Tres minutos para el próximo metro Era curioso como el enorme

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Tres minutos para el próximo metro
Era curioso como el enorme peso que gravitaba sobre la bóveda que cubría el
túnel parecía mantener a las personas en una situación de incomodidad
persistente. O serían quizás los neones que, alineados sobre las baldosas
blancas que la revestían, bajaban los párpados cansados de la multitud
taciturna. Vibraba el aire con la monotonía de un sonido lejano proveniente de
las fauces oscuras del andén.
Tres minutos para el próximo metro. La mirada de un joven viajaba
alternativamente de la hora actual del panel informativo, al horario garabateado
en la esquina de un papel y de nuevo al panel, a la hora de llegada del vagón.
Su aparición provocaba siempre un inaudible suspiro de alivio en la gente que
esperaba rememorando todo lo que podrían haber hecho en aquel tiempo
perdido.
Atropelladamente la masa se dejó engullir por aquel armazón de metal que se
internó en oscuridad, y lo abandonó algunas paradas más adelante para
perderse en un laberinto de túneles subterráneos, todos iguales, con las
mismas baldosas blancas, la misma luz artificial, las mismas prisas. Y con el
mismo peso gravitando sobre sus cabezas, comprimiendo el aire cargado.
Una vez fuera la multitud se disipó, cada individuo tomó la dirección a la que su
cotidianidad le forzaba y solo quedó aquel joven, orientando su propio camino
entre el ruido de pasos, motores y esporádicas bocinas. Alineó su dibujo con la
calle que se abría frente a él y empezó a correr. Antiguos edificios de ladrillo
revestido, fachadas simétricas con alfeizares de piedra y cubiertas de chapa
metálica se alternaban con disonantes bolsas de dormitorios de rostro
demacrado, y oficinas de piel de vidrio y metal. En el asfalto, las rejillas de
ventilación humeaban, exhalando el aire viciado del metro que se sumaba al
olor a neumático, polvo y carne prensada.
Poco a poco los edificios fueron reduciendo su altura, conforme el extrarradio
de la ciudad se acercaba. Aminoró el paso para consultar de nuevo el plano
improvisado y la hora, y anduvo las dos calles que le separaban del lugar de
reunión. La fachada de las sencillas construcciones de mortero blanco formaba
un plano continuo pero sinuoso, bordeando serpenteantes callejuelas
empolvadas.
Llegó, y entonces empezó a oír la música, primero como una brisa juguetona,
que iba y venía haciéndole dudar de la veracidad de su existencia. Pero a
medida que el chico subía las escaleras que ascendían por la fachada lateral
del pequeño edificio, la melodía le revelaba nuevas notas y matices. Cuando
alcanzó la cubierta sus ojos tardaron en acostumbrarse a la luz de sol, antes
oculta, y poco a poco fueron dibujándose frente a él el perfil vaporoso de las
personas y las plantas, las sombras en las juntas del pavimento y en las
irregularidades de la tierra; al tiempo que se desvanecían sus ideas
preconcebidas.
Todo estaba tratado con la delicadeza que se enorgullece del detalle y, aun así,
no era más que un marco a medida que se dejaba abrazar por la vegetación,
trepando por sus intersticios, abriendo al sol sus ramas como alveolos de un
pulmón. Pero la vida no venía solo de la mano de todo aquello: se respiraba en
la gente, que trabajaba la tierra, conversaba o bailaba al son del hilarante
sonido de la guitarra, las voces y las palmas, unidos con la confianza mutua
que la música les transmitía.
Con paso tímido, el joven se acercó a ellos y quedó observando como las
manos de una mujer acariciaban las cuerdas, y ellas le devolvían agradables
arpegios. Y así pasaron tres y más minutos sin que nadie se preocupase por el
tiempo perdido, olvidando prisas y agobios, dejando de lado las tensiones a las
que la gran ciudad les ataba con el único propósito de disfrutar de aquellos
momentos de libertad. Los más atrevidos saltaban a bailar tal y como el cuerpo
les pedía, y esos arrebatos, lejos de ser juzgados, eran acogidos con cariño por
la gente, que se sumaba con calurosas risas y más bailes acalorados.
Más tarde, el joven se paseó entre los huertos en los que la gente acuclillada
cuidaba las plantas, recogiendo sus frutos, podando sus hojas, regando la
tierra. Pidió permiso para ayudar y enseguida le fue hecho un hueco y tendida
una pala. Hincó las rodillas en la marga y sintió su frescor. La gente compartía
sus miedos e inseguridades con la tierra y ella les daba la satisfacción de ver el
resultado de su esfuerzo.
Los frutos del trabajo fueron servidos en la mesa, junto con platos que cada
uno traía, y la comida transcurrió entre risas y conversaciones espontáneas.
Hablaron sobre las iniciativas que se estaban llevando a cabo en aquella
ciudad y en tantas otras, iniciativas para transformar y activar pequeños
espacios en lugares de encuentro, intercambio y participación social que
mejorasen el entorno y la vida de la gente.
Aquellas personas se conocían únicamente de esas reuniones, el tiempo que
su ajetreada vida les permitía, y sin embargo parecía unirles una complicidad
especial, una voluntad común de promover el cambio, una amistad entorno a
aquel lugar.
No necesitaban grandes instalaciones ni espacios de formas singulares, la
singularidad de este residía en todo lo que a priori no se veía, todo lo que
estaba allí pero parecía desvanecerse, cediendo el protagonismo a sus
ocupantes. No era única la pérgola de madera, pero agradecías su presencia
cuando su sombra te cubría la piel. Tampoco lo eran los bancos improvisados,
pero sí las conversaciones que en torno a ellos tenían lugar. No lo era la tierra,
pero si ilusiones que albergaba.
En definitiva nada era único en sí, pero sí lo era el conjunto, aquel espacio en
el que todos participaban, aquel vacío urbano, ahora lleno de vida.
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