Edad Moderna La Historia Moderna comienza en la segunda mitad del siglo XV. En el caso de la Península Ibérica, los hechos más destacados que marcan esa transición son el reinado de los Reyes Católicos, el Descubrimiento de América (1492) y la llegada de los portugueses a la India (1497). El siglo XV fue una etapa de cambios palpables en la sociedad, tanto de Europa como de los distintos reinos peninsulares. Efectivamente, la "apertura" del mar Mediterráneo como consecuencia de las Cruzadas dio lugar al surgimiento de una economía monetaria, que se reforzó con las producciones de oro de las minas de Centroeuropa y el consiguiente uso de monedas en las relaciones feudales en toda Europa (y sobre todo, en el Norte de Italia, en Francia, en los Países Bajos y en el Sur de Alemania). De esta manera, surgieron nuevas formas de transacción y de acumulación monetarias. Con todos estos componentes se fue configurando el sistema económico llamado mercantilismo, que consideraba como elemento más importante de la riqueza a la moneda en sí misma. Por consiguiente, se produjo una erosión en las relaciones de tipo feudal, dando paso al ascenso social de la clase urbana: la Burguesía. A partir de estos momentos, la cúspide de la sociedad pasó a estar integrada no sólo por individuos con un origen familiar determinado (linaje o estirpe), sino que también se fue abriendo a nuevas personas por su simple condición económica, por tener gran cantidad de riqueza monetaria. En este contexto, se produjeron crisis sociales debido a las continuas agitaciones de los artesanos, que luchaban contra la nobleza por el control de las ciudades. Se vivieron etapas de escasez y necesidad por la dependencia tan directa de la circulación de las monedas. En ocasiones, como consecuencia de la superproducción de plata, se llevaron a cabo devaluaciones de esas monedas y subidas de precios de los alimentos. Epidemias y pestes agravaron estas situaciones y desencadenaron fuertes crisis sociales. El espíritu mercantil, el afán de lucro, la secularización de los saberes, la ruptura del orden feudal, la pérdida por los eclesiásticos de la dirección de la cultura, desembocan en la «crisis del siglo XV», que acaba desembocando en una realidad histórica nueva, a la que solemos llamar Renacimiento. Etapas de la Edad Moderna En este punto señalaremos aquellas subdivisiones que se hacen en el seno de la Edad Moderna y los principales acontecimientos que las definen: 1492-1571: Es la etapa de la hegemonía española. La época viene definida por la lucha entre los protestantes que quieren llevar a cabo la Reforma de la Iglesia y los católicos, encabezados por los españoles, que son los campeones de la Contrarreforma. Es la época de esplendor económico y financiero de Europa, aunque el dominio turco sobre el Mediterráneo comienza a tener efectos graves sobre las economías europeas. 1571-1619: La segunda etapa se caracteriza por el incremento de las tensiones nacionalistas entre los distintos países europeos. Es, además, una época de crisis coyuntural económica y de recrudecimiento de los problemas religiosos. Todo ello llevará al enfrentamiento bélico entre los estados de Europa. 1619-1688: Etapa lamentablemente marcada por la Guerra de los Treinta Años, en la que se vieron involucradas de un modo u otro todas las naciones europeas. El conflicto distó mucho de finalizar con la Paz de Westfalia (1648), debido a que sus efectos perniciosos influyeron hasta el último tercio del siglo XVII. Es la época de la hegemonía francesa, en detrimento de la casa Habsburgo, dinastía reinante en España y en el Imperio Germánico. 1688-1725: Tras los últimos coletazos de la guerra, se procede a una reorganización general de las fronteras europeas en la que dos naciones salen ampliamente fortalecidas: Inglaterra y Rusia. El colonialismo cobra especial importancia en esta etapa, lanzándose las naciones en una carrera de conquistas transeuropeas. 1725-1789: Es la etapa que caracteriza al fenómeno del Despotismo Ilustrado. Ciertamente, las estructuras del Antiguo Régimen ya daban muestras de flaqueza, por lo que bien pudiera ser la época de las tímidas reformas por mantener el antiguo status social. Sin embargo, siguiendo la opinión de algunos historiadores, tras la independencia de las colonias británicas de América en 1776 y el levantamiento francés de 1789, estamos asistiendo al nacimiento de una nueva etapa: la Edad Contemporánea. La época renacentista Hoy ya no se duda de las raíces medievales del humanismo de los siglos XV y XVI, por más que sus protagonistas quisieran entroncar con lo clásico grecolatino; el resultado del intento no fue, sin embargo, la continuidad del orden medieval, ni la restauración del mundo clásico, sino una realidad histórica distinta. Aunque peque de simplista, puede adoptarse como esquema general la fórmula: «el hombre medieval, tratando de restaurar lo antiguo, descubrió lo moderno». Rasgo esencial del movimiento renacentista es el humanismo. En un principio, se llamaba «humanista» al buscador de documentos o monumentos antiguos; pronto se reservó el término a un tipo de erudito inquieto, polígrafo, lleno de curiosidad por saber, enamorado particularmente de las ciencias humanas y poco o nada respetuoso con las convenciones escolásticas vigentes hasta entonces. Hombres de extracción burguesa, o del patriciado urbano, que justifican la afirmación de A. von Martin: «El humanismo representa una ideología que realiza una función muy determinada en la lucha por la emancipación y la conquista del poder por la capa social burguesa en progresión ascendente» (Sociología del Renacimiento). Pero humanismo no significa sólo primacía de las ciencias humanas y prácticas, o consagración del principio de la razón independiente, sino humanización a ultranza en todas las actitudes del hombre ante la realidad que le rodea. El hombre se hace de nuevo «medida de todas las cosas», y a esa medida trata de ajustar el cosmos. Su misma actitud religiosa adopta una base humana con el principio del libre examen que postula el protestantismo. Y aun en los casos en que no sale de la ortodoxia, el hombre renacentista vive con frecuencia una dicotomía entre su base religiosa y el afán de prevalecimiento del yo; lucha que se patentiza espiritualmente en Erasmo. La dicotomía a que aludimos, manifestada en todas las facetas del espíritu humanista, pero singularmente en la religiosa, ha dado pie a hablar en ocasiones de «dos Renacimientos», conservador el uno de la visión teocéntrica propia de la Edad Media, y revolucionario el otro en su actitud plenamente humanista. No cabe duda que no puede homologarse el neoplatonismo laico de la escuela de Valla, con la profunda ortodoxia de un Tomás Moro. Pero tal vez no sea enteramente adecuado hablar de dos Renacimientos, y menos todavía considerar al primero como una simple perduración del espíritu medieval. También cabe un humanismo cristiano; por otra parte, la lucha no siempre se plantea entre hombres o escuelas radicalmente separados, sino también, como antes apuntábamos, dentro de una misma escuela o de una misma alma, donde la lucha, a veces, se hace agónica. Se trata de la opción entre «dos modernidades posibles», o, si se prefiere, entre dos aspectos contrapuestos de una misma y sugerente modernidad, en la que lo humano, que es el factor común, puede o no puede prescindir de lo divino. Ambas posibilidades son barajadas simultáneamente, coexisten o pugnan, según los casos, durante un tiempo («Alta Edad Moderna»); cuando prevalece definitivamente la visión humana a ultranza, y el hombre occidental no parece buscar sino la realización de sí mismo en la tierra, comienza la «Baja Edad Moderna»; o, según otros autores, la E. M. propiamente dicha. Pero no adelantemos el curso de un proceso mental que no culmina sino en el siglo XVIII. Pero el ecumene de la Edad Media ya no es sólo Europa. Los descubrimientos geográficos son una consecuencia del nuevo sentido empírico, experimentador de la Naturaleza, propio del hombre renacentista: «el experimento es el verdadero intérprete entre la Naturaleza y el hombre» (Leonardo da Vinci). Estos descubrimientos los posibilitan los avances técnicos, especialmente en el arte de la navegación, y también la curiosidad propia de los nuevos tiempos, el afán de riquezas y, singularmente en el caso español, el deseo de expandir la fe. Bernal Díaz del Castillo confiesa con ingenuidad y deliciosa franqueza que los españoles se lanzaron a la aventura de las Indias «por servir a Dios y al rey, y dar luz a los que estaban en tinieblas; y también por haber riquezas». El hallazgo de América por los españoles (1492) y la llegada de los portugueses al Extremo Oriente (1497), señalan las líneas principales de la expansión europea, a la que colaboran, en grado menor, franceses, ingleses y holandeses. La primera vuelta al mundo, por Elcano, es un símbolo del afán hazañoso del hombre renacentista, y comporta no ya el abrazo del Globo por el hombre occidental, sinotodo un cambio de mentalidad por parte de los habitantes del planeta ante su redondo y limitado habitáculo. Las consecuencias de los descubrimientos geográficos fueron inmensas en el plano material – formación de grandes imperios, redes comerciales, gran capitalismo, basculación de la geopolítica europea hacia el Atlántico–, pero también en el plano moral. El hombre, por primera vez, se siente «dueño» del mundo. Los grandes Estados territoriales Uno de los fenómenos más típicos de los inicios de la modernidad fue, como ya queda dicho, la formación de las unidades nacionales. España, Portugal, Francia e Inglaterra se constituyeron y redondearon definitivamente; pero no todas las naciones en potencia lograron el mismo éxito. Italia y Alemania no consiguieron la ansiada cohesión; también falló el intento de Carlos el Temerario, que hubiera creado un Estado entre los Alpes y la desembocadura del Rin. En líneas generales puede aceptarse que los Estados que alcanzaron su unidad nacional lucharon entre sí por la posesión del territorio de aquellos otros que no la lograron. Los campos de batalla de Europa son los Países Bajos, Borgoña, Bohemia, el Norte de Italia, hasta que los territorios en disputa van cayendo en manos de una u otra potencia. Se pasa así, en el siglo XVI, del concepto típicamente renacentista del Estado nacional al de Estado territorial, cuyos límites desbordan ya el ámbito étnico, lingüístico o cultural homogéneo. Francia pretende expandirse por el Norte de Italia, España se rodea de una corona de Estados extrapeninsulares (aparte ya sus inmensas dependencias de las Indias), Turquía se adueña de las tierras eslavas de la cuenca del Danubio, y la eslava Polonia se extiende por territorios germanos y lituanos. Se forman así esos «grandes monstruos sobre el mapa» de que habla Braudel, y en torno a los cuales gira toda la geopolítica europea entre 1500 y 1648. La corona española, detentada a la sazón por la casa de Austria, vinculada también al Imperio germánico, fue sin duda la más afortunada en este reparto, convirtiendo a España en el centro del Imperio de los Habsburgo.