Una confesión de fe en la Tradición de la Iglesia

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Reflexiones en el Año de la Fe
Padre Rafael Grassetti
Una confesión
de fe en la
Tradición
de la Iglesia
La tercera de nuestras reflexiones sobre la fe abordará el análisis
de una sección del «Símbolo niceno-constantinopolitano»,
concretamente, la que se refiere al Espíritu Santo.
L
a tarea de crear fórmulas para confesar la fe
no es algo exclusivo de las Sagradas Escrituras (como vimos en los artículos anteriores).
En efecto, a lo largo de la vida de la Iglesia se han
compuesto numerosas confesiones de fe o «credos».
Oficialmente, esta tarea ha estado a cargo de los
Concilios ecuménicos, los cuales, además de definir
verdades de fe y corregir errores doctrinales («herejías»), elaboraban breves compendios de la fe para
ser memorizados y recitados en la liturgia. Al respecto, no debemos olvidar que cada uno de los credos
responde a una determinada situación histórica.
Uno de los primeros Concilios ecuménicos fue el
primer Concilio de Constantinopla, en el año 381.
Dicho Concilio elaboró el llamado «Símbolo de Nicea y Constantinopla» que aún hoy recitamos en la
liturgia dominical. Veamos, pues, la sección de este
símbolo que se refiere al Espíritu Santo.
Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas.
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Dador de vida
A diferencia del Símbolo de los Apóstoles (Credo
breve), el Credo de Nicea-Constantinopla nos explica el contenido de nuestra fe en el Espíritu Santo.
Podemos señalar cuatro afirmaciones fundamentales:
la divinidad del Espíritu Santo, su procedencia, el tipo
de culto que recibe y su acción salvadora.
El Espíritu Santo, Señor vivificante: el Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es Dios.
No obstante, el Credo evita llamar expresamente
«Dios» al Espíritu Santo, puesto que las Sagradas
Escrituras no se refieren a Él con este nombre. Sin
embargo, para afirmar inequívocamente su divinidad,
el Credo sí utiliza el apelativo «Señor» que es un
término bíblico exclusivo para Dios. En efecto, en
la versión griega del Antiguo Testamento, el término «Señor» traducía el tetragrama divino YHWH, es
decir, el nombre de Dios. De esta manera, el título
«Señor» pone al Espíritu Santo al mismo nivel que el
Padre y el Hijo (cfr. 2Cor 3,17).
Por otro lado, el Espíritu Santo es llamado «dador
de vida», puesto que es Él quien nos comunica la vida
humana (cfr. Gn 2,7) y la vida eterna (cfr. Jn 6,63). En
efecto, el Espíritu Santo, que habita en nuestro interior como Huésped divino (cfr. Jn 14,17), es quien
nos hace partícipes de la vida de los hijos de Dios
(cfr. Rm 8; Gal 4,6).
El Espíritu Santo, procedente del Padre y del Hijo: esta
afirmación del Credo da a entender el origen divino del Espíritu Santo. La expresión «proceder» (en
griego, ekporeúetai) está tomada del evangelio según
San Juan: «El espíritu de la verdad que procede del
Padre» (Jn 15,26). La expresión «y del Hijo» (en latín, Filioque) es un agregado posterior que ha dado
lugar a una importante controversia teológica entre
Oriente y Occidente que dura hasta nuestros días.
Con todo, lo que el Credo quiere subrayar es que el
Espíritu Santo no puede separarse ni del Padre ni del
Hijo, puesto que las tres Personas divinas conforman
un único misterio, un solo Dios verdadero.
El Espíritu Santo, digno de adoración: cuando el Credo confiesa que el Espíritu Santo es digno del mismo
honor y de la misma adoración que el Padre y el Hijo,
reafirma su divinidad. Así, pues, dado que el Espíritu
Santo es Dios, Él también ha de recibir nuestra adoración y gloria. De allí que las oraciones litúrgicas
concluyan siempre con una «doxología» o glorificación a la Santísima Trinidad, es decir, al Dios que es
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Por otra parte, el Espíritu Santo no solo es sujeto
de nuestra adoración, sino que, además, es Él quien
inspira nuestra oración, puesto que no sabemos orar
como conviene (cfr. Rm 8,26). De esa manera, nos
prepara para aquella verdadera adoración de la que
habló Jesús, «en espíritu y en verdad» (cfr. Jn 4,24).
El Espíritu Santo, inspirador de los profetas: la última
afirmación del Credo hace referencia al Espíritu Santo como aquel que inspiró a los profetas las palabras
de Dios para que ellos fueran pregoneros del mensaje de la salvación en el mundo. Por otro lado, este
último artículo también nos invita a considerar que
el Espíritu Santo no solo realiza una función inspiradora, sino que, además, es quien hace a los hombres
capaces de oír la palabra del Padre y develar el misterio de Cristo.Aún más, es el Espíritu Santo quien sostiene en el testimonio final a los mártires y quien nos
ayuda a perseverar en la confesión de la fe cristiana.
A modo de conclusión, podemos decir que, desde
época muy temprana, la confesión de fe cristiana ha
reconocido la divinidad del Espíritu Santo. Al respecto, el Símbolo niceno-constantinopolitano es uno de
los más antiguos e importantes testimonios. m
Para continuar la reflexión personal
¿Con qué otros nombres (o imágenes) es designado el Espíritu Santo en las Sagradas Escrituras? ¿Cuáles son sus significados?
Tanto en el Símbolo Apostólico como en el
Símbolo de Nicea-Constantinopla ¿qué otras
verdades de fe son puestas en relación al Espíritu Santo? ¿Por qué?
¿Cuáles son las acciones que el Espíritu Santo
realiza en la Iglesia, en el corazón de los creyentes y en mi vida personal?
Contemplando mi vida te descubro una y otra vez en ella.
Darme la vida fue solo el comienzo,
acompañaste cada paso en mi camino.
Siempre estuviste ahí, curando mis dolores,
levantándome en las caídas,
celebrando los logros, alegrándote con mis risas.
Contemplando mi vida descubro la presencia de Dios,
y esa llama de la fe que no se apaga, te descubro a ti papá
que me la transmitiste con tu vida.
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