10613013 08/06/2005 EDITORIAL 11:26 p.m. Page 5 | DOMINGO 7 DE AGOSTO DE 2005 | EL SIGLO DE DURANGO | 5A Familia presidencial y corrupción JORGE ZEPEDA PATTERSON jala Marta Sahagún llevara a tribunales el libro que dos jóvenes periodistas acaban de publicar sobre su familia. Eso le daría a la obra la difusión que realmente se merece. Se trata del libro de Anabel Hernández y Arelí Quintero, La familia presidencial. El gobierno del cambio bajo sospecha de corrupción, de editorial Grijalbo. Es un libro que exhibe todo lo que le faltó al de Olga Wornart: pruebas. La diferencia entre ambos libros es que éste sí tiene las evidencias.La mayor virtud de La familia presidencial es su afán de mostrar la tesis de arranque: hay un nido de corrupción en torno al clan Fox. Pero esa también es su mayor falla. Las reporteras buscaron con lupa todos (y exclusivamente) los casos que alimentaban esa tesis y no descansaron hasta poder documentarlos. Los casos son muchos. Destaco tres. Uno de ellos es el origen inexplicable de los recursos para la compra y construcción del nuevo rancho de Fox la Estancia, pegado al de San O Cristóbal, donde el presidente piensa retirarse. Las autoras demuestran que no hay manera de que las inversiones (lago artificial incluido) pudiesen solventarse a partir de los ingresos declarados del presidente. El milagro se entiende cuando descubrimos que el arquitecto es el mismo que recibió generosos presupuestos para hacer las obras en Los Pinos, sin licitación de por medio, y que la constructora pertenece a un amigo de Fox, José Cosme Mares, quien ha recibido 28 contratos de obra federal por mas de 800 millones de pesos. El presidente ha tenido que hacer maromas en sus declaraciones para registrar el valor del nuevo rancho sin dar cuenta de la manera en que lo ha financiado. Los aspectos más preocupantes están vinculados a los hijos de Marta Sahagún, en particular la fortuna amasada por Manuel Bribiesca Sahagún. El hijo mayor de la Primera Dama habría aprovechado su relación para cometer fraudes en contra de proveedores y com- petidores, y para obtener contratos avalados por el Infonavit para entregar casas por debajo de las especificaciones. Son patéticos los testimonios de las personas afectadas a quienes se les están cayendo sus casas recién estrenadas. Las autoras revelan muchos datos duros que dan cuenta del enriquecimiento de las empresas de los hermanos de Fox. A principios del sexenio esas empresas estaban endeudadas al Fobaproa, por varios millones de dólares, hoy reciben cuantiosos préstamos y son verdaderos milagros del régimen. Pero la información sobre la nueva prosperidad de los hermanos de Fox no necesariamente demuestra un comportamiento ilegal. En el caso del hijo de Marta, el libro no deja duda de que se trata de una estrategia delictiva (que por ejemplo recurre a la fundación de una docena de empresas constructoras, mismo procedimiento utilizado por Carlos Ahumada). Los Fox, en cambio, al parecer simplemente utilizaron la pasarela para hacerse de socios y de relaciones comerciales y financieras convenientes. Justamente la principal falla del libro tiene que ver con el hecho de que se trata de un inventario de todos los aspectos negativos que pudieron encontrarse sobre los abusos de la familia presidencial. Es cierto que se hizo un esfuerzo por demostrar cada aseveración. Pero entran en la misma canasta delitos tangibles como el arriba citado, que cuatro visitas de Marta Sahagún a una tienda de Masaryk para adquirir ropa de moda. En ese sentido, el libro no escapa a las limitaciones de las obras periodísticas más empeñadas en denunciar que en explicar o encontrar la verdad. El texto sería mucho mejor si hubiese una ponderación de la gravedad de los casos tratados. No toda adquisición de un automóvil por parte de un miembro de la familia Fox debe ser citado como una muestra del enriquecimiento ilícito. El estilo de redacción, animado por ese espíritu de denuncia, acusa "mala leche". Por ejemplo, refiriéndose a Fox"… prácticamente no queda ni un solo simpatizante suyo en el pueblo" (La Sandía, el más cercano al rancho de San Cristóbal). Qué, ¿Hicieron una encuesta? Un pie de foto reza "Paulina Fox de la Concha y Marta Sahagún reciben trato de primera" y en la imagen se advierte a un guardaespaldas con un enorme paraguas tratando de protegerlas de la lluvia, al descender del avión en Rusia. ¿Qué pretendían las periodistas, que la esposa y la hija del presidente en visita oficial a Moscú recorrieran bajo la lluvia las pistas del aeropuerto para llegar empapadas a la ceremonia de recepción? Comentarios como ese menudean a lo largo del texto y quitan credibilidad a una gran cantidad de datos impecables. Sin embargo, el libro no deja lugar a dudas. En el año 2000 los distintos miembros de la familia Fox no tenían fortuna significativa. El presidente carecía de recursos al grado de que durante la campaña Korrodi "pagaba desde las cuentas del supermercado hasta las colegiaturas de los hijos del candidato". Para mi gusto ese sí que era un milagro. Fox era el único ex diputado y ex gobernador pobre en la historia de nuestro país. Algo sucedió en el tránsito de gobernador a presidente. ¿El "empoderamiento" de Marta Sahagún? ¿El peso irresistible del poder absoluto? Considero a Fox como un jefe de estado con mucha limitaciones, pero también creo que es una persona más honesta (o menos corrupta) que la clase política tradicional. A pesar de las irregularidades sigo pensando que la escala de la corrupción en el "primer círculo" fue inferior al de regímenes anteriores. Por eso es que este libro da cuenta de una historia trágica, triste: el poder absoluto termina por corromper y la única manera de evitarlo es abrir los expedientes y colocar a los poderosos bajo la lupa de la opinión pública. Este libro, con todas sus limitaciones, es un paso en esa dirección. (jzepeda52@aol.com) PLAZA PÚBLICA La bomba, 60 años después MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA l 6 de agosto de 1945. al lanzar la primera bomba atómica sobre Hiroshima -y tres días después, el día nueve sobre Nagasaki--, el gobierno de Estados Unidos inauguró la época de la destrucción masiva, que no sólo arrancó cientos de miles de vidas de manera cruel y horrenda en el momento mismo de los estallidos, sino que dejó programados sus males para que se cumplieran inexorablemente al correr de los años, en el término vital no sólo de la generación que resintió efectos letales de modo inmediato, sino en los de sus descendientes hasta el día de hoy. Recordamos aquelos episodios no sólo por la manía de la prensa de hacer presente el pasado en los aniversarios redondos, los sesenta años corridos desde entonces. Es preciso hacerlo también porque el peligtro en que desde entonces se halla el género humano se ha reactualizado, en condiciones tales que hacen de la destrucción de aquellas ciudades japonesas apenas un tímido asomo de lo que podría ocurrir hoy. La proliferación de naciones con capacidad y propósitos de acceder a las armas nucleares, así como sus propias necesidades y sus propios intereses, renuevan y aun incrementan el riesgo en que vivió el mundo durante la guerra fría, cuando los arsenales de las grandes potencias se incrementaron con grave perjuicio del desarrollo de sus sociedades en direcciones más fructíferas. Hace sesenta años llovió fuego sobre Japón. Lo sugirió el propio presidente norteamericano Harry S Truman cuando anunció al mundo el lanzamiento de la primera bomba atómica, unas horas despúés de ocurrido: "la fuerza de la que extrae su poder el sol" había fulminado el centro de la ciudad de Hiroshima. Otras comparaciones con el centro de nuestro sistema fueron más precisas. La fuerza del estallido equivalió a la que liberarían diez mil soles si se deshicieran de pronto y simultáneamente. A las 8.15 de la mañana del 6 de agosto, el bombardero norteamericano Enola Gay, un B-29 piloteado por el comandante Paul Tibetts lanzó su carga mortal, dos bloques de uranio 235, que produjeron una reacción en cadena y destruyeron el centro de aquella ciudad. Los sobrevivientes recuerdan haber sido cegados por un resplandor intensísimo, al E que siguió después la negrura más espesa. Cuando el primer impacto les permitió cobrar conciencia, se percataron de que las casas habían sido demolidas por la explosión o se incendiaban por el fortísimo calor provocado por ella, que también quemó los cuerpos de todos quienes quedaron expuestos directamente al estallido. La alarma que prevenía de ataques aéreos había sonado y dejado de tocar inmediatamente después. Los radares minimizaron la importancia del vuelo de tres aparatos, acostumbrados como estaban los pobladores de Hiroshima al ataque de flotas enteras. Por eso muchos pudieron ver al bombadero que descendió hasta menos de un kilómetro de la tierra para dejar caer su mensaje mortal y alejarse para evitar ser contaminado. Manabu Watanabe, hoy periodista de la televisión japonesa, tenía 8 años de edad entonces. Sesenta años después recuerda: "Ninguno de nosotros había oído jamás nada sobre la bomba nuclear. No sabiamos que algo tan destructivo existía y cuáles podían ser sus efectos. ¿Cómo podiamos saber lo que había pasado? Pensamos que tenía que ser un bombardeo ordinario porque la radio había anunciado la inminencia de un ataque enemigo. Me encontraba a esa hora con otros compañeros de colegio haciendo gimnasia en el patio de la escuela. Era un niño, pero tengo grabada la imagen (del avión), la estela que dejó en el cielo al marcharse y el momento en que arrojó su carga. Pensé que era una imagen muy bonita. "Segundos después, un gran resplandor se apoderó de todo. Vi una inmensa nube de humo y todos corrimos a ponernos a salvo. Durante unos minutos no supimos nada, sólo después nos dijeron que algo terrible había pasado. Mi hermana, que trabajaba como profesora en la escuela, y yo fuimos hacia el centro de la ciudad para tratar de buscar a nuestros padres, pero no quedaba ningún edificio en pie. ¿Dónde estaba nuestra casa? Era imposible encontrar el camino porque las calles habían desaparecido. Allí donde alcanzaba la vista sólo había escombros. El olor a carne quemada era muy fuerte y nos íbamos tropezando con los muertos. Muchas horas después, encontramos nuestra casa semidestruída. Nuestra otra hermana se encontraba gritando de dolor, con todo el cuerpo en carne viva y el rostro completamente desfigurado. Murió al día siguiente, pero el cáncer terminó con ellos años después. Nunca se recuperaron de la pérdida de mi hermana. Su nombre fue lo último que dijeron antes de fallecer" (El Mundo, 24 de julio). Los efectos de la nueva arma se resentirían por muchos años. Algunas muertes fueron fulminantes, al grado de que John Richard Hersey, periodista de Time y The New Yorker, el primero en publicar al año siguiente un libro sobre la destrucción de Hiroshima, vio siluetas humanas sobre los muros, desintegrados los cuerpos, sólo esa huella de lo que fueron vidas. Pero los daños se multiplicaron al paso de los años, no sólo por las secuelas fisiológicas y síquicas sino porque se generaron también consecuencias sociales y emocionales. Nadie quería casarse con quienes padecieron el estallido de modo cercano. Eso dice Teruko Suga, que tenía 17 años en 1945: "La bomba destrozó mi vida de forma que nunca pude imaginar. El gobierno me reconoció como una hibakusha (superviviente que se encontraba en la zona de máxima radiación), y me ayudó, pero jamás pude formar una familia. Pensaron que enfermaría y moriría pronto. Otros temían que pudiera tener hijos con deformaciones. Para mi, la bomba ha significado la soledad". Ese es también el caso de Kazuko Tarui, una enfermera que en los días siguientes al estallido rociaba los cuerpos de las víctimas con gasolina a fin de "quemarlos para evitar enfermedades y la propagación de epidemias". Tiempo más tarde, su trabajo hospitalario la obligó a vivir, "días tras día, hasta mi jubilación, el horror de lo que ocurrió, atendiendo a quienes enfermaron con cánceres terribles, viendo nacer a niños con malformaciones y reviviéndolo todo como una pesadilla sin fin. Mi vida ha sido la bomba nuclear. Tuve pretendientes, pero siempre temí darles hijos que no fueran sanos. Quiero que la gente sepa que la bomba fue el comienzo de la desgracia para miles de japoneses, y que después vino una larga agonía". Esa agonía no concluyó con la vida de quienes padecieron el desastre directamente. Hubo quienes ocultaron su exposición a las radiaciones por temor a ser aisladas. Y al casarse no pocos miembros de esa generación tuvieron niños normales, lo que les permitió respirar con alivio, sólo para reconocer con vergüenza, años más tarde, su propia tragedia cuando sus nietos sufrieron malformaciones. Las cien mil víctimas de Hiroshima se duplicaron tres días después, cuando el avión comandado por Charles W. Seeney dejó caer, ahora sobre Nagasaki, una segunda bomba atómica, causante de horrores semejantes. El 15 de agosto el gobierno japonés se rindió y poco más tarde tropas norteamericanas ocuparon las posiciones clave en ese archipiélgo. Permanecen allí hasta el día de hoy. Funcionan en Japón tres grandes bases, cuyo mando es compartido con jefes locales desde que dejó de pesar sobre esa antigua potencia militar la prohibición de rearmarse. Actualmente la sociedad japonesa debate la presencia norteamericana en su país, y el propósito de Washington de concentrar su mando en la ciudad de Zama. Hacía apenas unos meses que Truman era presidente cuando tomó la gravísima decisión que a los ojos de muchas personas lo colocan en la lista negra de los grandes asesinos de la historia. Franklin D. Roosevelt había ganado en plena guerra su tercera reelección y su conducción del país en esos terribles días, después de que el ataque japonés a Pearl Harbor precipitó la entrada de Estados Unidos en la guerra, le había conferido la autoridad moral que habría aminorado el cuestionamiento a su decisión. Él mismo había autorizado el programa de investigación dirigido por Robert Oppenheimer, el proyecto Manhatan, que permitió el primer estallido experimental el 16 de julio, sólo unas semanas antes de su utilización militar. Pero correspondió a Truman y no a Roosevelt la decisión de aniquilar ciudades enteras, que no eran objetivos militares, para forzar al gobierno de Tokio a rendirse, como lo había hecho en los meses anteriores sus aliados europeos. Truman resolvió el lanzamiento de las bombas en una operación que se presentó como capaz de ahorrar cientos de miles de vidas, aunque otras muchas se perdieran. Japón estaba prácticamente aniquilado, y su rendición hubiera sido posible después de desembarcos semejantes a los que destruyeron el potencial militar y anímico de Alemania. Pero se calculó en Washington que la invasión hubiera generado una fuerte resistencia, militar y civil, costosísima para los efectivos norteamericanos, que en el frente europeo y en el Pacífico habían pagado ya una enorme cuota de sangre. Se considero, además, lanzar las bombas como una suerte de castigo al expansionismo militar japónés, que durante la década anterior había domeñado buena parte del continente asiático con costas en el Pacífico y hasta había establecido un reino pelele en territorio chino. Hasta 1941, el militarismo imperialista de Tokio, y su ingreso en el Eje con Berlín y Roma, no había generado preocupación alguna en Estados Unidos, donde prevalecían las tesis aislacionistas. Pero cuando Japón lanzó su fuerza contra la presencia norteamericana en la zona, se advirtió el grave peligro que presentaba ese agresivo gobierno sobre sus intereses. Y eso decidió también el lanzamiento de las bombas. A la vista de lo ocurrido en los años posteriores, es claro que al mismo tiempo que Truman perseguía objetivos militares, que hubiera podido conseguir con métodos menos costosos, se propuso mostrar su poderío a la Unión Soviética. Desde el comienzo de la segunda guerra mundial, ambas potencias desarollaron programas de investigación nuclear que culminaron primero en Estados Unidos. La bomba se convirtió desde entonces en un instrumento de disuasión en la naciente guerra fría, con efectos recíprocos desde que Moscú logró también generarla y construir las bases y los dispositivos para su eventual lanzamiento contra objetivos norteamericanos. La carrera armamentista en que se enzarzaron las dos potencias contó entre los factores para la destrucción de la Unión Soviética y la diseminación de su poderío. Además del equilibrio político suscitado por la simetría de sus fuerzas, se había llegado a trazar un marco jurídico internacional destinado a evitar la proliferación de armas nucleares y su utilización pacífica. El achicamiento del poder ruso no significó, sin embargo, la eliminación del riesgo nuclear bélico sino al contrario. Materiales, experiencia y destrezas generadas en la URSS a lo largo de casi medio siglo están hoy sin control dispersas en el mapa de ese antiguo imperio. Lo están asimismo en países distantes de ser las potencias que, pese a todo, habían reconocido tener una responsabilidad en el mantenimiento de la paz mundial. Hoy, bombas semejantes y mucho más poderosas a las que estallaron en Hiroshima y Nagasaki están en poder, o pueden ser obtenidas en el corto plazo, por países agobiados por conflictos vecinales o ideológicos, en cuyo curso pueden florecer la tentación del uso de esas armas. Un alegato frecuente de Saddam Hussein y los regímenes musulmanes contrarios a Israel lo señalan como poseedor de un arsenal contra el que se ha buscado erigir otros. Dos de las naciones señaladas por el presidente Bush como integrantes del eje del mal, Corea del Norte e Irán, se disponen a hacer avanzar sus proyectos nucleares. Oscilan entre desarrollarlos con base en su soberanía o admitiendo la autoridad internacional en la materia. Teherán asegura que su propósito es esencialmente pacífico, pero es renuente a la inspección que muestre la veracidad de sus objetivos. El gobierno norcoreano es menos sutil y se jacta de la posibilidad de emprender una guerra nuclear contra sus enemigos históricos, entre los cuales se ha inscrito Washington por su propia cuenta. Si a todos aterró la posibilidad de que una instrucción mal dada, o mal transmitida, o un accidente desencadenara una guerra que sería el final del género humano, hoy ese riesgo es mucho mayor. Por eso cobró sentido que ayer se reunieran en Hiroshima alcaldes de todo el mundo para proclamar la necesidad de que en 2020 se hayan proscrito las armas nucleares, del modo en que con el empeño formidable de Alfonso García Robles, Premio Nobel de la Paz se consiguió para América Latina. El secretario general de la ONU, Kofee Anán, estuvo presente en la ceremonia luctuosa en aquella ciudad japonesa, pues el avance de ese programa es una de las misiones de la organización internacional, actualmente confiada a un embajador canadiense, Douglas Roche. Se trata de una conmemoración de carácter humanista, que no se ocupa de resolver la cuestión todavía insoluta de si Japón fue víctima de un abominable crimen de guerra o si Truman ahorró a sus ciudadanos y al mundo angustia y destrrucción, aunque para ello fuera menester causarlas.