Cuestiones teóricas y metodológicas en el estudio de la violencia Violencia policial, seguridad ciudadana y derechos humanos. Sofía Tiscornia∗ Hace pocos días, el 24 de marzo, se cumplieron 20 años del golpe militar que inaugurara uno de los procesos más terribles y violentos de la historia argentina. 30.000 desaparecidos, la derrota de Malvinas y el comienzo de un proceso de des-estructuración de las organizaciones sociales tradicionales de la sociedad civil Argentina, son el escenario obligado sobre el que los cientistas sociales podemos explicar el problema de la violencia en nuestro país. La democracia inaugurada en 1983 lo hace con fuertes rasgos propios. Posiblemente el más notable lo fue la realización de los juicios públicos a los miembros de la Juntas Militares acusados de gravísimas violaciones a los derechos humanos. Estos juicios estuvieron acompañados de grandes movilizaciones sociales liderados por los organismos de derechos humanos. El apoyo masivo a estos juicios parecía demostrar que los derechos individuales habían adquirido un rol central en la vida política Argentina. Sin embargo, diez años después ya no estamos tan seguro de ello. Por lo contrario, el proceso a través del cual los derechos civiles adquieren protagonismo en una sociedad parece mucho más complejo y ligado a profundas experiencias sociales ocurridas durante el pasado. La tolerancia del Estado frente a la ocurrencia de hechos de violencia policial -torturas, muertes, ejecuciones extralegales-, el importante respaldo popular que obtuvieron las candidaturas de reconocidos represores en las últimas elecciones, cierta aceptación generalizada respecto a la violencia cotidiana ejercida por las fuerzas de seguridad, contrasta duramente con los incipientes movimientos de protesta contra este tipo de violencia. Enfrentados a nuevas situaciones pero con la herencia del pasado reciente, el sentido de los derechos humanos genera entonces complejos debates. Nos interesa poner en cuestión dos de ellos. Uno refiere al problema del orden y de la inseguridad urbana. Otro, a la vinculación directa de las agencias policiales y de seguridad en la violación sistemática de los derechos elementales. El miedo, -el pánico social- que produce la violencia urbana entendida como la gestión del desorden en manos de la delincuencia común, es un viejo y tradicional problema tematizado por las corrientes políticas y administrativas de derecha. Mientras que la intervención abusiva de las agencias penales en las acciones de control punitivo, es un tema de las tradiciones progresistas y de izquierda. Sin embargo ambas cuestiones -la inseguridad urbana y la violencia institución al punitiva- están íntimamente vinculadas en esta última década en nuestro país. Ambas aparecen como ejes estructurantes de discursos y prácticas en disputa por un determinado sentido del orden democrático. Nuestra propuesta de trabajo finca en encontrar caminos de análisis para que el debate sobre la inseguridad urbana se constituya en un debate hegemonizado por los sectores progresistas y forme parte de las discusiones sobre proyectos emancipatorios. Sin duda se trata de un desafío especialmente complejo. El discurso de la inseguridad urbana se construye sobre la emotividad y el autoritarismo. Las clásicas explicaciones de la criminalidad como un conflicto parcial dentro de la gran con tradición Capital-Trabajo no parece ya seducir a los principales afectados. La inseguridad urbana ingresa en el horizonte del futuro inmediato como un problema para el que ya casi no hay respuestas políticas sino solo sociales: guetización, rejas, sofisticados sistemas de seguridad, parcelamiento urbano, controles robóticos, justicia por mano propia, etc. ∗ Equipo de Antropología Política y Jurídica. Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Ciencias Antropológicas UBA. Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) Y aunque nos resulta particularmente complejo reseñar en unas pocas páginas las diferentes líneas de trabajo que estamos explorando nos arriesgamos a hacerlo. Debemos reconocer que la idea de derecho es necesariamente concomitante con la idea de control jurisdiccional. Si este último es particularmente débil cuando no corrupto, la experiencia de derechos se aleja del ámbito político y público para gestionarse -preocupantemente- en forma privada y no estatal. Paradójicamente, las intervenciones político gubernamentales en el tema refuerzan percepciones morales-autoritarias en detrimento de percepciones políticasconflictuales. Cuando el Presidente Menem insiste con la pena de muerte para el castigo de los delitos, cuando el Ministro Barra propone la disminución de las garantías personales, cuando se gestiona la concentración del poder punitivo, se apela fuertemente a una percepción social ligada a la "indignación moral" frente al fenómeno de la criminalidad antes que a una percepción política de la misma. Y aquí es donde a nuestro entender se plantea un problema interesante que es posible analizar como un proceso de lucha por la hegemonía en la esfera de la ley. Y, por lo tanto por diferentes sentidos del orden social. Para analizarlo es necesario acordar que el concepto de control social adquiere significación diversa según la tradición teórica con la que sea conjugado. Así los discursos y las prácticas de control social puede n ser comprendidos como cuestión política e interpretado a través de categorías jurídico/políticas tales como Poder, Autoridad, Hegemonía, Dominio, Estado, Represión, etc.. O, como concepto sociológico e interpretado desde la tradición consensual a través de categorías tales como Integración, Adaptación social, Motivación para la acción, Socialización, etc. (Cfr. Pavarini, 1993 y Melossi: 1991) El despliegue, aunque esquemático, de las representaciones sociales referidas a la acción disciplinante nos permitirá distinguir, en principio, dos acepciones ordenadoras de los significados vinculados al concepto. En la primera acepción (aquella político - conflictual), el desviado es percibido socialmente como agente de innovación y puede constituirse en un actor político. El caso extremo sería el del guerrillero revolucionario o anarquista, pero también "bandoleros" como lo fueran Bairoletto y Mate Cocido a principios de siglo, o Isidro Velázquez y Vicente Gauna en los años '60. También el hippismo de la misma década. En todos los casos, la alteración del orden produce una definición de violencia de tipo "positiva": esta violencia supone la ocupación de un espacio opuesto a la autoridad del control. Supone resistencia a la autoridad. Supone el reconocimiento de la dominación y, en muchos caso s, de resistencia a un Estado represivo. Paralelamente, es posible constatar en las representaciones sociales una fuerte carga de sospecha y desconfianza hacia la gestión punitiva de las agencias penales. Las diversas explicaciones sobre la criminalidad como un conflicto parcial dentro de la contradicción CapitalTrabajo pertenece a esta tradición interpretativa. Para la vertiente consensualista, en cambio, la desviación tiene una connotación negativa: se es desviado por pobreza moral, por educación escasa, por ser migrante, por no haber internalizado conductas y actitudes normatizadas. Así las cosas, la desviación es recuperable, necesita tratamiento, y resulta en la construcción de un espacio de adhesión más que de transgresión o resistencia. En esta vertiente, a diferencia de la anterior, la presentación de situaciones de pánico social -miedo a los delincuentes comunes, campañas de ley y orden, etc.- resultan en manifestaciones de adhesión y confianza en las gestiones de control, e identificaciones fuertes con las normas y el "imperio de la ley". Podemos acordar que en buena medida las representaciones sociales sobre la criminalidad nos han emparentado más con la primera tradición interpretativa que con la segunda. Podemos acordar que la cuestión de la participación activa de las fuerzas de seguridad en delitos comunes, así como el accionar brutal sobre la clásica clientela del sistema penal, denunciada reiteradamente durante estos últimos años, refuerza la imagen deslegitimada de las mismas. Pero, y este pero es el que nos preocupa especialmente, esta progresiva deslegitimación puede redundar tanto en un reforzamiento de las prácticas de gestión privada de la seguridad como en una construcción social de la peligrosidad t ramada en el vocabulario moral (más penalidad como más moralidad) que enfatizará en la necesariedad de mayor represión y aumento de penas para aquellos delitos que están sirviendo a nuevas definiciones de la esfera pública. En este marco, y si nuestro interés finca en el análisis de procesos de construcción de hegemonía en la esfera de la ley que estructuran versiones antagónicas acerca del sentido del orden social, nos es necesario incorporar el análisis de las diversas representaciones sociales acerca del orden y, concomitantemente, la dimensión subjetiva. Ello supone que la acción de control -en todos sus complejos mecanismos de acción-, es siempre creadora y productora de configuraciones de sentido y que los resultados de la acción disciplinar -tanto los referentes al control como a la resistencia- deben incorporar otra categoría clave -y cara a la tradición antropológica-, cual es la de identidad. Así, identidad podrá ser aquello sobre lo que el control social se ejerce -por ejemplo los trabajadores migrantes bolivianos- o, lo que se pretende construir interactuando conflictivamente con las políticas de control -por ejemplo la emergencia de los movimientos de derechos humanos durante la dictadura, los grupos contra la violencia policial en la actualidad-. Así, determinados grupos sociales problematizan en términos de opresión un área de relaciones y procesos que otros grupos consideran naturales o neutros. Por ello, en esta novedosa construcción social de la peligrosidad la demanda de la vigencia de los derechos humanos plantea los desafíos más complejos de resolver. Porque, frente a la deslegitimación de las fuerzas de seguridad pareciera erigirse solo dos imágenes: la del guardia privado o la del "justiciero". El primero actuando en miniejércitos privados controlando eficazmente territorios. Y no para reprimir brutalmente. Sino solo para clasificar, para separar, para discriminar: quien entra y quien no, que conducta es correcta y cual es molesta, que voz es altisonante, quien desentona y debe salir, quien es un argentino auténtico y quien no. El segundo, para vengar reiteradas comisiones de delitos sobre sus bienes. Y en ninguno de los dos casos parece imponerse sobre estos dos tipos de fenómenos respuestas sociales condenatorias. Antes bien, parece primar una justificación de tales conductas en nombre de la "justa indignación moral" d e la que, por ejemplo, el Presidente Menem hace gala cuando ante los delitos de secuestro o violación pide la pena de muerte. Por eso es que para el control de los ilegalismos es posible hoy poner en funcionamiento cuerpos de élite -impunes y estatales- para actuar violentamente tanto sobre los pobres urbanos que ocupan tierras baldías como sobre manifestaciones sectoriales que expresan protestas políticas y económicas. Frente a estas realidades es que nos parece importante insistir en que la gestión del conflicto social debe procesarse a través de demandas políticas en el campo de la participación democrática. Y para ello la agenda de los derechos humanos debe considerar prioritario no solo la denuncia de la participación de las fuerzas de seguridad en delitos comunes, sino también las diversas y fundamentalmente complejas formas en las que se expresa hoy la inseguridad urbana. La agenda de los derechos humanos debe explorar hoy los arduos caminos que la naturalización del autoritarismo impone: develar el racismo tras la "peligrosidad" de los migrantes pero también tras el guardia privado que nos asegura que solo "nosotros" entramos y salimos cómodos de los shopping y los barrios residenciales; develar la incompletud de un sentido de "derechos" que retira progresivamente de la órbita del estado la seguridad urbana, sea ya por el incremento de la empresas privadas de seguridad como por la privatización creciente de los importantes insumos económicos y materiales que el "negocio" de la seguridad implica (compra de patrulleros, helicópteros, armas, etc.). Para ello la experiencia social construida sobre la demanda de vigencia de los derecho humanos iniciada con la trágica experiencia de la última dictadura debiera encarnarse en nuevos significados capaces de dar respuestas -aún parciales- a la difícil tarea de construcción de un sentido emancipatorio del orden ciudadano.