La reparación colectiva en Colombia

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La reparación colectiva en
Colombia: un desafío que
apenas comienza
En lo que tiene que ver con la Ley de Justicia y Paz, se le ha dado
prioridad a la reparación de víctimas en el ámbito individual.
Hasta el momento sólo hay una sentencia que obliga también a
la reparación colectiva.
dossier
E
Beatriz Eugenia
Vallejo Franco
Docente e investigadora
Facultad de Finanzas, Gobierno
y Relaciones Internacionales
beatriz.vallejo@uexternado.edu.co
s tarea difícil encarar un posconflicto cuando no se ha logrado superar el conflicto, como tantos analistas lo han anotado. Sin embargo, en Colombia la desmovilización de miles de actores y la devolución de bienes para la reparación de víctimas apuntan a una justicia
transicional activa, aunque los combates permanentes contra grupos al
margen de la ley parezcan ir en la dirección contraria. En este confuso
panorama se presentan situaciones como las que se ponen de relieve en
este artículo, cuando las víctimas en conjunto no han visto atendidas
sus peticiones de reparación, y urge satisfacer dicha carencia teniendo
en cuenta que la condición de víctima no es un estatus del pasado, sino
también del presente y del futuro.
El Estado colombiano ha respondido a las demandas de las víctimas
individuales, en términos relativos y, en la medida de lo posible, dentro
del proceso transicional que se desarrolla con base en la Ley de Justicia
y Paz. Pero las peticiones colectivas sólo han tenido hasta ahora una
respuesta, por medio de la sentencia proferida en junio de 2010 contra
Edwar Cobos Téllez, alias «Diego Vecino», y Uber Enrique Bánquez Martínez, alias «Juancho Dique», comandantes de los Montes de María y del
canal del Dique, respectivamente, de las Autodefensas Unidas de Colombia. Esta sentencia, sobre el caso Mampuján-San Cayetano, contempla la
reparación colectiva, atendiendo no sólo consideraciones internas sino
también de carácter internacional.
La Asamblea General de la ONU reconoce que «las formas contemporáneas de victimización, aunque dirigidas esencialmente contra personas, pueden estar dirigidas además contra grupos de personas, tomadas
como objetivo»1, así como también que la reparación plena y efectiva
debe reconocerse tanto a las víctimas particulares como grupales de violaciones graves a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario (DIH).
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Por su parte, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a través
de su jurisprudencia, se ha manifestado repetidamente en el mismo sentido. Esta instancia «ha condenado al Estado colombiano en varios casos
relativos a homicidios o desapariciones forzadas cometidos por grupos
paramilitares, conocidos como los casos de “los 19 Comerciantes”, “la
Masacre de Mapiripán”, “la Masacre de Pueblo Bello” y “la Masacre de
Ituango”»2. En ellos se han tenido en cuenta los derechos de las víctimas
tanto a nivel particular como comunitario, pero esta última condición no
se ha atendido de manera satisfactoria.
Desde el punto de vista individual, reconstruir la vida como víctima es
complicado porque implica enfrentarse diariamente con las consecuencias de las violaciones de los derechos, con los recuerdos y, en muchos
casos, con la estigmatización. Pero desde la perspectiva de la colectividad
no es menos difícil. Las cicatrices que han quedado en las comunidades
afectadas por el conflicto son especialmente hondas porque se interrumpen la cotidianidad de la estructura social y el proyecto de vida de todo
un pueblo. La recolección de las cosechas, la caza y la pesca, el cuidado
de los animales y la educación de los niños son actividades que se rem-
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plazan por la huida constante, el desplazamiento, la pérdida del acervo
cultural, la angustia colectiva, la crisis de pertenencia.
Por eso la reparación debe ser integral, no puede definirse sólo
en términos monetarios
En este momento, la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación
está trabajando en el Programa Institucional sobre Reparación Colectiva,
basado en una investigación piloto desarrollada con las comunidades de
La Libertad, Buenos Aires, La Gabarra y El Salado, con la Asociación de
Trabajadores Campesinos del Carare y con el Sindicato de Profesores de
la Universidad de Córdoba. En éste pretende definirse un camino sólido,
inexplorado hasta ahora, hacia la satisfacción de las demandas grupales
en Colombia.
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El daño de lo compartido
En las décadas que lleva el conflicto colombiano han quedado serias lesiones a nivel colectivo que no se han reparado de manera eficaz. La masacre de Bojayá (Chocó), acontecida en mayo de 2002, cuando un frente
de las Farc lanzó un cilindro bomba (arma no convencional prohibida
por el DIH) contra la iglesia de esta localidad, matando a 79 personas e
hiriendo a decenas más, afectó a sujetos colectivos, comunidades afrocolombianas e indígenas, reconocidos así por la Constitución de 1991,
lo que significa que el goce personal de los derechos de estos individuos
está profundamente conectado con el de su comunidad.
El tejido social, no sólo con los cruentos hechos de ese día sino
también con el desplazamiento que se suscitó a raíz de éstos, quedó
roto de manera definitiva. «En el plano social y cultural, un sentido de
comunidad se hundió y la configuración de la nueva comunidad podría
decirse que está todavía en suspenso. En algún momento los habitantes
tuvieron que deshacerse de sus viejas viviendas y cambiar el lugar, la
forma de vivir y de habitar»3.
Se vivieron aquí pérdidas irreparables a nivel comunitario, como la de
los ancianos asesinados al mismo tiempo, que eran los que tradicionalmente habían acumulado la sabiduría ancestral y podían transmitirla. Por
otra parte, para los sobrevivientes un dolor infinito que no los deja tener
paz ni a ellos ni a sus muertos —entre los que se cuentan 48 niños—,
según lo han expresado, es haber tenido que dejar los cadáveres
La reparación
en manos de los grupos armados; hay quienes no se perdonan el
integral nunca se ha
haberlos abandonado sin los rituales que acompañan el duelo en
cumplido, y por tanto,
esta comunidad: «Es que ni siquiera llorarlos, porque estábamos
estas memorias quedan en
era huyendo para salvarnos los pocos que quedábamos, y hasta
suspenso, a la espera de que
la enfermedad le puede quedar a uno de no llorar a su muerto…»
se reconozca la dignidad
(testimonio,
taller de memoria histórica, 2009).
de los asesinados
En relación con la masacre de Trujillo (Valle), perpetrada a
y desaparecidos.
través de varios años —entre 1988 y 1994— como resultado de una
alianza entre los carteles del narcotráfico, las fuerzas armadas y los
poderes políticos locales4 contra los habitantes de la zona que ellos
percibían como apoyos de la guerrilla —movimientos campesinos y obre-
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La agresión
a la mujer es un
ataque a la comunidad,
porque indirectamente se
está agrediendo también
a su hijo, a su esposo, a su
hermano, lo que se deriva
en una arremetida contra
el tejido social.
ros y la Iglesia católica, que los defendió—,
las consecuencias para la colectividad fueron enormes, debido a un desplazamiento
de gran magnitud, a la destrucción de numerosos núcleos familiares y al exterminio
de los movimientos sociales. «A muchas de
las madres, esposas o hijas y parientes sobrevivientes no sólo les tocó afrontar la desaparición
o asesinato de sus seres queridos, sino también presenciar torturas y vejámenes de una crueldad extrema. La
reparación integral nunca se ha cumplido, y por tanto, estas memorias
quedan en suspenso, a la espera de que se reconozca la dignidad de los
asesinados y desaparecidos»5. ¿Cómo puede una comunidad seguir siéndolo cuando un buen número de sus integrantes se desplazó, otros se
vieron obligados a refugiarse en países vecinos, otros fueron víctimas de
desapariciones forzadas y muchos niños se quedaron sin padres y tuvieron que ser criados en casas de otras personas, en municipios aledaños?
Por otra parte, la masacre de Bahía Portete, en la Alta Guajira, que
se cometió contra la población wayú en abril del 2004, se focalizó en
las mujeres, mediante la tortura sexual, «porque ellas cumplen en la estructura comunitaria de los wayú un papel determinante en los planos
cultural, económico y político»6. Uno de los hechos que más afectaron a
esta población fue que las vejaciones, calladas por la comunidad como
una señal de respeto a las víctimas, se convirtieron para los paramilitares
en objeto de exhibición y burla.
La agresión a la mujer es un ataque a la comunidad, porque indirectamente se está agrediendo también a su hijo, a su esposo, a su hermano, lo que se deriva en una arremetida contra el tejido social. «Los
extranjeros (o blancos, llamados por ellos “alijunas”) atacan de formas
impredecibles y operan por fuera de los códigos de honor de los guerreros
y de los comportamientos aceptados en las guerras intraétnicas y familiares entre los wayú. Ellos no son “enemigos”, mucho menos “enemigos
honorables”»7. En este sentido, las herramientas con las que la población
cuenta tradicionalmente para saldar las deudas están fuera de su alcance
porque los paramilitares no son personas con las que se pueda emplear
un «palabrero» o mediador wayú, por ejemplo. Queda entonces para ellos
una sensación de ausencia de justicia.
En El Salado —región de los Montes de María— se cometieron 42
masacres en el lapso 1999 y 2001 que dejaron un saldo de 354 muertos a
manos de los paramilitares, quienes convirtieron el territorio en un escenario de terror. «El estigma como marca social, construido en la dinámica
del conflicto, da paso en El Salado a la tortura y el suplicio corporal. A
diferencia de otros escenarios de asesinatos colectivos, lo ocurrido en El
Salado va más allá de la pretensión de eliminar al enemigo. La tortura y
la masacre son elementos constitutivos de la misma operación asesina.
La mayoría de los crímenes son ejecutados en la plaza pública, con la
intención manifiesta de que todos vean, todos escuchen, todos sepan, todos sean en últimas “castigados” por sus presuntas complicidades»8. Esta
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es la historia de un pueblo entero que fue asediado por los paramilitares
porque lo acusaban de ser guerrillero, y atropellado por la guerrilla señalado de ser cómplice de la fuerza pública, lo que evidencia que no tenía
escapatoria. Pero esta comunidad, herida y enferma a consecuencia de
esos hechos, no ha recibido el suficiente acompañamiento para superar
los horrores de ese remedo de guerra.
En territorios de San Onofre (Sucre), los paramilitares establecieron
un grupo desde 1996 y hasta el 2003 para combatir a los frentes de las
Farc asentados en los Montes de María y en la región de Marialabaja.
El comandante urbano, a órdenes de alias «Diego Vecino» y de Rodrigo
Mercado Peluffo, alias «Cadena», era Marco Tulio Pérez, alias «el Oso»,
quien reconoció en las audiencias su participación en desplazamientos,
secuestros y asesinatos, entre otros delitos. En el corregimiento de La
Libertad, «el Oso» y sus hombres cambiaron los nombres de las calles por
los de paramilitares y frentes de las AUC, lo que, aunado al ambiente de
miedo permanente que se vivió durante esos años, alteró por completo
el sentido de pertenencia de los habitantes, que no volvieron a escuchar
música como tradicionalmente lo hacían, ni se volvieron a reunir para
jugar partidos de fútbol o sóftbol ni para celebrar las fiestas patronales.
Esto afectó a la comunidad de una manera profunda, la sensación de
riesgo inminente cambió todas las vivencias y sumió a los habitantes en
una cotidianidad de urgencia.
El Estado colombiano ha realizado acciones a favor de las comunidades afectadas, como el hecho de entregar un pueblo nuevo a los antiguos
habitantes de Bojayá, pero han sido procesos incompletos, por una parte,
en los que no se ha reconstruido el tejido social, y por otra no se ha
condenado a los responsables de las violaciones ni se les ha obligado a la
reparación integral. En una Colombia diversa, cuyas estructuras locales se
han visto despedazadas en algunas zonas, se necesita un esfuerzo grande
e inminente para reparar en lo posible las pérdidas de estos pueblos en
lo que tiene que ver con la viabilidad de su proyecto comunitario, que
finalmente es único.
Un primer paso
En la sentencia contra «Diego Vecino» y «Juancho Dique» se dice que el
daño colectivo se concretó en la desconfianza de las personas de la región
por el control político y social que los paramilitares ejercían allí, lo que
impidió que retomaran el territorio; en la estigmatización que sufrieron
al ser señalados como colaboradores de la guerrilla, y en la afectación de
las tradiciones y la identidad cultural de las víctimas, pues se destruyeron
los grupos familiares, se abandonó el trabajo de la tierra y se quebraron
los circuitos económicos locales que se habían venido construyendo durante generaciones. Los jóvenes dejaron de estudiar y se convirtieron en
jornaleros, en tanto que los adultos mayores no encontraron empleo y se
vieron abocados a situaciones de extrema necesidad.
Así mismo, en la sentencia se habla en forma recurrente de reparación integral y se obliga a «Vecino» y a «Dique», además de indemnizar
económicamente a las víctimas individuales, a realizar construcciones
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que ayuden al desarrollo de la comunidad, como dos escuelas, un parque,
canchas para deportes y, lo que es igual de importante, se dictamina que
se haga un documental de una hora, con la sentencia misma como guión
—vale decir, que allí se contextualiza la situación conflictiva de la región
y se describen con detalle los crímenes cometidos—, que se transmitirá
en una franja horaria triple A, de cobertura nacional, en el que «Vecino»
y «Dique» ofrecerán disculpas por sus actos. Adicionalmente, les ordena
construir un monumento para recordar a las víctimas.
Por medio de la sentencia, el Estado se verá obligado también a
construir obras civiles como puentes y vías que beneficien a la región,
a implementar proyectos de seguridad alimentaria, a realizar procesos
de recuperación psicosocial de la población, a ofrecer disculpas públicas
por parte de las Fuerzas Militares y a llevar a cabo actos simbólicos de
dignificación de las víctimas, entre otras medidas.
Así como no se llega a una verdadera justicia sin verdad ni reparación, no se logra la reparación completa sin justicia ni verdad. Cabe
esperar que no se den largas a esta deuda social con muchas comunidades afectadas, para contribuir a una real transición del conflicto
al posconflicto.
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Notas
1.-Asamblea General de la ONU, Resolución 60/147, «Principios y directrices básicos sobre el derecho de
las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones»,
21 de marzo de 2006. En este documento «se entenderá por víctima a toda persona que haya sufrido
daños, individual o colectivamente, incluidas lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdidas económicas o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales, como consecuencia de
acciones u omisiones que constituyan una violación manifiesta de las normas internacionales de
derechos humanos o una violación grave del derecho internacional humanitario. Cuando corresponda,
y de conformidad con el derecho interno, el término “víctima” también comprenderá a la familia inmediata a las personas a cargo de la víctima directa y a las personas que hayan sufrido daños al intervenir
para prestar asistencia a víctimas en peligro o para impedir la victimización».
2. Sentencia del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, Sala de Justicia y Paz. Magistrada
ponente Uldi Teresa Jiménez López, 29 de junio de 2010.
3.-Bojayá, la guerra sin límites, Informe del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de
Reparación y Reconciliación, Bogotá, Editorial Taurus, 2010, p. 22.
4. Ibíd., p.101.
5.-Trujillo, una tragedia que no cesa, Informe de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de
Reparación y Reconciliación, Bogotá, Editorial Planeta, 2008, p. 91.
6.-Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, «Trujillo, una tragedia que no cesa», Resumen
Ejecutivo.
7.-La masacre de Bahía Portete, mujeres wayú en la mira, Grupo de Memoria Histórica de la Comisión
Nacional de Reparación y Reconciliación, Bogotá, Editorial Taurus 2010, p. 17.
8.-Ibíd., p. 180.
9.-«La masacre de El Salado: esa guerra no era nuestra», Grupo de Memoria Histórica de la Comisión
de Reparación y Reconciliación, 2009, p. 13.
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Bibliografía
•- Asamblea General de la ONU, Resolución 60/147.
•- Bojayá, la guerra sin límites, Informe del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de
Reparación y Reconciliación, Bogotá, Editorial Taurus, 2010
•- Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, «Trujillo, una tragedia que no cesa», Resumen
Ejecutivo.
•- La masacre de Bahía Portete, mujeres wayú en la mira, Grupo de Memoria Histórica de la Comisión
Nacional de Reparación y Reconciliación, Bogotá, Editorial Taurus, 2010.
•- «La masacre de El Salado: esa guerra no era nuestra», Grupo de Memoria Histórica de la Comisión de
Reparación y Reconciliación, 2009.
• Sentencia del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá - Sala de Justicia y Paz. Magistrada
ponente Uldi Teresa Jiménez López, 29 de junio de 2010.
•- Trujillo, una tragedia que no cesa, Informe de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de
Reparación y Reconciliación, Bogotá, Editorial Planeta, 2008.
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