Violencia, fe y literatura mexicana: La Santa Muerte en el ideario

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ESTUDIO
Violencia, fe y literatura mexicana: La
Santa Muerte en el ideario cultural
tardomoderno
Ernesto Pablo Ávila∗
Los asesinos inclementes que pueblan estas páginas
son el rostro deforme de una sociedad
temerosa que se tapa los ojos
ante las muecas grotescas de las víctimas,
al mismo tiempo
que deja una abertura entre los dedos
que permita ver al menos un poquito de sangre
Norma Lazo
La Santísima es obra de la historia de este país
José Gil Olmos
Sorprenderse, extrañarse
es comenzar a comprender.
José Ortega y Gasset
Resumen
Hablar de literatura policiaca o negra, de la narrativa “de los márgenes” que
en México, da cuenta de la criminalidad y la violencia es, de algún modo, una
suerte de “descenso” a los cimientos sociales, al alumbramiento de temas urbanos y populares de subculturas y nuevas realidades que han florecido circunscribiendo lo proscrito.
En la posmodernidad escritores como Eduardo Antonio Parra, J.M. Servin,
Víctor Ronquillo, Homero Aridjis o Rafael Ramírez Heredia han continuado realizando una profunda exploración de la violencia y las creencias que rodean sus
panoramas críticos, como el culto a la Santa Muerte, a través de la experiencia
literaria como propuesta estética, y nada ortodoxa, que alumbra nuevos caminos de investigación a la crítica literaria contemporánea.
Palabras clave: Literatura negra, nuevo realismo narrativo mexicano, novela de
la barbarie mexicana, subculturas populares posmodernas.
Abstract
Speaking of Thriller or Hard Boiled, about the ‘outsider’s’ narrative, which in
Mexico tells us about crime and violence, is somehow a kind of ‘descent’ into
the social foundations, is the birth of urban and popular subcultures issues
and new realities that have flourished circumscribing what have been banned.
*
Postulante a Maestro en Letras Mexicanas por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.
revista de la facultad de filosofía y letras
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In postmodern age, writers such as Eduardo Antonio Parra, J. M. Servín, Víctor
Ronquillo, Homero Aridjis, and Rafael Ramírez Heredia have made a profound
exploration of violence and beliefs surrounding their critical views, as the cult
of Santa Muerte, through literary experience as an aesthetic proposal, any orthodox, which opens new ways for contemporary literary criticism’s research.
Key words: Hard boiled, New realism in the mexican literature, Popular subcultures like mexican posmodernism topics.
1. Otra literatura del lado moridor
Sabemos que la literatura ha sido un ejemplo de emanación ideológica y cultural donde se han vertido a través del tiempo claves estéticas que han simbolizado o aludido, como objetos de reflexión crítica, una construcción imaginaria y
necesaria para el entendimiento de la realidad y la conformación social; también, que dichas claves de interpretación han orientado varios de sus esfuerzos
hacia el registro del ejercicio de la violencia como manifestación cultural resolutiva entre los seres humanos. Por ello, “es la propia violencia social la que
mejor revela los misterios de la sociedad”, ha explicado Roger Bartra (1996).
Hoy en día, en la llamada posmodernidad y desde la que pudiera considerarse una de las vertientes más heterodoxas de la literatura mexicana, “la literatura de los márgenes”, como ejemplifican autores como Gabriel Trujillo (Baja
California), Guillermo Munro (Sonora), David Martín del Campo (México, D.F.),
José Amparan (Coahuila), Eduardo Antonio Parra (Nuevo León), Jesús Alvarado
(Durango) o el desaparecido Rafael Ramírez Heredia (Tampico- D.F.) han generado en los últimos lustros una literatura “versátil”, intrínsecamente experimental, “maleable”, lúdica, subversiva: una expresión cultural que con estrategias
de acercamiento popular, es, sin duda, una manifestación estética descarnada
que ha incluido como temática los últimos cambios, adaptaciones y accionar
de una sociedad mexicana inmersa en una transformación violenta y efusiva.
Esta expresión de la realidad conmueve por la eficacia y la estrategia narrativa
con que atrapa al lector y lo lleva a la aprehensión de territorios críticos y expresiones sociales contemporáneas: tópicos entre los que sobresale la presencia
de la criminalidad organizada contemporánea, tema de gran problematicidad
en nuestro escenario nacional actual y que ha llevado a varios especialistas de
diversas disciplinas sociales y humanísticas, como Edgardo Buscaglia (2011) o
Juan Villoro (2011) a considerar a la sociedad mexicana, ante la anómala cotidianidad de la violencia, una realidad “monotemática”.
La presencia de este tipo de narrativa y sus temáticas en el escenario cultural mexicano no es fortuita, por otra parte, en el contexto de la literatura escrita en América Latina. En los últimos lustros, se ha registrado en países como
Cuba, Colombia o Brasil, por mencionar algunos casos, un incremento de obras
donde la violencia y los escenarios proscritos son el leitmotiv de su narración.
Algunos teóricos, en este sentido y de manera aún más inquietante y reveladora, han dilucidado que en el caso de algunas sociedades de América Latina y
sus complejas condiciones culturales es la violencia la condición que hace funcionar como una sólida estructura a Estados y culturas subdesarrolladas enteras y donde se han fundamentado, incluso, nociones enteras de país. Novelas
como Abril rojo (2006) de Santiago Roncagliolo, Vientos de cuaresma (2001) de
Eduardo Padura, La bestia desatada (2007) de Guillermo Cardona, por mencionar algunas obras narrativas, han dado cuenta de ello. En efecto, según María
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Guadalupe Pacheco Gutiérrez (2008) “en América latina, en particular, puede
hablarse del ejercicio de la violencia socializante”; por otra parte, para el autor
chileno Ariel Dorfman también ha sido claro que:
decir que la violencia es el problema fundamental de América y del mundo es sólo
constatar un hecho (…) la violencia ha creado una cosmovisión que no se encuentra en ningún otro lugar (…) La violencia ha sido siempre importante en nuestra
literatura (…)Imaginar la muerte y evitarla, imaginar la muerte para evitarla, eso
es lo primordial (…) Sobrevivir. La violencia es el modo habitual de defenserse, el
método que está más a mano, el más fácil, a veces el único, para que a uno no lo
maten (…) En América la violencia es la prueba de que yo existo. Mato, luego existo. (1972, p. 35)
En este sentido, en una parte de la literatura latinoamericana actual se observa de este modo una línea de lectura, una veta escritural donde la relación
literatura-realidad hace referencia no sólo a problemáticas sociales que padecen los estratos populares de mayor carencia, sino han subrayado que la miseria y la violencia han forjado alianzas y estrategias inesperadas con formas de
fe que se emplean, ante todo, como estrategias de supervivencia. A lo largo y
ancho del continente, creencias paganas como el palo mayombé, el vudú, la santería, el satanismo o variantes heterodoxas de cristianismo se han mezclado, o
mejor dicho se han vuelto a mezclar con el cristianismo, las creencias ortodoxas
o típicas de Latinoamérica; varias obras literarias han dado testimonio de estos
sucesos: La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo; Satanás (2003) de
Mario Mendoza o Ciudad de Dios (2003) de Paulo Lins. Estos tipos de culto híbridos se han reconfigurado y sumado a la alta marea que representa el crimen
“global”, fenómeno presente de manera extrema y conglomerada desde hace
ya varios años en varios textos de ficción como El cobrador (1979), de Rubem
Fonseca. En todas estas novelas latinoamericanas contemporáneas lo literario
y lo social se han enlazado para hablar de la violencia y de la problemática socioeconómica que impacta culturalmente a América Latina.
Respecto a este tema, en México, junto a la mencionada camada de autores
que comenzaron a intensificar su labor literaria después de los años 60, otras
nuevas generaciones de creadores comenzaron su quehacer literario siguiendo
de cerca la obra de Paco Ignacio Taibo II o la importante labor de Rafael Ramírez Heredia: ambos representaron dos autores que durante los años setentas y
ochentas vertieron en su literatura los temas políticos y sociales hasta sus últimas consecuencias. Influenciados pero a la vez retroalimentando con su propuesta literaria a sus predecesores, estos nuevos talentos que comenzaron de
lleno su labor narrativa hacia los años 90, a través de un estilo de raigambre
realista1, han llegado a retomar la estafeta de una ya madura tradición literaria
mexicana de “los márgenes”, en la época contemporánea. Han continuado aludiendo, convocando a una cultura mexicana desde sus sombras chinescas y sus
“sótanos” menos aseados. Entre ellos cabe mencionar los casos destacados de
Guillermo Fadanelli (Lodo, 2002); Eduardo Antonio Parra (Nostalgia de la sombra, 2002); J. M. Servín (Cuartos para gente sola; 1994); Gabriel Trujillo (Mexicali
City blues,2006); Guillermo Arriaga (El búfalo de la noche, 1999); Élmer Mendoza
(Un asesino solitario, 1994); Juan Hernández Luna (Cadáver de ciudad, 2006); En-
1 Este realismo, como poética, es común a muchas expresiones literarias de la posmodernidad donde converge un
fuerte sentido indagatorio, dialéctico y una marcada re-exploración de lugares comunes y populares de la cultura
nacional que la modernidad nacionalista, unificadora y folclórica, se determinó a generar en el siglo xx.
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rique Serna (El miedo a los animales, 1994) o Bernardo Fernández (Tiempo de alacranes, 2005). Dichos autores que bien podrían considerarse “heterodoxos” para
el centralismo cultural mexicano lo serían igualmente de existir algún tipo de
ortodoxia al interior de la literatura que trata los paisajes rotos de la violencia
o la degeneración social. Si en México la literatura policiaca y de los márgenes
ha implicado una confusión consciente y aleatoria de relaciones con la literatura política, ello obedece a que ante todo estas narrativas son géneros maleables que más allá de enunciar un canon, una preceptiva o una noción modélica
sobre la forma de representar las temáticas “subterráneas” en México, como
subraya Rodríguez Lozano (2005, p. 154) “los autores arman variantes que fortalecen la percepción de los posibles lectores frente a una narrativa conscientemente subversiva”.
Las principales objeciones de la crítica “seria” a esta clase de “infraliteratura” fueron adjudicadas debido a considerarlas de consumo popular y de baja
calidad: su desdén elitista no dudó en tildarlos como “subgéneros” de mal gusto y/o de preferencia de masas, juicio no sólo aplicado en México a la literatura
policiaca sino también a la literatura de ciencia ficción. Así, varios autores que
retomaron el género policiaco o la narrativa de escenarios marginales han sido
orillados, ideológicamente, a los linderos del canon mexicano recibiendo por
parte del eje rector y sus políticas culturales vigentes, un “tratamiento” y destino parecidos al de las temáticas que han abordado.
La llegada del nuevo siglo y el simulacro de un cambio político y social en México encontraron el quehacer literario de algunos autores como Rafael Ramírez
Heredia, Víctor Ronquillo o Eduardo Antonio Parra, vigoroso: habían compaginado el oficio de narradores con la labor periodística, hecho que les permitió
emplear un estilo analítico, abierto a la experimentación formal y al desarrollo
literario de temáticas actuales; la labor de estos autores había registrado características literarias novedosas, producto también del ejercicio constante de una
narrativa de raigambre social así como del aporte de propuestas estéticas propias de la posmodernidad. Con este nuevo “arsenal” de técnicas y estilos narrativos se aproximaron, como en su momento lo harían Ricardo Garibay o Luis
Spota, a las cuestiones sociopolíticas más apremiantes de la época contemporánea en México: el derrocado presidencialismo, la pobreza urbana, la corrupción, la falaz vida democrática, la carestía, fueron temáticas retomadas de una
manera impostergable en esta literatura del siglo xxi. Estos autores consideraron en su obra literaria que el modelo neoliberal aplicado en México en épocas
panistas, así como la “conjugación maquiavélica” que esta teoría económica había trabado con el crimen organizado y su violencia criminal y social volvió a
emparentar dicha narrativa con la profunda exploración y simbolización estética que del popular escenario nacional realizaron, anteriormente, autores como
José Revueltas en el siglo xx, considerándolo un “lado moridor” de nuestra
idiosincrasia: una amarga alegoría de la sociedad mexicana como prisión, como
trampa punitiva y kafkiana, una condena, un apando ante el agotamiento de una
fingida vida democrática y la cerrazón con que la muerte y el crimen generalizado cercaron la realidad. Iniciado el nuevo mileno y ante estas circunstancias
sociales, la literatura de estos autores experimentó un enriquecimiento formal
y un marcado matiz temático que los llevó a aplicar una renovación inventiva
de las técnicas literarias hasta entonces empleadas para narrar el infierno y los
nuevos umbrales de dolor y crimen que la sociedad mexicana iba presentando.
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Ello le permitió a todos estos autores describir un tipo de violencia imponente, incontestable pero también temáticas que requirieron un estilo que fuera
coherente y simbolizara un México sin expectativas, viciado, violento, cínico, inconformidades sociales en fin que habían ido estableciendo complicidades con
la pulverizada idiosincrasia nacional producto de la modernidad, así como de
sus fabulaciones históricas. En el caso mexicano concretamente la literatura negra (y sus afines literarios) han proseguido con su labor de interpretar la realidad mexicana hasta nuestros días; pero su acercamiento estético no es más
el cultivo de cierta clase de estereotipos y reduccionismos aplicados anteriormente con “éxito” por una parte de su intelectualidad a la compleja idiosincrasia mexicana. Si durante el siglo xx las letras mexicanas (a través de autores
como Reyes, Ramos, Vasconcelos, Caso, Yáñez, Benítez, Zea, Paz, Fuentes, Paz
o Monsiváis, entre otros) intentaron encontrar un “significado” último en sus
cavilaciones sobre lo mexicano a través del rastreo de lo “típico”, lo “tradicional”, lo “exótico” o lo “consensuado”, ahora, una parte de la literatura contemporánea en México se ha inclinado a registrar aquellas temáticas consideradas
anteriormente “extravagantes”, kitsch, de mal gusto, de baja ralea y siniestras
como propuestas para integrar fragmentos culturales que han faltado a un discurso intelectual y oficialista, que más que definitorio, se ha ido tornando a lo
largo del tiempo como reflexiones anacrónicas, retóricas y demagógicas. Esto
ha llevado a algunos autores como Roger Bartra a subrayar los desaciertos intelectuales que la discusión moderna sobre lo mexicano llevó a deducir, pues
se tratan −según el autor de El salvaje en el espejo (1992) − de “poco más que un
conjunto de harapos procedentes del deshuesadero del siglo xx, mal cosidos
por intelectuales de la primera mitad del siglo”. (1996, p. 26)
Por otra parte, a nuestra consideración nos parece generalizador e inadecuado hablar propia y categóricamente de una literatura negra o de los márgenes con características particularmente “posmodernas”, que críticos como
Eduardo Padura Fuentes en Modernidad, posmodernidad: la novela policial en Iberoamérica (1999), subrayan. Ello, sin embargo, no imposibilita presenciar comportamientos, sesgos temáticos, tratamientos, continuación y cierta elección de
temas que siguen caracterizando a este tipo de narrativa todavía en la era tardomoderna. Por ello, a través de técnicas narrativas de la vanguardia, el siglo
xx o algunas actuales aplicadas por las literaturas posmodernas Ramírez Heredia, Ronquillo, Parra o Arídjis parecen haber ensayado no sólo con las posibilidades narrativas más eficaces para describir los “márgenes” sociales sino
también experimentaron con los alcances propios de su estilo para contarnos
el drama de un México en franca descomposición o recomposición, según se
vea: hacer el relato de un país que estaba mostrando el más inverso, auténtico
y descarnado de todos sus rostros.
2. La Santa Muerte: tema literario de un México “negro”
En este sentido, la literatura nacional registró, a partir del año 2005, la aparición de obras estrujantes, como el caso de Homero Aridjis y su obra La Santa
Muerte. Tres relatos de idolatría pagana. La presencia de esta obra dio “formalidad”, en el escenario de las letras nacionales, a un fenómeno cultural que durante el transcurso del siglo xx se había situado como una presencia latente, un
culto embrionario dentro de la cultura popular mexicana. Hacia la mitad de
la década de los años noventa y producto de las crisis económicas de aquellos
años, La Santa Muerte comenzó a encontrar nichos de adoración social en lo
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lumpen así como una mayor permisividad cultural, pública y mediática (y hasta sensacionalista); ello le permitió el ingreso y el paulatino reconocimiento de
la sociedad mexicana, en su conjunto. Este rasgo, el del amarillismo, con que la
mayoría de los medios masivos de comunicación trató el descubrimiento público de esta religiosidad, causó estupor social cuando se generalizó en los mass
media nacionales, la relación entre el crimen organizado y la figura de La Santa
Muerte. El “descubrimiento” masivo de esta religiosidad ha quedado enlazado así, desde sus inicios, con la eclosión de una criminalidad, en México, mejor organizada, más violenta y de mayor penetración y daño en el tejido social.
De esta manera el ambiente literario mexicano ha atestiguado, recientemente, la aparición de obras que ilustran estas “nuevas” temáticas de carácter
marginal y proscrito. Si actualmente para los medios masivos de comunicación
mexicanos el luto es casi un espectáculo, son otras las motivaciones temáticas
que, en general, han llevado a la literatura a presentar una “antropología de lo
siniestro” y a retomar los más excéntricos tópicos de los últimos tiempos como
manifestación de vida y prolongación de aquella “imaginería popular” sobre
el destino mexicano trágico, afrontado con nihilismo y socarronería, que llevó
a lugares comunes como aquel axioma de que el mexicano se ríe de la muerte y que las élites culturales posrevolucionarias (literatos y pintores) “descubrieron” y pusieron en marcha según Elsa Malvido (1996, p. 101) “dándole a la
muerte un poder ideológico que los mexicanos nunca imaginaron” y sin prever las repercusiones de todo aquello que habían puesto a funcionar. Retomados muchos de estos tópicos del culposo amarillismo mediático y de la plana
roja mexicana, son ejemplos literarios que continúan remarcando la intrínseca
relación entre lo delincuencial y las creencias esotéricas, temáticas que por otra
parte tienen también una importante y rica historia, completamente rastreable
cuando menos en Occidente.2 Junto a la siniestra obra de Aridjis debemos mencionar las novelas Ruda de corazón. El blues de la mataviejitas (2006), de Víctor
Ronquillo; Parábolas del silencio (2006), del autor regiomontano Eduardo Antonio Parra, libro de cuentos de temáticas violentas; y también sobre algunos temas esotéricos, especialmente, “Plegarias silenciosas”, y, especialmente, con La
esquina de los ojos rojos (2006), última novela publicada en vida de un autor que
por su larga labor literaria ya resulta emblemático para el género negro mexicano, Rafael Ramírez Heredia; así, quedó más ilustrado, para nuestras letras,
que la histórica y característica oligofrenia religiosa de México había tomado
un nuevo cariz. Estos autores mostraron a través de un tópico en boga relatos
en que se subrayaba decisivamente la relación del crimen con un deísmo posmoderno, reivindicador social pietista y presencia metafísica de un México extremo y necrófilo: el culto a La Santa Muerte.
2
Lo esotérico y su proscripción poseen, particularmente, una historia propia, inscrita y velada, en Occidente. Especialmente, durante el siglo xix, esta presencia desarrolló una evidencia conspicua, pero incluso su presencia cultural
es posible rastrearse, literariamente, hasta el Renacimiento, particularmente, cuando se inició el contacto cultural
con los nuevos territorio humanos en Asia y América, como ha quedado referido en obras como La tempestad
de Shakespeare, donde ya se presentan, simbolizados, los inicios de una división ideológica occidental entre lo
Bárbaro y lo Civilizado, entre la Razón y lo inconsciente. En la modernidad, desde las postrimerías decimonónicas,
la presencia, desarrollo y aparición de cultos “auxiliares”, sincréticos o el revival de los propios cultos antiguos
europeos, han eclosionado e influido de manera determinante a Occidente y, a la vez, a su extremo occidente,
América, donde dichas creencias se refieren, también, a problemáticas históricas y culturales como se da cuenta
en obras latinoamericanas como El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias o El reino de este mundo, de Alejo
Carpentier. También cabe mencionar el caso de el Espiritismo o la Teosofía en el siglo xix, dos de los ejemplos
finiseculares que mayor impacto cultural alcanzaron al ser asimilados o sintetizados por un Occidente que atravesaba un periodo ecuménico, abierto a un entrecruce cultural vasto con la cultura oriental, americana o con su
propio pasado cultural europeo. En este sentido, en México, parte de la obra de Amado Nervo o Efrén Rebolledo
dan cuenta de este fértil entrecruce del esoterismo y la literatura fin-de-siecle.
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La inserción de esta temática en las letras mexicanas además de encontrarse aderezada con un denotado amarillismo y la evidente búsqueda de un suceso editorial, no es por otra parte una novedad absoluta en nuestra literatura
o para sus escenarios culturales: Oscar Lewis, el antropólogo norteamericano,
hacia 1961 con su obra Los hijos de Sánchez, fue el primero en aclimatar este y
otros tópicos igualmente polémicos en el horizonte cultural mexicano y donde por primera vez la literatura dio cuenta de dicho tótem y religiosidad como
temas. Cabe señalar que también a mediados del siglo xx muchos especialistas
han coincidido en ubicar la reconfiguración religiosa y contemporánea de la
Muerte como figura de un santoral heteróclito y proscrito pero igualmente vigente en el imaginario popular durante décadas; en los últimos tiempos ante la
crisis de violencia y narcotráfico, La Santa Muerte ha adquirido gran relevancia hasta convertirse también en un diametral subterfugio anímico de trabajo,
salud y seguridad para millones de mexicanos que perviven en los límites de
lo ilegal como damnificados de una patria sin futuro.3
Sin embargo, mencionar este ejemplo literario de Lewis, en particular, es
aproximarnos a un tipo de literatura-ensayo que ha sido “solidaria” con la miseria del subdesarrollo y que nos ha recetado por décadas completas la sociología del oprimido desarrollada precozmente también por autores mexicanos,
como Carlos Fuentes o Fernando Benítez; dicha literatura ilustra a la perfección
la definición de Fredrick Jameson (2006, p.11) sobre “la estética de la tragedia
o esa metafísica del fracaso que dominó la novela naturalista y que todavía sigue gobernando en gran medida nuestro imaginario de la pobreza y el subdesarrollo”. Si bien en la obra de Lewis subyace una argumentación sobre una
“cultura de la pobreza” en México y una suerte de “reivindicación” de las clases populares, son otros los objetivos específicos (y más objetivos, por supuesto) los que han orientado a la ficción literaria mexicana actual en busca de todo
cuanto implique el culto a La Santa Muerte, así como del registro de aquellos
escenarios donde es ejercida principalmente su creencia. La literatura mexicana, en general, ha buscado la representación estética y el acercamiento a este
ideal que salvaguarda una sociedad perturbada por la amenaza atmosférica de
la violencia y que ha emparentado su inusitado éxito con el repunte histórico
del crimen organizado doméstico y, también, con las constantes debacles económicas, específicamente la que México resintió hacia 1995.4
Desde un plano general, la propuesta narrativa de Homero Aridjis es la
que menos convence con referencia al tratamiento maniqueo que denota en su
labor literaria: haber recogido, dicha temática desde una postura francamente
unilateral. Otro es el caso de Víctor Ronquillo y su novela Ruda de corazón. El
blues de la mataviejitas (2006), Eduardo Antonio Parra y su relato “Plegarias silenciosas”, parte de la obra Parábolas del silencio (2006); de igual modo, y de una
manera más extensa, la novela de Ramírez Heredia, La esquina de los ojos rojos
3
Para José Gil Olmos en La Santa Muerte. La virgen de los olvidados esta creencia experimento al inicio de los años
60 la “última fase de su historia secular, antes de convertirse en el culto popular más importante que ha tenido
México en los últimos años”. (p. 62)
4 Coincido plenamente con José Gil Olmos en su obra La Santa Muerte. La virgen de los olvidados: la profunda y
dolorosa crisis económica de 1995 (el llamado Efecto Tequila o Error de Diciembre) representó no sólo el inicio
de una catástrofe criminal creciente en la que secuestradores como el conocido “Mochaorejas”, y más recientemente, multihomicidas como “La Mataviejitas”, le otorgaron otro cariz al desbarrancadero social mexicano de la
historia más reciente; esta crisis económica dispuso el escenario perfecto para que la devoción a “La Niña Blanca”
se incrementara diametralmente a todos los estratos de la sociedad y ya no exclusivamente en los bajos fondos
urbanos. Ha alcanzado en años recientes, especialmente al estrato social más lastimado durante dicha catástrofe
económica: la clase media, el estrato social “que redujo su poder adquisitivo en 200 por ciento (y que) algunos
analistas aseguran que a partir de entonces inició el fin de esa clase social”, explica Gil Olmos. (p. 92)
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(2006). Ambas obras representan dos acercamientos estéticos que sin expectativas escandalizadoras, moralizantes o reivindicadoras han registrado una realidad ínfima a través de un tratamiento más minucioso, objetivo y profundo de
este tema. De cualquier modo, la presencia de todas estas obras ha generado
propuestas literarias casi por lo regular desatendidas por la crítica especializada que, sin embargo, representan una interesante sinergia estética entre propuesta formal y novedad editorial como producto cultural, que teóricos como
Alfredo De Paz (1979, p. 155) ya habían prevenido y enunciado al referirse a
“las nuevas temáticas y los medios de expresión resultantes de ello”. Estas manifestaciones literarias han aparecido también en el contexto de un panorama
cultural mexicano que ya no sólo de manera ficticia sino vivencial ha registrado bajo el “talón de hierro” del crimen, un proceso escritural afectado, donde
recientemente ha prevalecido el miedo, la incertidumbre, el hartazgo y el repudio hacia la violencia de la manera en que ésta haga acto de presencia; incluso, algunos autores mexicanos como Javier Sicilia (2011, p. 10) han manifestado
que ante el “costumbrismo” del infierno: “Ya no hay más que decir/ el mundo
ya no es digno de la Palabra”.
Deidad recuperada por el imaginario popular y con ecos que se remontan
al pasado prehispánico, La Santa Muerte como se ha mencionado, ha sido incorporada a la cultura mexicana no sólo desde lo popular sino también desde
la relación simbólica que su credo ha establecido con varios casos “célebres”
de delincuencia y sensacionalismo mediático que, especialmente desde la década de los años noventas del siglo pasado, la ha transformado en un culto
efervescente que según González Rodríguez (2009, p.163) “encierra la parte
esotérica de las conductas criminales. Violencia y dolo. Pactos de sangre y ley
de silencio entre los adeptos. La promesa de riqueza ilímite y veloz, el poder
inconmensurable, aunque sea fugaz: la muerte sentido y meta de nuestra existencia terrenal”.
Por ello, no es fortuito que las primeras manifestaciones literarias sobre
esta presencia metafísica tome en cierta medida sus explicaciones, sus determinaciones parciales y sus “juicios” literarios, precisamente, de esa relación
Santa Muerte-criminalidad, del amarillismo de su imagen escalofriante, de la
especulación de su credo en la nota roja, del morbo colectivo y, en parte, de
la negación social. Exaltando los prejuicios mencionados y sin preocuparse
demasiado por penetrar en una dimensión más profunda o distinta del culto,
aquella que transmite esperanza y tranquilidad metafísica a los desposeídos, a
obreros, prostitutas y gente en situación de riesgo, en el relato que da título a
la obra de Aridjis (2005) se lee: “La Santa Muerte era un personaje envuelto en
ropajes blancos, rojos y negros, representando sus tres atributos: el poder violento, la agresión artera y el asesinato cruel”. (p. 127)
En la propuesta literaria de Aridjis, La Santa Muerte es considerada una
deidad terrible y con resonancias precolombinas; por lo tanto los criminales
deben “apaciguarla con un sacrificio humano” (p. 129). Los hampones, políticos
corruptos, líderes de algún cártel o sicarios descritos por Aridjis de la manera
más acartonada y desde los encuadres más comunes, buscan la protección de
la Señora de las Sombras para que, como a Daniel Arizmendi o Juana Barraza
Samperio “La mataviejitas”, les sea concedido el favor de la impunidad. Pidiendo maldiciones, salaciones, tortura, dominación y enfermedad a los enemigos,
los personajes de Aridjis habitan un mundo donde la fortuna, como la vida, es
cambiante y voluble; el castigo y la ayuda son por consecuencia, igualmen-
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te posibles. Con elementos del thriller norteamericano y deudas (las menos) al
género policiaco, la obra de Aridjis no alcanza, por su brevedad, por su ineficacia tendenciosa, parcial, así como por su acercamiento discursivo impostado, a explicarnos, más allá del morbo criminal y esotérico, cómo se desarrolla
y ejerce este culto a varios niveles, y cuáles son otras de las causas que explican su impresionante desarrollo en una sociedad mexicana, tradicionalmente
devota y fervorosa. Para Aridjis, este símbolo no es sino un accidente social, un
“fenómeno” cultural y modal muy determinado a la “narcocultura”; su obra
se presenta carente de una contextualización y argumentación verosímil para
entender esta nueva religiosidad dentro del panorama histórico de México y
desde los bajos fondos urbanos, el porqué de su empatía con núcleos sociales
más vastos que le rinden devoción y que no necesariamente participan de actividades ilícitas. Su deslucido relato parece, al cabo, una propuesta literaria que
sólo intentó provocar efecto y éxito comercial a través del escándalo y el ruido.
Un año después, Eduardo Antonio Parra, consigue en 2006, un acercamiento menos acartonado y estereotipado que el intento de Aridjis en la búsqueda
de aprehensión literaria sobre este tópico cultural y actual. En el cuento “Plegarias silenciosas”, que forma parte de Parábolas del silencio (2006), Parra nos
hace penetrar, una noche, en el cuartucho y en la vida de dos seres marginados:
de Tadeo, joven ratero y traficante de mariguana recientemente molido a golpes por unos policías judiciales, y de Milagros, su madre ciega. Entre los dos,
han convertido en una heterodoxa y heteróclita capilla a la pequeña vivienda,
donde encontramos altares y veladoras dedicadas indistintamente a La Santa
Muerte, a Jesús Malverde, a San Judas Tadeo y al Niño Fidencio:
¡Al amanecer, Tadeo pregunta a su madre por qué le puso velas nuevas sólo a dos
de los santos, la Santa Muerte y Malverde. La muerte, oronda de su poder, apoltronada sobre el mundo como si lo empollara, mostraba a Tadeo su doble hilera de
dientes. Malverde parecía sonreír bajo el fino bigote y en sus pupilas relampagueaba de cuando en cuando el reflejo de las llamas. (p. 163)
La respuesta que obtiene Tadeo de su madre, cuando llega el nuevo día, parece implicar una nueva valoración “práctica” y desfachatada y sobre el papel
de estos dos nuevos referentes religiosos tardomodernos: “Porque a los otros
no tengo nada que agradecerles” (p. 163). Al poco rato, Tadeo se entera de que
los dos judiciales (a quienes éste había robado droga decomisada) y ya lo habían torturado varias veces y perseguían, habían sido encontrados ejecutados,
a la orilla de un río cercano. Sus “santos” le habían concedido, a él y a su madre, sacarlos de su camino. Cuento que ilustra la profunda modificación del tejido social, nos muestra de manera pormenorizada cómo se ha llevado a cabo
la reconfiguración de la identidad religiosa latinoamericana donde el “tabulador” aspiracional se haya trastocado y orientado hacia una espiritualidad “funcional”; la sociedad mexicana, en concreto, desde sus nichos domésticos viene
registrando una defensa absoluta y a ultranza del deísmo y del principio New
Age del “hágalo usted mismo”. Por ello, para Castells, la Santa Muerte es, en
concreto, la deidad:
no sólo los delincuentes, policías, soldados, pandilleros, vagabundos, drogadictos
y alcohólicos que caminan sobre la tenue línea de la vida son los que se acercan a
pedirle que los proteja, sino que se trata de esta amplia capa social de mexicanos olvidados, marginados y afectados por las crisis que se han desatado desde 1995(…)
La mayor parte de los que se le acercan a rezar van en busca de la seguridad y el
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bienestar que la clase política les ha negado; piden salud que no tienen porque no
pueden acceder al sistema de seguridad social y médica pública y menos al privado; solicitan el salario que se ha reducido en más de la mitad en los últimos años;
suplican el empleo que se ha caído durante los últimos gobiernos; ruegan la seguridad para ellos y su familia ante un ambiente de asaltos, ejecuciones, secuestros,
extorsiones, corrupción e impunidad que permea todo el sistema de procuración
de justicia. En síntesis ante “la Madrina, sus “ahijados” invocan una vida mejor.
(2008, p. 134)
En este microuniverso doloso, marginal y religioso, las entrecruzadas creencias de los fieles conviven simbióticamente y sin contradicciones. Ejemplo de
un deísmo reivindicador y extremo en la literatura mexicana de los márgenes,
el esoterismo de Tadeo y su madre forma una dialéctica entre lo pragmático y
lo espiritual: una dialéctica por la supervivencia donde lo absoluto adquiere la
forma de lo más terrenal y necesario. Una atmósfera verosímil y, por momentos, delirante es la que Parra nos propone para describir una realidad donde las
creencias y lo esotérico no son meras ambientaciones de la narración sino que
son parte integrante de la vida extrema de sus practicantes que por la fuerza
de la invocación, se tornan en presencias, en “personajes omniscientes” de este
mundo cercado por la fatalidad y el desamparo.
También parte de un género narrativo que críticos renombrados como
Christopher Domínguez Michael (2007, p. 389) han considerado no es “ni limpio ni sucio es, a su manera, literatura pura”, Víctor Ronquillo, también en 2006,
presentó Ruda de corazón. El blues de la mataviejitas, texto híbrido que mantiene
relaciones abiertas con la novela negra y la crónica de plana roja mexicana; en
su obra se lee acerca del contacto y la permeabilidad que este subterfugio esotérico, La Santa Muerte, ha encontrado en la idiosincrasia mexicana y en amplios
sectores populares de México como consecuencia del incremento delincuencial
y las situaciones socioeconómicas desfavorables. Su narración que por momentos retoma la dificultosa pero bien lograda construcción de la segunda persona,
tiene como objetivo axial el recuento “testimonial” y ficcional de la tristemente
célebre “Mataviejitas”, Juana Barraza Samperio:
Por ese temor de morir de forma prematura y dejar a Cristina sola y a Samuel con
sus desgracias, fue por lo que hiciste un pacto con la santita blanca, la Santa Muerte, milagrera de la calle y los bajos fondos. A la santita la conociste por Julián, el
padre de tu niña, aunque ya mucho antes habías oído hablar de ella. La bruja del
mercado de Sonora te habló de sus milagros, era especialista en pobres y en aquellos que la sabían cerca de sí, muy cerca, quienes habían probado ya su amarga miel
de dolor y ausencia. (p. 73)
Víctor Ronquillo hubo de presentar en esta narración un caso emblemático
de la violencia urbana, género que el mercado editorial eurocentrista, por otra
parte, no ha tardado en definir en los últimos tiempos como una nouvelle barbarie mexicaine. Su relato está basado en uno de los hechos criminales más estrujantes y populares de la Ciudad de México: el de una asesina serial que se
disfraza de enfermera para matar sin clemencia a ancianas de la tercera edad.
La obra de Ronquillo es una mezcla de novela y reportaje que tiene como pulsión central la recreación literaria de un caso extremo y sus repercusiones sociales; ello le sirve al autor como sismógrafo de una realidad decaída y crítica.
Ronquillo presenta un retrato verosímil de esta sociópata, apegado a las condiciones que llevaron a la protagonista a actuar de esa manera tan atroz. Personaje clandestino, único asesino serial femenino que se recuerde en México,
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es también reconstruida literariamente desde su perspectiva más vulnerable:
madre soltera, enfermera, empleada doméstica y semiprofesional del pancracio
que, en funciones de poca relevancia, sólo la presentan en colonias populares.
La “mataviejitas”, al igual que sus víctimas, los ancianos, se remueven en una
existencia marginal y socialmente desatendida. A lo largo de su vida, victimas
y victimaria, padecen la injusticia y la marginación de una sociedad distante,
donde el más mínimo resabio de humanidad ha quedado olvidado. Sólo en la
lucha libre, Juana Barraza se siente emancipada y la empresaria de sus propios
talentos, protegida indistintamente desde su altar doméstico, por su fe en La
Santa Muerte. Cuando Juana Barraza se convierte en “La Dama del silencio”,
piensa que es capaz de sobresalir de este mundo de senilidad, muerte y carencias económicas. Su lucha auténtica no es en la arena: es por el desagravio, por
el hambre de husmear, asechar, poner las trampas, atacar a sus presas y, una
vez terminado su “trabajo”, depositar, simbólicamente, los despojos de las ancianas en los brazos descarnados de “la Señora de las sombras”.
Por último, mencionaremos el caso de la última novela escrita en vida de
Rafael Ramírez Heredia: La esquina de los ojos rojos (2006); en esta novela el culto a La Santa Muerte adquiere una visión diferente y, por primera vez puede
decirse es la temática axial en un relato de largo aliento. Tepito: un Barrio incómodo, negro, de altísimo riesgo, comerciante de segunda y de todo lo ilegal,
narcótico, falluquero, hermético, insomne, merolico, bravero, fetichista, indolente, mitificador, ecocida, gandalla, homicida, picaresco, “sicaresco”, marginal,
grafiteado, amenazador es el que nos entrega la última obra de Rafael Ramírez
Heredia. Territorialidad negativa que desde los inicios del trazado de la Ciudad de México quedó fuera de los márgenes de lo “civilizatorio” y donde más
de un intento de reforma urbana capitalina se ha desvanecido y desgastado en
sus implacables calles; Tepito, en la novela, no es sólo la actualización modal
de una cultura siempre considerada en el pozo más profundo de lo proscrito
dentro del imaginario cultural mexicano: es el adentramiento literario y cultural a un mundo desquebrajado, deseablemente ignoto y negado por el statu
quo que actualmente no sólo funciona al interior con sus propias reglas, lenguaje o cultos, sino que su presencia y peso se extiende diametralmente como
una sangrante llaga de impunidad y crueldad zafia: marca tendencias modales y criminales, formas de vida proscritas y en varias direcciones y grados en
la vida, como conjunto, del México tardomoderno. Así no es fortuito que estemos hablando del arquetipo del Barrio por antonomasia en México. El llamado “Barrio bravo” ha dejado de considerarse característico por ser el “modelo”
del baratillo o el tianguis masivo contemporáneo o por forjar campeones del
box mundial. Tepito es, ahora, el santuario nacional numero uno de “La Santa
Nivea”, “La igualadora”, “La madrina”, santuario simbólico y “fortaleza” de
la impunidad que gobierna el país:
e inician la búsqueda de mercancía robada, su tarea de decomisar artículos sin factura o falsos, destruir la mercancía pirata (y) aprehender a los que venden la droga(…) La gente del Barrio no presentaba un frente sólido, era la dispersión prendida
en la velocidad de los movimientos, en la astucia para capotear marejadas terrestres en la resolución del que sabe (…) el Barrio no es de agachados sino de netas
valederas que se alebrestan a la menor provocación (…) que avanzan tirando golpes sin medir quién los recibe, y nosotros aullamos como chacales antes de masticar los intestinos del cadáver. (2006,pp. 176, 177, 178)
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El profundo adentramiento que Ramírez Heredia consigue con su narración polifónica y barroquista recrear con verosimilitud un barrio violento, cobijado por la Santa Muerte; usando como estrategia literaria el slang vernáculo
del barrio, la construcción literaria de narraciones en primera, segunda y tercera persona del plural y un nutrido reparto de personajes (amas de casa, jóvenes sicarios, capos, policías corruptos, comerciantes, vagabundos,), la novela
va construyendo diferentes niveles de entendimiento sobre la compleja existencia y las entrecruzadas formas de fe que tienen lugar en esta dura zona del
Valle de México, donde los criminales más codiciosos y sanguinarios son considerados “héroes” por haber muerto por “rifarse” por el barrio. La consigna
que reza como una jaculatoria y ley no escrita es: “en este barrio nadie es nadie, sólo se está al amparo de lo que la Santa Muerte diga” (p. 67). Por ello su
nombre queda inscrito en la cruz de caoba que preside el nicho dedicado en el
barrio a La Santa Muerte:
Y en esa cruz magnífica están inscritos, en larga fila, gariogoleada, los apodos, nombres, apellidos, apelativos de personas alguna vez existentes. Todo el Barrio sabe
que esa enorme lista es exclusiva. Va adquiriendo número con aquellos bienaventurados que en las calles y vecindades han caído, sin importar las causas ni el bando por el cual murieron. Son aquellos que, sin distingo por el método usado: balas,
drogas, cuchillo, metralleta, golpes o encontronazos, han detenido el fluir de su
sangre. Importa sólo que el nombre del caído se apegue a las reglas de la cruz de
caoba: grabarse después de una muerte violenta. No interesa su sexo, ni los motivos de la agresión. La condicionante única es que sea por perecimiento arrebatado,
esa es la regla para que el nombre del cadáver esté inscrito en la larga fila de caídos. (2006, p. 131)
Los caracteres de Ramírez Heredia, desde lo más diverso, desde lo más verídico, piden, veneran o se tatúan en la piel la figura de la Santa Muerte para obtener la fuerza y el valor necesarios para arriesgar su más ínfima sustancia vital:
La que Fer Maracas se revisa contra el espejo, mira los dos tatuajes de la Santa Blanca, nuevos, bellos, punteados en cada uno de sus trazos, las figuras son exactas entre
sí (…) Maracas mira unido a ese gesto de triunfo por saberse protegido doblemente;
¿quién es el gandalla que le puede quitar el gusto de saberse en los primeros planos
junto a los jefes, y con la Señora Pálida como duplicado guardaespalda? Las imágenes de la Señora, pareadas en los omóplatos, son mucho más importantes que los
chalecos del Piculey, las iras del Bufas Vil, las inquinas del Tacuas Salcedo. (p. 364)
La última novela publicada en vida de Rafael Ramírez Heredia en 2006, autor considerado clásico del policiaco mexicano, así lo ha demostrado. Empleando diversos recursos y estilos narrativos de la modernidad y la posmodernidad
como la intertextualidad, el pastiche, la construcción activa de la segunda persona en su narrativa, la conjunción elaborada, imbricada y barroquista de figuras retóricas en su registro de la voz marginal, del argot barrial dan a su obra
la consistencia necesaria para la recreación amplificada y simbólica de un infierno tardomoderno que capta todo el drama, todo el movimiento de pesadas
sombras llamadas personajes que transitan, mueren, matan, aman, delinquen,
oran, engañan, mienten, lloran, vengan, sobreviven en esta inmensa comarca
de lo informal bajo la presencia metafísica de su “virgen” oscura y último resguardo ante los embates de un mundo pernicioso que parece regirse por la añeja Ley del Talión: La Santa Muerte.
Cada personaje acude a esta religiosidad desde distintas ópticas, lo que
permite conocer diferentes expectativas en diferentes tipos de caracteres. Cada
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personaje, imitando la forma en que, en la posmodernidad, muchos creyentes
adoptan este tópico, expresan una de las formas más extremas de la fe contemporánea, sin liturgia ni consenso, características que le han permitido su diametral éxito y su increíble adaptabilidad a la compleja sociedad mexicana actual:
la muerte como providencia de los despreciados y que por nicho tiene todas
las calles de una ciudad.
3. Conclusiones
1. La Santa Muerte, en todas estas versiones literarias, juega un papel ordenador. Es referente de un mundo caído, decantado e invertido en su crisis de valores, como da cuenta La esquina de los ojos rojos, de una realidad
cotidiana brutal; incluso desde la visión unilateral y mediante el estereotipo replicado en La Santa Muerte: tres relatos de idolatría pagana,la obra de
Homero Aridjis, se nos presenta de igual modo un mundo como distopía criminal, como una lucha enrabiada y confusa donde los hombres
practican lo que Dorfman (1972, p. 35) llama una “violencia horizontal e
individual” y donde “presenciamos la guerra civil en el fárrago de la cotidianidad”.
2. Espiritualidad bicéfala y de dos rostros, La Santa Muerte, por otra parte, en la obra de Rafael Ramírez Heredia, Víctor Ronquillo y Eduardo
Antonio Parra, sin alejarse demasiado de la realidad es, por un lado, la
divinidad criminal donde recae el dolo, el resguardo de lo ilícito y la violencia del crimen organizado; por el otro, se trata de un ideal generatriz
de bienestar, amor, ley, paz, salud, estabilidad económica para otros millones de mexicanos, ajenos y posibles víctimas de un circuito revanchista
e inagotable en que se ha manifestado la criminalidad nacional. La Santa Muerte se ha erigido como el sentido de una vida absurda y despeñada que, en suma, no sólo representa en México la búsqueda de las más
básicas y pragmáticas garantías humanas que el Estado no ha logrado
proporcionar, sino se trata de un aliciente espiritual en la búsqueda del
hombre contemporáneo por reencontrar su integridad, la síntesis total,
en un mundo donde el consumismo voraz y la tecnolatría no han alcanzado a colmar estos abismos trascendentales.5
3. Su presencia como uno de los cultos de mayor expansión e influencia, no
sólo dentro de los círculos delincuenciales sino en los altos ámbitos políticos y culturales de México así como en el núcleo familiar ha derivado en
una forma de balancear los desequilibrios de un país con inmensos claroscuros y falta de introspección histórica. La muerte en México, según
Jorge Volpi (2001, p. 11) también ha regresado a poner fin a ese tradicional “afán paródico y carnavalesco (que) ayuda a despejar las pretensiones y los dogmas”, que en su “tradicional” concepción cultural moderna
le había sido encasillada. Todo parece indicar que el mexicano del siglo
xxi ha decidido reabrir un ciclo devocional con su destino, con su historia, con sus imposturas modernizadoras, piensa Castells Ballarin:
5
Resulta un rasgo muy revelador de nuestra época la convivencia tan paradójica, heterogénea y mixta de creencias,
re-elaboración de mitos y búsqueda de un sentido religioso y trascendental en sociedades que han abrazado descaradamente, y a la par, el consumismo, el hedonismo y la inmediatez, como consigna materialista, y la depredación
individualista y el “darwinismo” social más rampante como sentido moral; la era de las comunicaciones globales,
de la máxima sofisticación electrónica y científica ha generado, ambiguamente, una intensa necesidad por ir en
reencuentro con lo premoderno, con lo espiritual, en lo permisible o en lo proscrito, en lo ortodoxo o en lo híbrido,
en las categorías religiosas del Bien o el Mal.
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la fe en La Santa Muerte es una apuesta que involucra una actividad constructora de otra realidad social(…) Cada una de las peticiones a la Santa podría ser un
indicador de lo que la ciudadanía valora y el Estado no garantiza. Si la muerte es
anomía total, la Santa Muerte opera reorganizando la supervivencia. (2008, p. 17)
Frente a una de las hecatombes más críticas y violentas de su porvenir,
parte de la sociedad mexicana está afrontándola con todo lo que le resta
en el entrecruce de elementos culturales premodernos, “desmodernos”
y ultramodernos.
4. Estamos en presencia de un sólido género literario (históricamente depreciado como “subgénero”) que más que buscar inclinaciones contraculturales y transgredir subraya vehementemente narrar desde un enfoque
político y social que trascienda el localismo, pero sin dejar de registrar la
existencia en particular, los periplos del desposeído para entender, para
transformar y no exclusivamente para entretener o crear folclor.
5. La literatura de los márgenes ha recogido temáticas, en la era contemporánea, de una importancia e intensidad tal que están cambiando a un ritmo y
celeridad pasmosos el rostro de la sociedad mexicana en su conjunto: son
los rubros que han afrontado, mediante una narrativa por lo demás verosímil, fidedigna, sin folclorismos compactos ni estereotipos a modo, sino
desde el inmenso “deshuesadero” cultural contemporáneo, desde lo entrecruzado y el extrañamiento, desde lo global y lo nacional, desde la ortodoxia y la heterodoxia, desde lo impuro y lo desregulado: desde la infinita
condición de la existencia.
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