Fatih Mehmet II, El campeón del Islam Guilhem de Encausse El siglo XV: ¿época de cambios? Hacia mediados del Siglo XV, los serbios ya habían probado la consistencia de la estrella creciente de los otomanos. La flor y nata de su nobleza habían sido aplastadas en la batalla de Cirnomen, a orillas del río Maritza, en 1371, y luego, en el Campo de los Mirlos (1389), una nueva derrota significó la tumba de la independencia serbia. Un poco más hacia el Este, los búlgaros habían rendido sucesivamente sus capitales de Vidín y Tirnovo a los sultanes, tras lo cual, se vieron obligados a integrar los cuadros del ejército osmanlí en su nueva condición de vasallos. Los húngaros, entretanto, no habían tenido mejor suerte, excepción hecha de su ubicación geográfica. El gran río Danubio aún era un escollo psicológico para los turcos, quienes, sin embargo, no habían tenido reparos en vapulear una coalición cristiana en Nicópolis (1396), y en humillar a uno de sus cabecillas, el monarca magiar Segismundo I (1387-1437). Heridos en su orgullo y con graves pérdidas, los húngaros fueron empujados hacia el Norte y solo algunas de sus fortalezas al otro lado del río resistieron a duras penas el embate de la marejada otomana. En 1444 sufrieron un nuevo desastre en Varna, donde perdieron la vida el rey Ladislao y un legado papal, llamado Cesarini. Tampoco la pasaban mejor los estados turcos de Anatolia y los cristianos del Sur de Grecia, lo mismo que el Imperio Bizantino. Como los otomanos, muchos de ellos se habían interesado por la pólvora y hasta el diminuto estado de Trebizonda, el Imperio hermano de Constantinopla, se había hecho de algunas pequeñas piezas de artillería para defender su precaria posición. Además del temor y la aversión hacia los descendientes de Osman, los Balcanes y el Asia Menor tenían en común una inusual dispersión de la autoridad, repartida en decenas de señoríos, principados, emiratos, reinos, imperios y despotados. Tal cual parecía, las tenían todas en contra. Por el lado de Occidente, también existía una noción cabal del peligro que personificaban los turcos otomanos, expandiéndose a expensas de sus vecinos, como una mano abriéndose desde la muñeca de Tracia y el Helesponto. Génova y Venecia, luego de probar fuerzas en diferentes puntos del Egeo, se habían dado cuenta que al final del túnel no había más que oscuridad. Pero de momento, se aferraban con uñas y dientes, a sus terruños orientales de Grecia y Crimea. Los Papas, por su parte, seguían soñando con la posibilidad de una nueva cruzada, a imagen y semejanza de la Primera, en su efectividad y alcance. No pasaba de ser un espejismo. La Cristiandad hacía tiempo que había perdido el entusiasmo por semejantes empresas y tan solo los pueblos directamente amenazados por el avance otomano, se acoplaban perfectamente a los sueños papales. Quizá de todas las naciones occidentales, quien más conocía al enemigo turco y musulmán era Francia. Sus hijos habían participado en la lucha contra el «Infiel» desde los tiempos de Pedro el Ermitaño, paseándose por Asia Menor, Armenia, Siria, Palestina, Egipto e inclusive Túnez y Arabia. Mas hasta los días de Nicópolis, los francos jamás parecieron aprender de sus errores. Los ideales de caballería y la sed de vanagloria traicionaron su última carga, y fueron el epitafio de las tumbas de muchos nobles que perdieron la vida en esa plaza fuerte de Bulgaria, en 1396. La misma Inglaterra estaba al tanto del asunto, gracias a una visita del emperador bizantino Manuel II Paleólogo (1391-1425) que, desesperado, había acudido a Londres a finales de 1400, para solicitar ayuda militar. Entonces, si casi todo el mundo conocido al Oeste de Georgia y Armenia tenía una mínima idea de la erupción que estaba a punto de ocurrir desde el volcán de Tracia, ¿porqué la caída de Constantinopla causó tanta conmoción, al punto de que hasta los libros de historia la tomaron como referencia para señalar el final del Medioevo? ¿Qué cambios tan profundos tuvieron lugar con la desaparición de lo que restaba del Imperio Romano de Oriente? A mi entender, la respuesta no hay que buscarla sino desde la óptica del Islam. Allí está la clave. Para comprenderlo, pensemos en lo que significó para la Cristiandad, la reconquista de Jerusalén en 1099. ¿Cuánto ardor y cuanta pasión encendió este hecho en las crédulas mentes de los habitantes de Occidente? Multipliquémoslo por la sed de venganza y el fanatismo que generaron las Cruzadas entre los musulmanes, y entenderemos la significación que tuvo la conquista de Constantinopla para el mundo islámico. Y no se trata solo de una cuestión de fervor religioso, sino también de una materia que los seguidores de Mahoma tenían pendiente desde días en que los árabes intentaran por primera vez conquistar la Segunda Roma, la ciudad de Constantino, allá por el año 673. Al cambiar de manos Constantinopla, el Islam experimentó una sensación similar a la que había sentido la Cristiandad tras la Primera Cruzada. Y el artífice de ello fue un joven sultán, quien, el 29 de mayo de 1453, el día que tomaba Constantinopla y ponía término al Imperio Bizantino, cumplía 21 años y 2 meses: Fatih Mehmet II, más conocido para Occidente como Mahomet II el Conquistador. El siglo XIV, es cierto, fue una época de calamidades indescriptibles (peste bubónica, inundaciones y lluvias incesantes, cisma de Aviñón, usura, sublevación burguesa y jacquerie proceso contra los templarios, guerras civiles, por citar algunas). Nacido del dolor, el siglo XV trajo vientos de cambio en todos los campos de la ciencia y de la política. Pero es innegable que la toma de Constantinopla fue el detonante de todas las transformaciones, Humanismo, Renacimiento y una nueva onda expansiva del Islam incluidos. Fatih Mehmet II: El perfil de un conquistador Consideraciones iniciales ¿Un Alejandro Magno con derrotero inverso? ¿O tal vez un nuevo Constantino, aprovechando una Bizancio huérfana de Imperio, para proclamarla su nueva capital? ¿Quién fue Fatih Mehmet II en realidad? Comparar personajes de páginas distantes de la Historia es como tratar de adivinar cuál estrella del cielo es mayor en tamaño, sin un apropiado telescopio. Vayamos entonces a los hechos. Pero hagámoslo con sumo cuidado: la Historia muchas veces es el trofeo de los vencedores. Fatih Mehmet II o Mahomet II, el Conquistador. Lo primero que nos viene a la mente al escuchar este nombre son, como máximo, dos líneas borrosas de un viejo manual de Historia o de la raída enciclopedia de nuestra biblioteca: «Mahomet II, sultán turco desde 1451 a 1481. Conquistó Constantinopla en 1453». ¿Y qué más? Tal vez tengamos un conocimiento más acabado de Lorenzo de Médici que del inefable verdugo del Imperio Romano de Oriente. En la piel del conquistador Mehmet II nació el 29 de marzo de 1432 en Adrinópolis, la actual Edirne turca, otrora capital del Imperio Otomano (1365-1453). Entonces, su padre, Murat II, regía los destinos del país paseando a los destacamentos otomanos casi a voluntad por las tierras que una vez habían sido provincias del Imperio Bizantino. Pero pese a su sangre real y a la reconfortante sombra que sobre él proyectaba un personaje de la talla de Murat II, Mehmet no las tenía todas consigo. Todo lo contrario. Su madre, Huma Hatun, había sido una «gediklis» (que en turco significa «en el ojo del sultán»), hasta que Murat II la llevó a su harén, convirtiéndola en una «ikbal». Luego, cuando en 1432 dio a luz a Mehmet, la muchacha se convirtió en una «kadin» o esposa (1). Pero desdichadamente no fue la primera en dar un hijo varón al sultán, porque en dicho caso habría sido una «bas-kadin», es decir, la madre del futuro sultán. ¿Qué significaba todo esto? Ni más ni menos que Mehmet, teniendo medios hermanos mayores, entraba en una lista de espera donde la prioridad de la herencia la tenían otros (2). Así, pues, en 1432 Mehmet vino al mundo como el tercer hijo varón de Murat, después de Ahmed, de trece años de edad, primogénito y heredero del trono, y Alaeddin o Ali. Su infancia no fue de las mejores, dado que su padre sentía cierta predilección por Ahmed y Ali, quizá por tratarse de niños de sangre noble cien por cien (la madre de Mehmet, en cambio, había sido esclava antes de convertirse en «ikbal») o porque estaban más cerca de sucederle al trono en la lista de los herederos. Lo cierto es que Mehmet creció bajo la aureola de sus dos hermanos mayores, padeciendo en carne propia las discriminaciones de sus linajudas madrastras y la indiferencia de su enérgico padre. No obstante, en 1439 las tornas empezaron a cambiar en el palacio otomano de Adrinópolis. Ahmed murió repentinamente cuando Mehmet apenas tenía 7 años de edad y solamente cinco años después, Ali fue encontrado estrangulado en su habitación. Murad II no tuvo más alternativa que volver su mirada y enfocarla sobre Mehmet. No tardó mucho en darse cuenta que su tercer hijo, el de segunda clase, era un muchacho tan inteligente como encantador. Sin perder tiempo, el sultán despachó a su hijo hacia Manisa (Magnesia), donde le aguardaban dos de los tutores más renombrados de su corte, Zaganos y Sihabeddin. En esa ciudad del Asia Menor, Mehmet recibió la educación que la tradición exigía para un sultán. Cuando en agosto de 1444 su padre le mandó a llamar para reemplazarle en el trono, su joven hijo hablaba fluidamente nada menos que cinco lenguas además del turco nativo: griego, persa, hebreo, árabe y latín. Esto, sin mencionar sus conocimientos sobre historia, filosofía, retórica, literatura y matemáticas. Tal cual parecía, el fruto había madurado y estaba listo para ser cosechado. Habiendo abdicado, Murat II se retiró a la lejana Brusa, la primera capital imperial, dejando todo el poder en manos de Mehmet. A la corta fue una mala decisión. Muy pronto se presentaron problemas tanto internos como externos, que probaron que Mehmet aún no estaba en condiciones de llevar a buen puerto los destinos del Imperio. A los pocos días de asumir, sus tutores entraron en conflicto con el gran visir Candarli Halil (o Jalil Pachá) y para colmo de males, una gran expedición cristiana comandada por el rey de Hungría, bajó por el litoral de Bulgaria, en dirección a Varna (3). La noticia de la invasión húngara, último experimento de una Cruzada que registraron los anales de la Historia, provocó en la capital otomana una atmósfera de recelo hacia los cristianos indígenas. En septiembre, cuando el ejército occidental se desplegaba en torno de Varna, la secta de los Hurufi desató el caos en las calles de Adrinópolis, con matanzas de griegos ortodoxos inclusive. Fue la gota que colmó el vaso. Hacia mediados de mes, Murat estaba de regreso en la capital, poniéndose inmediatamente al frente de las huestes de jenízaros y sipahis. Después habría tiempo de ajustar cuentas con su irresponsable hijo y sus ambiciosos visires. Cuando el temporal capeó tras la completa derrota de las fuerzas cristianas, el 10 de noviembre de 1444, Murat II regresó con todos los laureles a Adrinópolis y reprendió severamente a sus funcionarios. Pero permitió a Mehmet seguir ejerciendo el gobierno, en una muestra de paciencia y tolerancia que sorprendió a propios y extraños. Sin haber resuelto los problemas cortesanos, el viejo sultán se marchó una vez más a Brusa, ansioso por restablecerse de los avatares de su última campaña. Con las manos nuevamente libres, Candarli Halil, Zaganos y Sihabeddin volvieron a enfrentarse entre sí, para conseguir el favor de Mehmet. Fue un período durante el cual los antiguos tutores se esforzaron por hacerle ver a su pupilo, las ventajas que se podían lograr con la conquista de Constantinopla. Tanto insistieron en ello que terminaron estigmatizando al inexperto sultán. Pronto, el sueño de arrebatar a los emperadores romanos la vieja ciudad se convirtió en una obsesión para Mehmet. Candarli Halil, entretanto, molesto por el ascendiente que habían logrado sobre Mehmet sus adversarios, empezó a mandar correos a Brusa para advertir a Murat de los desplantes de su hijo. Las actitudes de Mehmet no tardaron en justificar sus quejas. En 1445, las cicatrices psicológicas del abandono a que le había sometido Murat durante la niñez, comenzaron a abrirse en el muchacho. Desconfiado, receloso y taciturno, Mehmet se lanzó a gobernar sin consultar a sus visires, y lo que era peor, sin medir las consecuencias de sus actos. Durante los primeros meses de 1446, Candarli Halil se las ingenió para montar una supuesta rebelión de jenízaros que finalmente colmó la paciencia de Murat. En mayo Mehmet fue desplazado y confinado de nuevo en Manisa para completar su instrucción. Zaganos y Sihabeddin le acompañaron en el «exilio». El segundo reinado de Mehmet El ostracismo en Manisa duró casi cinco años. En febrero de 1451, la muerte de Murat II condujo a Mehmet, ahora con diecinueve años, directamente al trono. Pero a diferencia de la anterior, esta ascensión estuvo signada por la firmeza y el buen tino que demostró casi de inmediato el joven sultán. Su primera medida fue reprimir a los jenízaros y reorganizar las fuerzas armadas del Imperio, lo que a la postre sería el basamento de los futuros éxitos militares. La segunda y más trascendental, la conquista de Constantinopla, había estado madurando en su mente durante los años de instrucción en la remota Manisa, siempre patrocinada por los obsecuentes Zaganos y Sihabeddin. Bogaskezen o Rumeli Hizar (el Estrangulador del Estrecho), empezó a construirse casi al mismo tiempo que los emisarios de Mehmet II cerraban un tratado de no-agresión con los venecianos y los húngaros. Con la retaguardia asegurada, el siguiente paso del sultán fue mandar a buscar a un ingeniero húngaro, de quien se decía, podía construir piezas de artillería imposibles de imaginar para sus colegas occidentales. Urban como se llamaba, había visitado ya al emperador Constantino XI en Constantinopla, para ofrecerles sus servicios, pero el empobrecido soberano no había podido cubrir sus demandas económicas. Mehmet se alegró por ello y le contrató en el acto. Poco tiempo después, Urban se abocaba en Adrinópolis a forjar los metales que habrían de constituir el primer regimiento de artillería «pesada» de la Historia. Uno de sus cañones llegaría a medir casi ocho metros de largo y a disparar balas de mármol que pesaban cerca de seiscientos kilos. El gran sitio de Constantinopla Según cuentan las crónicas de la época, el 6 de abril de 1453, entre redobles de tambores y toques de trompeta, el sultán Mehmet II se presentó al frente de una enorme hueste ante las murallas de Constantinopla y acampó frente a la puerta de San Romano. Desde el primer día del sitio, los bandos rivales del gran visir Candarli Halil y de los tutores Zaganos y Sihabeddin, trataron de imponer sus puntos de vista acerca de la empresa. Mientras que el primero se oponía al asedio, los segundos lo propiciaban, rechazando tozudamente cada sugerencia de aplazamiento que proponía el gran visir, cada vez que los bizantinos repelían el asalto de los bashi-bazouks y de las fuerzas regulares turcas. Pero Mehmet estaba decidido, y la prueba de su firmeza la dio cuando en un golpe de efecto tremendo para los sitiados, transportó por tierra, sobre plataformas rodantes, a unos setenta barcos de su flamante flota para acometer las defensas del Cuerno de Oro, hasta entonces cerradas desde el mar por una gruesa cadena. El 23 de mayo en el cuartel general turco se resolvió la fecha del asalto general: el ataque a gran escala tendría lugar el martes 29 de mayo, al amanecer. Los preparativos del mismo fueron encomendados por el sultán al omnipresente Zaganos. Sin pérdida de tiempo, los soldados turcos se pusieron a bruñir sus escudos y los carpinteros, a preparar las escalas. Mientras tanto, los grandes cañones seguían machacando las enormes murallas teodosianas, derribando grandes trozos de mampostería. Llegado el día señalado, el sonido de los atabales, de los címbalos y de las trompetas hizo estallar el mundo. Unos 100.000 andrajosos bashi-bazouks arremetieron contra las fortificaciones pero fueron rechazados ignominiosamente a saetazos y fuego griego. El segundo asalto, realizado con tropas de línea, tampoco pudo hacer pie en lo alto de las almenas. Recién cuando Mehmet mandó a los jenízaros en la tercera oleada, las defensas bizantinas flaquearon, titubearon y finalmente se desmoronaron. En quince minutos, por lo menos 30.000 turcos penetraron en la gran ciudad cristiana y empezaron a matar a hombres, niños y mujeres sin distinción. Por la tarde, después de 53 días de sangrienta lucha, Mehmet hizo su entrada triunfal, vitoreado frenéticamente por sus soldados. En el camino de Santa Sofía hacia el palacio imperial, preguntó con insistencia por Constantino XI Paleólogo. Dos hombres le mostraron una cabeza que algunos griegos habían identificado como la de su señor. Ya en el palacio, caminando por las desoladas salas, masculló algunos versos de un poema persa: La araña ha tejido su tela en el palacio imperial y el búho ha cantado su canción de vigilia en las torres de Afrasiab. El día después Finalizada la gran batalla, la visión de Constantinopla era verdaderamente desoladora. Los cuerpos de los combatientes muertos yacían regados por todas las calles, apiñados o dispersos, según habían intentado resistir o huir en el último momento. La sangre había formado charcos y lodazales, y en las partes bajas de la ciudad, se escurría zigzagueando entre la inmundicia y los cadáveres hacia los muelles y embarcaderos. Muchos soldados turcos corrían sin rumbo, saqueando indiscriminadamente las iglesias y monasterios que hallaban a su paso. Recién dejaron de matar cuando se percataron que era más valioso tomar prisioneros para venderlos como esclavos en los mercados de Anatolia. El sultán, que les había prometido tres días de pillaje y saqueo antes del último asalto, pronto se desdijo de sus palabras. Pensaba en hacer de Constantinopla su nueva capital así que se debió haber preguntado para qué destruir lo que después debería ser reedificado. Inmediatamente envió a sus jenízaros a detener la marcha de los desenfrenados soldados de línea y de los bashi-bazouks. Pero ya era demasiado tarde. Todas las grandes basílicas, los palacios, los monumentos, las estatuas y los monasterios habían sido despojados de sus tesoros, ornamentos, cálices y relicarios. De las arcaicas iglesias de los Santos Apóstoles, Santos Sergio y Baco, San Teodoro, Santa Irene y Santa Eufemia, no quedaban más que paredes vacías y púlpitos desordenados. La misma suerte corrieron los famosos monasterios de Myrelaion, Jesucristo Pantócrator, San Juan Bautista de Trullo, Theotokos Pammakaristos, San Juan de Studius, San Jorge de Mangana, Jesucristo Pentepoptes, etc. La lista era interminable. A las imágenes de ruina, humo y desolación se agregaba en la lejanía, la de los pocos barcos, casi todos italianos, que habían conseguido escapar minutos antes de generalizarse los saqueos. Iban colmados de tripulación y pasajeros, hasta el punto casi de zozobrar. Pero en sus cubiertas los afortunados fugitivos daban gracias a Dios, mientras miraban, a la distancia, como la silueta de Constantinopla se empequeñecía hasta perderse en el horizonte, como el Imperio Romano de Oriente en las gavetas de la Historia. Los desdichados griegos que habían quedado a la buena de Dios en la vieja capital bizantina, fueron arreados como ganado y agrupados en los lugares que los visires y altos dignatarios otomanos habían escogido como nuevas residencias. Entre ellos marchaba, a golpes de bastón y latigazos, el teólogo bizantino Jorge Scolarios (o Genadio II), que bajo el reinado del emperador Juan VIII Paleólogo, había llegado a ocupar el cargo de secretario y predicador del palacio. Los siguientes tres meses los pasaría como esclavo en la ciudad de Adrinópolis. De conquistador a sultán emperador La reconstrucción de Constantinopla: La conquista de la antigua Bizancio le valió a Mehmet II el mote de Fatih o Conquistador. Y bien ganado se lo tenía. En sus casi once siglos y medio, la ciudad nunca había sido tomada por asalto, excepto vilmente y a traición por la IV Cruzada. Pero Mehmet, que tanta Historia había estudiado en su período de instrucción en Manisa, sabía perfectamente que la sola conquista no garantizaba la gobernabilidad de los territorios sometidos. Había que tomar decisiones, y rápido. El Imperio Bizantino siempre había sido una obsesión para el sultán, lo mismo que la idea de imitar a los emperadores romanos, entre los cuales los Comnenos eran sus predilectos. Cuando decidió el arresto y la posterior ejecución de Candarli Halil, el gran visir de Murat II que tanto le había incomodado durante el sitio, empezó a vislumbrarse en su figura de sultán, la autocracia de los viejos basileus. En septiembre de 1453, Mehmet II empezó a levantar a Constantinopla de las cenizas. La ciudad estaba casi deshabitada desde mayo, así que hubo que deportar a grupos de musulmanes y cristianos del Asia Menor y de los Balcanes y establecerlos en los barrios abandonados. También alentó el regreso de los griegos y genoveses, para ocupar el cuarto comercial de Gálata y Pera, pero en este caso, el sultán debió darles garantías de seguridad. Mientras tanto, la gran catedral de Santa Sofía fue transformada en mezquita, recibiendo de Mehmet un subsidio anual de 14000 ducados de oro para mantenimiento y servicios. La suerte corrida por la iglesia de Justiniano horrorizó a los griegos ortodoxos, que poco antes de la caída de Constantinopla, también se habían quedado sin patriarca. A fin de congraciarse con ellos, Mehmet hizo reunir al clero bizantino para que eligieran uno nuevo, y de la asamblea surgió el nombre de un antiguo secretario de Juan VIII Paleólogo, llamado Jorge Scolarios. Pero Jorge no aparecía por ningún lado, hasta que alguien se acordó que había sido llevado, engrillado, a Adrinópolis. Mehmet le hizo regresar con todos los honores y luego de ser ordenado diácono, presbítero y obispo, el brillante teólogo fue investido patriarca, cargo que desempeñó con el nombre de Genadio II Scolarios (1453-1456, 1463 y 1464-1465). Para la misma época, en consonancia con su política de tolerancia religiosa, Mehmet también hacía designar a un gran rabino y a un patriarca armenio. Pero la piedra fundamental del resurgimiento de Constantinopla fue el emplazamiento de numerosas instituciones musulmanas e instalaciones comerciales en los principales barrios. A partir de este núcleo, la urbe se desarrollaría rápidamente y en un breve lapso de tiempo, casi cincuenta años, volvería a ser la ciudad más populosa de Europa. Se la conocería desde entonces como Estambul, una deformación de las palabras griegas eis tin polin («en la ciudad»). De cara a Occidente Aunque la noticia no fue inesperada, Occidente la recibió con amargura y aprensión. La extinción del Imperio Romano de Oriente provocó reproches mutuos pero esencialmente demostró la inutilidad del movimiento cruzado para salvar a la cristiandad oriental de los embates del Islam, revitalizados desde finales del siglo XI tras el advenimiento de los turcos. En Oriente, el mundo musulmán celebró la conquista de Constantinopla como su mayor y más importante victoria. El prestigio de Mehmet II creció hasta el punto de opacar a los poderes rivales de Egipto, Teke, Karaman, Erzincan y a las federaciones de los carneros blancos y negros. Al sultán, la fama se le subió a la cabeza y pronto empezó a considerarse a sí mismo como el heredero de los césares romanos y el campeón del Islam en la guerra santa contra el infiel. Se auto proclamó Kaiser-i Rum, es decir, emperador romano y «Señor de las dos tierras y de los dos mares», en alusión a Anatolia y los Balcanes, por un lado, y al Egeo y el Mar Negro (en adelante, Karadenis), por el otro. Las siguientes campañas Luego de trasladar la capital de su creciente imperio de Adrinópolis, en el corazón de Tracia, hacia Constantinopla, Mehmet volteó su mirada hacia Serbia. Para ese momento, el dominio de los príncipes de Rascia estaba resquebrajado, pese a que Esteban Lazarevic (1389-1427, déspota desde 1402), había podido liberarse del vasallaje impuesto por los otomanos tras la batalla del Campo de los Mirlos (1389). Su sucesor, Jorge Brancovic (1427-1456), aunque había dado la mano de su hija al sultán Murat, también se había protegido de él, aliándose a Hungría y edificando una gran fortaleza en Smederevo, a orillas del Danubio. La decisiva derrota de Varna en 1444 echó por tierra con las aspiraciones de independencia de Jorge y en 1453 el déspota debió colaborar con tropas en el sitio de Constantinopla. De manera que hacia 1456, cuando murió Brancovic, Serbia estaba ya virtualmente anexionada al Imperio otomano. En ese mismo año, las fuerzas de Mehmet fueron derrotadas ante las murallas de Belgrado por el general húngaro Juan Hunyadi, pero tres años después, el sultán volvió y asestó a los serbios el golpe de gracia conquistándoles Smederevo (junio de 1459). La batalla de Belgrado, que tuvo lugar en julio de 1456, merece un párrafo aparte por ser la única mancha negra en la historia militar de Mehmet II. Quizá para probar la consistencia de las defensas húngaras o tal vez con el fin de medir sus propios límites, Mehmet condujo una hueste integrada por unos 70.000 soldados contra la gran ciudad del Danubio. En ella le esperaba el regente de Hungría, Juan Hunyadi, al frente de una horda de 25.000 hombres harapientos, atraídos al lugar por la arenga y los sermones del franciscano San Juan de Capistrano. Belgrado era una ciudad pequeña, aunque sumamente importante en el sistema defensivo establecido por los monarcas húngaros para contener el avance otomano. Mehmet sabía que debía someterla si no quería dejar una posición enemiga intacta a sus espaldas, en el caso de una invasión sistemática a Hungría. Por este motivo, había llevado consigo parte de las colosales piezas de artillería que le habían ayudado a derribar los muros de Constantinopla, tres años antes. Las diferencias abismales de fuerzas parecían augurar de nuevo la derrota de los cristianos. Pero Juan Hunyadi se sobrepuso al espectáculo de los cañones rugiendo sus salvas, y en una espectacular batalla derrotó completamente a Mehmet. Al decir del historiador Engel (4), tal fue la magnitud del desastre, que la invasión y conquista de Hungría por los otomanos se demorarían 65 años más. Sin embargo, los héroes de la jornada, Juan Hunyadi y San Juan Capistrano, acabaron muertos al finalizar el año, debido a una enfermedad que contrajeron como resultado de una plaga desatada en el campamento cristiano después de la batalla. Al sur, entretanto, las tropas otomanas parecían imparables. Luego de penetrar en Tesalia, acabaron con el Ducado de Atenas (1456) y de allí bajaron hasta el Despotado de Morea, que tan obstinadamente se habían disputado entre sí los hermanos del último emperador bizantino Constantino XI. Tomás Paleólogo huyó a Italia y Demetrio, acérrimo enemigo de los latinos, se estableció en la corte del sultán. Con su partida, en 1460, desapareció el último vestigio de soberanía bizantina en Grecia. Al año siguiente, Mehmet II, con la mayor parte de los Balcanes en su poder, se internó de nuevo en Anatolia y, avanzando al frente de una fuerza compuesta por unos 60.000 jinetes, 80.000 infantes y 300 barcos de guerra, fue sometiendo uno a uno a los emires de la región. Sínope fue conquistada y la confederación de los turcomanos del Carnero Blanco duramente derrotada. A principios de octubre el ejército otomano y una armada de varios cientos de navíos, se presentaron ante Trebizonda, morada de los emperadores Comneno desde los días de la IV Cruzada. El asedio se prolongó durante 21 agotadores días, hasta que finalmente el basileus David, a través de un emisario, arregló la rendición de su capital. Mehmet le permitió retirarse con sus bienes e instalarse en el territorio de Serrés. En 1463 David se encontró en Adrinópolis con Demetrio Paleólogo, el desposeído Déspota de Morea, lo cual fue interpretado como una conspiración por el sultán, que ordenó inmediatamente su ejecución y la de siete de sus ocho hijos. Con el colapso del imperio de Trebizonda, Asia Menor cayó definitivamente en manos del Islam, El mar Negro se convirtió en un lago musulmán, otomano en realidad, el helenismo debió recluirse en las sombras y los cristianos de Asia no tuvieron más remedio que sentarse a esperar el retorno de los gloriosos años de antaño, una espera que apenas tuvo un atisbo de finalización, con la independencia de la Grecia moderna. En sus mentes se mantuvo para siempre vívido el recuerdo de los Comnenos, de Alejo I, Juan II y Manuel I, y por supuesto, de los «Grandes» Comnenos, bajo los cuales respiraron sus últimos años de libertad. Después de la conquista de Trebizonda, Mehmet se dedicó a someter los emiratos rivales del sur de Asia Menor, Teke y Karaman, mientras parte de sus fuerzas eliminaban la última resistencia en los Balcanes, encabezada en Albania por Jorge Castriota o Skanderbeg (1468). El 11 de agosto de 1473, en la batalla de Bashkent, cerca de Erzincan, el ejército otomano derrotó a Uzun Hasan, el líder de los turcomanos de Akkoyunlus. La impresionante carrera de éxitos de Mehmet siguió con las colonias genovesas de Karadenis (Mar Negro) y la isla de Eubea, que arrebató a Venecia. En 1479, habiendo cumplido los cuarenta y cinco años, el inquieto sultán se lanzó contra la isla de Rodas, que fue defendida brillantemente por los caballeros de San Juan. Al año siguiente su mesnada pasó de Albania a Italia, donde la ciudad de Otranto padeció una durísima devastación. Fue la última acción de envergadura realizada por Mehmet: el sultán murió (algunos dicen de gota, otros, envenenado) mientras preparaba una nueva campaña en Anatolia, el 3 de mayo de 1481. Mehmet II: El ser humano Mehmet, pese a sus 25 campañas militares, no fue únicamente un gran soldado. Su pasión por el arte se reflejó en su amor por la poesía; su fe en los versículos del Corán, en sus magníficas mezquitas (Eyup Sultán, mezquita de Fatih); arquitectónicamente intentó emular a los grandes emperadores bizantinos erigiendo el palacio de Topkapi, cuya construcción se inició para la época de la batalla de Bashkent. La tolerancia religiosa del sultán quedó de manifiesto cuando en tres ocasiones visitó al patriarca de Constantinopla, Genadio II Scolarios, con el fin de informarse de la religión de los cristianos. Sus relaciones con las repúblicas mercantiles de Italia (5) no fueron de las mejores, pero especialmente con Venecia mantuvo contactos culturales que llegaron a su punto culminante con la visita de Matteo di Pasti y Constanzio da Ferrara, quienes trabajaron en el palacio imperial de Estambul, entre 1478 y 1481. En 1479, el dux veneciano Giovanni Mocenigo (1478-1485) le envió a Gentile Bellini, el más prestigioso pintor de la época, que inmortalizó a Mehmet en un cuadro que se conserva actualmente en la Galería Nacional de Londres (¿?), aunque se duda de la autenticidad de la obra. Gentile Bellini también se encargó del diseño de las decoraciones y de los frescos en los muros del palacio de Mehmet. Al mismo tiempo, Sinan Bey, que era el jefe de los decoradores otomanos, fue enviado a Venecia, donde estudió a la sombra de Matrosis Pavli y Pavli de Damion. Toda la corriente de artistas extranjeros que arribó a Constantinopla en tiempos de Mehmet II dejó una huella profunda entre los artistas locales. En el campo del derecho, Mehmet también paseó su liderazgo, al concentrar en un solo código la ley criminal y todas las materias relacionadas con la misma. Su obra sirvió ulteriormente como núcleo de las subsecuentes legislaciones. La palabra del sultán era ley y el mismo Mehmet se ocupaba personalmente de que fuera cumplida con un rigor extremo. Tanta fue la influencia que ejerció sobre él el mundo romano, que hasta los límites de su Imperio casi coincidieron en un momento dado con los del Imperio Bizantino. Además de guerrero, poeta y patrono de las artes, el conquistador de Constantinopla fue también un acérrimo aficionado de la jardinería. Tenía una especial predilección por las rosas, a punto tal que, en uno de los retratos con que se le conoce, aparece con una de ellas en sus manos. Teología, filosofía y religión se contaron asimismo entre las obsesiones del sultán, que siempre se interesaba por los trabajos de los sabios bizantinos, fueran estos contemporáneos o no. Su corte se ocupó en este sentido de hacer traducir algunas de las obras o tratados de teólogos de la talla de Georgios Gemistos Plethon, Georgios Amirutzes, Jorge de Trebizonda, Miguel Critoboulos de Imbros y Jorge Scolarios (6). Aunque siempre los traductores se encontraron con que bajo una sutil apariencia «aristotélica», se escondía un más racional instrumento de enseñanza del dogma cristiano (a Jorge de Trebizonda se le imputa la ocurrencia de tratar de convertir al sultán al cristianismo, en su deseo de reinstaurar el «Reino Universal» -fe, iglesia e imperio- de los tiempos de Constantino el Grande, a través de la figura ascendente de Mehmet II). La tolerancia religiosa de Mehmet aún puede apreciarse leyendo su «Ahdnama» o juramento: Mehmet, hijo del sultán Murat siempre victorioso. La orden de la honorable y sublime firma del sultán y del brillante sello del conquistador del mundo es la siguiente: Yo, el sultán Mehmet informo a todo el mundo que a aquellos a quienes se da el beneficio de este edicto imperial, los franciscanos bosnios, han caído en la gracia de mi Dios, por lo que ordeno: No molestar ni incomodar a los mencionados ni a sus iglesias. Dejarlos habitar en paz en mi imperio... Permitirles retornar y establecerse sin temor en sus monasterios, en todos los países de mi Imperio. Ni mis altos dignatarios, ni mis visires o empleados, ni siquiera mis sirvientes y aún tampoco los ciudadanos de mi imperio, deberán insultarles o molestarles. No dejar que nadie ataque, insulte o haga daño tanto a sus vidas como a las propiedades de sus iglesias, aún cuando traigan a alguien del exterior. Ellos tienen permitido eso. En consecuencia, teniendo por la gracia estatuido el presente edicto, yo tomo mi gran juramento o declaración. En el nombre del creador de la Tierra y del Cielo, el único que alimenta a las criaturas y en el nombre de los siete Mustafas y de nuestro Gran Mensajero,..., nadie debe contradecir lo que ha sido escrito ...mientras ellos sean obedientes y respetuosos a mis órdenes. 1463 Esta «Ahdnama», que trajo tolerancia y autonomía a las naciones conquistadas, fue decretada en un primer momento después de la conquista de Bosnia Herzegovina, el 28 de mayo de 1463, para beneficiar a la iglesia católica franciscana de Foznica. Justo es reconocer que se trata de la primera declaración de derechos humanos de la Historia y que fue estatuida exactamente 326 años antes de la Revolución Francesa de 1789 y 485 años antes de la declaración internacional de derechos humanos, realizada en 1948. Conclusión La obra de Fatih Mehmet II, como se ha visto, fue pródiga en todo sentido. Aún así, solo su faceta militar ha trascendido en el tiempo, a causa del dramático sitio de Constantinopla. A Mehmet, la destrucción del Imperio Bizantino, le granjeó en Occidente más detractores que simpatizantes. Sin embargo, la justa medida con que la Historia debería analizar el principal hecho por el que se lo conoce no tendría que dejar lugar a dudas: Mehmet II se apiadó de un estado que llevaba más de mil años a cuestas con casi doscientos cincuenta de miserable decadencia, causada por los necios comandantes de la IV Cruzada, que se decían cristianos. La posibilidad que le dio el sultán a Constantinopla, tras su conquista, de renacer desde las cenizas y convertirse de nuevo en la capital de un imperio que llegaría a medir tanto como el de Justiniano I, o más, no la tuvo ni la misma Roma, desde su ocaso en 476. Para el Islam, entretanto, Mehmet II fue uno de sus mayores campeones, solo comparable a Salah ed-Din Yusuf (Saladino) y Suleyman II (Solimán el Magnífico). Si bien el estado que encontró al ascender al trono tras la muerte de Murat II era un imperio consolidado, él lo convirtió en una potencia de primera línea. Con sus sucesores, el Imperio Otomano llegaría a constituirse en el azote de la Cristiandad, no ya en las remotas tierras de Anatolia o Palestina, ni aún en los más cercanos Balcanes, sino en las mismísimas puertas de Viena, en el corazón de Europa. Fuentes bibliográficas Sin traducción al castellano: G. Hoffman, «Giorgios Scolarios», en Enciclopedia Católica, VI, 448-449, 1951. Th. Aarnold y Guillaume A., The Legacy of Islam, Oxford, 1931. Miller W., Trebizond, the last Greek Empire, London, 1926. David Nicolle, Constantinople 1453. The end of Byzantium, 2000. Vasiliev A.A, The foundation of the Empire of Trebizond, Speculum, XI (1936), págs. 337. Vasiliev A.A., The Empire of Trebizond in history and literature, Byzantion, XV (19401941), págs. 316-377. Pal Engel, The Realm of St. Stephen. A History of Medieval Hungary (895-1526) trans. Tamas Palosfalvi (London: I. B. Tauris, 2001), 296. Bryer Anthony A. M., The Empire of Trebizond and the Pontos, 1980. M. Jugie, Georges Scolario, Roma, 1939. Dominic G. Kosary, A History of Hungary, 1941. The Library of Congress Country Studies, The Otoman Empire, 1995. Con traducción al castellano: Duby Georges, Atlas Histórico Universal, 1987. Runciman Steven, Historia de las Cruzadas, volúmenes II y III, 1973 (castellano). Cahen Claude, El Islam (desde los orígenes hasta el Imperio Otomano), 1972 (castellano). G. Ostrogorsky, Historia del Estado Bizantino, 1963 y 1984. Tuchman, B., Un Espejo Lejano, 1979 (castellano). Maier Franz G., Bizancio, 1973 (en alemán). Norwich, J. J., La Caída de Constantinopla (castellano). Notas. 1. En aquellos tiempos, las mujeres del harén eran importadas de los más recónditos rincones de la tierra. Algunas eran capturadas por piratas turcos que eran el azote de las costas del Egeo, del Jónico y del Adriático, otras eran vendidas por ambiciosos campesinos que se hacían de circulante gracias a las virtudes de sus hijas. Ningún sultán se casaba oficialmente. Pero la mujer que conseguía darle un hijo varón, ascendía a un estrato superior. 2. Las «esposas» o «kadin» de Murat II eran Alime Hatun, Yeni Hatun, Huma Hatun (la madre de Mehmet II), Tacunnisa Hatice Halime Hatun y Mara Hatun. De éstas engendró los siguientes hijos varones: Ahmed, Alaeddin o Ali, Fatih Mehmet II, Orhan, Hasan y Ahmed. Sus hijas fueron Sehzade y Fatma Sultana. Por su parte, Mehmet tuvo las siguientes «kadin»: Gulbahar Hatun, Gulshah Hatun, Sitti Mukrime Hatun, Cicek Hatun, Helene Hatun, Anna Hatun y Alexias Hatun. Con ellas engendró a Mustafá, Beyazid II (1481-1512), Cem, Korut y a su hija Gevehan Sultana. 3. La batalla de Varna, sin ninguna duda, puede considerarse como el último esfuerzo serio y organizado, realizado por la Cristiandad, para salvar Europa oriental, incluyendo a Constantinopla, de la amenaza del Islam. Dirigidas por jefes nacionales locales de la talla de Ladislao de Hungría y el general magiar Juan Hunyadi, las huestes cruzadas se proponían bajar por el litoral de Bulgaria, liberar a Constantinopla y limpiar de turcos la península Balcánica. Contaban para ello con el beneplácito del Papa, a través de su legado, el cardenal Cesarini. Pero el sultán Murat II acudió con presteza y con una fuerza tres veces mayor a la de los cristianos, los derrotó completamente delante de Varna, matando al rey de Hungría y al delegado papal (10 de noviembre de 1444). Lo llamativo del caso fue que las Repúblicas de Génova y Venecia, temerosas de perder sus «franquicias» respecto a las rutas comerciales hacia Oriente, no se comprometieron con la aventura de la desafortunada Cruzada. Con el correr de los años lo lamentarían. Los sultanes otomanos acabarían confinándolas progresivamente en el Mediterráneo occidental, arrancándoles de sus manos los bastiones y emporios comerciales de Crimea, Creta y de las islas griegas. 4. Pal Engel, El reino de San Esteban. Historia de Hungría Medieval (895-1526) trans. Tamas Palosfalvi (London: I.B. Tauris, 2001), 296. 5. Las relaciones de las repúblicas mercantiles italianas con el Imperio Otomano tuvieron diferentes facetas a partir de la caída de Constantinopla, en manos de Mehmet II. Hasta entonces, los italianos se habían mantenido expectantes, favorecidos por el hecho de que los otomanos aún no habían construido una armada para acometer sus posiciones insulares en el Egeo y sus colonias en Crimea. Pero cuando el sultán pudo disponer de una, los años dorados de las repúblicas, que tanto habían arruinado comercialmente al Imperio Bizantino, acabaron indefectiblemente. Lentamente se fueron replegando, mientras trataban de salvar sus posesiones con una política dubitativa. Génova buscó aliviar su situación, uniéndose a España, mientras Venecia, más amenazada por su ubicación geográfica, recobró algo de valor y ofreció una resistencia mucho más consistente y enérgica. 6. La biografía de Jorge Scolarios o Genadio II amerita un párrafo aparte. El teólogo bizantino nació en Constantinopla hacia los días de la batalla de Ankara. De joven aprendió latín y estudió apasionadamente a los teólogos y filósofos occidentales. Abrió una escuela en su propia casa, adonde acudían indistintamente pupilos griegos e italianos, los primeros para iniciarse en los escritos de Santo Tomás de Aquino y los segundos, para estudiar a Aristóteles. La fama creciente de Scolarios llegó a oídos del emperador Juan VIII Paleólogo, que acabó por nombrarle su secretario. Tiempo después el basileus le encomendó la ardua tarea de asesorarle en los asuntos de la unión de las Iglesias. Con ese motivo, Juan lo llevó consigo al Concilio de Florencia (1435). Sin embargo, entre 1444 y 1453, cambió radicalmente de postura y apoyó su nueva tesitura con una serie de escritos dirigidos contra el dogma latino y el Concilio de Florencia. Hacia 1450, reinando Constantino XI Paleólogo, Scolarios se inclinó por la vida monástica, se retiró al claustro, adoptó el nombre de Genadio y continuó la lucha contra los uniatas de la capital y contra los latinos. Defendiendo enérgicamente su posición, fue una de las pocas figuras de relieve que criticó con dureza la proclamación del decreto de unión, realizada por el cardenal Isidoro de Kiev, el 12 de diciembre de 1452. La caída de Constantinopla en 1453 le significó la esclavitud en Adrinópolis, de donde lo rescató Mehmet II, luego de que un sínodo de clérigos griegos le proclamara nuevo patriarca bizantino. Entonces Genadio II fue ordenado diácono, presbítero y obispo, nombramiento que fue confirmado por un nuevo conciliábulo, realizado con obispos procedentes de Asia y Los Balcanes. En 1455, Genadio retornó a la vida monástica, estableciéndose en las instalaciones del Monte Athos. Pero fue llamado para ejercer el patriarcado en dos oportunidades más: 1463 y 1464-1465. En 1472 falleció, mientras se hallaba consagrado a sus trabajos de teología, en el convento de Prodromos, donde fue sepultado. El mérito indiscutible de Genadio II fue, sin ninguna duda, haber asumido el patriarcado en un momento en que el futuro se presentaba negro para la población griega, con las pérdidas simultáneas de su Imperio, su capital y su independencia. La conciencia nacional, sabiamente mantenida y cultivada tanto por Genadio como por sus sucesores, salvaría a los greco-bizantinos de la disgregación definitiva como pueblo y aportaría los elementos necesarios para la resurrección acontecida durante el siglo XIX. En 1830, la frontera de Volo a Arta sería una base de partida para la Megali Idea, que propiciaba la restauración del Imperio Bizantino. 2010 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales ____________________________________ Facilitado por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Súmese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusión de la Biblioteca Virtual Universal www.biblioteca.org.ar Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el siguiente enlace. www.biblioteca.org.ar/comentario