TEMA 5. Literatura del XVI y del XVII Monólogo de Hamlet Ser o no

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TEMA 5. Literatura del XVI y del XVII
Monólogo de Hamlet
Ser o no ser: todo el problema es ése.
¿Qué es más noble al espíritu: sufrir
golpes y dardos de la airada suerte,
o tomar armas contra un mar de angustias
y darles fin a todas combatiéndolas?
Morir..., dormir; no más y con un sueño
saber que dimos fin a las congojas,
y a los mil sobresaltos naturales
que componen la herencia de la carne,
consumación es ésta que con ruegos
se puede desear. Morir, dormir,
¡Dormir! ¡Tal vez soñar! ¡He ahí el obstáculo!
Porque el pensar en qué sueños podrían
llegar en ese sueño de la muerte,
cuando ya nos hayamos desprendido
de este estorbo mortal de nuestro cuerpo,
nos ha de contener. Ese respeto
larga existencia presta al infortunio.
pero ¿quién soportará los azotes,
los escarnios del mundo, la injusticia
del opresor, la afrenta del soberbio,
del amor desairado las angustias,
las duras dilaciones de las leyes,
la insolencia del cargo y los desprecios
que el pacienzudo mérito recibe
del hombre indigno, cuando por sí solo
podría procurarse su descanso
con un simple estilete? ¿Quién querría,
llevar cargas, gemir y trasudar
bajo una vida por demás tediosa,
sin el temor de algo tras la muerte
(esa ignota región cuyos confines
no vuelve a traspasar viajero alguno)
que nuestra voluntad deja perpleja
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y antes nos hace soportar los males
que ya tenemos, que volar a otros
que nos son, en verdad, desconocidos?
Así, de todos hace la conciencia
unos cobardes, y el matiz primero
de la resolución, así desmaya
bajo el pálido tinte de la idea;
y las empresas de vigor y empeño,
por esta sola consideración
tuercen el curso inopinadamente
y dejan de tener nombre de acción.
El rey Lear
Kent.- Señor, ¿estáis ahí? Quienes aman la noche no aman noches como
ésta. Los airados cielos aterran a los nómadas de la oscuridad y a sus
cavernas los reducen. Desde que soy hombre, tal cortina de fuego y
estallido de truenos, tales gemidos de rugiente viento y lluvia, no recuerdo
hacer oído. La naturaleza humana no puede soportar ni la aflicción ni el
miedo.
Lear..- Que los grandes dioses que sostienen este horrible tumulto sobre
vuestras cabezas, encuentren a sus enemigos. Tiembla, miserable, tú que
tienes en ti crímenes ignorados, sin el castigo de justicia. Ocúltate, tú,
sangrienta mano, tú, perjuro, y tú, simulador de la virtud, incestuoso.
Mezquino, rómpete en
pedazos, tú, que,
bajo
apariencia
oculta y
conveniente, has intrigado contra la vida humana. Culpas secretas, vuestros
escondites romped, e implorad gracia a estos ministros de venganza. Soy
un hombre más ofendido que ofensor.
Kent.- ¡Cómo! ¡Vos sin cubrir! Noble señor, cerca de aquí existe una
cabaña; algún cobijo os podrá dar contra la tempestad. Reposad ahí, yo
regresaré a esa casa tan dura, más dura que la piedra con que se erigió,
donde hace un instante, al preguntar por vos, se me negó la entrada... y
forzaré su avara cortesía.
Lear.- Mi cabeza comienza a desvariar. Vamos, muchacho, ¿Cómo estás?
¿Tienes frío? Yo también tengo frío. Amigo, ¿dónde está esa cabaña? Es
extraño el arte de la necesidad que hace precioso lo que es vil. Venga, a tu
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cabaña, pobre granuja loco, parte de mi corazón todavía se entristece por
ti.
Bufón.- El que tenga muy poco, poquito entendimiento diga, ¡hey! Con la
lluvia, diga ¡Oh! Con el viento y Fortuna le alegre muy poquito, y más no,
que la lluvia es diaria: diga ¡hey!, diga ¡oh!
Acto III, escena segunda
Gloucester.- ¡Oh! Dejad que bese vuestra mano.
Lear.- Dejad primero que la limpie; apesta a muerto.
Gloucester.- ¡Oh! ¿Arruinada obra de la Naturaleza! Así este gran mundo se
hundirá en la nada. ¿Me conocéis, acaso?
Lear.- Recuerdo bien tus ojos. ¿Bizqueas al mirarme? No, ciego Cupido,
hagas lo que hagas, no volveré a amar. Lee este desafío. Fíjate sólo en el
estilo.
Gloucester.- Aunque fueran soles todas las letras, yo no podría verlas.
Edgar.- No lo creería si me lo contaran, pero es verdad y se me rompe el
corazón.
Lear.- ¡Leed!
Gloucester.- ¿Cómo? ¿Con el pozo de mis ojos?
Lear.- ¡Oh! ¿Conque ése es vuestro tono? ¿Sin ojos en la cara, ni dinero en
la bolsa? Vuestros ojos se encuentran en un oscuro pozo y vuestra bolsa
expuesta a la luz; aun así veis cómo va el mundo.
Gloucester. - Lo veo a tientas.
Lear.- ¡Cómo! ¿Estáis loco? Un hombre puede ver sin ojos cómo va el
mundo. Mirad con vuestros oídos: ved cómo aquel juez insulta al ladrón
humilde. Poned el oído: cambiadlos de sitio y ¡ale-hop! ¿Quién es el juez,
quién el ladrón? ¿Habéis visto al perro de un labriego que le ladre a un
mendigo?
Gloucester.- ¡Claro, señor!
Lear.- ¿ Y a la criatura huir del perro? Ahí pudiste ver el gran emblema de la
autoridad: a un perro en su cargo se le obedece siempre. ¡Tú, guardia
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villano, detén tu mano ensangrentada!... El usurero cuelga a! que es ratero.
A través de las telas harapientas se ven los grandes vicios; las togas y
ropajes de piel todo lo ocultan. El pecado con oro se recubre, y la fuerte
lanza de la justicia se rompe inofensiva. Vestido con harapos y el dardo de
un pigmeo lo atravesará. Nadie es culpable, nadie, os digo, nadie; yo los
absuelvo. ¿Hacedme caso, amigo, pues yo tengo el poder de sellarle los
labios al que acusa. Procúrate unos ojos de cristal, y como un intrigante
rastrero finge ver las cosas que no ves... Y bien, muy bien, muy bien.
iQuitadme las botas! Más fuerte, más, así.
Edgar.- ¡Oh, mezcla de claridad y sinsentido, razón de la locura.
Lear.- Si queréis llorar por mi fortuna, tomad mis ojos. Os conozco muy
bien. Gloucester es vuestro nombre. Debéis tener paciencia. Aquí vinimos
sollozando; sabéis que cuando olemos el aire por primera vez gemimos y
lloramos. Quisiera platicaros: escuchad.
Gloucester.- ¡Ah, maldito! ¡Maldito sea aquel día!
Lear.- Al nacer lamentamos haber venido a este gran escenario de locos.
¡Este es un buen sombrero! Qué fina estratagema sería herrar con fieltro
toda
una
escuadra de
caballos.
Yo
lo
intentaré,
y
cuando
llegue
sigilosamente hasta mis hijos, entonces, ¡mata, mata, mata, mata!
Acto IV, escena sexta
Tartufo
CLEANTO
De vos se ríe, hermano, ante vuestras narices
Y, sin querer con esto provocar vuestro enojo,
Os diré, francamente, que lo hace con justicia.
¿Dónde se vio jamás semejante capricho?
¿Es posible que un hombre posea tal embrujo
Que os haga olvidar todo y pensar sólo en él?
Que después de aliviarle aquí de su miseria
Lleguéis hasta el extremo...
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ORGÓN
Deteneos, cuñado
No conocéis a aquel de quien estáis hablando.
CLEANTO
Muy bien; no le conozco ya que así lo decía.
Pero para saber de qué hombre se trata...
ORGÓN
De conocerle, hermano, tanto os alegraríais
Que no terminaríais de admirarle jamás.
Es un hombre... que... ¡ah!... un hombre, un hombre
En fin, quien sigue sus lecciones goza una paz profunda
Y mira a todo el mundo como si fuese estiércol.
Sí, me vuelvo distinto cuando hablo con él.
A no sentir afecto hacia nada me enseña.
A mi alma desliga amores y amistades,
Y vería morir hijos, madre, mujer,
Sin que ello me afligiese ni tanto así, creedme.
CLEANTO
¡Bellos y humanitarios sentimientos, hermano!
ORGÓN
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Si hubierais presenciado cómo le conocí
Lo mismo que le quiero vos le hubieseis querido.
Cada día venía a la iglesia, piadoso,
Y muy cerca de mí se hincaba de rodillas.
La atención atraía de toda la asamblea
El fervor con que al Cielo elevaba sus preces
Entre grandes suspiros y largos arrebatos,
Besando humildemente el suelo a cada instante.
Y cuando yo salía corría hasta la puerta
Para ofrecerme el agua bendita de su mano.
Al saber por su criado, que en todo le imitaba,
Tanto su gran penuria como su condición,
Le hice algunos dones, pero con gran modestia
Quería devolverme una parte de ellos.
“Es mucho –de decía-, aún la mitad es mucho
de lo que los mortales tienen por más sagrado”.
- Acto I, escena sextaCLEANTO
¿No es deber de un cristiano perdonar las ofensas
y pagar en el pecho las ansias de venganza?
¿Y debéis consentir, por aquel altercado,
que del hogar paterno sea expulsado un hijo?
Os lo vuelvo a decir y os hablo con franqueza.
Todos sin excepción de ello se escandalizan,
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Y si queréis creerme debéis hacer las paces
Y no llevar las cosas a tan terrible extremo.
Sacrificad a Dios vuestra cólera toda
Y congraciad al hijo con el padre de nuevo.
TARTUFO
¡Ay! Es lo que quisiera de todo corazón.
Ningún rencor, señor, abrigo contra él;
Todo se lo perdono, no le reprocho nada
Y con toda mi alma ayudarle quisiera.
Pero no lo consiente el interés del Cielo,
Y si él vuelve a esta casa me marcharé de ella.
Tras su comportamiento, que nunca tuvo igual,
El trato entre los dos escandalizaría.
¿Quién sabe lo que de ello pensaría la gente?
Todos lo atribuirían a cálculo estudiado
Y acaso se diría que, al sentirme culpable,
Finjo ante quien me acuda caritativo celo;
Que tengo miedo de él y le trato con mimo
Para así, bajo cuerda, obligarle al silencio.
CLEANTO
Nos dais aquí, señor, unas excusas falsas.
Vuestras razones son demasiado especiosas.
¿Por qué os preocupáis vos del interés del Cielo?
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Si Él quiere castigarle, ¿acaso os necesita?
Dejadle a Él el cuidado de sus propias venganzas;
Pensad que nos ordena perdonar las ofensas
Y caso omiso haced de los juicios humanos
Cuando seguís del Cielo las órdenes supremas.
¿El mezquino temor de lo que el mundo piense
de que una buena acción hagáis os privará?
- Acto IV, escena primera-
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