ERASMUS GERARDO REICHEL-DOLMATOFF: FASCISMO Y ANTROPOLOGÍA EN COLOMBIA La discusión que se ha abierto sobre Erasmus Gerardo Reichel-Dolmatoff permite que se comiencen a abrir los ojos sobre las implicaciones de su trabajo antropológico en Colombia. Así deben proceder aquellos que basaron en las ideas completamente idealistas de Reichel todo el actual montaje del Museo del Oro, que presenta una visión sesgada de la vida de los pueblos que elaboraron esos objetos. En el montaje de hoy, los objetos de oro, aún aquellos utilitarios, pierden gran parte de su peso material para convertirse en símbolos, en simples objetos de pensamiento, o en objetos chamánicos, entendido el chamanismo como una especie de religión. También debe ocurrir lo mismo con las personas que, con su veneración hacia todo lo extranjero, hacen de él “el padre de la antropología” en Colombia, padre por lo demás desmadrado, al parecer. Para desmontar esa gran mentira que se ha manejado en estos días, que Reichel es el “padre” de la antropología colombiana, bastaría con el texto de Elías Sevilla Casas, “El debate sobre Reichel-Dolmatoff: más allá del mito”, http://razonpublica.com/index.php/econom-y-sociedad-temas29/3181-el-debate-sobre-reichel-dolmatoff-mas-alla-del-mito.html Pero es bueno recordar también que la orientación de Reichel para la antropología fue una de las causas que motivo la lucha en su contra de los estudiantes de esta disciplina en la Universidad de los Andes, que llevó, finalmente, a su salida del Departamento de Antropología que fundó y que dirigía. Todo este mostrar que el “coloso” de la antropología colombiana tenía pies de barro, abre el camino para poder mirar críticamente su obra, cosa que antes era considerada poco menos que sacrílega. Su visión idealista, la misma que aplicó a su análisis del oro precolobino, aparece también en sus estudios sobre los kogui, a quienes muestra como un pueblo dedicado a pensar, con un enorme desprendimiento de la vida material, productiva, tanto que prácticamente no necesitarían comer. Ya hace unos años, un artículo de un antropólogo de la Universidad de Antioquia, cuya referencia no recuerdo, mostró el papel que esa idea tuvo como justificación de la colonización del territorio kogui por gente que decía que esos indios no necesitaban la tierra porque dedicaban la vida a pensar y, con el mambeo de la coca, podían pasar sin comer. Por si quedan dudas sobre ese criterio, véase el siguiente texto del propio Reichel: “A aquellos de mis lectores que poco conocen de antropología y de la población aborigen del país, quisiera decirles lo siguiente: lo que los indios colombianos nos pueden enseñar no son grandes obras de arte arquitectónico escultural o poético, sino son sistemas filosóficos, conceptos que tratan de la relación entre el hombre y la naturaleza, conceptos sobre la necesidad de la convivencia sosegada, la conducta discreta, la opción por el equilibrio” (subrayados míos). ReichelDolmatoff, 1988, citado en http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/antropologia/gerardo/gerardo0. htm También, este debate podría aclarar en algo lo que para muchos ha sido una contradicción inexplicable: que Reichel desvalorizara a los kogui, viéndolos como gentes sucias, que vivían entre el polvo y las pulgas, etc., como lo escribía en sus notas personales, al tiempo que admiraba los que llamaba sus mitos y creencias. Habría que analizar sus trabajos más a fondo para ver otras implicaciones. Es claro el papel que tuvo su libro sobre Atánquez, que acaba de publicarse por primera vez en castellano (por algo lo escribió y publicó únicamente en inglés), en la vida de los kankuamo, a quienes declaró en ese libro definitivamente desaparecidos y transformados en campesinos, hasta el punto que ellos mismos comenzaron a negarse como indígenas. Caracterización que tenía peso porque Reichel fue el antropólogo oficial del gobierno colombiano, que tuvo muy en cuenta su opinión durante décadas, en el momento de fijar sus políticas y los reconocimientos del carácter indígena o no de esas poblaciones. Lo mismo ocurrió con su caracterización de los indígenas como tribus, concepto que obstaculizó el real entendimiento del carácter de las luchas indígenas y sus reivindicaciones a partir de los años 60, inexplicables a partir de esa idea; y sobre el cual insistió, a contracorriente de los nuevos planteamientos de la época, incluyendo aquellos de los indios sobre sí mismos, en sus notas sobre los arhuacos o ijkas. Se hace preciso recordar también su acuerdo con la política integracionista de los indígenas a las sociedades nacionales, que fue propuesta por el Instituto Indigenista Interamericano, en el cual Reichel fue el representante oficial del gobierno colombiano durante un largo periodo de tiempo, política que, por supuesto, fue guía para la fijación de la política del gobierno frente a los indígenas que habitan en Colombia. Recordemos, así mismo, su propuesta, lanzada desde su olimpo en la Universidad de los Andes, de orientar el trabajo antropológico hacia lo que llamó “etnografía de rescate”. Con el argumento de la velocidad con que las “culturas indígenas” estaban desapareciendo y sobre el supuesto de que en pocos años no quedaría casi nada de ellas, señaló la necesidad de dedicar los mayores esfuerzos a recogerlas y documentarlas antes de que sus portadores dejaran de existir, pues eran un legado inestimable. En otras palabras, ya que los indios se van a extinguir, salvemos sus culturas para que no mueran con ellos. Por supuesto, ni una palabra acerca de si habría que hacer algo para evitar esa extinción. Esto me hace pensar, para referirme a la contradicción planteada antes respecto a su posición sobre los kogui, que Reichel admiraba la cultura de los kogui, sus historias de antigua, las palabras de los mayores (a las que designó como mitos), pero no a los kogui, sus creadores y portadores. Esto sería consecuente con su posición estructuralista levistraussiana. Recordemos que, para Levi-Strauss, en última instancia, los indios solamente interesaban como portadores de los mitos en su cabeza, como recipientes que los contienen, pero no como personas, como sujetos sociales, en la medida en que los mitos solamente se elaboran al nivel del pensamiento inconsciente. Eso es lo que el estructuralista francés nos cuenta de su relación con los nambikwara, el aburrimiento que le provocaban cuando, mientras él estaba listo con su libreta de campo para recoger algún gran descubrimiento, ellos pasaban el tiempo sin hacerle caso, dedicados a despiojarse unos a otros, como lo narra en Tristes trópicos. Miremos otro aspecto que relaciona a los dos antropólogos estructuralistas. En otra parte (Entre selva y páramo, “Replanteamiento del trabajo de campo y la escritura etnográficos”, http://www.luguiva.net/libros/detalle1.aspx?id=271&l=3) planteé que para Lévi-Straus, a diferencia de lo que ocurre con el marxismo, “la vida no tiene ningún valor explicativo, por eso se hace necesario trascenderla para poder conocer, para acceder a la realidad oculta; en ese proceso hay que pasar de la vida a la realidad, que no es visible, mediante un proceso de reducción. Se trata de reducir la vida a la realidad, las formas al contenido, que está constituido por modelos teóricos, por matrices. Aunque la vida concreta es el punto de partida, esta no vuelve a jugar ningún papel en el pensamiento lévistrausiano. De ahí en adelante, el pensamiento teórico es el único instrumento para conocer. El trabajo de campo constituye, pues, la puerta de entrada al conocimiento de la realidad, a la vez que es un obstáculo para el mismo; por eso se deja de lado la vida, los elementos que la componen, los cuales no tienen significación por sí solos, únicamente dentro del todo, de la estructura”, creación del antropólogo. Agregué en ese entonces que eso explica por qué, luego de su gran trabajo de campo en Brasil, Lévi-Straus no volvió a realizar ninguno de importancia, dedicando el resto de su vida a pensar sobre sus notas y sobre los resultados del trabajo de otros. La comparación con Reichel es inmediata; durante las última décadas de su vida, aquéllas que habría dedicado a “relacionarse con sus pares fuera de Colombia” y que le dieron nombre internacional, no realizo ningún otro trabajo de campo importante, pues se dedicó exclusivamente a “reflexionar”, al pensamiento teórico, sobre sus materiales iniciales o sobre los resultados publicados en la literatura antropológica. Aunque esto no es algo que llega de improviso. El mismo Reichel nos cuenta, en la introducción de su libro sobre los Desana, que este es resultado de un intenso trabajo que realizó en su oficina de la Dirección de Antropología de la Universidad de los Andes con un informante indígena que vivía desde hacía años en Bogotá. Eso sí, añade que, luego, verificó la información obtenida de su informante durante un breve trabajo de terreno con los Desana en el Vaupés. Reichel no fue, pues, “el héroe de la diversidad cultural chibchombiana”, como Franz Florez quiere hacernos creer. Esta afirmación, generalizada para la antropología colombiana, es una de las mentiras, que no mito, sobre las que transcurre la existencia de esta disciplina en el país. Al contrario, la antropología en su conjunto, de lo cual se salvan algunos, muy pocos, de sus practicantes, ha sido la campeona del integracionismo, para el caso de los indios, o de la invisibilidad, para el caso de los negros, como lo ha mostrado Jaime Arocha. En el mismo Congreso de Viena donde Oyuela presentó su ponencia, Roberto Pineda presentó otra, en la cual busca "reivindicar" el trabajo de Alicia Dussán, la esposa de Reichel, planteando que en la antropología colombiana y en sus practicantes recae la mayor responsabilidad por el desconocimiento y subvaloración de la obra de esta antropóloga. ¿Acaso no es claro que fue la sombra de Reichel que la opacó y la hizo casi invisible? Pero lo principal en esta discusión no es, tampoco, el problema de la persona Reichel, ni siquiera el de la antropología colombiana. Es un problema más importante, el de nuestra sociedad colombiana y, dentro de ella, el problema de la memoria y, sobre todo, el problema de la memoria de los crímenes de guerra, de los crímenes de lesa humanidad, sobre los cuales existe un acuerdo internacional, aunque se viole a cada día y con cualquier pretexto, sobre el hecho de que no prescriben y que sobre ellos no puede tenderse un manto de olvido que implicaría la complicidad con ellos, y que introduciría un veneno letal en el cuerpo social. Tiene que ver con las políticas de “perdón y olvido” que se predican a cada rato entre nosotros y que se proponen como política oficial del estado y hasta del conjunto de la sociedad y, por ende de las víctimas, sobre hechos de tal naturaleza. De acuerdo con ellas, los victimarios ganan el perdón si reconocen sus crímenes, y la sociedad olvida esos crímenes tendiendo sobre ellos una cortina de silencio. “Ella sabía lo que estaba pasando en el país, pero no podía hablar de eso con nadie, porque la gente prefería no saberlo (…) La gente no quiere saber la verdad”, nos cuenta Isabel Allende sobre el Chile de la dictadura pinochetista. (La casa de los espíritus, Debolsillo, Buenos Aires, 2012: 397, 399). Nuestro país sufre de una de las más peligrosas enfermedades sociales, el silencio, el encubrimiento; los hechos más graves son siempre recubiertos por un manto de silencio en torno a sus responsables principales, de ahí que la verdad haya sido, en todas las ocasiones, una consigna vana que, simplemente, es un término más para disfrazar su contrario, el engaño, el silencio cómplice. ¿O dónde están los responsables últimos y superiores de la violencia partidista que se inició en los años cuarenta, tuvo su auge más atroz en los cincuenta y solamente vino a debilitarse en los sesenta? Y en forma más reciente, ¿acaso no se extraditó a los jefes paramilitares cuando comenzaron a revelar a órdenes de quienes habían actuado, para acallarlos o, al menos, para que el eco de su voz apenas nos llegara en forma inaudible? ¿Se sabe ya quiénes son los integrantes del comando superior que mandaba sobre todos los frentes paramilitares y los aglutinaba y coordinaba, del cual comenzó a hablar HH antes de ser expeditamente enviado a los Estados Unidos? Y, si acaso se menciona, se “olvida” explicar el propósito último de esas violencias, a quién o a qué sirven. Franz Florez Fuga (perdón, Fuya) pone en boca de Oyuela el lamento porque Reichel lo defraudó en su creencia de que era un “mozuelo burgués”. Seguramente Florez considera que esa creencia de Oyuela está en contradicción con el haber sido un “mozuelo nazi”. Pero no es así, ambas concuerdan: el mozuelo nazi era, también, un mozuelo burgués de su época, respetuoso y modelo. Como señala Bertolt Brecht: “La gran verdad de nuestra época -conocerla no es todo, pero ignorarla equivale a impedir el descubrimiento de cualquier otra verdad importante- es esta: nuestro continente se hunde en la barbarie porque la propiedad privada de los medios de producción se mantiene por la violencia. ¿De qué sirve escribir valientemente que nos hundimos en la barbarie si no se dice claramente por qué? Los que torturan lo hacen por conservar la propiedad privada de los medios de producción” (“Las cinco dificultades para decir la verdad”, 1934, en http://www.lainsignia.org/2004/enero/cul_062.htm Claro que la seriedad de Franz Flóres puede medirse por la siguiente semejante joya de su cartica (casi la llamo artículo) a sus colegas: “Porque, a ver, que Reichel hubiera despachado judíos o gitanos de este mundo, vaya y venga, pero decepcionar a Augustico Oyuela, eso sí que no”. Como alguien me escribió en estos días: nada es más patético y fascista que estas palabras. Mirando la película “Bent”, del director Sean Mathias, no pude evitar ver, entre aquellos SS vestidos de riguroso negro que reinaban en el campo de concentración de Dachau antes del estallido de la Segunda Gran Guerra (con poder de vida y muerte sobre los prisioneros internados allí: comunistas, judíos y homosexuales, todos ellos alemanes, con poder para degradarlos al máximo, en un intento de borrar su condición de seres humanos y reducirlos a la animalidad), al joven Erasmus Gerardo Reichel de los años 30, uno más entre esa marea negra que invadió a Alemania, para desbordarse luego por toda Europa como una nueva “peste negra”. Personaje que luego llegó, “transfigurado y limpio”, a nuestro país. Y, por supuesto, no se trataba de que Reichel hubiera sido un alto jerarca nazi de gran importancia, como el Eichmann que menciona María Victoria Uribe y como, al parecer, a ella le habría gustado que fuese, responsable de ordenar la ejecución de millones de personas en los campos de concentración y exterminio, sino solo de un opaco verdugo, uno de aquellos que cumplía las órdenes de esos jerarcas; como él existieron muchos miles a lo largo de todos esos años. Además, es casi un lugar común que hay dos grandes formas de esconderse: la una es ocultarse, no mostrarse, que fue la que siguieron los grandes jefes nazis que lograron huir de Alemania, refugiándose muchos de ellos en América; la otra es dejarse ver ostentosamente a plena luz del día, mostrando una nueva faz. Y buscando redimirse de su pasado con una nueva buena imagen. En el mismo sentido se mueve el argumento, que pretende justificar a Reichel, de que es un “hijo de un tiempo y una época gris para el género humano, que compartió con el actual Papa y un escritor de la talla de Grass”. Hace tiempo sabemos que “mal de muchos, consuelo de tontos”. Y no se trata de negar la determinación social, la determinación de las condiciones históricas sobre los individuos, sino de tener claro que esta no opera de manera mecánica sobre cada persona. De ser así, todos en la Alemania de los años 20 y 30 del siglo pasado hubieran sido nazis, y no lo fueron, es más, muchísimos hombres y mujeres alemanes dieron su vida combatiendo contra el nazismo. En la misma tónica y aplicando el claro principio religioso católico de que es posible ser pecador toda la vida y luego salvarse con el arrepentimiento en el último instante, el antropólogo Gerardo Ardila (http://www.wradio.com.co/oir.aspx?id=1749575 plantea que un problema de la ponencia de Oyuela es juzgar a Reichel solamente por su pasado, sin tener en cuenta todo lo que realizó después, sus aportes en Colombia y en otros países. Y admite que es posible que Oyuela tenga razón y que Reichel haya sido nazi en su juventud, cosa que está en contradicción con lo que afirma en su biografía de Reichel para la Biblioteca Luis Ángel Arango virtual, en la cual nos cuenta que: “Su infancia y juventud las pasó estudiando en Austria, Alemania y Francia, logrando una sólida formación humanística, en la que siempre reconoció la influencia de los benedictinos”. (“Gerardo Reichel-Dolmatoff y la historia de las Ciencias Sociales en Colombia”, en http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/antropologia/gerardo/gerardo3a .htm En su “Expediente Reichel-Dolmatoff”, Claudio Lomnitz (La Jornada, 22 – 08 2012, http://www.jornada.unam.mx/2012/08/22/opinion/017a2pol) ha recordado a otro notable fascista que se destacó posteriormente en el campo de la antropología y de la historia de las religiones, por coincidencia también desde París, primero, y desde Chicago, después, Mircea Eliade, a quien compara con Reichel. Dice: “La mitología, el romance con los tiempos primordiales, el rechazo de la historia, era una fórmula para abrevar en las fuentes originales o prístinas de la vida, y con ellas renacer, y olvidar su pasado inmediato, de militante del fascismo rumano (…) No sabemos si el nazi botas-negras Erasmus Gerard Reichel haya renacido como el gentil y bienamado profesor Gerardo Reichel-Dolmatoff, gracias a sus baños curativos en la pureza primordial de los mitos de los Tucano. Parece probable que haya sido así.” Y de los “mitos” kogui, agregaría yo. Paul Liffman retoma a Lomnitz y añade algo que, sobre todo, nos interesa para entender el enfoque antropológico del filón fundamental del trabajo de Reichel en Colombia y la dirección principal de sus estudios en los últimos tiempos. Liffman señala, con el ejemplo del estudioso de la religión Mircea Eliade, cómo “la animadversión de los fascistas a la historia (sobre todo sus propias historias) se traduce en amor por la mitología y cierta clase de antropología mágica. Esto recuerda a Leni Riefenstahl, la universalmente imitada cineasta de propaganda nazi (“Triunfo de la Voluntad” y “Olympia”) quien -después de la guerra- se reencarnó como fotógrafa etnográfica de los enaltecidos nubas de Sudán. Cabría preguntar en cuántas formas -sean antropológicas, artísticas o de otra índole- y qué tan cerca a casa ha llegado a manifestarse esta clase de dualidad perversa. Pues se trata de lo kitsch el simulacro sentimentalista cuya compatibilidad con el fascismo se ha notado desde los años 30- que empieza a perder su eficacia e inclusive se revela como chiste de mal gusto el momento que se logre demostrar su falsedad.” (“Fascismo y Antropología”, La Jornada, 22 de agosto de 2012, http://www.jornada.unam.mx/2012/08/22/opinion/017a2pol El entusiasmo de Reichel por los mitos kogui y desana, y de los tucano en general, quizás ya no nos parezca tanto, a la luz de las observaciones precedentes, una reivindicación de la diversidad cultural en Colombia y de la valía de los indígenas, como una reivindicación de sí mismo, no sólo ante los demás sino, también, ante él mismo, su auto-redención. Así, nos dice Simón Royo Hernández: “La redención a través del arte fue un peligroso ideal que el nacional-socialismo recogería del romanticismo y del idealismo, por lo que hay que ser un poco prudente al fomentar dicha noción.” (“Leni Riefenstahl y la estética fascista; prueba de la imposibilidad de un arte apolítico”, Revista Observaciones Filosóficas, http://www.observacionesfilosoficas.net/leniriefenstahl.html). Las monumentales óperas de Wagner, el entusiasmo de sus obras titánicas y apoteósicas (“Tristán e Isolda”, “El anillo del Nibelungo”, “El oro del Rin”, “La Valquiria”, “Sigfrido” y “El ocaso de los dioses”), glorificaban con majestuosidad el universo del mito germánico, de ahí que tan caras resultaran para el régimen nazi de Hitler y sus seguidores. Quiero comenzar a terminar con un claro planteamiento de Zeev Sternhwell (Ni izquierda ni derecha. La ideología fascista en Francia, 2002) “Los fascistas declarados nunca son más que una minoría entre todos aquellos que responden al llamado de la juventud, del ardor, de la dignidad y la unidad, a su rechazo del determinismo y el materialismo, a esa afirmación de la primacía de lo espiritual. Mucho más numerosos que los fascistas confirmados serán los partidarios de una revolución de nuevo tipo, antimarxista y no proletaria, de una revolución del espíritu. El eco que generan los intelectuales fascistas es entonces menos entendido de lo que se cree (…) La nueva izquierda y la nueva derecha, en simbiosis, forjan esta ideología contestataria, seductora, brillante, que el investigador puede definir como ideología fascista incluso si sus adeptos nunca portaron la camisa parda”. (Citado por Carlos Páramo, en “Decadencia y redención: racismo, fascismo y los orígenes de la antropología colombiana”, en Antípoda. Revista de Antropología, Universidad de los Andes, no. 11, 2010). “El no salió como disidente; huyó para esconderse y salvar su vida. Ser disidente significa romper con una ideología y pasar a la resistencia. Él no hizo ni una cosa ni la otra en Alemania. Ni en los documentos del archivo ni en su diario existe una sola frase o palabra de crítica o rechazo de la ideología nacionalsocialista. Sus problemas no fueron de conciencia, sino de frustración por no haber sido mejor valorado en el partido.” (Sören Flachowsky en entrevista con Patricia Salazar, publicada en El Tiempo: http://www.eltiempo.com/gente/la-historia-del-pasado-nazi-delpadre-de-la-antropologia-colombiana_12163993-4