Ocho problemas en la (in)comunicación humana

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Revista de la Agrupación de Miembros
Ocho problemas en la
(in)comunicación humana
RICARDO VELILLA BARQUERO
PROFESOR DE COMUNICACIÓN PERSONAL PARA LOS
NEGOCIOS DEL INSTITUTO I. SAN TELMO.
rvelilla@santelmo.org
«Comunicar no es sólo
decir o escribir, es
también que alguien
haya comprendido lo
dicho o escrito».
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Las asunciones son la madre de todos
los malentendidos
“Es que yo creía... Es que yo pensaba... Es que yo me imaginaba... Es que
yo supuse,...”
La comunicación juega un papel fundamental en el desarrollo de cualquier
interacción humana, máxime cuando su
campo de acción se circunscribe a la
actividad laboral, en donde es preciso
que los mensajes sean leídos con un
mínimo de distorsión para alcanzar un
desempeño eficiente. Una comunicación es efectiva cuando lo que quiero
que el otro entienda, es lo que el otro
entiende. Y, a su vez, el otro tiene que
verificar si lo que ha comprendido es lo
que yo le he intentado decir. Y todo, sin
suponer y dar por hecho que así sea.
Uno de los aspectos más retadores
de la comunicación es poder identificar y separar “hechos” de “suposiciones”. En la comunicación es mejor pasar por modesto que por soberbio,
creer que uno sabe lo que piensa el otro,
o que el otro crea que sabe lo que uno
piensa, siente o necesita. El “A buen
entendedor pocas palabras” es uno de
los errores graves para la comunicación. Es preferible: A buen entendedor
muchas preguntas.
¿Para qué hacer preguntas? Para sa-
ber si he entendido lo que el otro intenta decirme. Para conocer cómo piensa
la otra persona. Para comprender cómo
se siente el otro. Y, sobre todo, para averiguar si lo que yo supongo es verdad o
no. Muchas veces estoy equivocado,
muchas veces he entendido mal, pero
preguntando puedo aclararme y le permito al otro saber que estoy haciendo
un esfuerzo por comprenderlo... y que
tarde o temprano voy a lograr descifrarlo... porque quiero hacerlo.
¿Hablar o decir?
“¿Hablar por hablar?”
Hablar o decir no son términos sinónimos. Hay personas que hablan mucho
y poco dicen y, al contrario, son escasas
las personas que con pocas palabras
dicen mucho. El famoso discurso de Lincoln en Gettysburg no pasa de un corto
párrafo. De Gaulle, en la famosa huelga
de estudiantes y obreros en mayo de
1968, sólo necesitó de dos minutos para
poner a la nación francesa en orden. Julio Cesar, después de una memorable
campaña, sólo se sirvió de tres palabras
para dar parte de su victoria: «Vine, vi y
vencí». Tres palabras que configuran un
famoso discurso.
Ahí tenemos ejemplos elocuentes de
mensajes profundos y de inmensa ri-
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queza, sintetizados en pocas palabras.
Luego lo importante no es hablar mucho sino, con brevedad y precisión, decir mucho. Esta idea la expresaba muy
bien el aforismo latino: «Non multa sed
multum», no se trata de muchas palabras sino de intensidad, de profundidad, de comunicar algo interesante.
Discursos largos y buenos los ha habido, pero son muy excepcionales.
¿Hablar o decir?. ¿Son iguales dos
negociadores ante una transacción,
aunque ambos conozcan perfectamente el argumento de venta y hayan tenido la misma capacitación?. ¿Todos los
gerentes tienen la misma capacidad de
persuasión?. ¿Es igual el público de una
presentación persuasiva que el de una
informativa?.
¿Comunicar o informar?
“Yo ya te lo dije y, sin embargo,...”
Los hombres -tal como afirma el semiólogo italiano Umberto Eco- son seres que
navegan por las aguas abiertas del sentido, no simples máquinas que transmiten
información. La complejidad de la comunicación humana es la que nos impide
sostener la mirada ingenua en un mundo
de “comunicaciones perfectamente
transparentes”. Hay que superar, por lo
tanto, la estrecha analogía comunicación
= transmisión de información.
Nadie, por el hecho de haber emitido
un mensaje –oral o escrito-, puede estar satisfecho de haberse comunicado.
Comunicar no es sólo decir o escribir,
es también que alguien haya comprendido lo dicho o escrito. Y esto último es
mucho más difícil. Además, aunque
parezca paradójico, “las palabras no
significan; las personas, sí”; esto quiere
decir, entre otras cosas, que el significado puede ser subjetivo. Sorprende la
facilidad con que hacemos de las palabras obstáculos insalvables. Lo dice el
saber popular, con una sentencia poco
imaginativa, pero de nítida contundencia: “hablando se entiende la gente”.
Queremos tener confianza casi ciega
en la capacidad del lenguaje, en esa
acción que llamamos diálogo, de discernir verdad e intereses, de tender
puentes, de transformar con su sola fuerza las cosas. Y qué duda cabe que ello
es posible. Entonces, ¿por qué nos entendemos tan poco?
Si el entendimiento es una finalidad
propia del lenguaje, no deja de sorprender que cada día nos entendamos menos: ¿será que se calla mucho y que se
habla poco? ¿O más bien que se hace un
pobre uso del lenguaje? Fijémonos en
las palabras clave que nos han acompa-
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ñado en estos últimos confusos meses.
Se puede pensar que el hecho de
manejar el mismo código garantiza una
comunicación exitosa; pero esto no es
suficiente, ya que hay muchos ingredientes que contribuyen a acercar las
personas y a estrechar vínculos: vivir
experiencias comunes, compartir significados, participar de la vida institucional, ser uno pero a la vez equipo.
Desconocer esta realidad lleva a unas
relaciones interpersonales que se desarrollan sobre rumores y suposiciones
que desvirtúan y/o bloquean todo intento de comunicación.
¿Hablamos para entendernos? Sorprende, entonces, con qué facilidad
hacemos de las palabras obstáculos
insalvables que aíslan hasta imposibilitar la comunicación en lugar de ser su
vehículo. Es fácil constatar que hablando la gente no se entiende, sino que a
menudo empieza a desentenderse. Y
es que se precisa hablar con voluntad y
buena fe para construir un diccionario
común sobre el cual sea posible el entendimiento. La clave debe estar, como
con verso certero afirmó Machado, en
la capacidad de conversar primero con
uno mismo y saberse parar a distinguir
las voces de los ecos. ¿Dónde, si no ahí,
empieza el diálogo?
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«En la comunicación es mejor pasar por modesto
que por soberbio, creer que uno sabe lo que
piensa el otro, o que el otro crea que sabe lo que
piensa uno».
Comunicar no es decirlo todo
“Yo no tengo pelos en la lengua.”
Comunicarse bien no es decir todo
lo que a uno le viene a la cabeza. Comunicarse efectivamente es expresar
y comprender todo aquello que mejora una relación humana y permite alcanzar mejor los objetivos compartidos, es decir aquello que agrega valor
a tal relación. Habrá cosas que no vale
la pena decir. Cosas con las cuales no
se va a ganar nada, ni uno mismo ni la
persona con la que nos comunicamos.
Peor aún, hay cosas que dañarán la
relación si se comunican.
Toda comunicación genera consecuencias en los demás. Nosotros afectamos a los demás con nuestra comunicación y de eso tenemos que hacernos cargo. No hay palabras inocentes.
Todas las personas son responsables
de lo que sienten, piensan, dicen o hacen y del efecto que esto tiene sobre
los demás. Y si el efecto que estoy produciendo no es el que quiero, tengo
que revisar con detalle cómo me estoy
comunicando.
“Tocar el alma de otro ser humano es
caminar en tierra santa.” (Covey: Los 7
hábitos de la gente altamente efectiva). La comunicación va de la mano de
la autorrealización. Mejorar nuestra comunicación requiere que mejoremos
“lo que comunicamos”: que está totalmente “impregnado” de nuestro estado interno de conciencia. Para mejorar
nuestra comunicación tenemos que
convertirnos en “mejores personas”:
más maduros, considerados, flexibles,
alegres, compasivos, disciplinados,
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creativos. Mientras mejor nos sintamos
internamente, mejor se “sentirá” nuestra comunicación.
Cuando la cultura de la organización
no funciona como pilar, se terminan enfrentando fatalmente tres dimensiones
la de identidad (lo que la empresa es),
la de comunicación (lo que la empresa dice que es), y la de imagen (lo que
el cliente interno o externo cree que la
empresa es). La globalización no significa decir lo mismo a todos, sino conservar el sentido adaptando la forma a
la idiosincrasia de los destinatarios,
que son siempre activos y que descodifican consciente e inconscientemente los mensajes siguiendo patrones
culturales, ideológicos y psicológicos
propios.
Oír no es escuchar
“¡Ya te oí!”
Pero oír no es escuchar. Oír es la sensación de un sonido, sea tu voz o un
vaso que se cayó en la habitación de al
lado. Escuchar es interpretar y darle significado a lo que oigo. Es percibirlo,
entenderlo y comprenderlo. Puedo oírte sin escucharte. Puedo repetir tus
palabras como un loro y no entender su
significado. “Si tú quieres interactuar y
comunicarte conmigo de manera efectiva, para producir algún tipo de influencia, tienes que entenderme. Sólo cuando hayas sido influido por mi individualidad podrás influir en mí con tus consejos.” (Covey).
¿Diálogo de sordos? Diálogo significa poner a disposición un significado
compartido. Si no te escucho no hay
diálogo. Si no te escucho no hay entendimiento. Sin entendimiento no hay comunicación efectiva. Sin comunicación
efectiva no hay relación de calidad. Y
sin relaciones de calidad no se puede
tener éxito ni en la familia ni en el trabajo ni en la sociedad. Mucha gente no
escucha con la intención de entender,
sino con la intención de replicar: o están hablando o preparándose para hablar.
“No puedo entender a mi hijo, él no
me escucha”, dice un padre de su hijo
adolescente. Pareciera, más bien, que
para entender a alguien debiéramos escuchar, no hablar. Estamos tan “llenos”
de nuestra realidad, de nuestra autobiografía, que no le damos crédito a
otras “realidades”. El ser humano necesita ser entendido. Escuchar con
empatía nos permite interiorizar otro
punto de vista, otro marco de referencia, otra realidad. Desde allí vemos al
mundo desde otro ángulo, desde el interior psiquoemocional de la otra persona, desde donde podremos saber
cómo se siente.
“¿Que por qué no te escucho? ¡Porque si te escucho me convences!” Sin
embargo, escuchar no es estar de
acuerdo con alguien: se trata más bien
de entender profunda y ampliamente a
otro. Para lograrlo se precisa de madurez que es el balance entre coraje y consideración. Buscar entender a los demás requiere consideración; buscar ser
entendido requiere coraje. Quien escucha bien no juzga lo que escucha, trata
más bien de entenderlo y comprenderlo detalladamente. Quien escucha bien
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está explorando, buscando y tomando
información. No criticando y juzgando
al otro. Si lo que escuchas no te gusta,
puedes decidir qué hacer con ello.
Siempre podremos aprender a comunicarnos mejor.
La comunicación es cosa de dos
“¡La culpa de que tú y yo no nos entendamos es tuya y sólo tuya!”
Entender la comunicación como una
“oportunidad de encuentro con el otro”
plantea una amplia gama de posibilidades de interacción en el ámbito social, porque es allí donde tiene su razón
de ser, ya que a través de ella las personas logran el entendimiento, la coordinación y la cooperación que posibilitan
el crecimiento y desarrollo de las organizaciones.
La responsabilidad de la comunicación efectiva es (al menos) de dos personas. Quizás no me estoy expresando
bien, quizás no estoy pendiente de qué
estás entendiendo, quizás no estoy utilizando las palabras que puedes comprender, quizás con la boca digo algo y
con mis gestos o mis acciones digo otra
cosa muy diferente o incluso contraria
a mis palabras. O quizás eres tú quien
no escucha adecuadamente, quizás no
me dejas terminar de hablar, quizás no
estás verificando si estás en lo correcto. Quizás no te estás poniendo en mi
lugar, no estás tratando de entender mi
posición, lo que estoy experimentando
o lo que estoy sintiendo. La responsabilidad de la comunicación efectiva es
(al menos) de dos personas y eso es
bueno si queremos mejorarla, pues en-
tre los dos podemos hacerlo si identificamos qué estamos haciendo mal y lo
corregimos, y si identificamos lo que estamos haciendo bien y lo fortalecemos
y mantenemos.
Un directivo preocupado por su capacidad para generar confianza, por su
capacidad para ejercer un liderazgo
efectivo, por su capacidad para establecer climas emocionales adecuados
para su gente, deberá comprender que
la herramienta de trabajo más utilizada
y tal vez poco entendida es el lenguaje.
Una gran parte del trabajo directivo es
conversacional. Entender el trabajo
conversacional significa comprender
profundamente la relación directa entre conversaciones y resultados.
La carencia de estrategias comunicativas en el interior de la organización,
la falta de canales o la infrautilización
de los mismos, genera lentitud en los
procesos y en las acciones, retardo en
las respuestas y desinformación acerca de las políticas, todo lo cual imposibilita la verdadera interacción a nivel
interno. Por otra parte, son indispensables para que no se pierda la coherencia entre las acciones que se realizan
dentro de la institución con la realidad
del entorno.
¿Hay que comunicarse más?
“En el entorno laboral, una de las quejas que más hemos oído es que no hay
suficiente comunicación en las instituciones. Los directivos se quejan de que
rara vez oyen a los mandos intermedios;
los ejecutivos más altos se quejan de
que están aislados y alejados de los
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que están, de hecho, haciendo el trabajo, y los departamentos de las organizaciones complejas a veces discuten
sobre la falta de canales de comunicación entre ellos.” (Scott y Powers).
Una de las muchas encuestas recientes sobre comunicaciones internas enumeraba cuáles serían los beneficios,
según sus empleados, de contar con
una buena comunicación dentro de sus
empresas:
El 25% hizo mención a una mayor eficiencia en las tareas.
Un 18% dijo que permitiría alinear a
toda la organización.
El 17% contestó que agilizaría los procesos internos.
Un 14% que crearía sentimientos de
pertenencia y motivación.
Y una idéntica proporción afirmó que
mejoraría el clima laboral, tal vez como
consecuencia directa de todo lo anterior.
A juzgar por ello, los beneficios de
contar con una buena comunicación
interna son beneficios monetarios concretos y no una extravagancia que se
permiten las grandes empresas multinacionales. Y son beneficios concretos
porque sus riesgos son reales y porque
una mala comunicación afecta el trabajo: se demoran, se duplican o se pierde calidad en las tareas, baja la productividad, hay desmotivación, incertidumbre. Y perder eficiencia significa
siempre perder dinero.
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«Mejorar nuestra comunicación requiere que
mejoremos «lo que comunicamos», que está
totalmente «impregnado» de nuestro estado
interno de conciencia».
Sin embargo, el problema no es la
cantidad de comunicación, sino su calidad. Incluso las nuevas tecnologías
que facilitan las comunicaciones pueden ser un elemento distorsionador en
este tema. El problema radica en reflexionar si la forma de comunicarnos
es la más eficaz con relación a las metas personales y a las de las organizaciones. La comunicación eficaz constituye una de las dimensiones más relevantes, porque vincula a la empresa
con los medios externos, difunde sus
realizaciones, su cultura e identidad
para lograr en ellos una imagen favorable. A los públicos internos les permite
coordinar tareas, evitando esfuerzos y
perdidas innecesarias de tiempo. Además, motiva a la participación cuya
consecuencia directa es el compromiso con las metas fijadas.
Si consideramos a una organización
como un sistema de redes comunicativas, debemos entender que la comunicación no es sólo un instrumento, sino
una parte constitutiva de la misma. Por
tal razón, es imprescindible que consideremos a la comunicación efectiva
como una competencia crítica, tanto
para el desarrollo profesional, como
para optimizar el funcionamiento de las
organizaciones. A pesar de todo, la
comunicación no elimina problemas.
La comunicación no es la panacea o
una especie de parche milagroso que
todo lo cura; más bien es un medio,
una herramienta para resolver ciertos
problemas; pero también conviene
saber que los puede aumentar y aun
crear.
Las comunicaciones internas son
una construcción diaria: en las reuniones, en el intercambio permanente, en
los espacios de análisis y reflexión, en
la difusión de mensajes, en los encuen-
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tros casuales, en el reconocimiento y
respeto por las expresiones del otro.
¿Pero realmente nos (in)comunicamos?
“El problema es que no nos estamos
comunicando.”
Todo lo que nos hace “humanos” está
de alguna forma relacionado con la comunicación. Ahora bien, ¿la comunicación es una decisión? Es decir, ¿las
empresas pueden decidir si “hacen” o
“no hacen” comunicación interna o externa? Para responder a este interrogante repetiré una frase que figura hasta el
cansancio en cualquier manual: el no
comunicar también comunica. Hay que
distinguir entre interpretaciones erróneas, deficiencias en la comunicación
e interrupción de la comunicación. Ninguna de esas tres situaciones se equipara a la no-comunicación. Los conocidos “no te hablo” o “no te escucho” son
una muestra palpable -aunque resulte
paradójico- de comunicación. Parafraseando a Watzlawick, si todo comportamiento humano con relación a los
otros tiene un valor de comunicación,
se deduce que, por mucho que se intente, no se puede dejar de comunicar.
Podemos estar comunicándonos aun
con personas con quienes no tenemos
intención de hacerlo.
Si hablamos nos comunicamos. Y, si
no hablamos, también. Si miramos por
la ventana mientras alguien nos habla
le estamos enviando un mensaje: no me
importa lo que dices. Y si me escuchas
con atención me dices: valoro, me importa, aprecio lo que me dices, y también te valoro y te aprecio. El silencio
comunica. El no devolver la llamada
comunica. El no responder un e-mail
comunica. Los gestos comunican. La
mirada comunica. El tono de voz dice
algo. Las acciones gritan más fuerte
que las palabras.
Un hecho paradójico en la comunicación humana es que a menudo se
pueden transmitir dos mensajes simultáneamente: uno verbal y otro no verbal. Su contenido, sin embargo, puede
ser diferente. Tras las vacaciones, al
encontrarnos con un conocido, podemos decirle: “Por supuesto que queremos ver tus diapositivas de Islandia”, y
a la vez mirar el reloj y disimular escasamente un bostezo. En casos semejantes es muy probable que un receptor medianamente atento halle más
creíble el segundo mensaje que el primero. Por eso, ¿dónde queda a veces
la expresión –y no sólo ella, sino también la credibilidad y educación- de
que “la puerta de mi despacho está
siempre abierta”? Un buen test para
cualquier directivo es analizar si se está
más pendiente del teléfono y los papeles que del interlocutor que, haciendo
uso de la invitación, ha traspasado el
umbral del despacho. En casos así,
siempre creerá más lo que “haces” que
lo que “dices”.
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