EL'CASO LINAZA'
Lo contaba así el entonces diputado Juan María Bandrés: "Un día determinado,
no sé cuándo -parece una página de Julio Cortázar o de García Márquez-, el
presidente de un Gobierno, un ministro del Interior y un ministro de Justicia se
reúnen -dos de ellos licenciados en derecho; el otro magistrado; tres juristas;
alguno de ellos, incluso, ha ejercido como abogado- y ordenan que se
desobedezca a la juez y se encomienda a un teniente coronel que discuta con la
juez, por escrito, sobre si ha aplicado bien o mal el artículo 368 y el 369 de la
Ley de Enjuiciamiento Criminal, con absoluto desprecio de los recursos
jurisdiccionales...".Y es que, en efecto, el episodio demandaba una república
bananera como escenario.
Punto de referencia
La sentencia de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Bilbao de 16
de noviembre de este año no podía por eso pasar inadvertida. Y quizá pueda
servir incluso para que, cuando menos, los responsables políticos de tan
lamentable revés para el Estado de derecho reflexionen autocríticamente sobre
su inadmisible comportamiento de entonces. Aunque lo ideal es que el fallo
despliegue su eficacia disuasoria de ese género de actitudes hacia el futuro.
En todo caso, esta excelente resolución es un útil punto de referencia en torno al
que articular una breve reflexión sobre las dificultades de una cultura
democrática de la jurisdicción.
Las vicisitudes judiciales del caso Linaza rompieron en su momento algunos
esquemas, al no admitir como clave de lectura la que entonces gozaba de tanto
predicamento, consistente en reconducir cualquier conflicto ejecutivo-judicial a
la dialéctica poder bueno versus poder malo.
Bastaría para comprobarlo la significativa colocación de las distintas fuerzas
parlamentarias ante el conflicto y, sobre todo, el expresivo cambio de posición
de un medio -Abc-, tan sensible a cierto tipo de reivindicaciones de algún sector
de los jueces frente al Gobierno, y aquí, sin embargo, voluntarioso portavoz, al
menos implícito, del Ministerio del Interior.
Puestos a extraer algunas consecuencias de lo sucedido, me parece que son tres
las más pertinentes.
La primera, que no existe poder político por más legitimado que se encuentre,
que no propenda al exceso. La segunda, que la jurisdicción en el marco del
Estado de derecho tiene asignado un papel sustancial. La tercera, que en aquél
la legitimidad democrática no se agota en las urnas.
Poder en apuros
El caso que nos ocupa fue una escenificación a gran formato de lo primero. Una
demostración bien elocuente de hasta dónde puede llegar el esfuerzo de un
poder ejecutivo en apuros , incluso en democracia, para tratar de sustraerse al
derecho. Del género de monstruos que es capaz de producir el sueño de la razón
jurídica. La orden de incomparecencia, se dijo por un ministro, sólo trataba de
"suscitar, por parte de la autoridad judicial, una consideración de las posibles
razones de ilegalidad" de la medida acordada (!).
Se argumentó sobre la base de cierto estado de necesidad, en el que lo que
preocupaba era la seguridad de los agentes, que es, sin duda, un valor. Pero
ahora sabemos qué es lo que, al menos objetivamente, se buscaba: garantizar la
impunidad para un hecho odioso de tortura.
En ese contexto cobra todo su sentido el papel del juez. El brillante papel de la
juez Huerta en este caso: hecho posible precisamente por su estatuto de
independencia; por la circunstancia -de profunda significación- de hallarse en
una situación estatutaria que la hacía inasequible a otro tipo de consideración
que no fuera. la exigencia legal. Y no de un legalismo ultra, aberrante por
gratuito, como también llegó a sugerirse, sino de una observancia de las reglas
procesales del juego, pura y simplemente preordenadas a la búsqueda de la
verdad. De la verdad de lo sucedido, en vista de la concurrencia de fuertes
indicios de criminalidad.
Que los mismos hubieran brotado en el marco de la actuación de una institución
del Estado sólo podía aumentar su gravedad y, por ello, estimular el celo del
instructor, nunca su capacidad de comprensión, y menos una pasividad
cómplice.
Precisamente esa actitud de la juez, supuestamente desestabilizadora de no se
sabe -o quizá ya sí- qué inconfesables equilibrios, tiene en este punto, aparte de
su extraordinario valor práctico, una notable carga simbólica. Al extremo de que
podría decirse que ella sola -sin siquiera el apoyo del Consejo- encarnó allí y
entonces, frente a la mayoría, frente a un poder legítimo pero ilegítimamente
ejercido en este caso, toda la legitimidad del Estado democrático.
La ley como referencia
Es aquí precisamente donde radica el sentido profundo de la exigencia,
connatural al Estado de derecho, de que el poder en sentido fuerte, el más
próximo en su origen a la soberanía popular, tenga que ser vigilado desde un
ámbito también intraestatal, pero independiente, con la ley como único punto
de referencia.
Es quizá una paradoja de la democracia que concentra la que probablemente es
su máxima virtud: haber institucionalizado determinados mecanismos que
expresan una sana desconfianza hacia el poder en todas sus formas de
expresión y en todos los momentos de su ejercicio.
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