El «retorno a Europa» de los Países Bálticos

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n.º 3
y
M
2004
Pasado
emoria
Revista de Historia Contemporánea
La memoria del pasado
Dirección: Glicerio Sánchez Recio
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Consejo de redacción: Salvador Forner Muñoz, Rosa Ana Gutiérrez Lloret, Emilio La Parra López, Roque Moreno
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Coordinación del monográfico: Glicerio Sánchez Recio
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Traducción inglesa de los resúmenes por el profesor Clive Alexander Bellis, Universidad de Alicante
Edita: Departamento de Humanidades Contemporáneas
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PASADO Y MEMORIA
Revista de Historia Contemporánea, nº 3
El «retorno a Europa» de los Países Bálticos:
de la ruptura con la URSS a la integración en la
Unión Europea y la Alianza Atlántica del siglo
XXI
Índice
Portada
Créditos
El «retorno a europa» de los Países Bálticos: de la
ruptura con la URSS a la integración en la Unión
Europea y la Alianza Atlántica del siglo XXI ................... 5
La ruptura con la URSS ...................................................... 6
Las claves de la triple transición de los países del
antiguo bloque soviético .................................................... 19
Transición y «retorno a Europa»: los Países Bálticos ....... 26
La ampliación comunitaria al Este y las nuevas alianzas
estratégicas ....................................................................... 37
Notas ................................................................................. 46
Guillermo Á. Pérez Sánchez
El «retorno a Europa» de los Países Bálticos:
de la ruptura con la URSS a la integración en la
Unión Europea y la Alianza Atlántica del siglo
XXI*
Guillermo Á. Pérez Sánchez
ntre agosto y septiembre de 1991, los Países Bálticos
forzaron su ruptura con la Unión Soviética, pocos meses antes de que ésta se desintegrara totalmente. A
partir de ese momento, la recuperación de su independencia
y soberanía nacional –fraguada por primera vez en la época
de entreguerras y frustrada por el pacto germano-soviético
de 1939–, así como la consolidación de la democracia y el
Estado de Derecho y la economía social de mercado, fue de
la mano de su aspiración de integración en la Unión Europea
y en la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Después
de más de una década de grandes transformaciones, tanto políticas como socioeconómicas, todo parece indicar que
antes de que termine el año 2004, los tres Países Bálticos
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
–Lituania, Estonia y Letonia– lograrán cumplir con éxito con
aquellos dos objetivos fundamentales para su futuro en paz,
libertad, prosperidad y seguridad en el siglo XXI: el «retorno
a Europa» en el marco de la Unión Europea y su vinculación
a la alianza militar euroatlántica dentro de la OTAN.
La ruptura con la URSS
El problema nacional en la antigua Unión Soviética
En esencia, el origen del auténtico problema nacional soviético se remonta al momento de la formación de la propia
URSS, entre 1918 y 1922: con los despojos del Imperio Zarista, los bolcheviques troquelaron lo que iba a ser el Imperio
Soviético (nota 1). Aunque después de la Segunda Guerra
Mundial, sobre todo en los círculos izquierdistas y por el relumbrón del «progreso» que parecía percibirse en la Unión
Soviética, la palabra «Imperio» sólo contenía sentido peyorativo y reaccionario, a mediados de los años ochenta, ante
el paulatino resquebrajamiento del orden de «soberanía limitada» impuesto por Moscú en su glacis de la Europa Central
y ante las evidentes turbulencias nacionales en el interior del
país de los soviets, una parte de los estudiosos de la realidad
soviética no dudaban en definir a la URSS como un Imperio. Su primer constructor no fue otro que V. I. Lenin, quien
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
había calificado al antiguo Imperio Zarista de «cárcel de los
pueblos» y quien, sin embargo, no dudó –a pesar del primer
paso atrás que supuso la aceptación, en 1918, del tratado
de paz de Brest-Litovsk impuesto por el II Reich Alemán– en
volver a levantarlo y a preservarlo, con la ayuda inestimable
del Ejército Rojo. Dicha reconstrucción imperial es suficientemente conocida por todos, por lo que no insistiremos en
cómo terminaron formando parte de la URSS algunas de las
más importantes Repúblicas soviéticas, desde el Báltico (Estonia, Letonia y Lituania a partir del pacto secreto germanosoviético de 1939) al Cáucaso, pasando por Ucrania. Como
afirmaba Hélène Carrère D’Encausse: «El Imperio ruso se
hundió en 1917 para reencarnarse bajo la forma del Imperio
soviético» (nota 2).
Parece, pues, evidente que el problema nacional no se puede
remitir solamente al tiempo de los zares. Incluso el profesor
Charles Urjewicz sostiene que «en la hora de la perestroika, el
panorama que parece ofrecer la Unión Soviética es el de una
enemistad más grave que antes de la revolución» (nota 3).
Sin embargo, y a pesar de la anterior argumentación, Gorbachov al radicalizar su plan de reformas, y a modo de conjuro
de un gravísimo problema que no quería ver o aceptar repitió las mismas ideas de siempre al referirse al «estado de la
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
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Unión»: «En el panorama de las pugnas naciones, que no
han respetado ni siquiera a los países avanzados del mundo,
la URSS representa un ejemplo verdaderamente único en la
historia de la civilización humana. Éstos son los frutos de la
política de nacionalidad lanzada por Lenin» (nota 4).
El planteamiento de Gorbachov no aguantaba la menor crítica y fue refutado en su totalidad por la tesis del profesor
Gavrill Popov, entre otros. Afirmaba Popov que si bien es
cierto que los bolcheviques aceptaron el derecho a la autodeterminación nacional para lograr la liberación de los pueblos
sojuzgados por la Rusia zarista, no lo es menos que una vez
ejercitado, éstas lo hicieron para llevar una vida independiente, al margen del propio Estado soviético. La solución que se
empleó para lograr su retorno al país de los soviets, una vez
preservada la Revolución de 1917 y desechada su exportación inmediata a otros Estados europeos, fue la vía militar
de todos conocida. Posteriormente, con Stalin se cerró toda
posibilidad de volver al pasado y se empleó la represión y la
deportación de pueblos enteros para cumplir con el objetivo
de crear el «pueblo soviético», lo que se anunció abiertamente en la era Breznev (nota 5). A mediados de los años ochenta, y en un ambiente de glasnost o transparencia informativa, el problema se hizo público y notorio, aunque ya existía:
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«La perestroika –como recalca Popov– no ha creado ningún
problema o contradicción añadidos. Ha puesto al descubierto
las viejas enfermedades, sacado a la luz las viejas heridas.»
(nota 6) El hecho cierto es que estos problemas seculares
no han podido ser resueltos en el marco de la perestroika; y
ello ha sido así entre otras cosas, porque el poder soviético
prefirió ignorarlos, si bien en esta ocasión no pudo impedir
que llegaran a la opinión pública, y una vez aireados demostraron ser insolubles dentro del marco del Estado soviético
(nota 7).
El problema nacional: el caso de los países bálticos
La exacerbación del problema nacional en la URSS que se
ha vivido entre 1986 y 1991 tiene su origen, como hemos
comentado, en el nacimiento y consolidación del Estado Soviético, y que se explica a través del llamado «efecto nevera»
que al descongelarse dio lugar a los «nuevos movimientos
nacionales» (nota 8). Según esta teoría, las peculiaridades
e identidad nacionales de las Repúblicas incorporadas a la
URSS manu militari, así como las de las zonas de expansión
zarista en el este y centro de Asia, se habían reprimido en
aras de la edificación del socialismo soviético. Estos pueblos
guardaron las quejas y agravios en la memoria colectiva, y
sólo al final de la dictadura comunista, comenzaron paulaÍNDICE
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con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
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tinamente a reclamar sus derechos. La canalización de las
reivindicaciones seculares se hizo a través de los llamados
«nuevos movimientos nacionales», que en gran medida desbordaron los cauces pacíficos, dando lugar a un estallido casi
milenarista de odios reconcentrados contra el vecino más inmediato, a despecho de la propia Metrópoli. En el caso Báltico, las peticiones de un grado mayor de autonomía pronto se
convirtieron en demandas independentistas (nota 9).
En los Países Bálticos –las Repúblicas de Estonia, Lituania y
Letonia–, soñando a partir de junio de 1988 con la identidad
perdida, la crisis se convertía en una auténtica «revolución
democrática» que, con el tiempo, al reivindicar la independencia política, supondría el jaque mate al imperio soviético.
Por otra parte, el hecho de que este conflicto se diera en estos territorios de la URSS no debe sorprendernos si consideramos que estas repúblicas tenían un desarrollo económico
mayor en general que el resto de la Unión, unas relaciones
tradicionalmente más fuertes con Occidente y una sociedad
civil que había tomado conciencia de sus derechos históricos,
sabedores de que habían sido países independientes entre
1918 y 1939, cuando se produjo la incorporación a la Unión
Soviética fruto del pacto Molotov-Ribbentropp (nota 10). Así,
la aparición de los Frentes Populares en estas Repúblicas a
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
lo largo de 1988 respondió, más que a un apoyo formal a la
perestroika, a la necesidad sentida por la mayor parte de los
ciudadanos de recuperar su soberanía nacional.
De las tres Repúblicas, quien marcó el camino del restablecimiento de la identidad perdida fue Estonia. Con un 61,5% de
población autóctona (nota 11), se formaba en diciembre de
1987 una «Sociedad para la preservación de la Historia Estonia» con el objetivo de promover las bases culturales propias
que habían florecido en el antiguo Estado. Pronto, en enero
de 1988 era fundado el «Partido Estonio para la Independencia nacional», «el primer partido formal de oposición en
el Estado Soviético desde la guerra civil» (nota 12). El camino hacia la aparición del Frente Popular estaba franco, más
aún después de la fuerza que cobraron tanto los movimientos
proindependentistas bálticos como los de otras regiones de
la Unión en una manifestación celebrada en Kiev en el mismo
mes de enero de 1988 (nota 13). Toda esta actividad nacionalista obligó a los poderes republicanos a tomar partido. En
efecto, el 23 de junio de 1988 el Soviet Supremo restablecía
la bandera nacional azul, negra y blanca. Al mismo tiempo,
el Partido Comunista se distanciaba de la línea oficial del
PCUS al considerar escasas las reformas constitucionales
propuestas en la XIX Conferencia del Partido. El 1 de octubre
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
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se fundaba el Frente Popular y, presionado por éste, el 16 de
noviembre el Soviet Supremo proclamaba la «soberanía» de
la República. Poco después se declaró la supremacía de las
leyes estonias sobre las de la Unión –lo que fue rechazado
por el Soviet Supremo de la URSS–; y también la prevalencia de la lengua autóctona. Finalmente el Soviet Supremo
de Estonia abolía por su cuenta y riesgo el «papel dirigente»
detentado por el Partido Comunista, mientras comenzaba a
funcionar una comisión especial con la función de estudiar el
mejor camino hacia la independencia de la República.
En Lituania, donde el 80% de la población era originaria del
país, se recogió rápidamente el testigo estonio (nota 14). En
este caso el impulsor del proceso fue el Frente Popular de Lituania (Sajudis), fundado el 3 de junio de 1988. Poco tiempo
después la bandera histórica (amarilla, verde y roja) y la lengua lituana alcanzaron el rango de oficiales. El 18 de mayo
de 1989, a pesar de la oposición del movimiento panruso
creado un año antes, el Soviet Supremo proclamaba también
la soberanía de la república. El 7 de diciembre, al igual que
lo ocurrido en el caso estonio, era derogado el papel dirigente del Partido Comunista, que catorce días después rompía
con el PCUS. En Letonia, el Frente Popular apareció en octubre de 1988 y su programa de actuación política –asumido
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
en junio del año siguiente– incluía una serie de propuestas
democratizadoras como el fin del partido único y la petición
de independencia, así como el reconocimiento y respeto e
igualdad de derechos a quienes fueran ciudadanos letones,
independientemente de su origen étnico, lógico cuando sólo
el 52% de la población de esta república era letón de nacimiento (nota 15). El 28 de julio, como en el resto de las
Repúblicas Bálticas, el Soviet Supremo había proclamado la
soberanía nacional (nota 16).
Un hito importante en la consecución de nuevas metas lo
constituyó la creación, en mayo de 1989, del «Consejo de los
Frentes Populares Bálticos». El fenómeno frentepopulista que
ya se conocía en otras partes de la URSS y que en cierta forma había nacido como un movimiento social, en un principio
incluso auspiciado por el Partido, en el «mundo báltico tuvo
que plantar cara a la oposición de Moscú, a la de los partidos
comunistas locales, hasta ese momento dueños de la situación política en aquellas repúblicas, y, por último a las importantes comunidades rusas que viven en ellas» (nota 17).
Pero el ejemplo cundió e incidió de una u otra manera en el
devenir político de las distintas repúblicas de la URSS. Como
hecho simbólico destacó la cadena humana que se formó en
las Repúblicas Bálticas y que unía, a lo largo de 600 km., las
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
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tres capitales republicanas, Tallin, Riga y Vilna. En esencia, la
acción política puesta en práctica en estos años en la URSS
por los frentes populares se mostró como el disolvente más
eficaz del Imperio soviético. Todo estaba preparado para iniciar el camino hacia la independencia: la gran marcha hacia
ésta en las Repúblicas de la Unión se inició, como no podía
ser de otra forma, en la zona del Báltico.
En este caso, la vanguardia correspondió a la República de
Lituania. Con el triunfo del Sajudis en las elecciones de febrero de 1990, donde logró el 75 por ciento de los escaños,
la opción independentista terminó triunfando. Ante esta evidencia, Moscú lanzó un primer aviso a los dirigentes frentepopulistas lituanos: el precio de la independencia será igual
a la devolución de todo lo gastado por el poder central en
la República desde 1945, la renuncia a la zona de Klijeda y
la pertinente revisión fronteriza. Lituania respondió al pulso
político y, una vez elegido Vitautas Landsbergis nuevo presidente de la asamblea, el 11 de marzo se proclamaba la independencia. Ante la fuerte presión del Gobierno de la Unión,
que sometió a la república a un embargo económico parcial,
las autoridades lituanas decidieron el 23 de mayo suspender
cautelar y temporalmente la declaración de independencia.
Más atemperadas fueron las políticas proindependencia que
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
también pusieron en marcha Estonia y Letonia. Ambas señalaron a Moscú su intención de restaurar sus respectivos
Estados libres. En principio Estonia no pasó de las intenciones, pero Letonia el 4 de mayo de 1990, al grito de «¡Letonia
no se queda atrás!», proclamó la independencia, sin ambages. Una vez más, Moscú volvió a la carga con argumentos
legales, y el 16 de mayo de 1990, invocando una nueva ley
de 3 de abril de 1990 sobre el «derecho» a la secesión de la
URSS, declaró nulos y fuera del ordenamiento jurídico soviético las pretensiones independentistas de letones y estonios.
Los dirigentes bálticos, aun dando un paso atrás en sus pretensiones ante los dictados coercitivos del poder soviético,
siguieron laborando por la causa como lo demuestra la refundición, el 12 de mayo, del antiguo «Consejo de los Estados
Bálticos». A finales de 1990 y durante los primeros meses de
1991 se vivieron los peores momentos de la llamada «crisis
báltica», sobre todo en las ciudades de Riga y Vilna. En esta
última, en la noche del 12 al 13 de enero las unidades especiales del Ejército soviético asaltaron la sede del Ministerio de
Defensa y la Televisión, con un balance de muertos y heridos,
una semana después, las mismas fuerzas atacaron también
la sede del Ministerio del Interior de Letonia. Ante este tipo
de actuación, los dirigentes de las tres repúblicas se hicieron
fuertes en sus respectivos parlamentos. En relación con todo
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lo anterior es preciso señalar que un paso fundamental –cualitativamente hablando– para el triunfo de las tesis bálticas en
su derecho a constituirse en Estados libres e independientes
se produjo cuando, tras las elecciones de 1990, los dirigentes
de las Repúblicas de Georgia, Bielorrusia y Moldavia reconocieron el derecho inalienable de las Repúblicas de Lituania, Estonia y Letonia a la secesión toda vez que esto era
proclamado conforme a los procedimientos democráticos al
uso, lo que, además, suponía la reparación de una injusticia
histórica (nota 18).
El intento imposible de un nuevo Tratado de la Unión
La fuerza de los acontecimientos hizo comprender a los dirigentes soviéticos, y en especial a Gorbachov, que de todos
los problemas planteados en la URSS, el principal de ellos no
era otro que el problema nacional. La falta de perspectiva política, así como la impericia en el tratamiento de las sucesivas
crisis nacionalistas que se fueron planteando en el país de
los soviets desde 1986 le llevaron a un callejón sin salida. Si
al principio de la era Gorbachov todavía hubiera sido posible
preservar la URSS a través de la puesta en marcha de una
Confederación de Estados Soberanos, a finales de 1990 o al
principio de 1991 esta aspiración ya no tenía sentido. Como
sabemos, las elecciones para los Soviets de las Repúblicas
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dieron la victoria a los Frentes Populares en Lituania, Letonia,
Estonia, Georgia y Armenia, y obtuvieron buenos resultados
en otras tantas. La legitimación por las urnas de estas fuerzas políticas emergentes les dio nuevos bríos para afirmar
posturas hasta entonces ambiguas. La posición proindependentista –en especial de las Repúblicas Bálticas– y la petición a Gorbachov de una rueda de conversaciones para dar
salida a un nuevo Tratado de la Unión se conjugó con medidas de presión por parte de las autoridades electas. En esta
situación, fracasaron los primeros conatos de negociación en
el mes de junio del 90 sobre el futuro tratado de la Unión,
pues las Repúblicas Bálticas (nota 19), que iban ya por otros
derroteros, ni siquiera participaron, y pronto se descolgaron
Armenia, Georgia y Moldavia. El paso del tiempo favorecía
las solicitudes de autodeterminación, mientras Gorbachov no
acertaba a ver una solución al grave problema y optaba por
una línea de actuación tradicional en la práctica soviética: la
represión: en enero de 1991 envió tropas a las Repúblicas
Bálticas –en concreto a Vilna y Riga, capitales respectivas
de Lituania y Letonia– en un último intento de eliminar por la
fuerza los conflictos nacionalistas (como antes las había enviado a las capitales de Georgia y de Azerbaiyán).
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Por todo ello fue infructuoso el último esfuerzo del Presidente
de la URSS para evitar la desintegración del Estado. En el referéndum sobre el nuevo Tratado de la Unión del 17 de marzo
de 1991 Moldavia, Georgia, Armenia y las tres repúblicas del
Báltico ya no participaron y declararon la independencia y
soberanía nacional para sus respectivos territorios. Las nueve restantes, encabezadas por la República Rusa, obligaron
a Gorbachov a negociar durante abril y hasta julio (el 9+1)
sobre la base del Tratado en la ciudad de Novo Ogarievo. El
texto aceptado por todas las partes que suponía la base de
un nuevo Tratado de la Unión, debería ser firmado solemnemente el próximo día 20 de agosto de 1991 (nota 20). La
vanguardia del PCUS con su intento de golpe de Estado del
19 de agosto abortó dicha firma que consideraban una «puñalada por la espalda» al Estado soviético.
En tan graves circunstancias, los Países Bálticos siguieron
inmediatamente al Presidente ruso, Yeltsin, en su condena
sin paliativos al conato de golpe. Los últimos coletazos violentos del fallido golpe de Estado tuvieron por escenario las
Repúblicas Bálticas, lo que no impidió que el mismo día 21 de
agosto, Estonia proclamara oficialmente su independencia, lo
mismo que Letonia. Poco tiempo después, el 2 de septiembre
se disolvía el Congreso de los Diputados Populares y con él
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el Soviet Supremo y el Gobierno de la URSS. El cinco del
mismo mes entraba en funcionamiento el «Sistema Federal
de Transición» con un Consejo de Estado, formado por el
Presidente de la Unión y los Presidentes de diez Repúblicas
(no estaban presentes las tres Repúblicas Bálticas, ni Georgia ni Moldavia); un Comité Económico Interrepublicano y un
Soviet bicameral. El día 27 de agosto los tres Países Bálticos
habían logrado por fin el tan deseado reconocimiento de la
Comunidad Económica Europea y el 6 de septiembre el nuevo Consejo de Estado de la URSS aceptaba su independencia. Una vez resuelta la crisis político-institucional que abrió el
fallido golpe de Estado de agosto de 1991, la suerte que iba
a correr la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas estaba
echada. Con las tres Repúblicas del Báltico separadas formal
y oficialmente de la URSS, y las demás Repúblicas Federadas Socialistas declaradas de una u otra forma independientes, la reconstrucción del Estado de los Soviets demostró ser
tarea prácticamente imposible (nota 21).
Las claves de la triple transición de los países del
antiguo bloque soviético
El sistema totalitario y socialista de tipo soviético impuesto
en la Europa del Este no era concebido por sus ideólogos
como un mero paréntesis en la evolución de estos países.
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Se le presentaba, por el contrario, como el sistema definitivo
mediante el cual se lograría la total y radical transformación
de la sociedad; ese carácter de totalidad y de universalidad
hacía de él algo muy distinto de los demás regímenes dictatoriales contemporáneos: estaba pensado para durar bajo la
dirección suprema del Partido Comunista, convertido en el
sistema de Partido-Estado (nota 22). Dicho carácter trascendente y universalista fue perfectamente percibido por Ágnes
Heller y Ferenc Fehér, para quienes «las pasadas siete décadas de comunismo representan quizás el experimento con
el cuerpo político y social, más duradero y más grandioso,
más radical y más cruel, de la historia documentada. Fue un
experimento total; en sus versiones más ambiciosas intentó
remodelar las modas y las formas habituales de producción
y distribución; establecer un nuevo código de comportamiento y pensamiento, inventar unas instituciones políticas completamente nuevas, abolir o debilitar las unidades sociales
fundamentales, principalmente la familia; extirpar permanentemente la necesidad de religión, crear una “nueva ciencia” y
un “nuevo arte” (…). Desde su laboratorio social divulgaban
regularmente seguros pronósticos de su mundo planificado y
de una raza humana completamente nueva.» (nota 23)
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
Al tratarse de un sistema de características propias y exclusivas, la sustitución del mismo –por agotamiento o muerte
súbita– también tendría carácter único, diferente a la de cualquier otro tipo de transformación operada desde un régimen
autoritario –en sí mismo, pasajero– a uno de tipo democrático. Así, Ralf Dahrendorf opina, en efecto, que «no existe
una teoría que pueda ayudarnos a comprender la actual transición» (nota 24) en los países del Este; ya que, como se
afirma en la actualidad, se trata de «una experiencia singular,
de cambio histórico, que no tiene modelos ni admite recetas miméticamente trasplantadas de otras épocas o países»
(nota 25), como ocurrió con las transiciones realizadas en
Europa del Sur o en Iberoamérica, en donde el proceso consistió por lo general en recuperar la «normalidad» política, es
decir, constitucional y democrática. La diferencia fundamental entre unas transiciones y otras se demuestra, como señala José María Maravall, en que «las nuevas democracias del
Este de Europa no confirmaron las tesis de que los mercados
necesitan de regímenes autoritarios para instalarse y que la
secuencia más viable es aquélla en la que las reformas económicas preceden a las reformas políticas» (nota 26). Según
Claus Offe, en los países de Europa del Sur (Grecia, Portugal y España) o de Iberoamérica (Argentina, Brasil, Uruguay,
Chile y Paraguay), «los procesos modernizadores son estric-
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tamente políticos y constitucionales, es decir, conciernen a la
forma de gobierno y a las relaciones jurídicas entre el Estado
y la sociedad, mientras que en el final del socialismo la tarea
adicional de reformar la economía está a la orden del día»
(nota 27), motivo por el cual el proceso de transición y transformación en curso en los países de la antigua Europa del
Este tiene un carácter único, sin ningún precedente. Como
ha señalado Ralf Dahrendorf, «por lo menos en un sentido, la
Europa del Este es diferente de los países latinos de Europa,
de América y de los de Asia. Ninguno de ellos tuvo que hacer
frente a semejante monopolio, casi total, de un partido sobre
el Estado, la economía y la sociedad» (nota 28).
El carácter único de la transición en el Este ha sido también
resaltado, entre otros autores, por Gèrard Duchêne y Robert
Tartarin, para quienes «lo que no hace mucho se llamaba el
mundo comunista conoce hoy en día un período de transición
único en la historia: por la amplitud de los cambios económicos, políticos, estratégicos, por su extrema rapidez, por la
concomitancia de esos cambios en el conjunto de países de
la zona» (nota 29). Para Carmen González Enríquez, en el
caso de los países ex-socialistas la transición y la transformación «sucede a la vez en el terreno político y el económico
y supone cambios que afectan de forma inmediata a la vida
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
cotidiana de todos los ciudadanos» (nota 30). Dichos cambios también pueden ser presentados como revolucionarios:
según Ágnes Heller y Ferenc Fehér, si «la totalización de la
economía y la sociedad por un Estado totalitario fue una revolución, ahora está en marcha otra revolución económica y
social» (nota 31). En el mismo sentido se expresa Fernando
Luengo, para quien «las transformaciones operadas en estos
años son equiparables a una revolución por su dimensión y
profundidad» (nota 32).
La transición en el Este de Europa ha tenido un carácter único, no comparable a otros procesos de cambio ya mencionados; y con múltiples facetas, al afectar a la estructura política, económica y social de los antiguos países comunistas
(nota 33). Claus Offe habla de una triple transformación que
afectaría a la cuestión nacional, al marco constitucional y a la
ordenación económica; aspectos todos ellos de gran importancia a la hora de consolidar en la región el Estado-nación,
el capitalismo y la democracia (nota 34). En cualquier caso,
para que la transición pudiera triunfar en el centro y sureste del viejo continente, era necesario romper radicalmente
con el orden antiguo de tipo soviético: «En estas sociedades
–como afirman Á. Heller y F. Fehér– no puede cambiarse ningún elemento sin cambiar el conjunto, por tanto, nada puede
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“salvarse” y debe destruirse el conjunto para que surja una
constitutio libertatis, y esto es lo que está comenzando a ocurrir en la Europa oriental.» (nota 35)
Grandes transformaciones, una nueva época de revoluciones, para las cuales, sin embargo, la teoría comparada de
las transiciones –la «neociencia de la transitología»– no parecía tener respuestas adecuadas para explicar globalmente dichos cambios radicales operados en el antiguo bloque
soviético (nota 36). En efecto, como ha señalado Zbigniew
Brzezinski, «no existía ningún modelo, ningún concepto que
sirviera de guía para afrontar la tarea. Cuando menos, la
teoría económica pretendía poseer una comprensión de la
transformación, supuestamente inevitable, del capitalismo en
socialismo. Pero no había cuerpo alguno de conocimientos
teóricos relativos a la transformación de sistemas estatistas
en democracias pluralistas basadas en el libre mercado»
(nota 37). A similares conclusiones llegó también un equipo
de expertos dirigidos por François Fejtö: «Todo el mundo, en
una palabra, sabía donde estaba el futuro, pero nadie conocía el método establecido para llegar allí: como máximo, la
celebración de elecciones libres, la proclamación de la libertad de prensa y la convertibilidad de la moneda serían sufiÍNDICE
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
cientes para poner a la sociedad en el buen camino; el resto
vendría por añadidura.» (nota 38)
La consumación de la ruptura con el sistema socialista realmente existente supuso también la renuncia expresa a lo que
Ralf Dahrendorf denomina «terceras vías» utópicas, ya que,
según este autor, «la noción de una tercera vía o una vía
intermedia, no solamente está equivocada en teoría (porque
suscita el potencial totalitario de todas las utopías), también
es inútil en la práctica. Desde el punto de vista constitucional
sólo hay dos caminos: debemos elegir entre los sistemas y
la sociedad abierta» (nota 39). A partir de ese momento, los
antiguos países del Este tenían por delante una impresionante tarea para consolidar sus respectivos procesos de cambio,
condición inexcusable para alcanzar el otro gran objetivo del
«retorno» a Europa. Dicha tarea consistía, en primer lugar, en
transformar las estructuras políticas, en un doble sentido: (a)
recuperando la «independencia y la soberanía» al enterrar la
doctrina de la soberanía limitada; y (b) construyendo el Estado de Derecho conforme al modelo occidental. En un segundo momento debía producirse el cambio de las estructuras
económicas, según las pautas de la economía de mercado.
En tercer y último lugar, en lo que respecta al universo de las
mentalidades colectivas, era necesario restaurar el protagoÍNDICE
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
nismo de la sociedad civil y recuperar las señas de identidad socioculturales, siempre teniendo en cuenta las palabras
de François Fejtö, según las cuales, «el aprendizaje, o el reaprendizaje, de la democracia, no se realiza sin dificultades.
Las mentalidades se revelan infinitamente más resistentes al
cambio que las instituciones» (nota 40). Así, como han afirmado A. Heller y F. Fehér, «el proceso principalmente político
tendrá la obligación intrínseca de una reconstrucción social
sin la cual la labor política no podrá cumplirse» (nota 41). En
otras palabras, se está ante la imperiosa necesidad de formar un «tejido social sólido, condición imprescindible para la
dinamización y legitimación de las estructuras políticas y las
propias reformas económicas» (nota 42).
Transición y «retorno a Europa»: los Países Bálticos
Entre 1989 y 1990 los países del antiguo bloque soviético
lograron romper con el sistema del socialismo real vigente
hasta esos años en la zona. A partir de 1990, y sin solución
de continuidad, comenzó para todos ellos una nueva etapa,
la transición, con el objetivo de consolidar definitivamente
en la zona el sistema democrático-parlamentario y lograr la
consiguiente modernización económica y social. A esta tarea se aplicaron a partir de finales de 1991 los tres Países
Bálticos. Éstos –como ya indicamos más arriba–, después
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26
Guillermo Á. Pérez Sánchez
del fallido golpe de Estado del 19 de agosto de 1991, que
precipitó la desintegración de la Unión Soviética, lograban el
27 del mismo mes que las Comunidades Europeas reconocieran su soberanía; el 6 de septiembre el nuevo Consejo de
Estado de la URSS aceptaba su independencia. Desde ese
momento, Estonia, Lituania y Letonia potenciaron sus vínculos comerciales con el norte y centro de Europa, en especial
los ámbitos escandinavo y alemán, y pusieron en marcha sus
procesos de transición a la democracia y a una economía social de mercado de tipo occidental para acercarse a la Europa
comunitaria.
Dentro de los programas reformadores, uno de los grandes
retos planteados por los revolucionarios del antiguo bloque
soviético era el «retorno a Europa», afán calurosamente acogido por los responsables de las Comunidades Europeas,
prestos a apoyar el cambio que se disponían a protagonizar los antiguos países del bloque soviético. Los dirigentes
comunitarios, por medio del comunicado del Consejo Europeo celebrado en Estrasburgo los días 8 y 9 de diciembre de
1989, animaban a los antiguos países del Este a perseverar
en el camino recientemente iniciado hacia la libertad, la democracia y el respeto de los derechos humanos, prometiéndoles, al mismo tiempo, todo el apoyo de las instituciones
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
comunitarias en la tarea de reconstrucción. Derrumbados los
obstáculos ideológicos, políticos y económicos que después
de la Segunda Guerra Mundial levantó el sistema totalitario
comunista de tipo soviético, los países de la Europa Central,
Suroriental y del Báltico, una vez descartada una «tercera
negación de Europa» (si consideramos que las dos «negaciones» anteriores habrían acaecido con la situación creada
en Europa después de las dos Guerras Mundiales), estaban
en condiciones de recuperar su plena identidad europea y
formar parte por voluntad y decisión propias del proyecto de
integración en marcha. En efecto, desde comienzos de la década de los noventa, las Comunidades Europeas continuaron apoyando la «reconstrucción» económica de todos estos
países por medio del programa PHARE (en funcionamiento
desde julio de 1989) y, dentro de esta red desde mayo de
1990, del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo. Fue en estos momentos, cuando el Consejo Europeo
celebrado en Dublín el 28 abril de 1990 insistió en su propósito de facilitar el acercamiento entre las Comunidades y los
antiguos países del Este.
En virtud de todo ello se establecieron los acuerdos especiales de asociación, denominados «acuerdos europeos», puestos en marcha según cuatro principios: 1) el libre comercio;
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
2) la cooperación industrial, científica y técnica; 3) la ayuda financiera; y 4) la creación de foros permanentes para el diálogo en todos los ámbitos, especialmente el político. El 8 de junio de 1990 el vicepresidente de la Comisión Europea, Frans
Andriessen, señaló en Bruselas que para poder concretar los
mencionados acuerdos de asociación los candidatos debían
manifestar con claridad su intención de evolucionar de manera «irreversible hacia la democracia efectiva con plena apertura a la economía de mercado». En diciembre de 1991 las
Comunidades Europeas firmaron los primeros acuerdos de
asociación con Polonia, Hungría y Checoslovaquia (después
Chequia y Eslovaquia). Pocos meses después, en mayo de
1992, las Comunidades Europeas rubricaron una serie de
acuerdos comerciales y de ayuda técnica y económica, como
paso previo a los de asociación, con Lituania, Letonia y Estonia, y, posteriormente, en junio de 1995, los Países Bálticos
firmaron también dichos acuerdos de asociación, que entraron en vigor en febrero de 1998. Estos países habían ingresado también en el Consejo de Europa, el cual certificaba sus
credenciales democráticas para poder optar a la integración
en las Comunidades Europeas.
El Consejo Europeo de Copenhague, celebrado el 21 y 22
de junio de 1993, fue todavía más explícito respecto a las poÍNDICE
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
sibilidades reales de que los antiguos países del Este se incorporasen a la Unión. En el documento final se mostraba el
deseo de que tuvieran una respuesta positiva todos aquellos
Estados dispuestos a solicitar la adhesión que cumplieran las
condiciones económicas y políticas. Estas pautas de obligado cumplimiento, los «criterios de Copenhague», se referían
a la consolidación del Estado constitucional y democrático de
Derecho, al respeto de los Derechos Humanos y protección
especial de las minorías, a la instauración y funcionamiento
de la economía social de mercado necesaria para la convergencia económica y monetaria y a la aceptación plena del
«acervo comunitario», que comprendía los treinta y un capítulos de la normativa comunitaria sobre el proceso negociador,
desde las llamadas «cuatro libertades» –libre circulación de
mercancías, de personas, de servicios y de capitales– hasta
la política exterior y de seguridad común, pasando por las
restantes disposiciones de índole socioeconómica. De esta
cumbre salió el compromiso de que se realizasen reuniones
periódicas entre los gobiernos de cada uno de estos países y
el Consejo de Ministros de la Unión para fomentar el diálogo,
aproximar posiciones y potenciar la integración en todos los
ámbitos.
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
A lo largo de la década de los noventa, los países de la antigua
Europa del Este lograron consolidar su proceso de transición
y estrechar así sus vínculos con la Unión Europea. Fue el
caso también de los Países Bálticos. Una vez reconocida su
independencia y tras ingresar en la ONU y en el Consejo de
Europa, Estonia inició la consolidación de su transición hacia
la democracia parlamentaria y la economía social de mercado. Desde mediados de los años noventa, con el objetivo
de integrarse en la Unión Europea, las autoridades estonas,
incluidos tanto el presidente de la República, Lennart Meri,
como los distintos gobiernos salidos de las elecciones generales, han dado prioridad a la puesta en marcha de las recomendaciones hechas desde el Consejo Europeo, destacando
las de tipo económico e institucional –como la reducción del
déficit comercial y reforma administrativa– y las de tipo social
–la integración no traumática de la población rusófona–.
Los mismos pasos que su vecino del norte siguió Letonia después de su independencia: ingresó en la ONU y en el Consejo de Europa; y potenció desde ese momento una nueva
política de reformas administrativas y de seguridad interna.
En julio de 1993 fue elegido presidente de la República Guntis Ulmanis; a partir de entonces se han ido sucediendo diversos gobiernos, entre ellos la coalición de centro-derecha que
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
ganó las elecciones de octubre de 1998. Desde principios de
los años noventa las difíciles relaciones con Rusia, a pesar
de su necesidad de mantener con ella vínculos económicos,
constituyen uno de los principales problemas de Letonia, país
cuyos índices económicos han mejorado ostensiblemente
desde 1996 en función de los programas de renovación de
sus estructuras económicas en general y agrarias en particular, aunque no olvida su objetivo de integración en la Unión
Europea.
El camino de Lituania desde el momento de la independencia fue semejante al de sus hermanos bálticos: ingreso en la
ONU y en el Consejo de Europa, y consolidación de la transición política, económica y social. Al mismo tiempo, tanto
la Presidencia de la República –con Algirdas Brazauskas al
frente de la misma desde 1992, sustituido en 1998 por Valdas
Adamkus– como los distintos gobiernos salidos de los comicios electorales –desde 1996, la coalición de cristiano-demócratas, conservadores y centristas dirigida por Gediminas
Vagnorius– han tenido como tarea primordial normalizar las
relaciones exteriores del nuevo país, en especial con Polonia
y la Federación Rusa, además de seguir por la senda de las
reformas estructurales potenciadas por la mejora de la situaÍNDICE
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
ción económica. Al igual que Estonia y Letonia, otro objetivo
básico de Lituania era la integración en la Unión Europea.
En estas circunstancias favorables y siguiendo la estela de
Hungría y Polonia (que en marzo y abril de 1994 respectivamente habían presentado oficialmente su candidatura de
integración), los restantes países de la Europa Central, Suroriental y del Báltico presentaron también sus candidaturas de
adhesión a la Unión Europea: en el último trimestre de 1995
lo hicieron Letonia (13 de octubre), Estonia (28 de noviembre) y Lituania (8 de diciembre). En este sentido, los Consejos Europeos de Madrid (15 y 16 de diciembre de 1995) y
Florencia (21 y 22 de junio de 1996) reiteraron a la Comisión
el propósito de continuar fomentando las relaciones con los
países del Este y de analizar el impacto real que causaría a
las Comunidades su integración, así como estudiar detenidamente una vez más los dictámenes existentes sobre los
países candidatos. En Madrid, además, se insistió en que los
países candidatos necesitaban contar con un aparato administrativo bien estructurado para que en el momento de la
integración fuera capaz de aplicar con solvencia la legislación
comunitaria.
El Consejo Europeo de Luxemburgo del 12 y 13 de diciembre
de 1997 autorizó el inicio del proceso de ampliación a los
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
países del Este y decidió impulsarlo mediante las «estrategias de preadhesión reforzadas», cuyo objetivo sería ampliar
las aprobadas en Essen en diciembre de 1994. Las negociaciones comenzaron el 31 de marzo de 1998 y los países
seleccionados para una primera etapa fueron Polonia, Hungría, República Checa, Eslovenia y Estonia; a ellos se sumó
Chipre. Rumanía, Bulgaria, Eslovaquia, Letonia y Lituania
quedaron por el momento para la segunda etapa. Iniciado en
Bruselas el 31 de marzo de 1998, el proceso negociador para
la adhesión quedará concluido en cada país en el momento
en que éste, en función de un calendario responsablemente establecido –la llamada «hoja de ruta»–, se encuentre en
condiciones de asumir en su totalidad el acervo comunitario
al haber cerrado satisfactoriamente sus treinta y un capítulos
y siempre y cuando los períodos transitorios que se soliciten
en unas u otras materias se consideren excepcionales y limitados, y no dañen la operatividad del mercado ni la libre
competencia. En ese momento, el Consejo de Ministros de la
Unión estará en condiciones de aprobar y presentar el Tratado de adhesión, sobre el cual el Parlamento Europeo emitirá
un dictamen de conformidad. Firmado por las partes, el Tratado será ratificado por los países miembros y por el candidato.
En ese momento el país candidato se convertirá en miembro
de pleno derecho de la Unión Europea.
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
Después de este trascendental paso, el siguiente Consejo
Europeo, reunido en Berlín en marzo de 1999, lanzó un mensaje de optimismo a los países candidatos al señalar que «la
ampliación sigue siendo una prioridad histórica para la Unión
Europea» y reiterar que «las negociaciones para la adhesión
proseguirán, en cada caso, según su propio ritmo y siempre
con la mayor rapidez posible»; e instaba asimismo al Consejo
de Ministros y a la Comisión Europea a velar por el mantenimiento de dichas recomendaciones. El Consejo Europeo
de Helsinki de diciembre de 1999 no quiso dejar fuera a los
países que por la precariedad de sus economías o los problemas surgidos en el proceso democratizador habían quedado
relegados después del Consejo de Luxemburgo. En Helsinki se anunció la inclusión de Rumanía, Bulgaria, Eslovaquia,
Letonia y Lituania, además de Malta y Turquía, en las negociaciones sobre la ampliación, y se estipuló la fecha del 15 de
febrero de 2000 para su inicio. El 4 de octubre de ese año, el
Parlamento Europeo respaldó las negociaciones para la incorporación de los países de la Europa Central, Suroriental y
del Bálticos y proclamó que «la unificación de Europa en una
zona de paz, seguridad, prosperidad y estabilidad tras su división a raíz de la ocupación soviética de la Europa Central y
Oriental sigue siendo la misión histórica de la Unión Europea
y el objetivo último de sus políticas».
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
En diciembre de 2000 el Consejo Europeo de Niza decidió
cuáles iban a ser las bases legales para la siguiente ampliación: reforzar el papel del Presidente de la Comisión, asignar
nuevos escaños en el Parlamento, variar el reparto de votos
en el Consejo de Ministros y reforzar el voto por mayoría para
facilitar la gestión y gobierno diario de la Unión. Dos años
más tarde, el Consejo Europeo de Copenhague celebrado
en diciembre de 2002 anunció el cierre de la primera fase
de ampliación al Este con la incorporación en el año 2004
de diez nuevos países: Hungría, Polonia, República Checa,
Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia y Lituania, además
de Malta y Chipre. Bulgaria y Rumanía quedaban pendientes
de la adhesión hasta un segundo momento, fijado en principio para el año 2007. El 9 de abril de 2003 el Parlamento
Europeo aprobó por una abrumadora mayoría los Tratados
de Adhesión a la Unión Europea de los diez primeros países
candidatos. A continuación los Parlamentos nacionales de los
países miembros ratificarían dichos Tratados y, a su vez, los
países candidatos celebrarían las consultas populares en referéndum para que el 1 de mayo de 2004 la Unión abra sus
puertas a setenta y cinco nuevos millones de ciudadanos.
Los días 10 y 11 de mayo de 2003 los lituanos votaron mayoritariamente a favor de su integración en la Unión Europea:
con una participación del 64%, el sí logró el 91% de los votos;
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
lo mismo sucedió en el referéndum de Estonia, celebrado el
14 de septiembre: también con una participación del 64%, los
votos afirmativos alcanzaron el 67%; y, finalmente, el referéndum celebrado el 20 de septiembre en Letonia también logró
el respaldo de los electores: con casi el 73% de participación,
el sí a la integración alcanzó el 67%.
La ampliación comunitaria al Este y las nuevas alianzas
estratégicas
Durante la segunda mitad del siglo XX la Europa comunitaria ha contribuido a poner fin a los conflictos del pasado y a
fortalecer la paz, la seguridad, la justicia y el bienestar en la
parte occidental del Viejo Continente. Desde que en la década de los noventa los países de la antigua Europa del Este
mostraron su interés por incorporarse a la Unión Europea, el
proceso de ampliación en marcha (nota 43) no ha dejado de
coadyuvar de manera decisiva al mantenimiento de la paz, a
la estabilidad política, al progreso económico y al logro de la
justicia social en toda Europa.
Con la ampliación al Centro, al Sureste y al Báltico –la antigua
Europa del Este–, la Unión Europea englobará en su seno a
los antiguos países satélites de la ex-Unión Soviética e incluso a tres ex-Repúblicas soviéticas (los Estados del Báltico:
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
Estonia, Letonia y Lituania). Estos países han seguido por
lo general dos líneas maestras de actuación: una de ellas
consistió en incrementar la estabilidad democrática interna;
la segunda se propuso renacionalizar la política de seguridad
tras la desaparición del Pacto de Varsovia en 1991. Sus actuaciones en política exterior han tenido una clara orientación
euroatlántica. Con esta ampliación la unificación del Viejo
Continente será un hecho, se cerrarán sus límites geográficos en el norte, en el centro y en el sureste, y comenzará una
nueva etapa para todos en la Unión Europea. En palabras
del prof. Parzymies, la incorporación de los países anteriormente sovietizados «cerrará de una vez por todas el capítulo
de la historia de Europa que fue escrito en Yalta. Contribuirá
también a extender hacia el Este esa zona de seguridad, estabilidad y relaciones de buena vecindad que constituye la
Unión Europea. Se trata, pues, de beneficios que responden
a los intereses de toda Europa» (nota 44). Así, a la espera de
la normalización de la situación en los Balcanes occidentales
(ámbito territorial que incluye a Albania y a los países de la
antigua Yugoslavia, excepto Eslovenia), quedarían fuera de
la Unión Europea, Rusia, Bielorrusia, Ucrania, Moldavia y los
países del Cáucaso, Estados con los que se hace necesario
impulsar lazos estrechos de todo tipo para garantizar la estabilidad del flanco oriental de la Unión Europea (nota 45).
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
Estonia, Letonia y Lituania y las nuevas alianzas
estratégicas
Una vez liberados a finales del verano de 1991 de la dominación soviética y después de obtener el reconocimiento de la
comunidad internacional, los Países del Báltico proclamaron
claramente sus vínculos con la Europa occidental y reclamaron un lugar de socios y aliados en la Comunidades Europeas y en la Alianza Atlántica. En el caso de estos países la
percepción de una permanente amenaza rusa ha propiciado un mayor entendimiento a la hora de ofrecer pautas de
integración para consolidar en el área nórdica una «región
báltica» con carácter propio. A lo largo de la década de los
noventa se desarrollaron entre los tres diferentes iniciativas
de este tipo como el Consejo Báltico (a imitación del Consejo
Nórdico), así como conferencias de cooperación parlamentaria en la zona del mar Báltico que, por impulso finés, han
servido para establecer relaciones más fluidas entre los representantes de las distintas fuerzas políticas. Por último, en
cuestiones de seguridad, una «mesa báltica» de la OSCE ha
centrado sus esfuerzos en poner las bases para dirimir los
problemas, tanto de minorías nacionales como de fronteras,
que pueden perturbar la seguridad de la zona si no se abordan con urgencia.
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
Sin duda, el Consejo de Estados del Mar Báltico ha sido desde su fundación en 1992 el único foro en el que de forma
estable han participado todos estos países y, por ello, ha sido
siempre valorado por la Unión Europea como un interlocutor
de primer orden para conocer las necesidades y aspiraciones
de aquéllos. A ello ha contribuido el hecho de que el Consejo se entienda como una conferencia permanente más que
como una organización institucionalizada y cerrada, que ha
servido sobre todo para coordinar e intercambiar flujos de información sobre las tres repúblicas bálticas entre sí. En este
sentido, su labor cotidiana ha tratado de crear un ambiente
de confianza mutua entre ellos y fortalecer su posición conjunta ante el proceso de integración en la Unión Europea y
la OTAN así como ante su vecino ruso. En todo caso, estos
primeros pasos dados en el seno del Consejo Báltico tienen
como objetivo limar asperezas y potenciar una colaboración
real en la política de seguridad común. Un primer hito muy
importante por la sensibilidad que existe al respecto ha sido
la creación de una Comisión para los Derechos Humanos y
las Cuestiones de las Minorías con el fin de asesorar y ayudar en la resolución de los temas pendientes en este campo
como ya hemos apuntado.
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
Para Estonia –como para Letonia y Lituania–, y según planteó en 2001 su ministro de Asuntos Exteriores, Thomas Hendrik, «la recuperación de su soberanía [hace ya más de diez
años] significó igualmente la posibilidad de definirse dentro
del sistema internacional después de un largo período. Y en
mi opinión, este proceso de autodefinición de Estonia está sin
concluir mientras no se haya determinado su integración en
Europa, es decir, hasta la pertenencia de Estonia [y de Letonia y Lituania] en la Unión Europea y en la OTAN» (nota 46).
En este doble objetivo, estos tres Estados contaron con el
apoyo de países vecinos miembros de la Unión Europea
como Suecia y Finlandia, o miembros de la OTAN como Noruega e Islandia, además de Dinamarca, y antes Alemania,
los cuales también son socios comunitarios. Además, como
se demostró en octubre de 1994 con las «Orientaciones para
una aproximación de la Unión hacia la región del mar Báltico», en noviembre de 1995 con el «Informe sobre el estado
actual y las perspectivas de cooperación en la región del mar
Báltico», seguido al año siguiente de una «Iniciativa sobre la
región del mar Báltico», el trabajo de la Comisión Europea
para encauzar las relaciones con los tres Países Bálticos supuso «una única aproximación política caracterizada por dos
objetivos interdependientes: reforzar los lazos bilaterales de
la Unión con los países de la región y desempeñar un papel
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
activo en el desarrollo de la cooperación regional. Respecto a
lo último, la Unión da especial importancia al trabajo del Consejo de Estados del mar Báltico, en el cual participa directamente (de los diez miembros del Consejo, cuatro son países
de la Unión Europea)» (nota 47).
Al ser firmes candidatos a la adhesión a la Unión Europea y
a la integración en la OTAN, los tres Países Bálticos tienen
reconocido en la actualidad el estatus de interlocutores o colaboradores asociados de la UEO y participan en el Consejo
de Asociación Euroatlántico y en la Asociación por la Paz.
Por su situación geoestratégica son además parte activa del
Consejo de Estados del mar Báltico antes citado (nota 48) y
pertenecen al Batallón Báltico (BALTBAT) para el Mantenimiento de la Paz. De todas formas, los tres países bálticos
no han formalizado tratados de asociación regional antes de
su integración en la Unión Europea o en la OTAN. Tan sólo
suscribieron en febrero de 1999 un acuerdo común de protección consular, lo cual indica que también la rivalidad entre
ellos paraliza la creación de modelos de integración de mayor
calado. Por otra parte, el segundo gran objetivo de su política
exterior sigue siendo el establecimiento de buenas relaciones
con la Federación Rusa (nota 49). En este sentido, tanto Estonia como Letonia y Lituania se han comprometido a cerrar
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42
Guillermo Á. Pérez Sánchez
lo antes posible un acuerdo fronterizo con Rusia, el cual en
el caso lituano se complica con la delimitación del enclave
ruso de Kaliningrado. Letonia, por su parte, tiene suscrito un
acuerdo fronterizo con Bielorrusia, mientras que Lituania lo
tiene pendiente todavía, aunque en 1994 logró establecer
con Polonia un Tratado de amistad y buena vecindad considerado por las autoridades lituanas un paso fundamental en
la integración del Estado báltico en las estructuras militares y
comunitarias euroatlánticas, ya que, en palabras del ministro
lituano de Asuntos Exteriores al visitar Varsovia en enero de
1997, «el camino más corto en esta dirección pasa por Polonia (…) nuestro principal socio geopolítico y geoestratégico»
(nota 50).
Sin negar las dificultades para concretar una política de seguridad y defensa común debidos a los diferentes y en ocasiones
encontrados intereses de los Estados miembros, debe reconocerse que la Unión Europea ha tratado de establecer unas
pautas de actuación comunes como garantes de estabilidad
interna de los países candidatos y de seguridad de las nuevas fronteras para que la ampliación en marcha sea operativa
y haga olvidar el fracaso comunitario en el conflicto yugoslavo. Cerrado el proceso integrador, las consecuencias serían
beneficiosas tanto para la Unión Europea en su conjunto al
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
emerger como actor de mayor peso específico en el concierto
internacional como para los países de nueva incorporación
cuyos antagonismos se han matizado en el marco de la Europa unida. La frontera de la Unión alcanzaría así los límites
de los Países Bálticos, la línea de demarcación oriental de los
países de Visegrado y los Balcanes orientales. Al este de la
Unión ampliada quedaría, además de la Federación Rusa, la
«zona gris» constituida sobre todo por Ucrania y Bielorrusia,
dos Estados poco modernizados en sus instituciones políticas y socioeconómicas que representan un reto importante
para la seguridad del continente por cuanto se han manifestado muy reticentes con la ampliación de la OTAN, sobre todo
en el caso bielorruso desde que Polonia forma parte de la
Alianza Atlántica (nota 51). El hecho de convertirse en zona
fronteriza al margen de los nuevos vínculos estratégicos europeos exige de la Unión Europea un compromiso de seguir
apoyando sus transformaciones internas, potenciar la cooperación y disipar los temores de conflictividad latente.
Después de los atentados terroristas del 11 de septiembre
de 2001, la cumbre de la OTAN celebrada en noviembre de
2002 en Praga dio luz verde a una nueva ampliación con
la integración a partir de 2004 de Letonia, Lituania, Estonia
(además de Eslovenia, Eslovaquia, Rumanía y Bulgaria): la
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
Alianza debe exportar seguridad, en especial a la nueva frontera oriental, lo cual debe ser entendido por sus vecinos (la
Federación Rusa, Bielorrusia y Ucrania) como la mejor manera de fomentar una colaboración estrecha y leal para mantener la paz y la seguridad en el Viejo Continente, de ahí que
invertir en seguridad para anular las actuaciones terroristas
será el objetivo principal de estos años.
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
* El presente trabajo se inscribe en un proyecto de investigación (realizado conjuntamente con el prof. Dr. Ricardo Martín de la Guardia) sobre el ideal europeísta y su influencia en los países de la antigua Europa del Este en el camino de éstos hacia su integración en la Unión
Europea. Dicho proyecto de investigación ha sido apoyado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte mediante la vinculación del
autor como «Salvador de Madariaga Fellow» al Instituto Universitario
Europeo de Florencia en los años 1999 y 2003 (para este último año:
Resolución de 28 de marzo de 2003, BOE 15 de abril de 2003).
1. Así, a comienzos de 1991 el propio Gorbachov afirmaba que solamente el 30% de las fronteras interiores de la URSS estaban legalmente definidas, vid. WALKER, Rachel, Six Years that Shook the World.
Perestroika, the Impossible Project, Manchester, Manchester University Press, 1993, p.175. Sobre la URSS de Gorbachov, vid., entre
otras aportaciones, MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo M. y PÉREZ SÁNCHEZ,
Guillermo A., La Unión Soviética: de la perestroika a la desintegración,
Madrid, Istmo, 1995.
2. El triunfo de las nacionalidades. El fin del imperio soviético, Madrid,
Rialp, 1991, p. 18. Cfr. URJEWICZ, Charles, «La perestroika y el problema nacional», en CLAUDÍN, Fernando (comp.), La perestroika. ¿A
dónde va la Unión Soviética?, Madrid, Editorial Pablo Iglesias, 1989,
p. 234. Jean-François Revel considera que no se le puede dar la denominación de «Imperio» al país de los soviets, que, sin lugar a dudas
le vendría demasiado grande: El renacimiento democrático, Barcelona, Plaza & Janés-Cambio 16, 1992, pp. 242-244.
3. Op. cit., p. 234.
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
4. GORBACHOV, Mijail, Perestroika. «Mi mensaje a Rusia y al mundo
entero», Barcelona, Ediciones B, 1990, pp. 108-109.
5. Superado el problema de las nacionalidades después de Stalin,
«Breznev proclamó en 1971 que, por encima de sus distintas peculiaridades, las naciones de la Unión se habían ya integrado en un
“Sovietskii Narod” –pueblo soviético–, en cuya existencia real creía
Gorbachov al asumir el poder en 1985», VIUDEZ NAVAJO, Juan, «Los nacionalismos soviéticos en perspectiva histórica», Cuadernos del Este,
n.º 9 (1993), p. 67.
6. «El problema de las relaciones entre las nacionalidades en la
URSS», en CLAUDÍN, F. (comp.), op. cit., pp. 229-231.
7. Cfr. ROJO, Luis Ángel, «Reforma Económica y Crisis en la URSS»,
en ROJO, Luis Ángel, SÁNCHEZ ASIAÍN, José Ángel, y MAS COLELL, Andreu,
Reforma económica y crisis en la URSS –«Introducción» de Juan Velarde–, Madrid, Espasa-Calpe, 1991, p. 65.
8. Vid., PEÑAS, Francisco Javier, «Cartografía incierta: Las repercusiones internacionales de la crisis de Europa del Este», Cuadernos del
Este, n.º 9 (1993), pp. 59-60.
9. En relación con la elaboración de una tipología sobre los problemas nacionales en la Unión Soviética, vid., VORKUNOVA, Olga, «Management of Inter-Ethnic. Conflicts in the Soviet Union», en RUPESINGHE,
Kumar, KING, Peter y VORKUNOVA, Olga (eds.), Ethnicity and Conflict in a
Post-Communist World. The Soviet Union, Eastern Europe and China,
New York, St. Martin’s Press, 1992, pp. 78-88.
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
10. Para una aproximación a los Países Bálticos durante los años de
entreguerras, vid., entre otras aportaciones, FERNÁNDEZ GARCÍA, Antonio
y TOGORES, Luis E., «Los nacionalismos bálticos: el doble asalto a la independencia», Cuadernos de Historia Contemporánea, n.º 15 (1993),
pp. 88-115; BARA, Daiana, «Las naciones bálticas: ¿semejantes o diferentes?, Cuadernos del Este, n.º 19 (1996), pp. 10-14, y CAPEL, Miguel
Ángel, «Una breve historia de los Países Bálticos», Cuadernos del
Este, n.º 19 (1996), pp. 24-25.
11. Población total de la República de Estonia en 1989: 1.565.662; de
los cuales: estonios: 963.269, rusos: 474.815, y ucranianos: 48.273.
KIRCH, A. & M., «National Minorities in Estonia», en RUPESINGHE, K.,
KING, P., y VORKUNOVA, O. (eds.), op. cit., p. 95.
12. CLEMENS, Walter C. Jr., «Baltic Communism and Nationalism. Kto
Kvo?», en RA’ANAN, Uri (ed.), The Soviet Empire. The Challenge of National and Democratic Movements, Lexington, Lexington Books, 1990,
p. 101.
13. Sobre los movimientos populares de apoyo a la independencia
de Estonia vid. TAAGEPERA, Rein, «Estonia´s Road to independence»,
Problems of communism, vol. 38, n.º 6 (noviembre-diciembre 1989),
pp. 11-26; HOSKING, Geoffrey A., «Popular Movements in Estonia»,
en HOSKING, G. A., AVES, Jonathan, y DUNCAN, Peter J. S., The Road
to Post-Communism Independent Political Movements in the Soviet
Union 1985-1991, London, Pinter, 1992, pp. 180-201.
14. Vid. sobre este proceso, SENN, Alfred Erich, Lithuanian Awakening,
Berkeley, University of California Press, 1990.
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
15. Cfr. USTINOVA, M., «Causes of Inter-Ethnic Conflicts in Latvia», en
RUPESINGHE, K., KING, P. y VORKUNOVA, O. (eds.), op. cit., pp. 106-112.
16. Respecto a la «conquista de la soberanía», Hélène Carrère
D’Encausse señala lo siguiente: «El significado del término es, no
obstante, bastante impreciso, puesto que engloba tanto al federalismo
soviético –«la república Federada… es un Estado soberano» (art. 76
de la Constitución de 1977)– cuanto a las exigencias más extremas,
es decir, la independencia y la separación de la URSS. Será, sin embargo, una concepción intermedia la que prevalezca en los primeros
momentos, cuando los Estados bálticos decidan proclamar su independencia», El triunfo de las nacionalidades. El fin del imperio soviético, Madrid, Rialp, 1991, p. 207.
17. Ibídem, p. 173.
18. Al terminar 1990, de una u otra forma, las Repúblicas de Estonia,
Letonia, Lituania, Georgia y Armenia se habían declarado independientes, las otras Repúblicas Federadas también habían terminado
por reivindicar o proclamar su soberanía. Vid. VIÚDEZ NAVAJO, J., art.
cit., p. 72.
19. En Lituania en febrero de 1991 se realizó una encuesta según la
cual el 90,5% de los encuestados eran partidarios de una República
independiente y democrática. La misma cuestión se planteó en Letonia y Estonia y fue secundada ampliamente por su ciudadanía.
20. «En el verano de 1991, “salvar el Imperio” es la preocupación principal del Presidente de la URSS, quien ha sacrificado en pocos meses
su imagen liberal. “Romper el Imperio” es, asimismo, el lema del com-
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con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
bate que, partiendo de los Estados bálticos, alcanza progresivamente
otras Repúblicas.», CARRÈRE D’ENCAUSSE, H., op. cit., p. 327.
21. A este respecto no se iban a cumplir las expectativas del profesor
Jim Riordan, quien en marzo de 1991 todavía afirmaba lo siguiente:
«El dilema principal de la Unión Soviética es el de cómo crear una
sociedad más eficiente sin sacrificar demasiado de sus compromisos
con la justicia social y, me atrevería a decir que, con sus “ganancias
socialistas”.», Life after Communism? The Cost to Russia and the
World of the Failure of an Experiment, Inaugural Lecture, 13th March
1993, University of Surrey, p. 16.
22. Vid. MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo M. y PÉREZ SÁNCHEZ, Guillermo Á., «¿Es totalitarismo el socialismo real? Consideraciones ante la
caída del Muro», Veintiuno. Revista de pensamiento y cultura, n.º 22
(verano 1994), pp. 19-42.
23. El péndulo de la modernidad. Una lectura de la era moderna después de la caída del comunismo, Barcelona, Ediciones Península,
1994, pp. 197-198.
24. Reflexiones sobre la revolución en Europa. Carta pensada para un
caballero de Varsovia, Barcelona, Emecé, 1991, p. 94.
25. VILLAFAÑE, Justo, «Presentación», en LUENGO, Fernando (coord.),
Europa del Este. El laberinto del cambio, –Informe Anual del Instituto
de Europa Oriental–, Madrid, Editorial Complutense, 1994, p. 3. Sobre
esto mismo cfr. GONZÁLEZ ENRÍQUEZ, Carmen, «Las transiciones a la
democracia en Europa del Este. Un análisis comparado», Revista de
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
Estudios Políticos, (Nueva Época), n.º 78 (octubre-diciembre 1992),
p. 196.
26. Los resultados de la democracia, Madrid, Alianza Editorial, 1995,
p. 168.
27. «¿Capitalismo como objetivo democrático? La teoría democrática
frente a la triple transición en la Europa central y oriental», Debats, n.º
40 (junio 1992), pp. 39-40.
28. Op. cit., Barcelona, Emecé, 1991, p. 96.
29. «Les transitions économiques à l’Est. Origines, situations, perspectives», en DUCHÊNE, Gèrard et TARTARIN, Robert (sous la direction
de), La grande transition. Économie de l’après-communisme, Paris,
Éditions Cujas, 1991, p. 9.
30. «Peculiaridades de la transición húngara a la democracia. Comparación con la transición española», Cuadernos del Este, n.º 8 (1993),
p. 74; y de esta misma autora cfr. «Las transiciones a la democracia
en Europa del Este. Un análisis comparado», art. cit., p. 200.
31. De Yalta a la «Glasnost», Madrid, Editorial Pablo Iglesias, 1992,
p. 271.
32. «Los laberintos de la transición hacia el mercado», en LUENGO, F.
(coord.), Europa del Este. El laberinto del cambio, –Informe Anual del
Instituto de Europa Oriental–, op. cit., p. 17. Cfr. DAHRENDORF, R., Reflexiones…, op. cit., p. 13.
33. Cfr. FISHKIN, James, Democracia y deliberación. Nuevas perspectivas para la reforma democrática, Barcelona, Ariel, 1995, p. 120.
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con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
34. Vid. «¿Capitalismo como objetivo democrático?…», art. cit., pp.
40-41.
35. El péndulo de la modernidad…, op. cit., p. 37.
36. Vid. MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo M. y PÉREZ SÁNCHEZ, Guillermo
Á., «Las transiciones en Europa del Este: dificultades de aproximación
a un modelo teórico», en VV. AA., Historia de la transición, vol. II, Madrid, UNED-Universidad Autónoma de Madrid, 1995, pp. 5-10.
37. «La gran transformación», Política Exterior, vol. VIII, n.º 38 (abrilmayo 1994), p. 5.
38. La transition en Europe. Économie privée et action publique, –Rapport de l’atelier «Continent européen» du groupe «Monde-Europe»,
XIè Plan (1993-1997)–, Paris, La Documentation française, 1993, p.
15.
39. Reflexiones sobre la revolución en Europa…, op. cit., pp. 79-80.
40. La fin des démocraties populaires: les chemins du post-communisme, Paris, Seuil, 1992, pp. 516-517.
41. De Yalta a la «Glasnost»…, op. cit., p. 271.
42. LUENGO, Fernando, «La crisis económica de la región», en VV. AA.,
Europa del Este. ¿Transición o crisis?, –Informe Anual del Instituto de
Europa Oriental–, Madrid, Editorial Complutense, 1993, p. 18.
43. «Informe y Documento de Estrategia de la Comisión Europea sobre la Ampliación» (otoño de 2001).
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
44. Cit. en SCHNEPF, Ryszard, «Polonia ante el reto de la ampliación
de la Unión Europea», en MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo M. y PÉREZ
SÁNCHEZ, Guillermo Á. (eds.), Los países de la antigua Europa del Este
y España ante la ampliación de la Unión Europea. The Former Eastern European Countries and Spain in Relation to the European Union
Enlargement, Valladolid, Instituto de Estudios Europeos de la Universidad de Valladolid, 2001, pp. 37-38.
45. En un dictamen elaborado por el Comité de las Regiones se hacía
ver a los Quince que con la integración de nuevos Estados miembros
las fronteras exteriores de la Unión Europea se modificarían, dejando
al descubierto grandes diferencias del nivel de vida, sobre todo por
lo que respecta a la Federación Rusa y a los demás países de la
Comunidad de Estados Independientes. Por este motivo el Comité de
las Regiones consideraba de gran importancia el desarrollo de mecanismos e instrumentos de actuación conjunta en esta nueva zona
de frontera de la Unión Europea. «Estrategias de fomento de la cooperación transfronteriza e interregional en una Europa ampliada. Un
documento fundamental y de orientación para el futuro» (Bruselas,
marzo de 2002).
46. «Más Europa: Estonia: una parte inseparable de Europa», en CRUZ
FERRER, Juan de la y CANO MONTEJANO, José Carlos (coords.), Rumbo
a Europa. La ampliación al Este de la Unión Europea: repercusiones
para España, Madrid, Dykinson, 2002, p. 32.
47. TEBBE, Gerd, «Baltic Sea Regional Co-operation after 1989», en
LEWIS, David W. P. y LEPESANT, Gilles (eds.), What Security for which
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El «retorno a Europa» de los Países Bálticos: de la ruptura
con la URSS a la integración en la Unión Europea y la Alianza
Atlántica del siglo XXI
Europe? Case Studies from the Baltic to the Black Sea, New York,
Peter Lang, 1999, p. 107.
48. «En la región báltica, el Consejo Nórdico actuó como modelo y estímulo para la creación de un Consejo de Estados del mar Báltico en
el que estuvieran representados los gobiernos de todos los Estados
con costas en el Báltico además de Noruega e Islandia, lo que ha provisto a las repúblicas bálticas y a Rusia de un foro mucho más amplio
para discutir sus problemas mutuos. [Al mismo tiempo] El Consejo de
Estados del mar Báltico ha producido un «Programa de Acción para la
Cooperación» entre dichos Estados gracias al cual han incrementado
los contactos y reforzado la lucha contra el crimen, la cooperación
económica y la protección medioambiental.», ARCHER, Clive, «The Baltic-Nordic Region», en PARK, Willian y REES, Wyn (eds.), Rethinking
Security in Post-Cold War Europe, London, Longman, 1998, p. 129.
49. Henrikki Heikka ha demostrado el profundo cambio estratégico
operado en la política de seguridad y defensa de la Federación Rusa
hacia las repúblicas bálticas en los últimos años, lo que favorece decididamente la aproximación de estos países a la Unión Europea y a la
OTAN. Beyond the Cult of the Offensive. The Evolution of Soviet/Russian Strategic Culture and its Implications for the Nordic-Baltic Region,
Helsinki, Ulkopoliittinen Instituutti, 2000, especialmente pp. 65-98.
50. Cit. en LEPESANT, Gilles, «Introduction: Unity and Diversity of
Europe’s Eastern Marches», en LEWIS, D. W. P. and LEPESANT, G. (eds.),
What Security for which Europe? Case Studies from the Baltic to the
Black Sea, op. cit., 1999, pp. 23-24.
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Guillermo Á. Pérez Sánchez
51. «El Este de Europa –en contraste con Centroeuropa– tiene un
futuro impredecible: virtualmente, un agujero negro de invisibilidad»,
STEFANOWICZ, J., «The New East-Central Europe and European Security: Snakes which divide», en KOSTECKI, W., ZUKROWSKA, K. y GORALCZYK,
B. (eds.), Transformations of Post-Communist States, Houndmills, Macmillan Pres, 2000, p. 62.
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