Curso “La Estética y la Teoría del Arte en el siglo XVIII”. TRANSCRIPCIÓN DE LAS VIDEOPRESENTACIONES: ‐La nueva sensibilidad Sturm und Drang ‐Johann Gottfried Herder y el joven Goethe ‐Friedrich Schiller y su obra “Kallias” (Parte 1 y 2) ‐Schiller: Cartas sobre la educación estética del hombre (parte 1 y 2) Profesor: Juan Martín Prada IMPORTANTE: Queda prohibida la distribución o reproducción total o parcial de este texto sin permiso del autor. © Juan Martín Prada, 2015. La nueva sensibilidad Sturm und Drang El 1 de abril de 1777 un jovencísimo dramaturgo, Friedrich Maximilian Klinger, estrenaba en Leipzig una obra teatral, titulada Sturm und Drang, traducible en castellano por algo así como “tormenta e ímpetu” (a veces “Drang” se traduce como “impulso”, “pasión”, “drama”, “arrebato” “fuerza”, etc.) un título que acabará dando nombre a todo un movimiento estético que ya se estaba gestando desde hacía algunos años en la Europa del momento. Esta obra teatral de Klinger era un rechazo de la estética neoclasicista, evidenciando el cada vez mayor interés en la literatura por lo emocional, la individualidad y lo subjetivo frente a los dictados de la razón ilustrada. Rasgos que eran característicos de otras muchas obras teatrales del momento, como esta de Jakob Michael Reinhold Lenz titulada Die Soldaten y publicada también en 1776, o esta otra, Die Kindermörderin (1776) de Heinrich Leopold Wagner, o una obra mucho más conocida que las anteriores, la titulada Die Räuber (Los bandidos) de Friedrich Schiller, un autor al que dedicaremos las próximas sesiones. Obras todas estas con las que la cultura alemana del momento empezará a ser consciente de la vital emergencia de una nueva estética, en la que empieza a ser protagonista el sentimiento, la naturaleza exaltada, o la crítica al racionalismo ilustrado desde una óptica cada vez más individualista. En el ámbito de la pintura europea vemos acontecer el mismo proceso durante esta década de los setenta del siglo XVIII, como se evidencia en algunos de los paisajes del francés Joseph Vernet (1770), en las pinturas cargadas de misterio y silencio del suizo Caspar Wolf, sin duda uno de los mejores precursores de lo que será el paisajismo romántico. 1 Un caso particular serían los trabajos realizados en esa década de los setenta por el también suizo Johann Heinrich Füssli, como este titulado La muerte del cardenal Beaufort de 1772 y en el que vemos cómo las pautas del neoclasicismo pictórico van dejando paso a una sentimentalidad exaltada, incluso a lo grotesco, cediendo en ocasiones ante lo irracional. Una pintura la de Füssli claramente precursora del llamado “romanticismo oscuro” y que veremos hacerse presente, años más tarde, en los escritos de Novalis o Holderlin. Ciertamente Füssli es un magnífico puente hacia el periodo romántico. Y probablemente tampoco habría que olvidar la faceta como poeta de este pintor, creador de una escritura muy próxima, como sucede en sus pinturas, a las pautas del Sturm und Drang alemán, y con claras influencias del poeta inglés Edward Young. Un pintor Füssli de noches oscuras y pesadillas, y cuya influencia irá mucho más allá del siglo XIX y del romanticismo, para convertirse en un claro referente ya en el siglo XX de los expresionistas y surrealistas. En el ámbito de la música iremos también atendiendo al mismo proceso. Obras como el Don Juan de Christoph Willibald Gluck, estrenada en Viena en 1761 y que estamos escuchando en versión de Il Giardino Armonico han sido también consideradas como magníficos antecedentes de esa sensibilidad propia del movimiento Sturm und Drang. Como ya he mencionado antes en relación a Füssli, suele reconocerse en el desarrollo de esta nueva estética la importancia de las obras de poeta inglés Edward Young, y sobre todo de la que es su obra más conocida, Night Thoughts (Pensamientos nocturnos sobre la vida, la muerte y la inmortalidad), un largo poema publicado entre 1742 y 1745 y que hacen de él uno de los máximos precursores de la estética romántica en Inglaterra. Un poema el de Young que será, por cierto, décadas más tarde (entre 1795 y 1797) ilustrado por William Blake. Otro referente de los artistas vinculados al movimiento Sturm und Drang centroeuropeo fue la obra del escocés James Macpherson, otro de los llamados "Graveyard Poets” o “poetas del cementerio”, y cuyas obras se orientan también, como la de Young, a una estética de lo sublime, de lo misterioso y lo necrológico, con un peculiar gusto por la poesía popular, en concreto por la antigua poesía de las tierras altas de Escocia y por los mitos nórdicos antiguos, sobre todo (algo que apasionó a Herder), y por la melancolia y la muerte. No obstante, algunos de los rasgos más típicos de Sturm und Drang, no serían desde luego explicables si obviáramos el influjo ejercido por el filósofo Johann Georg Hamann y su interés por la cultura nativa alemana, interés que heredó Herder, de quien Hamman fue mentor. Herder, como veremos, influirá muy decisivamente en el joven Goethe, otro de los más destacados protagonistas de Sturm und Drang. En todo caso, dejamos ya los comentarios dedicados a estos pensadores para la siguiente sesión. 2 Johann Gottfried Herder y el joven Goethe Terminamos, como recordaréis, la primera parte de las videopresentaciones de este módulo introduciendo a Herder, de quien decíamos que Hamman había sido mentor. Herder escribió numerosas obras, siendo las más destacables las dedicadas a la filosofía de la historia. No obstante, muchos de sus trabajos están centrados en cuestiones estéticas, y en las que hizo importantes aportaciones, sobre todo comentando críticamente algunas de las teorías de Lessing, Kant, etc. El interés compartido con Hamman por la cultura nativa alemana llevó a Herder al estudio de las canciones populares, elaborando algunas compilaciones de estos materiales que respondían a su creencia en la alta pureza y poder de la poesía en sus manifestaciones más originarias; algo también considerado por muchos como una respuesta a la vital importancia que Herder daba al concepto de nacionalidad. De hecho, no podemos olvidar que el movimiento Sturm un Drang, que tiene entre sus temas más recurrentes los de la libertad y la patria, debe ser comprendido también como una cierta respuesta a la ausencia de una nación única en Alemania, dividida en aquella época en multitud de pequeños estados. Esa búsqueda de una patria común, de alguna forma se orientó en Herder hacia un intento de regeneración de un pasado común, y de ahí su crítica al primado de Grecia como punto de origen del arte que habían defendido Winckelmann y Lessing. Esto explica el interés de Herder por el folclore, la danza y la música popular alemana, así como su reclamación del gótico como arte que él va a considerar propiamente alemán. Era la búsqueda de un “arte característico”, auténtico, irreductible a las reglas del clasicismo, rasgos muy presente en los autores vinculados a la sensibilidad Sturm und Drang. Por otro lado, la defensa de la libertad en el arte estaba muy presente en Herder. Por eso, la estética no podía conllevar para él una prescripción de reglas concretas y métodos que los artistas debieran seguir para producir bellas obras, es decir, lo que había propuesto Baumgarten. Para Herder al igual que para Kant, no podían existir esas reglas, y, por tanto, decía, la estética “debe limitarse a comprender las obras de los artistas y nuestra experiencia de su trabajo sin decir a los artistas cómo han de realizarlo”. Y como señalé anteriormente, Herder influyó enormemente en el joven Goethe, quien es considerado como el más destacado miembro de la nueva sensibilidad estética Sturm und Drang. De Herder parece provenir su pasión inicial por la arquitectura gótica, por las canciones folclóricas alemanas y por Shakespeare, considerado por Herder la esencia de la originalidad y del poder emocional. Suele considerarse la obra de Goethe que vemos en la imagen Die Leiden des jungen Werthers (1774) (Los padecimientos del joven Werther) como uno de los más claros exponentes de esta nueva sensibilidad. Se trata de una novela epistolar de carácter semiautobiográfico que alcanzó un extraordinario éxito, haciendo de Goethe una auténtica celebridad. La obra está 3 protagonizada por un joven, sensible y apasionado, quien, ante la imposibilidad de su amor, decide suicidarse. Una obra, que, como muy acertadamente señaló Theodor Adorno, contribuyó considerablemente a la emancipación de la conciencia burguesa en Alemania. En cuanto a las cuestiones vinculadas a las artes plásticas y la arquitectura, la influencia de Herder sobre el joven Goethe se hace muy explícita en algunos textos, como el titulado Sobre la arquitectura alemana (1772) donde veremos a un Goethe fascinado por la arquitectura gótica. En contra de las pautas del neoclasicismo, para las que el gótico, como nos recuerda el propio Goethe, “apilaba todos los errores”, identificables estos errores como “lo indeterminado, lo desordenado, lo innatural, lo hecho de retazos, lo remendado, lo sobrecargado”, Goethe aparece aquí totalmente fascinado, embelesado, en la contemplación de la catedral de Estrasburgo. Lo que siente Goethe ante ella es “lo grande”, “lo verdadero”. Un posicionamiento éste, sin embargo, del que el Goethe maduro disentirá totalmente. El joven Goethe, siguiendo los pasos de Herder, defenderá lo característico como lo verdadero, como podemos leer en el siguiente fragmento: “El arte fue mucho antes plástico que bello y se hizo un arte verdadero y grande, a menudo más verdadero y más grande que el bello”. Lo cual suponía, evidentemente, la apertura a una perspectiva digamos “antropológica” de la estética, que se concreta muy claramente también en el siguiente fragmento: “así, el salvaje pinta con audaces trazos, figuras horribles y colores chillones sus cocos, sus plumas y sus cuerpos. Aunque estas formas de expresión plástica consisten en las formas más arbitrarias y no guardan proporción entre sus partes, están dotadas de unidad, pues la sensibilidad las convierte en una totalidad característica (…) Este arte característico es pues el único verdadero”. No obstante, y como decía antes, el Goethe maduro disentirá de muchas de estas consideraciones de su juventud. En cuanto a la revisión de la historia del arte, lo que más admira Goethe en el arte es sobre todo la sencillez y la verdad, y de ahí su fascinación también, por ejemplo, por Rembrandt, quien, representando a la Madre de Dios como la mujer de un granjero holandés, “consiguió devolver a las escenas bíblicas la sencillez y verdad que durante tanto tiempo se había eliminado en el arte al intentar ennoblecerlas y adaptarlas al rígido decorum de la Iglesia”. Desde luego, no debemos olvidar que la sensibilidad propia de Sturm und Drang es una búsqueda de lo natural y verdadero frente a lo afectado, lo pomposo, lo artificioso, lo falso. Y ya para terminar esta presentación, quisiera recordar un texto de Goethe de 1775 titulado Según Falconet y más allá de Falconet en el que creo que se describe muy bien este espíritu prerromántico y que voy a ilustrar con algunos dibujos realizados por el propio Goethe: “¿Quién no ha sentido escalofrío al haber penetrado alguna vez en un bosque sagrado? ¿Quién no ha sido alguna vez estremecido con un tremendo horror al sumirse en la noche? (…) ¿Quién no ha sentido en sus brazos cómo el cielo y la tierra se fundían en deliciosa armonía? (…) El artista no sólo siente los efectos de esto, él penetra en sus causas. El mundo aparece ante él, he de decirlo, como ante su creador que, en el momento en que está contento de haber sido creado, disfruta de todas las armonías por las que fue hecho y en las que existe”. 4 Pero quizá este otro fragmento sea incluso aun más revelador, al describir creo que muy bien lo que acabará siendo la figura del artista romántico, y, en última instancia, esa negatividad que será tan propia del artista de la modernidad: “Y esto es lo que se agita en el alma del artista que en él poco a poco se encamina hacia la más lúcida expresión sin haber pasado por la mente (…) Sólo allí donde habita la honestidad, la necesidad y la interioridad se puede encontrar el poder de la poesía, y pobre del artista que abandone su pequeño gabinete para mariposear por los grandes palacios de la Academia (…) Pues si está escrito que es difícil que un rico entre en el Reino de Dios, es igual de difícil que un hombre que se acomode a las modas cambiantes, que disfrute de la magnificencia de oropel del mundo moderno llegue a ser un artista lleno de sentimientos. Todas las fuentes de sensibilidad natural que estuvieron abiertas a la totalidad de nuestros padres se le cierran”. Y con estos comentarios sobre Goethe quería terminar ya esta presentación, para dar paso en las siguientes sesiones a un estudio más pormenorizado de uno de los autores más importantes del pensamiento alemán de esta época, y que ya he mencionado en esta sesión: Friedrich Schiller. Friedrich Schiller y su obra Kallias (parte 1ª) Vamos a iniciar una aproximación al pensamiento estético de Friedrich Schiller, centrándonos en esta ocasión en su texto Kallias, de 1793. Más adelante, en las siguientes sesiones, abordaremos otra de sus más importantes obras, la titulada Cartas sobre la educación estética del hombre, y que fue publicada en 1794. Johann Christoph Friedrich Schiller, nació en Weimar, capital del Ducado de Sajonia‐Weimar, en el mes de noviembre de 1759. Es autor de infinidad de obras dramáticas, muchas de ellas muy conocidas, como La doncella de Orleans, Guillermo Tell, etc. y algunas de ellas están relacionadas con la historia de España, como la titulada Don Karlos, Infant von Spanien escrita en 1787 y que vemos aquí en una edición de 1802. Schiller fue también autor de diversos trabajos de historia, de algunas traducciones y poemas, así como de algunos de los textos más importantes del pensamiento estético de finales del siglo XVIII, entre ellos las dos obras que vamos a comentar en este módulo, Kallias y Cartas sobre la educación estética del hombre, trabajos ambos que, junto a sus estudios históricos anteriormente mencionados, forman parte de la preparación de sus clases y de los resultados de sus labores universitarias, sobre todo de las lecciones de estética que impartió en la universidad de Jena entre 1792 y 1793. Textos a los que me voy a referir aquí en la versión bilingüe alemán y castellano elaborada por Jaime Feijóo y Jorge Seca y publicada en la editorial Antropos en 1990. Schiller había analizado atentamente los debates y diatribas entre empiristas (como Hume o Burke) y racionalistas (como Baumgarten, Mendelssohn, o Wolff, entre otros). No obstante, la formulación de su teoría de la belleza partirá fundamentalmente del pensamiento de Kant. En 5 todo caso, y a pesar de ser Kant su punto de partida se distanciará de él en muchos aspectos, sobre todo porque Schiller creía posible la superación del subjetivismo kantiano y, por tanto, creía como realizable una teoría que fuese capaz de hallar los principios de la objetividad de la belleza, un convencimiento que explícitamente fue expuesto en la correspondencia que Schiller mantuvo con su amigo Gottfried Körner, jurista en Dresde y gran amante de la filosofía y del teatro, y a quien vemos aquí retratado por el pintor Anton Graff. Schiller escribirá a Körner entre el 25 de enero al 28 de febrero de 1793 un conjunto de cartas cuya recopilación se conoce con el nombre de Kallias. Como decía anteriormente, Schiller intentará a lo largo de estas cartas establecer objetivamente un concepto de belleza, afirmando estar convencido de haberlo conseguido en su carta a Korner del 21 de diciembre de 1792, en la que le confesaba: “Creo haber encontrado el concepto objetivo de la belleza, que se cualifica eo ipso ((es decir, por sí mismo)) como un principio objetivo del gusto, y del que Kant desespera”. No obstante, Schiller reconocerá que para ello no era posible prescindir del testimonio de la experiencia, asumiendo que "la dificultad de establecer objetivamente un concepto de belleza y de legitimarlo completamente a priori partiendo de la naturaleza de la razón" es “poco menos que insuperable". En definitiva, el intento de Schiller no era otro sino el del desarrollo de una cuarta forma posible para definir lo bello. Como él mismo indica, hasta ese momento lo bello se habría explicado o bien de manera objetiva o subjetiva: ‐de manera sensible‐subjetiva (como Burke y otros) ‐de manera racional‐subjetiva (como Kant) ‐de manera racional‐objetiva (como Baumgarten, Mendelssohn y "toda la muchedumbre de los amantes de la perfección") Frente a todas las anteriores, la propuesta por Schiller será la de explicar la belleza desde una perspectiva “sensible‐objetiva”. Veamos a continuación en qué consiste esta forma de definir lo bello. En primer lugar, esta forma acepta de partida algunos presupuestos kantianos. Como punto inicial, Schiller acepta que "lo bello ha de placer sin concepto". Así, nos dirá, bella es una forma que se explica a sí misma. “Explicarse a sí mismo” significa, para Schiller, y como podemos leer aquí, "explicarse sin la ayuda de un concepto". A este respecto propone un sencillo ejemplo: “un triángulo se explica a sí mismo, ((nos dice)), pero solo por medio de un concepto, por el contrario, una línea ondulada se explicaría a sí misma sin la mediación de un concepto. Bella, podría decirse entonces, sería aquella forma que no exige ninguna explicación, o bien aquella que se explica sin concepto”. Todo lo cual nos conduciría a la siguiente afirmación: "la belleza no puede hallarse de ninguna manera en el campo de la razón teórica, porque es absolutamente independiente de los conceptos; y puesto que hay que buscarla en la familia de la razón, no existiendo al lado de la 6 razón teórica otra que la práctica, habrá que buscarla entonces en el seno de la razón práctica, y es ahí donde la encontraremos". Schiller, evidentemente, sigue aquí una sugerencia propuesta por Kant en su Crítica del Juicio. En todo caso, y esto es lo más importante en su argumentación, buscar la definición de lo bello en el seno de la razón práctica supondrá asumir como principio fundamental, y como veremos a continuación, el principio de autodeterminación o de libertad que es el propio de la razón práctica. Así, continuará Schiller: "adoptar la forma de la razón práctica o imitarla, significa simplemente: no estar determinado desde el exterior, sino por sí mismo, estar determinado de manera autónoma". Esta analogía entre la moralidad y la belleza que plantea Schiller nos lleva, como adelantaba anteriormente, al concepto kantiano de autodeterminación. Un concepto sobre el cual se fundamentará el siguiente paralelismo entre moralidad y belleza que propone Schiller: si "autodeterminación de lo racional es determinación pura de la razón, esto es, moralidad (…) autodeterminación de lo sensible es determinación pura de la naturaleza, esto es, belleza". Esta analogía era ya muy explícita en las primeras cartas a Körner, en donde la belleza se definía en analogía directa con la moralidad. Intentemos entender esta analogía de la siguiente manera: si la moralidad es "concordancia de una acción con la forma de la voluntad pura" (entendiendo por "voluntad pura" "la voluntad determinada simplemente por la forma, y por lo tanto determinada de manera autónoma") (p. 17), entonces "la analogía de una apariencia con la forma de la voluntad pura o de la libertad es belleza". Es decir, que podríamos concluir que belleza es "concordancia de una apariencia con la forma de la voluntad pura o de la libertad". O expresando esto de otra manera: "Belleza no sería otra cosa que libertad en la apariencia” entendiendo por "libertad en la apariencia" "la autodeterminación de un objeto" (p. 23). Por supuesto, decir que la belleza es libertad en la apariencia, implica afirmar que es libertad aparecida en el mundo sensible. Insisto en que resulta incuestionable que el establecimiento de esta analogía con la razón práctica se vincula directamente con el principio de autodeterminación kantiano, que para Schiller era el punto más álgido del pensamiento del filósofo de Königsberg. Y siguiendo esta analogía de la belleza con la moralidad, podríamos decir, parafraseando a Schiller, que si una acción moral deja de ser moral si se halla motivada por una finalidad, es decir, si una acción deja de ser moral cuando deja de ser totalmente libre, un objeto para que sea bello no debe estar motivado por una finalidad inteligible, es decir, que un objeto para ser bello debe ser plenamente libre. Así, como podemos apreciar en este fragmento: "un objeto deja al momento de aparecérsenos libre, tan pronto como descubrimos el principio determinante de su forma en una de ambas causas: ya sea que haya adquirido esa forma por mediación de una fuerza física, o de una finalidad inteligible. Pues entonces el principio de determinación no se halla en él sino fuera del él, y ese objeto está tan lejos de ser bello como lo está de ser una acción moral cualquier acción motivada por una finalidad" (p. 23). De modo que, al juzgar estéticamente un objeto, debemos juzgarlo independientemente de cualquier fin. Es decir, que "para que el juicio de gusto sea enteramente puro, ha de hacerse 7 abstracción absoluta del valor (teórico o práctico) que el objeto bello tiene por sí mismo, de la materia que le da forma y del fin para el que existe (..) al juzgarlo estéticamente solo queremos saber si aquello que el objeto es, lo es por sí mismo”. De hecho, para Schiller, a un objeto bello le atribuimos como su mayor mérito la independencia de cualquier fin y regla o, más bien, el "aparecer libre de reglas". El producto bello puede y debe incluso, estar sometido a reglas, pero tiene que aparecer libre de reglas. Volvamos por un momento a incidir de nuevo en la idea de la autodeterminación en Schiller, recordando estas definiciones que ya comentamos anteriormente: "autodeterminación de lo racional es determinación pura de la razón, esto es, moralidad"; "autodeterminación de lo sensible es determinación pura de la naturaleza, esto es, belleza". En efecto, es clave para Schiller la contraposición de dos conceptos, el de autonomía y el de heteronomía. El objeto bello ha de ser autónomo, determinado por sí mismo, es decir, que no debe verse afectado de heteronomía, o lo que es lo mismo, el objeto no debe estar determinado externamente. De ahí, por ejemplo, que Schiller no estuviera en absoluto de acuerdo con la finalidad moral de las obras de arte, es decir, que la obra se concibiese por ejemplo como una moraleja, con una determinada función moral o didáctica, dado que entonces esa obra estaría determinada no por sí misma, sino por algo que es ajeno a ella. Esto lo dejará muy claro en el siguiente párrafo de Kallias: "si establecemos que con un objeto dado perseguimos una intención moral, la forma de ese objeto estará determinada por una idea de la razón práctica, es decir, no por sí mismo, y el objeto se verá aquejado de heteronomía. De ahí resulta que la finalidad moral de una obra de arte o de una acción, contribuye en tan poco grado a su belleza que ha de ser, antes bien, disimulada en extremo, y ha de aparentar que surge de la naturaleza del objeto de manera completamente libre y espontánea para que ésta, la belleza, no se eche a perder por su causa. Un poeta excusaría en vano la falta de belleza de sus versos, si adujera la intención moral de la obra" (p. 29). Pues si bien para Schiller la libertad no puede ser nunca un concepto de la razón teórica, sino que siempre está referida a la razón práctica, no podemos olvidar que lo bello únicamente puede estar referido a ésta en cuanto a la forma, y no con respecto a la materia, entendiendo que para Schiller la materia es el contenido. Así, "Lo bello está referido siempre a la razón práctica (…) pero únicamente con respecto a la forma, y no con respecto a la materia" (p. 29). De todo ello surgen muchas cuestiones, pero una es especialmente importante: ¿cómo se representa esta carencia de determinación externa? Es decir, ¿cómo se representa la autonomía del objeto, el hecho de que el objeto no esté condicionado exteriormente? Esta es una pregunta central y compleja en Schiller, que además está vinculada al principio kantiano de que nuestro juicio de lo bello contiene necesidad y exige el asentimiento general, algo que sólo sería posible si el objeto, según Schiller, nos obliga a observar en él, precisamente, la cualidad del no estar determinado. A este respecto, comenta Schiller a Körner en la carta del 23 de febrero de 1793 lo siguiente: “nuestro juicio de lo bello contiene necesidad y exige el asentimiento general". Para ello "se requiere que el objeto mismo, por medio de su carácter objetivo, nos invite, o mejor aún, nos obligue a observar en él la cualidad del no estar determinado externamente” (p. 45). 8 Para aclarar este aspecto, podríamos recordar varios de los ejemplos que propone Schiller. Uno muy simple es el que tiene que ver con los movimientos (p. 53). Un movimiento pertenece a la naturaleza de un objeto, escribe Schiller, si emana necesariamente del carácter específico o de la forma del objeto, "colóquese un pesado caballo de carga junto a un ligero corcel español (…) La carga que el primero acostumbra a arrastrar le ha robado naturalidad a sus movimientos, de tal manera que, aunque no lleve un carro del que tirar, camina tan fatigosa y torpemente como si lo llevara. El ligero corcel, por el contrario, no ha sido nunca acostumbrado a aplicar una fuerza mayor de la que él mismo se siente impulsado a exteriorizar al hacer uso de su máxima libertad. Cada uno de sus movimientos es un efecto de su naturaleza abandonada a sí misma". Otro ejemplo muy descriptivo que nos ofrece Schiller tiene que ver con la jardinería. En aquella misma carta podemos leer: "si un jardinero poda un árbol hasta lograr una figura circular (…) nos disgusta la violencia a la que se lo somete y nos complace ver cómo el árbol, en virtud de su libertad interna, destruye la técnica que se le ha impuesto. La técnica es siempre algo extraño, cuando no surge del objeto mismo, cuando no es idéntica a la entera existencia del objeto, cuando no proviene de su interior, sino que se introduce en el objeto desde el exterior". Por el contrario, “un abedul, un abeto, un álamo son bellos cuando sus troncos se yerguen esbeltos hacia el cielo, una encina cuando se arquea; y la causa es que ésta prefiere, abandonada a sí misma, la línea curva, y aquéllos, por el contrario, la línea recta. Así pues, si la encina se mostrara esbelta y el abedul arqueado, ninguno de los dos sería bello, porque su curso delataría entonces un influjo extraño, es decir, heteronomía” (p. 75). De modo que cuando se pregunta “¿Qué arbol eligirá el pintor en sus paisajes?” Schiller no duda en responder: "Sin duda aquel que hace uso de la libertad que se le ha otorgado, (…) que por su propia osadía sobresale un tanto, abandona su orden, se vuelve obstinadamente hacia todos los lados”. Algo muy parecido dirá Ronsenkranz años más tarde cuando en su Estética de lo feo afirme que “Lo bello en general (…) es la manifestación sensible de la libertad natural y espiritual en una totalidad armónica”. En definitiva, y como conclusión, recordemos que el objeto bello es un objeto natural (pero “natural” en el sentido de que existe por sí mismo, de que existe mediante una regla que se ha impuesto a sí mismo). Y con este comentario tenía previsto cerrar esta primera parte de las sesiones dedicadas a Schiller, e invitaros a continuar con la segunda parte, en donde seguiremos viendo las aportaciones teóricas principales contenidas en su obra Kallias. 9 Friedrich Schiller y su obra Kallias (parte 2ª) Juan Martín Prada Siguiendo con algunas de las cuestiones que ya hemos visto en la anterior presentación sobre el texto Kallias de Schiller, creo que debiéramos ahora centrarnos en las matizaciones que propone entre lo bello, lo completo y lo perfecto. La distinción entre lo perfecto y lo bello es muy clara en Kallias: un objeto es perfecto "cuando toda la diversidad de sus elementos coincide en la unidad de su concepto; y es bello cuando su perfección aparece como naturaleza" (p. 71). Y es precisamente la distinción entre lo bello y lo perfecto lo que a Schiller le permite introducir el concepto de heautonomía, como podemos leer en el siguiente fragmento de la carta del 19 de febrero de 1793: “lo perfecto puede poseer autonomía, en la medida en que su forma haya sido determinada puramente por su concepto; pero heautonomía es solo propio de lo bello, porque únicamente aquí la forma está determinada por su esencia interna". Evidentemente, para comprender esta afirmación resulta imprescindible tener en cuenta que para Schiller en el mundo sensible sólo lo bello no necesita estar referido a algo que esté fuera de sí mismo, es decir, que lo bello no ha de adecuarse a una finalidad, sino que "por el contrario se ordena y se obedece a sí mismo, cumpliendo su propia ley" (p. 63). No podemos olvidar que él toma el concepto de heautonomía directamente de Kant, concepto que aparecía ya en la segunda introducción a la Crítica del Juicio, aplicado a la definición del objeto bello, aunque allí, sin embargo, no aparecía como principio a priori de la facultad de juicio, lo cual conducirá a Schiller a la siguiente afirmación: “finalidad, orden proporción, perfección ‐cualidades en el seno de las cuales se creyó durante tanto tiempo haber encontrado la belleza ‐no tengan absolutamente nada que ver con ella”. Para Schiller la belleza, o más bien, el gusto, considera a todos los objetos como fines en sí mismos y no tolera en absoluto que uno sirva de medio al otro, o que esté sometido a su yugo (p.74). Y propone otros sencillos ejemplos que pueden clarificar en gran medida sus planteamientos en este punto. Uno de ellos está referido a un objeto de uso cotidiano, que quizá podría ser parecido a esta tetera alemana de finales del s. XVIII que vemos en la imagen: "un recipiente es bello cuando, sin contradecir a su conceptos, se asemeja a un juego libre de la naturaleza. El asa de un recipiente existe solo a causa del uso, es decir, a través de un concepto; ((pero)) para que el recipiente sea bello, el asa habrá de surgir tan natural y espontáneamente de él que haga olvidar su determinación" (p. 73). En última instancia, pues, un objeto es bello cuando su perfección aparece como naturaleza (p. 70). Otro ejemplo que nos propone Schiller para clarificar sus afirmaciones está referido a su propia vestimenta: "en este mundo estético incluso el chaquetón que llevo puesto me exige respeto por su libertad y requiere de mi, como un pudoroso servidor, que no haga notar a nadie que me está sirviendo. A cambio me promete recíprocamente hacer un uso tan modesto de su libertad, que la mía no sufra perjuicio por ello. Y si ambos cumplimos nuestra palabra, todo el mundo dirá entonces que voy muy bien vestido. Por el contrario, si el chaquetón me aprieta, 10 ambos, él y yo perdemos parte de nuestra libertad (…) todos los vestidos muy ceñidos y muy amplios carecen por igual de belleza”. Un tercer ejemplo que nos propone está referido a la arquitectura, respecto a la que señala ciertas limitaciones en relación a lo bello, a causa de la heteronomía que padece esta manifestación artística y que proviene de la necesaria utilidad de un edificio para ser habitable: “decimos que un edificio es perfecto ((escribe en su carta del 23 de febrero de 1793)), cuando todas sus partes se rigen según el concepto y la finalidad del conjunto, y su forma ha sido determinada puramente por su idea. Decimos, sin embargo, que es bello cuando no necesitamos la ayuda de esa idea para reconocer la forma, cuando parece que ésta surge, espontáneamente y sin intención, de sí misma, y que todas las partes se delimitan a sí mismas". Sin embargo, y precisamente porque lo bello exige total libertad, en opinión de Schiller "un edificio no podrá ser jamás una obra de arte completamente libre, ni alcanzar nunca un ideal de belleza, porque es materialmente imposible en el caso de un edificio, que necesita escaleras, puertas, chimeneas, ventanas, pasarse sin la ayuda de un concepto y, por lo tanto, ocultar su heteronomía. Completamente pura solo puede serlo, pues, aquella belleza artística cuyo original se encuentre en la naturaleza misma". Muchas de las consideraciones que ya hemos comentado nos llevan también a reparar en un concepto que asume un importante papel en el pensamiento estético de Schiller y que es el de armonía, concepto que él define de la siguiente manera: “en el hecho de que cada uno se impone, por su libertad interior, justamente aquella restricción que el otro necesita para manifestar su libertad" (p. 78). De modo que "un paisaje estaría compuesto con belleza cuando cada una de las partes de que consta hace juego con las demás, de tal manera que cada una se impone su límite a sí misma, y el conjunto es así el resultado de la libertad de lo singular"(p. 77). Asimismo, "Una versificación es bella cuando cada uno de sus versos se da a sí mismo su longitud y su brevedad, su cadencia y su cesura, cuando parece que ninguna palabra, ni ningún verso tiene en cuenta a los demás, que existe meramente por sí mismo, y sin embargo, todo el conjunto resulta como acordado de antemano". Consideraciones todas estas que nos permiten entender el porqué de la identificación que aparece en esta obra del reino del gusto como reino de la libertad, es decir, de por qué el bello mundo sensible es símbolo de cómo debiera ser el mundo moral. Escribe Schiller: "todo ser natural bello a mi alrededor es un ciudadano feliz que me increpa: se libre como yo. Por ello nos molesta toda huella de la intromisión despótica del hombre en un paisaje natural y libre, toda imposición del maestro de baile en el paso y en las posturas, toda afectación en las costumbres y normas sociales, todo lo torpe en el trato, toda ofensa a la libertad natural en constituciones, costumbres y leyes”. Vinculación entre belleza y moralidad y, por tanto, libertad, que vuelve a protagonizar párrafos como éste: "no deja de llamarnos la atención el hecho de que el buen tono (belleza del trato) pueda desarrollarse a partir de mi concepto de belleza. La primera ley del buen tono es: respeta la libertad ajena. La segunda: da tú mismo muestra de libertad". 11 A este respecto, propone algunos ejemplos especialmente expresivos y que quizá podríamos evocar con este fragmento de la película Becoming Jane, una película dirigida por Julian Jarrold sobre la vida de la famosa escritora británica Jane Austen, autora que trabajó en Inglaterra en los mismos años que Schiller. Pensando quizá en una danza similar a ésta que vemos reconstruida en la película de Jarrold, escribe Schiller: "No conozco otra imagen más adecuada para el ideal del bello trato que una danza inglesa bien ejecutada y compuesta de muchos giros intrincados. Un espectador observa desde la galería innumerables movimientos que se cruzan de la manera más llamativa, que cambian su dirección viva y traviesamente, y que, sin embargo, nunca tropiezan uno con otro. Todo está ordenado de tal manera que el uno ha dejado ya el sitio libre cuando llega el siguiente, todo se acopla de modo tan hábil y tan falto de artificio a la vez, que cada uno parece guiarse tan sólo por su propio entendimiento y, sin embargo, nunca se cruza en el camino del otro. Es el símbolo más apropiado de la afirmación de la libertad propia y del respeto por la de los demás”. Pero hay algunos aspectos en la relación entre belleza y arte que no quedarán claramente expuestos hasta el anexo que Schiller escribió en la carta a Körner del 28 de febrero de 1793, y en la que Schiller distinguirá dos clases de belleza. La primera será la que él denomina "belleza de la elección o del contenido" y que debemos entender como imitación de la belleza natural. En este caso, "lo importante sería aquello que el artista representa". Schiller señala aquí la importancia de que el artista elija correctamente un objeto bello para representarlo. Una consideración que podríamos decir caracteriza en gran medida la llamada “estética del contenido” (es decir, el “contenido” de la representación) y que vemos también presente, por ejemplo, en Goethe. Una propuesta que haría pues de la belleza natural la “materia” o contenido de la belleza del arte. Por otro lado, estaría la segunda clase de belleza, la "belleza de la representación o de la forma" y que debemos entender como "imitación de la naturaleza", una belleza mucho más importante que la primera, y sin la cual, apostilla Schiller "no hay artistas". Un tipo de belleza ésta que sería exclusivamente propia del arte. En este tipo de belleza, "belleza de la forma” (o de la belleza artística “stricte sic dicta”) lo único relevante es cómo representa el artista el objeto). En resumen, la primera forma de belleza sería una representación libre de la belleza, y esta segunda "una representación libre de la verdad". Pero, para Schiller, es la unión de ambas clases de belleza la que hace al gran artista, es decir, que "La belleza ideal", sería "una bella representación de un objeto bello". Una sentencia que sin duda está referida a aquella afirmación que Kant hacía en la Crítica del juicio de que “La belleza natural” “es un objeto bello" y que "la belleza artística es una representación bella de un objeto”. Afirmación que Schiller matizaría afirmando que "La belleza ideal (…) es una bella representación de un objeto bello". Según Schiller "Un producto artístico es bello si representa con libertad un producto natural" (p. 89) teniendo en cuenta que "un objeto está representado con libertad cuando se presenta ante la imaginación como si estuviera determinado por sí mismo" (p. 91). Por tanto, en una obra de arte sólo debemos encontrar la naturaleza de lo imitado. Y esto es lo que significaría de hecho la expresión “presentarse ante la imaginación como determinado por sí mismo. Sin embargo, "en cuanto la materia o el artista inmiscuyen sus naturalezas, el objeto 12 representado no aparece ya como determinado por sí mismo, sino que sufriría de heteronomía". Es decir, que la naturaleza de lo representado no debe verse violentada nunca ni por el artista ni por la materia que emplea, con lo que "sólo puede decirse de un objeto que ha sido representado con libertad, cuando la naturaleza de lo representado no se ha visto perjudicada en absoluto por parte del representante". Para Schiller existiría heteronomía cuando la representación aparece determinada por la materia, es decir, por el medio con la que se ha ejecutado: "Si en una estatua hay un único trazo que pone en evidencia la piedra, y cuyo fundamento no se encuentra por tanto en la idea, sino en la naturaleza de la materia, la belleza resulta dañada porque existe heteronomía". Así, por ejemplo, en una escultura "la naturaleza del mármol, duro y quebradizo, ha de desaparecer por completo en la naturaleza flexible y blanda de la carne, de tal modo que ni el sentimiento ni la vista adviertan ese proceso" (p. 97). De igual forma, si en un dibujo es "visible el gusto particular o la naturaleza del artista, resulta entonces amanerado". Es decir, que si la particularidad del objeto a representar sufre a causa de la particularidad espiritual del artista, la representación sería “amanerada". Y de hecho, frente al “amaneramiento” contrapone Schiller la idea de “estilo”, que no sería sino la máxima independencia de la representación frente a toda determinación subjetiva, porque para él la "pura objetividad de la representación es la esencia del buen estilo" y "el más elevado principio de las artes". Y en base a esto establece una jerarquía entre grandes artistas, artistas mediocres y malos artistas: "Podría decirse entonces que el gran artista nos muestra el objeto (su representación posee objetividad pura), que el mediocre se muestra a sí mismo (su representación posee subjetividad) y que el mal artista muestra su materia (la naturaleza del medio y las limitaciones del artista determinan la representación)”. Para aclarar un poco este punto de vista pone algunos ejemplos. Uno de ellos está centrado en un comentario sobre los actores Schöder y Conrad Ekhof (y al que vemos aquí retratado en el del papel de Hamlet) y respecto a los que dice Schiller: "Ekhof fue, por decirlo así, el mármol a partir del cual su genio forjara un Hamlet, y, al desaparecer su persona (la del actor) sumergida por completo en el personaje artístico de Hamlet, al apreciarse únicamente la forma (el carácter de Hamlet) y no la materia (la persona real del actor), al ser todo en él pura forma (puro Hamlet), decimos entonces que representó bien su papel. Su representación hizo gala de un gran estilo porque, en primer lugar fue completamente objetiva, y no se inmiscuyó en ella nada subjetivo; en segundo lugar, porque fue objetivamente necesaria, no accidental". No deja de ser curioso, como señala Feijoo en su texto introductorio a Kallias, que Schiller pudo no haber presenciado nunca una obra protagonizada por Ekhof o Schöder, dado que Ekhof había muerto en 1778 y que a Schöder no llegará a conocerlo hasta 1793, con lo que deducimos que estas opiniones se basan en críticas teatrales que pudieron llegar a sus manos (Feijoo, nota 26, p. 100). Pero frente al éxito y buen hacer de los actores Ekhof o Schöder, Schiller criticará duramente la interpretación que hizo la actriz Sophie Albrecht de Ofelia, afirmando lo siguiente: "Cuando Madame Albrecht representó el papel de Ofelia, si bien no apreciamos la naturaleza de la materia (la persona de la actriz), tampoco pudimos apreciar sin embargo la naturaleza pura del objeto a representar (el personaje de Ofelia), sino una idea arbitraria de la actriz. Se había 13 fabricado un principio subjetivo ‐una máxima‐ para representar así el dolor, la locura, la nobleza, sin preocuparse de si esa representación era o no objetiva. Mostró tan sólo amaneramiento, pero no estilo". Como ya he indicado anteriormente, para Schiller resulta imperdonable que la representación ponga de manifiesto la naturaleza de la materia, es decir, al propio actor. Y de ahí su feroz crítica a la actuación del actor Bruckl representando el papel de un rey, en la que veríamos según escribe Schiller: "cómo la naturaleza del medio domina sobre la forma (el papel de rey), pues en cada movimiento se entrevé repulsiva e imperfectamente al actor (la materia). Notamos inmediatamente el efecto vulgar que produce la falta de recursos, ya que al artista le falta inteligencia para dar forma a la materia (el cuerpo del actor) conforme a una idea. La representación resulta entonces penosa, porque pone de manifiesto al mismo tiempo la naturaleza de la materia y las limitaciones subjetivas del artista”. De igual manera, añade "En las artes gráficas y figurativas se deja ver con facilidad cuánto sufre la naturaleza del objeto a representar, cuando la naturaleza del medio no ha sido dominada por completo". Pero dejemos ya a aquí este comentario sobre la obra Kallias para, en las siguientes sesiones, abordar lo planteado por Schiller en otra de sus obras más conocidas: Cartas sobre la educación estética del hombre. Schiller: Cartas sobre la educación estética del hombre (1ª parte) Juan Martín Prada En esta sesión abordaremos una de las más importantes obras de Schiller, la titulada Cartas sobre la educación estética del hombre. Un escrito basado parcialmente en una serie de cartas dirigidas en esta ocasión a su mecenas, el príncipe Friedrich Christian II y escritas entre el 9 de febrero de 1793 y el mes diciembre de ese mismo año. Una intensa correspondencia que conformará el borrador de partida para la obra que vamos a comentar, y en cuya versión definitiva Schiller trabajará entre los meses de septiembre y noviembre de 1794. Un escrito que finalmente será publicado íntegramente en Die Horen, una gaceta literaria mensual publicada en Tübingen y editada por el propio Schiller. Las nueve primeras cartas, publicadas en Die Horen el 25 de enero de 1795, son ante todo una crítica a la razón ilustrada; Schiller se plantea dar aquí una nueva forma a la razón, visto sobre todo el cruel sinsentido del “período del terror” en el que se habían sumido los acontecimientos revolucionarios en la Francia de 1793. 14 Como antecedente de muchos de los planteamientos de estas cartas de Schiller tendríamos que mencionar la obra titulada La educación del género humano, escrita por Lessing y publicada en Berlín en 1780 y cuya primera edición vemos en la imagen. Resulta indudable que, sobre todo en el conjunto de cartas que van entre la II y la VII, vemos a un Schiller desengañado de los principios ilustrados, del hecho de que éstos no hayan llegado más que a conformar una cultura teórica y, como decía antes, no hayan podido evitar la degeneración de sus ideales en la absurda y arbitraria violencia propia del periodo del terror, y como queda muy gráficamente descrito en este grabado anónimo de la época en el que aparece Robespierre guillotinando al verdugo después de haber guillotinado a todos los demás habitantes de Francia. Por estas y otras muchas razones, para Schiller el contexto que conformaba su época no era propicio para el arte: "la época no parece pronunciarse en absoluto a favor del arte (…) El provecho es el ídolo de nuestra época, al que se someten todas las fuerzas y rinden tributo todos los talentos. El mérito espiritual del arte carece de valor en esta burda balanza (…) Incluso el espíritu de investigación filosófica arrebata a la imaginación un territorio tras otro, y las fronteras del arte se estrechan a medida que la ciencia amplía sus límites". Según Schiller, y ésta es sin duda la gran propuesta de sus Cartas sobre la educación del hombre, la solución de los problemas políticos tenía que ser abordada por la vía estética, como se hace explícito en el siguiente párrafo: "para resolver en la experiencia este problema político hay que tomar por la vía estética, porque es a través de la belleza como se llega a la libertad" (p. 121). Vemos, pues, que el fracaso de las sociedades del momento encontraría para Schiller su explicación en una dimensión más profunda que la meramente política, y que tendría que ver, ante todo, con la desintegración de la unidad interna de la naturaleza humana a lo largo de la historia: "el mecanismo cada vez más complejo de los estados obligaba a una separación más rigurosa de los estamentos sociales y de los oficios, también se fue desgarrando la unidad interna de la naturaleza humana, y una pugna fatal dividió sus armoniosas fuerzas". Y frente a ese proceso de desgarro de la naturaleza humana, Schiller exigirá el desarrollo pleno e integral de las capacidades del ser humano, de todas ellas, y de ahí su añoranza de la época de la Grecia clásica, en la que al hombre, decía Schiller, le daba forma la naturaleza, no el entendimiento: "vemos que no solo sujetos individuales, sino clases enteras de hombres, desarrollan únicamente una parte de sus capacidades, mientras que las restantes , como órganos atrofiados, apenas llegan a manifestarse (…) ¿Por qué cada uno de los griegos puede erigirse en representante de su tiempo, y no así el hombre moderno? Porque al primero le dio forma la naturaleza, que todo lo une, y al segundo el entendimiento, que todo lo divide". Salta pues a la vista que para Schiller gran parte de los problemas de la época se deben a la progresiva desatención de las facultades espirituales del hombre, dando sólo prioridad a aquéllas que proporcionan consideración social o que pueden resultar ventajosas en términos puramente materiales, es decir, que pueden evidenciarse en provecho objetivable, esto es, en beneficios palpables. Una argumentación que seguirá presente en muchos filósofos posteriores, llegando al siglo XX, sobre todo, con la obra de Herbert Marcuse. 15 En resumidas cuentas, lo que denuncia así Schiller es el predomino de la facultad analítica, así como del pensamiento abstracto y de la orientación puramente práctica de la vida: "el predomino de la facultad analítica desposee necesariamente a la fantasía de su fuerza y de su energía (...) el pensador abstracto posee casi siempre un corazón frío porque fracciona las impresiones (…) el hombre práctico tiene con mucha frecuencia un corazón rígido porque su imaginación (…) no es capaz de extenderse hacia otras formas de representación" (p. 153). Así, concluye: "el Estado será siempre una cosa ajena para sus ciudadanos, porque también es ajeno al sentimiento" (p. 150). Como ya he comentado, Schiller considera como elemento primordial para la transformación del Estado la eliminación en lo más profundo del hombre de esa escisión entre razón y sentimiento, pues sólo haciéndola desaparecer conseguiríamos que la naturaleza del ser humano alcanzase un grado suficiente de desarrollo y pudiese guiar la construcción adecuada de lo político. De hecho, para él será quimérica la reforma del Estado hasta que, como podemos leer aquí, "la naturaleza humana no se desarrolle lo suficiente como para ser ella misma la artífice y garantía de la realidad de la creación política de la razón" (p. 161.). Es destacable que Schiller sigue creyendo en la idea de la naturaleza humana como garantía de la creación política de la razón, pero también es cierto que está exigiendo un desarrollo de la naturaleza humana que, como veremos, se basará ante todo en restablecer su unidad, dividida ahora en dos impulsos opuestos, el impulso sensible y el impulso formal. Tenemos que insistir en que, para él la solución política, la reforma política de la sociedad, no pasaría, al menos en un principio por cambios meramente políticos, sino en una previa transformación del propio individuo. Idea que se hace explícita en estas dos afirmaciones: "toda reforma política debe tomar como punto de partida el ennoblecimiento del carácter humano". Y precisamente para ello, para ese ennoblecimiento, considera Schiller que "habría que buscar un instrumento que el Estado no nos proporciona. Ese instrumento de ennoblecimiento del ser humano es el arte”. En definitiva, "La necesidad más apremiante de la época sería la educación de la sensibilidad, y no solo porque sea un medio para hacer efectiva en la vida una inteligencia más perfecta, sino también porque contribuye a perfeccionar esa inteligencia". Por tanto, aquí también está afirmando Schiller que el camino hacia el intelecto lo abre el corazón. Algo que, no obstante, aparecía ya en uno de sus poemas más conocidos, Die Künstler escrito en 1789: "solo a través de la alumbradora puerta de la belleza podemos penetrar en el ámbito del conocimiento". La caracterización, pues, del artista como educador que propone Schiller exigiría de él también una capacidad para protegerse de un entorno fuertemente hostil, y de ahí que se plantee la siguiente pregunta: "¿cómo se protege el artista de las corrupciones de su tiempo, que le rodean por todas partes?". Y la respuesta que nos ofrece es la siguiente: pues "despreciando el juicio de su época, que levante la mirada hacia su propia dignidad y hacia la ley, y que no ande cabizbajo en busca de la felicidad y de la necesidad material" (p. 175). Vemos pues aquí la exigencia de una cierta forma de rebeldía, de cierta negatividad, que también se hace patente en esta otra afirmación: "Vive con tu siglo, pero no seas obra suya; da a tus coetáneos aquello que necesitan, pero no lo que aplauden" (p. 175). Invitación a un cierto ejercicio de rebeldía por parte del artista que caracterizará en gran medida la figura del artista romántico y en mayor o menor grado la del artista de todo el periodo moderno. 16 Schiller estaba convencido de que, "casi sin excepción, a un gusto cultivado van unidos entendimiento claro, un sentimiento vivaz, una conducta liberal, e incluso digna, y a un gusto inculto, generalmente lo contrario" (p. 183). Es más, "El hombre de temple estético juzgará y actuará universalmente" (p. 303). No obstante, en algunas de las cartas, Schiller se verá obligado a reconocer que esta premisa de la que parte, es decir, que "a un gusto cultivado van unidos entendimiento claro, una conducta liberal, e incluso digna”, sería difícilmente aceptada por muchos de los grandes pensadores a lo largo de la historia, reconociendo que "que ya en la Antigüedad hubo hombres ((aquí debemos sin duda entender que está refiriéndose a Platón)) que no consideraron la cultura estética ni mucho menos como un beneficio", y que "se inclinaron por ello a negarle a las artes de la imaginación la entrada en su república". Sin embargo, la refutación que plantea de estas opiniones es que probablemente la belleza de la que pensadores como Rousseau o Platón hablaban no es la misma de la que él está hablando en estas cartas, pues para él la belleza "debe revelarse como una condición necesaria de la humanidad" (p. 191). Convencido de su posicionamiento, más adelante escribirá que "Allí donde impera el gusto y se asienta el reino de la bella apariencia no se tolera ningún tipo de privilegio ni autoritarismo". Una afirmación que, tomada como premisa, debemos considerar como el punto de arranque de lo propuesto en sus cartas. Que, en definitiva, "el hombre, mientras no intuye ni siente, no es nada más que forma y capacidad vacía" (p. 197) y que "es únicamente su sensibilidad la que hace de su capacidad una fuerza activa”. Dos afirmaciones que nos sitúan ante una serie de cuestiones que van a denotar la profunda influencia que Fichte (sobre todo su teoría de los impulsos) había ejercido sobre el pensamiento de Schiller. Según este último, el carácter del ser humano se halla sistematizado, como veremos a continuación, por la acción de un impulso (Trieb) sensible y de otro impulso formal, una oposición que para él implica un serio problema para restablecer la unidad de la naturaleza humana, y que, sin embargo, y como ya he comentado antes, era uno de sus objetivos prioritarios. El primero de estos impulsos, al que denomina "sensible" resultaría de la existencia material del hombre o de su naturaleza sensible. Por otra parte, el segundo de estos impulsos, que denomina impulso formal, sería el que dicta leyes, el lógico, el que busca afirmaciones incuestionables. Y ante esa escisión, ante esta separación de los dos impulsos, se pregunta Schiller "¿Cómo vamos a restablecer la unidad de la naturaleza humana, que parece completamente suprimida por esa oposición originaria y radical?" Esta reflexión digamos ontogenética y que otorga un determinado impulso a cada uno de los dos elementos básicos del carácter humano tiene, como decía antes, su origen en las teorizaciones sobre los impulsos de Fichte y también del filósofo austriaco Karl Leonhard Reinhold . Un concepto el de Trieb que tendría también antecedendes en el concepto de "appetitus" de Leibniz, autor que para Fichte fue, desde luego, esencial. El impulso sería una manifestación primigenia, que aunque se opone a la reflexión que es propia del conocimiento, 17 en el fondo es su condición necesaria. De hecho, para Fichte el impulso era el verdadero “vehiculum” de la realidad. Pero Schiller, insatisfecho con esta oposición entre el impulso sensible y el formal, propondrá la consideración de un nuevo impulso, el impulso del juego. Un impulso en el que tanto el impulso sensible como el formal actuarían de forma conjunta, pero a los que se opondría si los consideráramos por separado. Schiller propondrá, de hecho, denominar con la palabra “juego” todo lo que no es subjetiva ni objetivamente arbitrario y que, sin embargo, no coacciona ni interior ni exteriormente (p. 235). Y si bien, como nos dice Schiller en la carta decimocuarta "el impulso sensible excluye de su sujeto toda autonomía y libertad", y "el formal excluye del suyo toda dependencia, toda pasividad" el impulso del juego, en el que ambos actúan unidos, coaccionará entonces al ánimo, ya que suprime toda arbitrariedad, a la vez que suprimirá también toda coacción, “liberando así al hombre tanto física como moralmente". No hay que olvidar en este punto que para Schiller "El objeto del impulso sensible, expresado con un concepto general, se denomina vida en su más amplio sentido; un concepto que significa todo ser material y toda presencia sensible inmediata" (p. 231). Por otro lado, el objeto del impulso formal, expresado en un concepto general, se denominaría Forma, “tanto en su acepción propia como impropia; concepto éste que encierra en sí todas las cualidades formales de las cosas y todas las relaciones de las mismas con el pensamiento" (p. 231). En tercer lugar, como hemos dicho, Schiller situaría el impulso de juego, cuyo objeto "expuesto en un esquema general, se denominará entonces “Forma viva”; un concepto que le sirve para designar todas las cualidades estéticas de los fenómenos y, en una palabra, aquello que denominamos belleza en su más amplia acepción (p. 231). Y terminemos con esta cita la primera parte de esta presentación, pidiendo que continuéis con la segunda parte, presentación en la que seguiremos profundizando en las ideas esenciales expuestas en estas Cartas sobre la educación estética del hombre. Schiller: Cartas sobre la educación estética del hombre (2ª parte) Vamos a comenzar esta segunda parte de la presentación sobre las Cartas sobre la educación del hombre de Schiller, con esta cita que, en cierta manera, nos puede servir de resumen de lo visto en la última parte de la sesión anterior: "que haya una comunión del impulsos formal con el material, esto es, que exista un impulso de juego, porque solo la unidad de la realidad con la 18 forma, de la contingencia con la necesidad, de la pasividad con la libertad, completa el concepto de humanidad". De todas estas consideraciones, se derivan algunas conclusiones acerca de lo que Schiller entiende por belleza: "la belleza, en cuanto consumación de la humanidad del hombre no puede ser por tanto exclusivamente mera vida, tal y como han afirmado agudos observadores que se atuvieron en demasía a los testimonios de la experiencia y a lo que el gusto de la época querría degradarla". Aquí Schiller se está refiriendo de forma más que evidente a Burke, quien en su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, habría convertido la belleza, según estas consideraciones de Schiller, en “pura vida". Pero, por otra parte, matiza Schiller: "La belleza tampoco puede ser exclusivamente mera forma, como han juzgado algunos filósofos especulativos que se alejaron demasiado de la experiencia y artistas que, tratando de filosofar sobre la belleza, se guiaron en exceso por las necesidades del arte”. En este caso, se estaría refiriendo a los partidarios del llamado sistema dogmático, como es el caso del pintor Rafael Mengs y en sus Reflexiones sobre el gusto en la pintura, escritas en 1762 y para quien la belleza era pura forma. Frente a ambas vías, la representada por Burke, en la que primaría el impulso sensible y la ejemplificada con Mengs, en el que la primaría es del impulso formal, la belleza para Schiller sería el objeto común de ambos impulsos, es decir, el impulso de juego. Es más, llegará a decir que “el hombre solo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y solo es enteramente hombre cuando juega (…) sobre esta afirmación, os lo aseguro, se fundamentará todo el edifico del arte estético y del aun más difícil arte de vivir" (p. 241). Por otra parte, Schiller describirá la emoción que es propia de la experiencia estética haciendo uso de la escultura conocida como Juno o Hera Ludovisi, un mármol romano del primer siglo antes de Cristo, que formaba parte de la colección del cardenal Ludovico Ludovisi. Una escultura, también muy admirada por Goethe, como narra en su viaje a Italia en enero de 1788, y quien, de hecho, poseía una reproducción en su propia casa. Escribe Schiller: "capturados y atraídos irresistiblemente por la mujer divina y mantenidos a distancia por la diosa, nos encontramos a la vez en el estadio de la máxima serenidad y de la máxima agitación, y nace entonces esa maravillosa emoción para la que el entendimiento carece de conceptos y el lenguaje de palabras" (p. 243.) No obstante, y en relación a este ejemplo de la Hera Ludovisi, habría que señalar dos consideraciones creo de cierta importancia. La primera sería que al hablar Schiller del estadio de máxima serenidad y a la vez de máxima agitación que conforma esa emoción, lo que se está tratando de afirmar es que "la belleza ideal, aún siendo indivisible y simple, muestra en diversas situaciones tanto una propiedad relajante como enérgica", esto es, que podríamos hablar de "una belleza relajante y otra enérgica" (p. 247). El efecto de la belleza relajante consistiría en distender el ánimo tanto moral como físicamente (p. 249) pues esta belleza relajante sería "una necesidad para el hombre sometido a la coacción de la materia o de las formas". 19 En segundo lugar, la belleza enérgica sería una necesidad "para el hombre sometido a la indulgencia del gusto porque, en el estado de refinamiento cultural, se apresura a menospreciar esa fuerza que proviene de su estado de salvajismo". Ahora bien, no hay que olvidar que Schiller llama tenso tanto al ser humano que se encuentra sometido a la coacción de las sensaciones (el sometido al impulso sensible) como al que está sujeto a la coacción de los conceptos (es decir, el sometido al impulso formal). De esta manera: "el hombre dominado unilateralmente por sentimientos, es decir, el hombre puesto en tensión por su sensibilidad, es desatado y liberado por medio de la forma (…) mientras que el hombre dominado unilateralmente por leyes o sea, espiritualmente tenso, es desatado y liberado por medio de la materia" (p. 257). En resumen, la belleza enlazaría "los dos estadios contrapuestos del sentir y del pensar” (p. 261), restableciendo "la armonía en el hombre tenso y la energía en el hombre distendido" y llevando al hombre “de un estado de limitación a un estado absoluto" (p. 255). La contraposición entre una belleza relajante y otra enérgica nos conduciría también al criterio de valor más importante para Schiller en relación a una obra y que tiene que ver con un estado a la vez de serenidad y libertad, de fuerza y vigor: "esa elevada serenidad y libertad de espíritu, unida a la fuerza y al vigor, es la disposición de ánimo en que ha de dejarnos la auténtica obra de arte, y no existe otra prueba del valor estético más segura que ésta" (p. 297). Así pues, para Schiller "la esencia de la condición humana es el misterio que se revela en el símbolo de la belleza"(p. 102). Como segunda cuestión a tener muy en cuenta y que también ejemplifica Schiller en la contemplación de la Hera Ludovisi, sería "el carácter divino del hombre", un carácter que es el aludido en la experiencia estética, un ideal nunca alcanzable de la perfección humana, concebido desde la perspectiva de un origen transcendental, y cuyo símbolo sensible es la belleza" (Véase el texto introductorio de Feijoo a Kallias). Obviamente, la cuestión de la experiencia estética entendida como visión de la divinidad proviene de la teología, especialmente de la "visio beatifica" de la filosofía medieval. Como nos recuerda Jaime Feijóo, la "visio beatifica” se define “por el carácter de totalidad, simultaneidad, por la ausencia de determinación racional (en cuanto instrumentalización), por la singularidad, la transparencia comunicativa universal (general a toda la especie humana) y por el carácter de experiencia dichosa (definida por Schiller como el aspecto inexpresable, inefable de la representación artística, en el ejemplo de la Juno Ludovisi” (Jaime Feijóo, “Estudio Introductorio a Kallias, p. LXVIII). Es digno de mención que Rancière, en su Le spectateur émancipé, 2008, vuelva de nuevo a reflexionar sobre esta escultura). En otro orden de cuestiones, debemos también señalar que Schiller, siguiendo el posicionamiento kantiano, negará toda relación entre la pasión y lo bello, afirmando que "un arte apasionado es un contrasentido". No olvidemos que para Kant "la emoción (…) era totalmente ajena a la belleza" (Kant, Crítica del juicio, p. 69). 20 Pero más intensamente insistirá Schiller en otra cuestión que ya había aparecido muy claramente expuesto en Kallias: el carácter contradictorio de un arte instructivo o didáctico, o la contradicción inherente a la idea de un arte moral. Así, podremos leer lo siguiente: "No menos contradictorio es el concepto de un arte instructivo (didáctico) o edificante (moral) porque nada se contrapone tanto al concepto de belleza, como otorgarle al ánimo una determinada tendencia" (p. 303). Un posicionamiento que Schiller toma también de Kant, para quien en una obra de arte verdaderamente bella no cuenta el contenido, en ella todo dependería de la forma ya que "el contenido, por muy sublime y universal que sea, actúa siempre limitando al espíritu, y por ello, la verdadera libertad estética solo podemos esperarla de la forma". En definitiva, y recapitulando un poco, podemos afirmar que la tesis más importante planteada en las Cartas sobre la educación estética del hombre, es que uno de los cometidos más perentorios de la cultura consistiría en hacer al hombre tan estético como sea posible, porque el estado moral sólo podría desarrollarse a partir del estado estético. Pues solo por medio de la cultura estética se podría enseñar al hombre a imprimir en sus apetitos un carácter más noble, teniendo en cuenta que "la cultura estética (…) somete a las leyes de la belleza todos aquellos actos en los que el libre albedrío escapa tanto a las leyes naturales como a las racionales" ( p. 315). Se pregunta Schiller, "¿qué es el hombre, antes de que la belleza suscite en él el libre placer y la serena forma calme su existencia salvaje?”: “Un ser siempre uniforme en sus fines, y eternamente variable en sus juicios, egoísta sin ser él mismo, desatado sin llegar a ser libre, esclavo sin servir a ninguna regla”. En última instancia, a lo que aspira Schiller es a "un tercer reino feliz, el reino del juego y de la apariencia, en el cual se libera al hombre de las cadenas de toda circunstancia y se le exime de toda coacción, tanto física como moral", un tercer estado, el estado estético, en el que el hombre sólo podrá aparecer ante los demás hombres como forma, como objeto del libre juego, siendo la ley fundamental de este reino el dar libertad por medio de la libertad, es decir, un ámbito en el que la belleza imprimiría su carácter a las relaciones humanas, pues (y con esta cita terminaré esta sesión) “es única y exclusivamente la belleza quien puede dar al hombre un carácter social. El gusto, por sí sólo, da armonía a la sociedad, porque otorga armonía al individuo. Todas las restantes formas de representación dividen al hombre, porque se basan exclusivamente en su componente sensible o en su componente espiritual; sólo la representación bella completa el ser del hombre, porque en ella han de coincidir necesariamente sus otras dos naturalezas”. IMPORTANTE: Queda prohibida la distribución o reproducción total o parcial de este texto sin permiso del autor. © Juan Martín Prada, 2015. 21