Excéntrica flor de fango

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Libros
y autores
Excéntrica
flor de fango
pág.
Viernes 10 de junio de 2011
18
La publicación de
Relatos de un bebedor
de éter, de Jean Lorrain,
permite redescubrir a un
decadentista de pura cepa,
adelantado a su tiempo
POR HUGO BECCACECE
Para La Nacion
e día, morfina, los restos de una pesadilla y, por fin, la lucidez de la escritura; de noche, éter, cortesanas de la
Belle Époque, matarifes de grandes manos ensangrentadas y marineros apenas
desembarcados, sedientos de alcohol y
ávidos de sexo; por la madrugada hasta el
alba, alucinaciones y espectros monstruosos agazapados en la oscuridad del dormitorio. Esa rutina cotidiana produjo Relatos de un bebedor de éter, el libro de Jean
Lorrain (1855-1906) que acaba de publicarse en una cuidada traducción al español
de Víctor Goldstein. Ezequiel Alemian, en
el excelente prólogo de esta edición, ubica al autor francés entre los escritores decadentistas y considera sus cuentos ejemplos notables en la literatura moderna de
las drogas, junto con los textos ya clásicos de Thomas de Quincey y Charles Baudelaire. Lorrain, por su parte, se ufanaba
de mencionar entre copiosos signos de
admiración a sus tres grandes maestros:
el pintor Gustave Moreau, Jules Amédée
Barbey d’Aurevilly (el admirable y satánico autor de Las diabólicas) y Joris-Karl
Huysmans (el novelista de A contrapelo,
creador de Des Esseintes, el personaje emblemático del esteticismo decadente).
Hasta no hace mucho, Jean Lorrain (su
verdadero nombre era Paul Duval) había
caído en el olvido como poeta, narrador y
dramaturgo; sólo era recordado de un modo lateral como el periodista al que Marcel
Proust había retado a duelo por una nota de 1897, firmada Raitif de la Bretonne,
seudónimo de Lorrain. La confusión respecto de éste es tan profunda que, en Wikipedia, el episodio se narra al revés y es
Lorrain quien reta a duelo a Proust. Con
saña y desprecio insultantes, el artículo
reseñaba Los placeres y los días e insinuaba que Proust y el joven y apuesto Lucien
Daudet, hijo de Alphonse Daudet, el autor
de Tartarín de Tarascón, eran amantes (lo
que, para peor, era cierto).
La anécdota no es banal porque durante
casi treinta años Lorrain se ganó la vida en
diarios y revistas con crónicas, comentarios
de espectáculos, entrevistas y sus columnas, a las que llamaba Pall-Mall. Su prosa,
apoyada en una asombrosa erudición, era
tan adictiva como el éter para el gusto finisecular. Los sarcasmos, el lirismo lánguido,
las imágenes lujosas como las vidrieras de
joyería de la Place Vendôme se sucedían en
cada entrega a un ritmo de montaña rusa y
dejaban a los lectores agitados, soñadores
y exangües. Los arribistas invitaban y frecuentaban a Lorrain, entre otras cosas, porque era muy divertido. Pero en los salones
elegantes como el de la condesa de Greffulhe no se lo recibía; se lo leía, en cambio, con
temor y temblor. Jean era imprevisible. En
trescientas líneas semanales, podía crear
o arruinar una reputación (arruinarla era
su especialidad) y dejar flotando en el aire
las fantasías de todo lo que a fines del siglo
XIX se consideraba vicioso, en especial las
perversiones sexuales. Mantener la mala
fama que lo había convertido en el periodista mejor pago de París lo obligaba a pu-
blicar sin tregua en la prensa y, por lo tanto, Lorrain no cuidaba lo suficiente su obra
literaria. Durante toda su existencia, no hizo sino evadirse de un artículo en otro, de
un libro en otro. Y cuando ya no daba más,
cuando buscaba escaparse del periodismo
y la literatura, estaba la droga.
El consumo abusivo de éter, bastante
habitual desde mediados hasta fines del siglo XIX, hacía estragos en el aparato digestivo, provocaba alucinaciones y, a veces, la
muerte. Lorrain fue una de las víctimas de
esa práctica. Operado dos veces de úlceras
intestinales, en 1893 y 1895 (cuando aparece Relatos...), debió recluirse en Auteuil,
y más tarde en Niza, cuidado por su madre, para apartarse de lo que él llamaba “la
ciudad envenenada”. Pero una y otra vez
volvía a París, al éter y a los muchachones
que lo molían a palos y le robaban.
En Relatos…, hay pasajes que describen
con detalle los efectos de las sesiones etéreas. Lo interesante de estos cuentos desde
el punto de vista literario es que nunca se
sabe cuánto de lo que viven los personajes
es parte de su realidad o el producto de un
espejismo. En todos ellos, por lo menos la
mera mención del éter o la fugaz referencia
a su olor se ofrecen a modo de causa de asesinatos, delirios y apariciones tan fantasmales como horribles. Claro que la amenaza o la promesa de lo sobrenatural es la otra
explicación posible de esas historias de espanto. El lector es quien debe elegir entre
las dos etiologías como quien elige entre la
razón y el misterio, entre el positivismo y
los cultos esotéricos. El éter y un vampiro
(dos temas de la época) aparecen relacionados en “Un crimen desconocido”, pero
en ése, como en otros casos, Lorrain tiene
el buen gusto de no dar aclaraciones, de dejar los elementos fantásticos y casi siempre
truculentos en una zona de indeterminación. Algunas de estas narraciones están
enlazadas por personajes que aparecen y
desaparecen como Serge Allitof, álter ego
de Lorrain, que confiesa haberse curado
del éter, “pero no de los fenómenos mórbidos que engendra, trastornos auditivos,
trastornos de la vista, angustias nocturnas
y pesadillas”. La maestría con que el autor recrea la consistencia onírica de las
RELATOS DE UN
BEBEDOR DE ÉTER
Por Jean Lorrain
Caja Negra
Trad.: Víctor Goldstein
121 páginas
$ 55
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