Rotos, Indios y Sudakas Según la definición de Wikipedia, el chovinismo “es la creencia narcisista, próxima a la paranoia y la mitomanía, de que lo propio del país al que uno pertenece, es lo mejor en cualquier aspecto”. También es una forma de hipocresía, en cuanto cambia de personalidad, olvidando cualquier comportamiento anterior. La ilusión de que el nuestro es admirado en todas partes, y el inagotable anhelo de vivirla, aparecen cuando a las personalidades extranjeras que están de visita, se les pregunta qué opinan de Chile, aunque el asunto no venga al caso. Es en ese instante cuando se revela como una patológica relación de amor/odio con la Patria, su gente y los iconos que la representan, como hace la mujer que a solas vilipendia, y en público se enorgullece del marido que la maltrata Cuando la Patria es tocada, las oposiciones dejan de vapulear a los gobiernos y todos, pobres o ricos, cultos o ignorantes, justifican el proceder de los encargados de turno. A todos los gobiernos, sean de derecha, izquierda o centro, les conviene mantener esa adhesión incondicional y que el recurso esté siempre disponible. Por eso, los acercamientos entre países limítrofes, son efímeros e inconducentes: siempre se impone el recelo y la desconfianza entre los pueblos, el mismo que los gobiernos han cultivado con esmero. Pero tal vez la parte más odiosa del chovinismo es su otra cara: el rechazo hacia lo autóctono y a lo que proviene de sectores marginales. Me referiré, a modo de ejemplo, al uso de lo que llamamos palabras soeces. Está bien fomentar un lenguaje más refinado. Reconociendo que lo mío debe ser una idealización de la mujer, con ocultos componentes psicosexuales y machistas, añoro la época en que ellas no las decían nunca, y nosotros frente a ellas, las callábamos. Ahora que el lenguaje vulgar sobrepasó la frontera de género, mi aserto anterior suena anquilosado. Pero incluso en este escenario sigue habiendo términos impublicables, cuyos equivalentes en otros países no ofenden a nadie. Por ejemplo, en algunas publicaciones chilenas los futbolistas tienen “huevos” cuyo femenino sigue siendo soez en nuestro medio. Un hombre y una mujer “follan” (hay una película que lleva ese nombre) pero ponerlo en chileno sería un escándalo. Ya no se trata, pues, de la expresión, sino de su origen. No en todas partes es así: “descamisado” surgió en el centro de Buenos Aires en el verano de 1945, cuando unos manifestantes políticos –debido al agobiante calor- se quitaron las camisas. Fue acuñado como término despectivo por los opositores, pero los aludidos respondieron ungiéndolo como estandarte y consigna nacional. Sans-culottes, significa sin calzones, una prenda habitual entre los aristócratas de la Revolución Francesa, mientras que el pueblo vestía sólo pantalones. El mote fue utilizado por la clase alta para despreciar al estado llano, pero después engendró un personaje que hoy ondea junto a la sang impure, como orgullo de una categoría social. Lo mismo podría haber ocurrido con “roto”, “indio” o “sudaka”, pero hemos preferido renegar de ellos. En realidad, el desprecio a lo autóctono comenzó cuando le cambiamos el nombre al cerro Welén por Santa Lucía y al barrio La Chimba por Recoleta, cuando Andrés Bello declaró que era peligroso educar demasiado al pueblo, e inició una campaña para erradicar el voseo chileno (mientras, el argentino era elevado por ellos mismos, al rango de bien cultural de la Nación). En Chile, los rotos formaron la montonera que derrotó a los españoles y nos dio la independencia, cuya fecha se celebra con dos días feriados irrenunciables, además del infaltable sándwich. Son 3 o 4 días en que las radios ponen cuecas y se instalan fondas donde predominan los asados y la cumbia, nuestro segundo baile nacional. Pero el dieciocho huele a cebolla, orina de borracho, y vino litreado. Como en las ciudades existen poblaciones marginales y guetos en los que prima el hacinamiento y la miseria y se llaman 18 de Septiembre, a ningún alcalde decente se le ocurriría llamar así a un bien de su comuna. Roto es el participio de “romper” o “jugársela”. Es lo que queda de uno, tras el intento –exitoso o no- de alcanzar lo imposible o vencer a la historia. Rotos se llamaron los que volvieron al Perú con sus vestimentas hechas jirones después de descubrir y recorrer Chile. Son los batallones diezmados que regresaron a Santiago tras romperse en la batalla de Yungay. Entonces, el vocablo pareció la consolidación de la nacionalidad chilena, y fue indirectamente glorificado en el Himno de Yungay. Más tarde, Edwards Bello escribió una novela clásica sobre ellos, y se les erigió dos monumentos, uno en la plaza Yungay y otro cerca de la cuesta Chacabuco. Pero –al parecer- eran inocentes ensayos de paliar el creciente desprecio que inspiraban, el cual renació al apagarse los vítores del fin de campaña. Prácticamente no existe quien se diga “roto” con orgullo, ni quien deje de ofenderse si otro lo llama de ese modo. Hasta el "roto encachao" perdió su antigua vigencia, y hoy, lo que se diga o haga a su favor, como sinónimo de chileno, se estrella con el generalizado desprecio hacia un vocablo al que hemos despojado de toda su gloria, y convertido en insulto. Hablamos de nuestra falta de identidad. Ojalá que -en algún discursoalguien dijera “somos rotos” o somos el “pueblo roto”, pero ¿qué autoridad cree que eso sea necesario? ¿Cuál está dispuesta a romper un paradigma que ella misma no cuestiona? “Indio”, por su parte, lanza su desprecio a las culturas aborígenes y a quienes llevan un apellido oriundo del Chile prehispánico. Para ellos, en lugar del apelativo “mapuche”, que en mapudungún significa “hombre de la tierra”, y es el que se daban y se siguen dando, los españoles los llamaron “araucanos”, que en mapuduñol1 significaría “hombre del agua gredosa”, gente a la que Ercilla describió como 1 Lenguaje imaginario proveniente de la mezcla entre el mapudungún y el español. granada y soberbia. Mapuche, en cambio, es un araucano desmitificado, es decir, flojo, borracho, ladrón, rencoroso, y carente de toda nobleza. Cuando los nacionalistas exigieron que los lugares fueran rebautizados con nombres autóctonos, en vez de giros yankis, para el mall de la avenida Kennedy, se escogió “Parque Arauco” y no “Parque Mapuche”. Hoy, los mapuches pueden ser médicos, abogados o ministros de gobierno, pero su apellido les sigue penando. En cuanto a “sudaka”, no es un personaje nacional sino sudamericano, que llegó a España escapando de las dictaduras instaladas en Argentina, Chile y Uruguay. En el centro de Madrid -en lo que llamaron la “movida sudaka”- hubo grupos de música andina que tocaban y cantaban con charangos, y guitarras, iniciando una moda que – por un lapso- desplazó a la española. El término, seguramente migró desde el rencor al desprecio al convertirse en una discutible generalización de unos cuantos connacionales y vecinos que aplicaban otras técnicas –chilenas, en su mayoría- para ganarse la vida sin tanto sacrificio. Sólo en 1988 un grupo de mujeres residentes en España, entre las que estaba la escritora uruguaya/española Carmen Posadas, creó el colectivo Sudakas Reunidas, S.A. para luchar contra la discriminación hacia las sudamericanas. En nuestro continente, en cambio, la denominación prefiere ocultarse. El antiguo Campeonato Sudamericano de Fútbol ahora se llama Copa América y los Juegos Sudamericanos de Atletismo son “suramericanos”, con ere, para no dañar nuestra imagen hacia el exterior. Son ejemplos del lado más oscuro del chovinismo, el mismo que compensamos frente a los extranjeros cada vez que nos parece oportuno, en las discusiones de los foros, en las competencias o en el folclore, a través de un extático amor a la Patria. Alejandro Covacevich 24 de agosto de 2014