La herencia liberal española Javier Moreno (Ed.) Progresistas, Madrid, Taurus, 2005, 478 págs. [En Revista de Libros, nº 117, septiembre de 2006], págs. 13-14 La imagen de la trayectoria histórica y la obra del liberalismo en nuestro país continúan siendo fundamentalmente negativas. Esta negatividad es fruto de la hostilidad convergente de dos tipos de historiografía. La de inspiración integrista y autoritaria nunca entendió que el proyecto de Monarquía peninsular unitaria, de recuperación de la España perdida por la invasión musulmana, quedó paralizado y no realizado durante la etapa imperial de los Austrias. Los reaccionarios no quisieron ver que la herencia de los Reyes Católicos sólo fue retomada por los Borbones y la Ilustración en las condiciones del siglo XVIII, y que la precaria forja de un Estado relativamente unitario sólo culminó en 1812, cuando en medio de una de las peores crisis que España haya atravesado jamás, las primeras Cortes liberales proclamaron la Nación española, integrada por individuos libres e iguales en derechos y deberes, e hicieron de ella el sujeto insustituible del proceso político. Este desdén, cuando no abierta hostilidad hacia la significación del proyecto gaditano resulta también evidente en la historiografía nacionalista, en particular la catalana. Recuerdo ahora, por ejemplo, que Josep Fontana ni siquiera menciona las Cortes de Cádiz en su conocida obra sobre “la quiebra de la Monarquía absoluta”. Por su parte, aquella otra historiografía de corte y contenido digamos socioeconómico e impronta más o menos marxista, ha asociado siempre la palabra liberalismo a la palabra fracaso: fracaso de la así llamada revolución burguesa, fracaso de la industrialización…Recientemente nos enfrentamos – ya dentro de un tipo de metodologías que han convertido la historia, de reina de la causalidad científica en señora del imperio de la subjetividad, poblado de memorias e imaginarios – a una nueva variante de la doctrina del fracaso; ahora, el de la construcción nacional española. Este enfoque viene a heredar la tradición de la izquierda republicana de entreguerras, que relató la historia de la España liberal como una traición permanente del liberalismo monárquico a la nación que hubiera podido ser. De esta última frustración de nuestra historia 1 contemporánea se deriva ahora, en lugar de la palingenesia republicana, la transformación del soberanismo nacional liberal español en un “nacionalismo más”, que pasa –al igual que el castellano en el terreno de las lenguas – a añadirse, como una variante más, a los nacionalismos denominados “periféricos”. Curiosamente, estos últimos, herederos del carlismo, obtienen así su gran revancha por las derrotas de 1839 y 1875, una victoria algo más que simbólica sobre la herencia de la España liberal y todo lo que esta significa en cuanto a la igualdad civil y el Estado de derecho. Así las cosas, es de agradecer que Javier Moreno Luzón, editor de este conjunto de biografías de progresistas españoles (la mayoría liberales, y más exactamente liberal-demócratas), declare en el prólogo que ha seleccionado este tema y le ha aplicado el método biográfico, porque este conjunto de personas - sus esfuerzos, logros y fracasos - representaron un factor importante en la modernización de la sociedad española de los siglos XIX y XX. A lo cual añade, que la biografía “es el territorio de la libertad”, lo que también es digno de resaltar. Cierto que el método biográfico presenta, como todo método, junto a la ventaja de la flexibilidad, el relativo azar y la mejor o peor idoneidad de a quiénes se selecciona y quién biografía a quién. La variedad de autores encuentra, además, la dificultad de hallar un filtro crítico suficientemente riguroso que forje la coherencia del conjunto. De ahí que se haya elegido la genérica denominación de “progresistas”, pues la más estricta de “liberal demócratas” hubiera planteado – entiendo - algunos problemas de selección. Se da, de todas formas, según señala el editor en el prólogo, la coincidencia de notas compartidas por todos estos progresistas: una actitud más o menos erastiana hacia la Iglesia católica, con el propósito consiguiente de disminuir su peso institucional en el Estado y, particularmente, en la educación, aunque esa actitud excluyera, en la mayoría de los casos, posiciones persecutorias y clerófobas. Un enfoque democrático del liberalismo, centrado en los principios de la soberanía nacional y el sufragio universal, frente a las posiciones censitarias y co-soberanas con la Monarquía del liberalismo conservador, la otra gran rama del liberalismo español. En fin, una actitud favorable hacia la intervención limitada del Estado en la economía para estimular la igualdad de oportunidades, sobre todo en el terreno educativo. 2 La lectura atenta de los textos así recopilados, permite formular, en todo caso, algunas otras consideraciones sobre la interpretación de los biografiados. Varela Suanzes, por ejemplo, biógrafo aquí de Flórez Estrada, apunta la confusión reinante en el liberalismo progresista español a la hora de decidir la fundamentación iusnaturalista o utilitaria (Bentham) de su filosofía política, enfoques incompatibles entre sí. El vasto saber en historia constitucional de Varela Suanzes no va más allá. Sin embargo, es posible relacionar esta indeterminación con otros planteamientos típicos de un radicalismo filosófico iusnaturalista, de graves consecuencias políticas. La defensa de la “insurrección legal”, por ejemplo, que los progresistas sostuvieron hasta el Sexenio revolucionario de 1868 a 1874, y que significaba la posibilidad de cuestionar el Pacto Social, es decir la constitución vigente, siempre que los revolucionarios lo estimaran conveniente en defensa de los derechos declarados “ilegislables”. Constituye éste un excelente filón crítico para desentrañar las causas en virtud de las cuales los progresistas nunca terminaron de encontrar un modelo de Monarquía constitucional más coherente en la doctrina y eficaz en la práctica que el modelo doctrinario de los liberal conservadores. También en el caso de Flórez Estrada surge otro aspecto interesante: el de la tentación de pensar la economía y la sociedad al margen de la política, suponiendo a la primera en condiciones de subsanar por sí misma las deficiencias de la segunda. Este tipo de tentación caracteriza el planteamiento desamortizador sostenido por Flórez Estrada frente a Mendizábal. Si pensamos que los ayuntamientos eran, bajo el Antiguo Régimen, los primeros terratenientes de España, llama la atención que el gran especialista español de la economía de Ricardo, no experimentara la menor preocupación por la suerte de la libertad individual y la división de poderes, cuando propuso que el Estado liberal viniera a convertirse en el más grande arrendatario de tierras en España (además enfitéutico), en lugar de parcelar y vender en pública subasta los bienes de propios de las ordenes religiosas (luego vendrían las de la Iglesia secular y los ayuntamientos), que era la solución defendida por la mayoría del partido progresista. El polo opuesto en esta cuestión lo representa Joaquín 3 María López, que resulta el único liberal irrestricto en materia económica de toda la serie. Con todo, encuentro que el criterio más incisivo de análisis aplicable a todas estas figuras, se sitúa en la actitud que cada uno sostuvo ante la revolución. Si seguimos esta referencia y la formulamos en términos de la capacidad de cada una de ellas para formular con claridad que, si la democracia no derrota la revolución, perece la libertad, y actuar en consecuencia, entonces la constelación de progresistas objeto de nuestro examen se fragmenta en tres grupos claramente distintos. El primero, inequívocamente antirrevolucionario, viene compuesto por Sagasta, Canalejas y Alba, a cargo, respectivamente, de Dardé, Moreno y Martorell, cuyos estudios figuran entre los más brillantes y sólidos del libro. El segundo lo integran quienes aplicaron un criterio de geometría variable al fenómeno revolucionario, comprensivos hacia él si no estaban en el poder y adversarios (aunque impotentes) cuando lo ocuparon. Son los López, Salmerón, Álvarez y Azaña. Por último hay un tercer grupo integrado por dos socialistas, de los Ríos y Negrín, que plantea problemas específicos. En relación a los tres primeros, destacaré que fue gracias al compromiso de la Restauración como Sagasta consiguió incluir en el bloque constitucional de la Monarquía doctrinaria canovista el grueso de la legislación del Sexenio, que sobrevivió de este modo al fracaso político de la Monarquía de Amadeo de Saboya. Canalejas entendió asimismo - y así lo explica Javier Moreno - que sin restablecer el bipartidismo que constituía el fundamento de la estabilidad constitucional de la Restauración y, por tanto, sin otorgar prioridad a una relación de mutua lealtad entre las dos grandes ramas del liberalismo histórico español, liberales y conservadores, la política reformista que él propugnaba no podría salir adelante. Alba, por su parte, invitó reiteradamente a los socialistas a integrarse plenamente en la Monarquía constitucional y colaborar con los liberales en una política de izquierdas, pero siempre tuvo claro que la revolución, lejos de favorecer ese proceso, lo llevaría al desastre. Todos ellos, pues, tuvieron claro, por experiencia propia, que el progreso exigía combatir la revolución y excluir las políticas desestabilizadoras, camino seguro a la 4 involución reaccionaria. Es más, resulta evidente que los tres confiaron más en la confianza de la Corona que el sufragio universal para llevar adelante con seguridad políticas reformistas. La incoherencia caracterizó, por el contrario, la acción de Salmerón, Álvarez y Azaña. Creyeron que la política liberal democrática era compatible con la captación benevolente de la revolución, sobre la base de atribuir a su reformismo específico aptitudes de transformación global, incluso de refundación de la historia de España que harían innecesaria aquélla. Se engañaron lamentablemente y fueron incapaces, llegado el caso, de comprender la necesidad de que la democracia derrotara a la revolución para salvaguardar la libertad. Ningún Gambetta, ningún Thiers, ningún Clemmençeau había entre ellos. Salmerón no comprendió (pero tampoco Castelar) que la única posibilidad de la República en España pasaba por convertirse en el régimen de todos los liberales e imponerse mediante la derrota inapelable de cantonales y carlistas, como la Tercera República francesa lo hizo con la Commune. Álvarez terminó encarnando con su muerte terrible y las circunstancias macabras que la rodearon, el triste destino del liberalismo español en los años treinta. Ahora bien, su ejecutoria fue la de un predicador de la democracia que vivió siempre del encasillado gubernamental del régimen que combatía. Hostilizó implacablemente la política reformista de Canalejas que puso fin al “bloque de izquierdas”, al que había sucumbido Moret, y contribuyó a forzar un proceso constituyente republicano, en la estela de una sedición militar (la de las Juntas de Defensa) contra sendos gobiernos constitucionales, liberal y conservador, de la mano (camuflada eso sí) de una huelga revolucionaria. En cuanto a Azaña, la minuciosa reconstrucción de su labor al frente del gobierno y de la Presidencia de la República entre febrero y julio de 1936, llevada a cabo recientemente por Stanley Payne, ayuda a comprender porqué Santos Juliá, en su aportación, lo califica de reformista desengañado. Por último, la inclusión de dos socialistas al final de esta secuencia de liberal-demócratas suscita fuertes dudas. Argumentémoslas. Si los socialistas hubieran sido en España un factor determinante en la movilización electoral y, 5 desde su creciente poderío parlamentario hubieran impulsado y consumado la transformación democrática de las instituciones liberales, y si a esa ímproba labor hubieran añadido la definición y puesta en marcha de los principales componentes del Estado de bienestar, personajes como de los Ríos o Besteiro figurarían en la lista del progreso a modo de culminación, aunque sería legítimo discutir si el socialismo puede culminar en alguna forma la libertad. Esa fue la tarea de la socialdemocracia en los países escandinavos y en los del actual Benelux, la de convertir a los trabajadores en ciudadanos con el coste social y económico correspondiente. Pero en España, el PSOE se mantuvo fiel, como instrumento o simple medio político, a un proyecto revolucionario consistente en convertir a los sindicatos obreros, desde luego a la UGT, en vehículo de una sociedad sin clases sobre la base de la propiedad colectiva de los medios de producción y cambio. Y esa vocación revolucionaria no se atenuó, sino que se exacerbó durante la Segunda República. Si el socialismo humanista de los Ríos o el marxismo evolucionista a la Kautsky de Besteiro hubieran guiado realmente la política del PSOE, en lugar de limitarse a justificar el empaque intelectual de dos catedráticos, militantes respetados, sí, pero políticamente marginales, un personaje como Negrín resultaría inexplicable. Sin embargo, hubo un Negrín y, en mi opinión, su trayectoria política al frente de los gobiernos de Frente Popular durante la Guerra civil fue el fruto de que, en lugar de la vía socialdemócrata, tuvo lugar la destrucción de la revolución republicana del 14 de abril por la revolución proletaria de los caballeristas y anarcosindicalistas, que trataron así de atajar el golpe militar de julio de 1936 y repetir con éxito el intento frustrado de dos años antes. La resistencia republicana, que constituye el leitmotiv de la pulcra reconstrucción de la trayectoria política del socialista canario, llevada a cabo por Moradiellos en el libro, ignora lo que, tras las obras fundamentales de Elorza y Payne 1 , pese a sus evidentes diferencias de enfoque y propósitos, resulta imposible desconocer: que la resistencia a ultranza – políticamente hablando - fue posible, no sólo porque la respaldó la URSS con sus medios 1 Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo, Queridos camaradas, Barcelona, Planeta, 1999; Stanley Payne, Unión Soviética, comunismo y revolución en España (1931-1939), Barcelona, Plaza y Janés, 2003. 6 militares y represivos, sino, en medida no inferior, porque el KOMINTERN proporcionó a su Sección española las fórmulas y el argumentario político con los que recomponer los restos del doble fracaso revolucionario citado. Gracias a ellos pudo aplicarse a la exangüe República española el respirator que supuso la puesta en marcha del primer ensayo de Democracia popular en Europa. Fueron por tanto algunos personajes de una talla intelectual y política muy superior al conjunto de los socialistas y comunistas españoles, como Palmiro Togliatti, quienes estuvieron en el corazón de aquella resistencia a ultranza. ¿O acaso no es lógico preguntarse qué habría sido de ella de haberse prolongado algunos meses más, ante la firma del Pacto nazi-soviético de agosto de 1939, justo un mes antes del estallido de la Segunda Guerra mundial que ansiaba Negrín? En su proyección política actual, el libro editado por Javier Moreno es, según nos explica él mismo, fruto de un seminario en la Fundación Pablo Iglesias. Cabe interpretarlo, pues, como una propuesta inteligente y, en todo caso, bien intencionada, de persuadir al socialismo de que abra el ángulo de su conciencia histórica e integre en ella lo más posible de la herencia liberal de izquierdas. Me atrevo, sin embargo, a manifestar mi escepticismo sobre la posibilidad de recuperar un entronque efectivo de la política española de hoy con la herencia de nuestro liberalismo con carácter general. Primero porque los tajos en su asendereado tronco fueron demasiado reiterados y brutales a partir de 1923, con el golpe de Primo de Rivera. En segundo lugar, porque el bagaje humanístico de nuestros políticos es casi inexistente en la actualidad. En su gran mayoría conocen mal o desconocen la historia, a la que temen, y, cuando la utilizan, lo hacen con torpeza. El problema afecta a todo el espectro político. La derecha liberal conservadora no siente especial interés en explicar que su herencia es liberal, pero no democrática y, sobre todo, no desea vérselas sin complejos con el largo paréntesis de la dictadura de Franco, bajo cuya dominación sobrevivió la herencia intelectual, aunque no política del liberalismo. Por su parte, los genes del socialismo español no son reformistas. Ni siquiera el abandono del marxismo, la implosión del comunismo y la URSS y la necesidad de reelaborar el modelo socialdemócrata han borrado la querencia endémica por las posturas antisistema y las retóricas de captación de las 7 políticas revolucionarias. La propia lectura de Progresistas pone en evidencia la dificultad de reconstruir una tradición liberal demócrata coherente más allá del comienzo de los años treinta. En todo caso, el lector interesado por las muchas preguntas que el libro suscita, hará bien en adentrarse en sus páginas. 8