FERNANDO RIELO: UN DIÁLOGO A TRES VOCES Fernando Rielo: un diálogo a tres voces dac ión Fer nando elo un Ri F Entrevistas con Marie-Lise Gazarian Primera edición: 1995 © Copyright FUNDACIÓN FERNANDO RIELO Jorge Juan 102 - 2º B 28009 MADRID Tel. (34) 915 75 40 91 Fax (34) 915 78 07 72 Correo electrónico: frielo@adenle.es Segunda edición corregida I.S.B.N: 84-86942-41-1 Depósito legal: SE-229-2000 Impreso en los talleres gráficos de la Editorial Fundación Fernando Rielo: Apartado, 54 41450 Constantina (Sevilla) Tf.: (34) 955 88 11 75 IMPRESO EN ESPAÑA — PRINTED IN SPAIN ÍNDICE Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Primera parte: Vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 Segunda parte: Poesía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 Tercera parte: Pensamiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117 Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181 Selección biobibliográfica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189 PRÓLOGO ¿Qué quiere decir el místico cuando expresa su experiencia singular con palabras del común de la vida? Pongamos un ejemplo: “Estando ya mi casa sosegada” se dice en un poema de San Juan de la Cruz. Podría aducirse como ejemplo cualquier otro verso del mismo santo. “Estando ya mi casa sosegada” necesita una explicación de lo que quiere decirse, de lo que significa en tan breves, vulgares palabras. Entonces, no sólo ese verso sino, todos los anteriores, cobran un sentido distinto, pasan de la significación cotidiana a la singular, a la mística. Pero, como bien advierte el poeta Jorge Guillén, se ha matado lo poético, aquello en que todos podíamos encontrarnos y reconocernos, para dar paso a lo místico, que es camino de pocos, de muy pocos. Pero es un camino bastante alejado de las circunstancias históricas y sociales que flanquean y condicionan toda explicación histórica de la poesía. A San Juan lo explicamos por el Renacimiento; a su hermana Teresa, por lo popular. Uno y otra pertenecen al mismo movimiento, a la misma sociedad. ¿El agotamiento de la inspiración religiosa obedece a causas históricas y sociales? El siglo XVII ofrece casos de religiosidad tan elevada como el siglo XVI, explicables por parecidas causas, pero no hay ningún gran poeta. La aparición de un poeta, cualquiera que sea el contenido de su verso, no se explica por causas sociales y culturales. Un gran poeta puede aparecer lo mismo en el Zaire que en París. La falta de grandes poetas místicos en el siglo XVII, es decir, el que los grandes poetas de este siglo hayan preferido el tema laico al tema religioso, requiere una explicación que no sería oportuna aquí, pero que sirve, hecha al revés, para explicar la aparición de un poeta místico en el siglo XX. 8 He dicho un poeta místico, no un poeta religioso. La diferencia es importante y todo el mundo la conoce. Las experiencias que subyacen a una y otra clase de poesía, son también conocidas. Todos podemos ser poetas religiosos, pocos, por decir alguno, pueden ser poetas místicos. Por qué las Iglesias han preferido siempre el poeta religioso al místico, es harina de otro costal: El poeta religioso suele ser disciplinado y ortodoxo, el místico, ¿quién sabe? El místico reclama su libertad con más vehemencia que el religioso y al no encontrarla fuera, la busca y la encuentra en el propio ejercicio de su relación con Dios. El místico ha tropezado siempre con grandes dificultades expresivas. Lo que a él le sucede, lo que él hace, no se parece a nada, y justamente en el ejercicio de buscarle parecidos es en lo que encuentra su excelencia, es decir, en un ejercicio literario. Difícilmente el místico escapa a la literatura, pues en ella encuentra los instrumentos que le permiten contar de una manera aproximada lo que hizo y lo que le pasó. Por eso, suelen ser poetas, a veces grandes. El lector comprobará personalmente si estas afirmaciones, traídas de aquí y de allá, sirven para el caso de Fernando Rielo, que es el que nos ocupa. Marie-Lise Gazarian le ha escuchado y le ha sugerido respuestas. La entrevista larga y acuciante no se conocía como género literario en las grandes épocas de la mística. Quizás sea la aportación moderna a una actividad tan vieja como los hombres. A través de las páginas escritas por Marie-Lise Gazarian se va perfilando un alma con su historia. En otros tiempos hubiera hecho falta un diario, y más atrás todavía, toda una autobiografía. De una manera o de otra, en esto viene a parar la literatura mística, en lo autobiográfico, que hoy cambia de forma y aparece frecuentemente como entrevista. GONZALO TORRENTE BALLESTER Salamanca, 20 de enero de 1994 A Martita, Lido y Thunder, nuestros hermanos menores, que nos han brindado su amor incondicional, dedico este libro en forma de cántico a las criaturas. Marie-Lise Gazarian TERCERA PARTE 119 PENSAMIENTO M.— En tu libro Transfiguración escribes: “Pensar es bueno, soñar mejor”. ¿Eres entonces más poeta que filósofo? F.— La filosofía tiene mucho de ensueño; el ensueño, mucho de filosofía. El concepto, procedente de las diferentes definiciones dadas a las palabras “transcendente”, “transcendencia” o “transcendental”, es el ensueño de lo transcendente de un pensamiento que se desposa, no sólo con la idea, sino también con el amor. La diferencia entre los dos lenguajes no es abismal porque el ensueño parece vencer lo propio del pensar: vida y muerte, eternidad y temporalidad. M.— ¿Qué representa para ti el Verbo? F.— La acción pura; en este sentido, el Verbo tenía que ser persona divina. La vida humana es, también, acción bajo todos los aspectos: espiritual, sicológico, biológico. Esto no significa que el lenguaje sea un principio; por otra parte, hay que distinguir entre “lenguaje” y “habla”. El lenguaje puede desposarse con el silencio como forma de comunicación más íntima que el habla. El habla es río que fluye para acabar en la mar. Los dos conceptos, lenguaje y habla, representan la comunicabilidad necesaria entre seres; sobre todo, con ese Ser que, como diría San Francisco de Borja, es “Señor que no se me muera nunca”. El lenguaje tiene la propiedad de enseñarnos a hablar; de otro modo, quedaríamos magmáticamente cerrados en nosotros mismos. El habla es río que fluye para acabar en la mar. Los dos conceptos, lenguaje y habla, representan la comunicabilidad necesaria entre seres (…) El lenguaje tiene la propiedad de enseñarnos a hablar; de otro modo, quedaríamos magmáticamente cerrados en nosotros mismos. 120 M.— Dejando el Verbo con mayúscula, ¿tienes un concepto filosófico de los verbos ser, estar, y existir? F.— Son tres verbos que en español se distinguen muy bien: ésta es la trilogía española, una trilogía dinámica en la que los tres verbos son inseparables del carácter hispánico. Esta inseparabilidad une a los tres verbos mediante una pericóresis de carácter lingüístico, imagen de la pericóresis trinitaria: el ser todo en el estar y en el existir, el estar todo en el ser y en el existir, el existir todo en el ser y en el estar. Los tres verbos mutuamente se compenetran en tal grado que referidos al ser humano expresan la forma de su vivir transcendental. El verbo “ser” no es un copulativo que una simplemente un sujeto con una cualidad; más bien, significa forma de acción unitiva, que saca al ser humano de sí mismo para unirse, extáticamente, “estando” y “existiendo” con la suma transcendencia. El verbo “estar” no es un locativo; más bien, significa “forma de estar” que es “siendo” y “existiendo” con la suma transcendencia. El verbo “existir” es la “forma de existir siendo y estando” en la suma transcendencia. M.— ¿Qué aportan al lenguaje los tres verbos? F.— Esta castellana unidad trilógica aporta a la comunicación humana una forma de “ser-estar-existir” en que consiste la mística sabiduría de la divina sabiduría. Formulo, de este modo, un imperativo: el ser humano debe saber “ser-estar-existir para-con-en” la Santísima Trinidad con el mismo saber “ser-estar-existir” que la Santísima Trinidad tiene “para-con-en” el ser humano. M.— ¿Cuál es para ti la diferencia del lenguaje estético con el lenguaje metafísico? F.— Tu pregunta plantea un primer problema que ha llegado sin resolverse a nuestro siglo. Este problema consiste en definir el origen, naturaleza y propiedades de lo que podríamos llamar filosofía del lenguaje. La filosofía del lenguaje nos deja de tal modo circunscritos al estricto hecho lingüístico que éste, identificándose formalmente consigo mismo, no puede salir de sí mismo. Sucede, por otra 121 parte, con la estética y con la metafísica que estos saberes, históricamente, no han podido encontrarse a sí mismos para poder elegir su propio lenguaje. M.— ¿Qué relación existe entre el lenguaje de estas dos ciencias con el lenguaje místico, ético, lógico…? F.— Ni la metafísica, ni la mística, ni la estética, ni la ética, tienen por objeto propio el lenguaje; sin embargo, se expresan “no sin la dura condición” de su lenguaje específico, siempre complejo y en estado crítico, de todos y cada uno de los saberes posibles en este mundo. El lenguaje es, en este sentido, dinámicamente abierto, nunca estático; está presente en el hombre de modo balbuciente. M.— ¿Das tú alguna solución personal a la problemática existente entre los dos lenguajes: el metafísico y el estético? F.— Te puedo resumir la respuesta de una forma general. Los dos saberes se expresan con lenguaje propio. La metafísica, por medio de una forma de definición pura que se constituye en supremo axioma o principio absoluto en tal grado que, siendo evidente por su misma naturaleza revelante, no puede ser demostrado. Este axioma es, por otra parte, dentro de mi metafísica, el principio “bien formado” con la característica esencial de que sus términos se definan entre sí y definan, a su vez, lo que, no siendo el sujeto absoluto, es, sin embargo, por el propio sujeto absoluto. La estética se expresa por medio de una metáfora pura que, formada por inspiración divina, revela la suprema hermosura del amor. M.— ¿Qué significado tiene para ti esta metáfora pura por la que se expresa la estética? F.— La estética, a diferencia de la metafísica, usa imágenes, metáforas, que se caracterizan por evocar el sentimiento más íntimo de aquello que nos inspira una metafísica auténtica. Es un hecho conocido que la metafísica histórica ha acudido, además, para expresarse a los mitos antiguos: tal es el caso, entre otros, de Parménides y Platón. Mi concepción genética de la metafísica, más que ajena al mito, empieza donde termina el mito. El lenguaje es, en este sentido, dinámicamente abierto, nunca estático; está presente en el hombre de modo balbuciente. 122 M.— ¿El lenguaje metafísico es para ti más importante que los lenguajes de las demás ciencias? F.— La diferencia de los lenguajes con los que se expresan las distintas ciencias, no teniendo valor absoluto, hace que éstas tiendan a una armonía que halla su paradigma absoluto en una transcendental metafísica genética que tiene por único axioma a la Santísima Trinidad. El Verbo Encarnado, Cristo, es el sujeto atributivo —por tanto, el Maestro por excelencia— de esta metafísica. Él es el camino, la verdad y la vida de la palabra en tal forma que el ser humano, siendo alter Christus, es, a su vez, mística u ontológica palabra de la divina o metafísica palabra. Expresado de otro modo, si la naturaleza humana de Cristo es consustancial con nuestra naturaleza, su lenguaje es también consustancial con nuestro lenguaje. M.— Hay autores que piensan que no puede decirse nada acerca del ser ni de Dios, esto es, niegan la metafísica y la teología, porque parecen exceder lo que se puede decir con el lenguaje. F.— Te respondo en palabras de un autor moderno que dista mucho de mi sistema: el segundo Wittgenstein, en la última etapa de su pensamiento, viene a decir que “lo que no puede decirse es más importante”. El lenguaje metafísico o teológico y el místico u ontológico son, por la suprema categoría de su objeto, en sí mismos inefables. Puede darse, no obstante, una aproximación al entendimiento de este inefable lenguaje en virtud de que nuestra intuición es apertura de la inteligencia al sujeto absoluto. El lenguaje auténtico sobre la Santísima Trinidad es, por último, místicamente inspirado. Te recuerdo, en este sentido, la palabra de San Pablo cuando afirma: “Nadie puede decir ‘¡Jesús es Señor!’ sino por influjo del Espíritu Santo” (1Cor 12,3). Esta palabra paulina es extensiva a todo lo que concierne a la fe. M.— ¿Puede haber una cierta armonía entre el lenguaje de la metafísica y los demás lenguajes? F.— El lenguaje de la metafísica, siendo el de las personas divinas entre sí, es armonía absoluta. Si nos atenemos al 123 campo estrictamente ontológico o místico, la comunicación entre la persona humana y las personas divinas comporta una forma de entrevista que tiene el signo de una verdadera armonía consistente en una progresiva divinización de la vida y la palabra del ser humano. Esta armonía, en nuestro estado viador, no es sin cierto doloroso caotismo. La plenitud de esta armonía sólo puede darse en la vida eterna. M.— ¿Qué papel desarrollan los diversos tipos de lenguaje en tu metafísica? F.— Desde el punto de vista de la metafísica, el lenguaje no puede reducirse a metáforas, a imágenes o comparaciones, ni siquiera a enunciados propiamente dichos. No, la metafísica no es un lenguaje de proposiciones a modo de un discurso, ni de fórmulas que, implicándose unas en otras, pongan su mirada en una lógica inductiva o deductiva; antes bien, su lenguaje es la viviente definición transcendental. M.— La metafísica histórica tiene una forma de lenguaje propio. ¿Limita este lenguaje tu discurso metafísico? F.— Es obvia la limitación del lenguaje para expresar la realidad metafísica. El lenguaje metafísico no pertenece a la descripción, ni a formulaciones lógicas —aunque a veces accidentalmente las utilice—, sino a la definición. El estudio filológico, semántico o etimológico de los términos es subsidiario y no satisface su comprehensibilidad metafísica, debido, sobre todo, a sus múltiples connotaciones históricas. Un término, acuñado en la historia del pensamiento, adquiere diversos matices e incluso cambio de significación al entrar en la órbita de un determinado sistema filosófico. M.— Dada esta dificultad con los términos filosóficos históricos, ¿utilizas nueva terminología para la explicitación de tu pensamiento? F.— La metafísica genética no requiere, por ejemplo, de los términos “esencia”, “existencia”, “sustancia”, “naturaleza”…, por la confusión a que se prestan; sin embargo, los La metafísica no es un lenguaje de proposiciones a modo de un discurso, ni de fórmulas que, implicándose unas en otras, pongan su mirada en una lógica inductiva o deductiva; antes bien, su lenguaje es la viviente definición transcendental. 124 La metafísica genética no requiere, por ejemplo, de los términos “esencia”, “existencia”, “sustancia”, “naturaleza”…, por la confusión a que se prestan; sin embargo, los utiliza en razón de su abolengo histórico, pero dentro de una concepción genética. utiliza en razón de su abolengo histórico, pero dentro de una concepción genética. El lenguaje propio de la metafísica genética sustituye estos términos por otros nuevos que se ajustan más a su significación genética: a la concepción genética de la esencia la llamo “transverberación”; a la concepción genética de la existencia, “circungénesis”; a la concepción genética de la sustancia, “congénesis”; a la concepción genética de la naturaleza, “conformogénesis”. Estos son unos cuantos ejemplos. M.— Tu metafísica echa mano de los símbolos. ¿Sustituye esta simbolización parte del discurso metafísico? F.— La simbolización no sustituye parte del discurso metafísico, sino que forma parte de él. Este discurso puede recurrir a cualquier forma de expresión como instrumento auxiliar: símbolos tomados de la matemática, lógica, biología, física… incluso puede acudir a la expresión estética. El discurso metafísico no se reduce, sin embargo, a los instrumentos a los que recurre. Existen, además, muchas expresiones y razonamientos que requieren de la comprensión intuitiva y contextual en virtud de que se harían los textos interminables como ocurre en la mayoría de los casos. M.— ¿Se te puede considerar como uno de los filósofos del siglo XX? F.— Nunca me he sentido filósofo; soy, en todo caso, metafísico. M.— ¿Qué diferencias encuentras entre filosofía y metafísica? F.— Metafísica no hay más que una, que tiene como objeto la concepción auténtica del ser. Filosofías hay muchas. Aunque la metafísica esté en crisis, es una. Las filosofías tienen, de alguna manera, vocación a ser la metafísica. Este metafísico carácter incoativo en los pensadores se debe a la elevación a absoluto de una noción o concepto que les sirva de axioma en orden a dar explicación a la realidad. El filósofo Tales, por ejemplo, elige por axioma “el agua”; Parménides, “el ser es ser”; Heráclito, “el devenir”; Descartes, “el cogito ”. 125 M.— ¿Cómo saber que la “elevación a absoluto” de una noción o concepto es auténticamente metafísica? F.— La elevación a absoluto, para que se dé la metafísica, no es la absolutización simpliciter de cualquier noción ni la elevación por abstracción. Hay única noción absoluta y única forma cómo se da esta noción absoluta con la que, obteniéndose la aniquilación a priori de la identidad, queda establecida la concepción genética del principio de relación. M.— Entonces ¿la metafísica es única? F.— Única. M.— ¿Sólo hay una manera de explicarla? F.— Su explicación es por medio de la viviente definición transcendental. Rechazo toda forma deductiva, inductiva, analítica, sintética, reductiva… porque son impropias de la metafísica. M.— ¿Tiene la metafísica alguna utilidad práctica? F.— Te contestaría del siguiente modo: la metafísica es en sí misma tan honesta que no sirve para nada; no se le puede introducir el utilitarismo: me sirve para esto o me sirve para lo otro. Soy yo el que tengo que estar al servicio de la metafísica. M.— ¿Sin metafísica no podrías existir? F.— Tal como yo entiendo la metafísica, mi respuesta es no. M.— ¿Qué juicio tienes de la filosofía actual? F.— Mi respuesta no es nada optimista: estimo que la filosofía ha entrado en coma profundo o, si se prefiere, en estado de muerte clínica. M.— ¿Podrías hacer un pequeño bosquejo de lo que se entiende por metafísica histórica? F.— El nombre “metafísica” ha tenido, desde su bautizo por Andrónico de Rodas en el siglo primero antes de Cristo hasta nuestro tiempo, muchas discusiones debido a la La metafísica es en sí misma tan honesta que no sirve para nada; no se le puede introducir el utilitarismo: me sirve para esto o me sirve para lo otro. Soy yo el que tengo que estar al servicio de la metafísica. 126 Estimo que la filosofía ha entrado en coma profundo o, si se prefiere, en estado de muerte clínica. problemática suscitada sobre su objeto propio. Este objeto, que no está claro en el mismo Aristóteles, es discutido en las diversas corrientes escolásticas. En la época moderna, Bacon sostiene que la metafísica es “ciencia de las causas formales y finales”; Descartes, “estudio de la existencia del yo y de Dios”; Fitchte, “partir del yo es yo”; Ortega y Gasset, “saber acerca de la realidad radical”; Zubiri, “estudio de la realidad en cuanto realidad”…; y, en general, para el neopositivismo tardío —abandonadas sus posiciones dogmáticas— y las corrientes hermenéuticas, la metafísica se reduce a “un referente transcendental con el intento de fundamentación última”. Para estos filósofos, la hermenéutica es una especie de filosofía primera o metafísica. Gadamer y Ricoeur, por ejemplo, llegan a afirmar que la metafísica es el camino válido del filosofar mismo. M.— ¿Esto quiere decir que la filosofía moderna no ha abandonado la metafísica? F.— Además de los autores anteriores, te menciono, entre otros, a los siguientes pensadores modernos que, defendiendo un modo propio de metafísica, imponen los siguientes objetos: transcendentalidad hermenéutico-semiótica, en Apel y Habermas; formalización lingüística, en Tugendhat; visión de las cosas como fruto de la imaginación sentida, en Deaño; realismo transcendental o crítico, en Külpe; función de crítica cultural, en A. Schaff; referencia metafórica, en Ricoeur… M.— Esta variedad de opiniones puede llevarnos a la consideración histórica de la ambigüedad del término “metafísica”. F.— La palabra “metafísica” viene empleándose por estos y otros autores para todo: “metafísica de la ciencia”, “metafísica del lenguaje”, “metafísica de la praxis”, “metafísica de la sociedad”, “metafísica del significado”, “metafísica de la cultura”… Debe tenerse en cuenta, por esta causa, el concepto que se está empleando cuando se menciona la metafísica. Mi concepción genética de la metafísica nada tiene que ver con estos precedentes históricos. 127 M.— Creo que estamos ante un pensamiento metafísico nuevo. F.— Tengo un sistema de pensamiento con unas características propias. Yo parto de Cristo mismo, que es el metafísico por antonomasia. Si Él dijo: “Yo soy la Verdad”, no nos iba a dejar de enseñar o revelar la concepción del ser. Me considero, por tanto, simplemente discípulo de Él. No pertenezco a ninguna escuela filosófica: tengo creada mi propia escuela idente en la que pueden formar parte profesores, pensadores, que no sean miembros de la Institución. M.— ¿Tienes alguna experiencia personal en la que tenga su origen tu pensamiento? F.— El origen de mi pensamiento tuvo el momento culminante un día 30 de mayo de 1964, festividad de San Fernando. Estaba convaleciente de una dificilísima operación, entre las muchas que he padecido hasta el presente, en la que se me había hecho, en medio de una hemorragia masiva, recesión máxima del aparato digestivo. La noche de este día de mi santo había sufrido unos dolores espantosos. Mi residencia en Madrid era entonces la casa familiar con mi madre y mis hermanas. Ellas querían conmemorar este señalado día. Me levanté hacia las cinco de la mañana, en medio de un amanecer espléndido propio de la primavera madrileña. Me dirigí a la llamada “Plaza de los Mártires” para luego adentrarme en la floresta del Parque del Oeste. Me senté en un banco rústico: en este instante, clamé con agónico dolor a mi Padre Celeste: “Yo no soy nada; Tú eres el ser.” Se me abrieron, de forma repentina, los cielos con transfiguración del verdeante paisaje al tiempo que una voz enérgica, su voz paterna, respondía a mi gemido: “Yo soy más que el ser que dices”. Apareció, al momento, escala esbeltísima por la que subían y bajaban ángeles ante mi infusa mirada. El dolor me había desaparecido, regresando a mi hogar, antes de que se levantaran mi madre y mis hermanas, para celebrar juntos el desayuno de mi onomástica. M.— ¿Cuál es la clave de esta locución del Padre que dio origen a tu sistema? Me senté en un banco rústico: en este instante, clamé con agónico dolor a mi Padre Celeste: “Yo no soy nada; Tú eres el ser.” Se me abrieron, de forma repentina, los cielos con transfiguración del verdeante paisaje al tiempo que una voz enérgica, su voz paterna, respondía a mi gemido: “Yo soy más que el ser que dices”. 128 Nunca he tenido la experiencia de un Dios abstracto, universal o teórico. Mi experiencia personal es, con origen en el Padre, de las tres personas divinas que, aunque realmente distintas, se me presentan, al mismo tiempo, congénitas. F.— Durante el regreso a mi casa, vuelto el paisaje a mi natural mirada, se grabó en mi inteligencia, con rechazo de la identidad del ser a título de metafísico principio, única palabra: “ser + ”. Esta fórmula, por mí contemplada llena de vida, iluminando mi pensamiento, me alejó de todos los sistemas filosóficos en virtud de que, incurriendo éstos en una identidad carente de sentido sintáctico, semántico y metafísico, afectaban gravemente, conforme a mi sentir, al campo teológico. M.— Esta experiencia mística del “ser + ”, ¿quiere decir que no fue una experiencia general o corriente de Dios? F.— Nunca he tenido la experiencia de un Dios abstracto, universal o teórico. Mi experiencia personal es, con origen en el Padre, de las tres personas divinas que, aunque realmente distintas, se me presentan, al mismo tiempo, congénitas; esto es, unum metaphysicum por naturaleza. La conciencia filial en relación al Padre es de tal modo que me tiene también marcada una conciencia fraterna con Cristo y una conciencia que, inflamada por el fuego divino del Espíritu Santo, incrementa incesantemente mi estado filial con el Padre y, al mismo tiempo, fraterno con el Hijo. M.— La locución del Padre “yo soy más que el ser que dices” ¿cómo la relacionas con tu concepción metafísica y el desarrollo de tu sistema? F.— El concepto de “ser + ” tiene el significado de que no existe el “ser en cuanto ser”. M.— Y eso, ¿qué quiere decir? F.— La negación, dentro del campo metafísico, del monismo personalista: no puede existir un ser personal único en sentido absoluto; esto es, no puede existir una persona única en identidad con sí misma. El concepto “Padre” es ya un nombre de relación porque supone la existencia metafísica de un “Hijo”. El término “Dios” es, cuando menos, dos personas divinas y, cuando más, iluminada nuestra inteligencia por la revelación, tres personas divinas. M.— ¿Puedes explicar más específicamente el problema tan grave que supone la identidad? 129 F.— Mi concepto de ser + rompe con la concepción simpliciter del “ser es ser”; esto es, de un ser identitático e indeterminado, resultado de un seudoprincipio de identidad que es condenado por Clemente VI en el siglo XIV, al reprobar, entre otras, la siguiente tesis de Nicolás de Autrécourt: … este es el primer principio y no otro: ‘si algo es, algo es’ . Hay que tener en cuenta que la identidad se manifiesta de diversos modos. Por ejemplo, aplicada al ser: “ser es ser”, “ser en cuanto ser”, “ser en el ser”, “si ser, entonces ser”, “ser porque ser”; en el caso de Autrécourt, es “si algo es, algo es” (este “algo” es una forma de decir “el ser” o un reductivo del ser). Todas estas manifestaciones tienen un esquema de fórmula [A=A] o, lo que es lo mismo, una estructura común: un functor monádico que une un mismo término: ser-functor-ser. El functor, en estos casos, es “es”, “en cuanto”, “en el”, “si… entonces”, “porque”, “si”. Siendo esta estructura tautológica carece de sentido sintáctico: no aporta ningún conocimiento científico, discursivo o metafísico. M.— ¿La expresión “si algo es, algo es” es una proposición tautológica? F.— La presente proposición es una de las tantas expresiones tautológicas del seudoprincipio de identidad que reducen su seudoestructura a un functor monádico carente de sentido sintáctico, semántico y metafísico. M.— ¿Qué se requiere para que no se den metafísicamente expresiones tautológicas? F.— Es necesario, como mínimo, un functor diádico, esto es, la inmanente complementariedad intrínseca de dos términos, para que, a la vez, haya sentido sintáctico, semántico y metafísico. El “+” del ser, significando que “el ser tiene gene”, sustituye, finalmente, la “identidad” por la “congenitud” que, sustituyendo al concepto histórico de sustancia, es el contenido de la concepción genética del principio de relación. M.— ¿Está involucrada la metafísica histórica en la identidad? ¿Qué significado tiene la inclusión de la identidad en la metafísica? ¿Cómo puede detectarse este hecho? 130 La llamada “metafísica histórica” utiliza, debido al influjo del seudoprincipio de identidad, definiciones viciosas y tautológicas que son, como tales, carentes de sentido. F.— Es sabido que la llamada “metafísica histórica” utiliza, debido al influjo del seudoprincipio de identidad, definiciones viciosas y tautológicas que son, como tales, carentes de sentido. M.— ¿Podrías poner algún caso de definición viciosa? F.— Decir, por ejemplo, que la esencia es “aquello por lo cual una cosa es lo que es” es lo mismo que decir que “aquello por lo cual una cosa es lo que es” es la esencia. No hay un término “x” que defina lo que es la esencia. La seudodefinición de “esencia” no sale de la identidad “esencia es esencia” en virtud de que las expresiones “aquello”, “por lo cual”, “cosa’, ‘lo que es’, son meros descriptivos que, envueltos en la identidad, no definen nada, ni son definidos por nada, ni alcanzan al supuesto término “esencia”. Estas seudodefiniciones incurren, además, en el absurdo de la petitio principii: “¿qué es aquello que hace que aquello por lo cual una cosa es lo que es sea esencia?”. M.— ¿Niega la filosofía moderna este seudoprincipio de identidad? F.— La filosofía moderna pretende también negar, sin acierto, este seudoprincipio: Hume rechaza la cuestión de la identidad por considerarlo el problema más abstruso de la filosofía; Hegel dice que la identidad no es más que “la expresión de una vacua tautología” que carece de todo contenido; Wittgenstein afirma que la fórmula A=A es un seudoenunciado pues la identidad ni es propiedad de nada ni es tampoco ninguna relación; Husserl impugna la identidad por su carácter absolutamente indefinible; Lacan confirma que la proposición “A es A” no sólo no es verdadera, sino que es absurda… No menos interesante es la polémica suscitada por la lógica y la filosofía del lenguaje al defender posturas muy diversas respecto de la identidad. M.— No me equivocaría, entonces, al decir que tu pensamiento parece no tener precedente en ninguna escuela filosófica. F.— El axioma que te he mencionado y la constitución ontológica de la persona humana da respuesta a que no ha 131 habido ningún planteamiento anterior de esta naturaleza. Tengo que añadir, por otra parte, que el punto de partida de mi pensamiento tuvo su origen en aquella experiencia religiosa en forma de visión que me dejó marcado con indeleble carácter hasta el presente. M.— ¿Por tanto, no hay influencias de Platón, ni de Aristóteles, ni de San Agustín, ni de Santo Tomás en tu sistema metafísico? F.— Ya te he respondido: no hay en mi sistema lectura ni reinterpretación alguna de filosofías o escuelas filosóficas. M.— ¿Tampoco de Kant? F.— Ni de Kant, ni de ningún otro filósofo. M.— ¿Tampoco hay una influencia de Maritain? F.— No. M.— ¿De Bergson? F.— No. M.— Y sin embargo son interpretaciones religiosas de la filosofía. F.— Dice San Juan de la Cruz que “un solo pensamiento humano vale más que todo el mundo”. Hay siempre un rastro de verdad en todo porque el error absoluto no existe; por otra parte, hemos nacido para la verdad y no para el error. En los demás sistemas filosóficos hay verdades aspectuales que, rastreadas por el espíritu humano en la oscuridad de la noche donde, en expresión de Ortega y Gasset, “todos los gatos son pardos”, denuncian las más diversas formas paradójicas. M.— ¿Tiene tu sistema de pensamiento algún método crítico? ¿Podrías decir en qué consiste? F.— El punto de partida de mi método crítico consiste en poner de manifiesto, mediante la aplicación de la identidad como hipótesis crítica, las contradicciones y paradojas de los sistemas filosóficos. Ya te he hablado de la importancia que tiene el desenmascarar la identidad de los sistemas de pensamiento en virtud de que quedan inevitablemente por ella viciados sin posibilidad de transcendencia alguna. Hay siempre un rastro de verdad en todo porque el error absoluto no existe (…) En los demás sistemas filosóficos hay verdades aspectuales que, rastreadas por el espíritu humano en la oscuridad de la noche, denuncian las más diversas formas paradójicas. 132 El punto de partida del método crítico consiste en poner de manifiesto, mediante la aplicación de la identidad como hipótesis crítica, las contradicciones y paradojas de los sistemas filosóficos. M.— ¿Se limita tu pensamiento al ámbito católico o adquiere también dimensión universal, es decir, válido para todas las culturas? F.— Creo que mi pensamiento da respuesta a las dos dimensiones: por el ámbito intelectual del axioma, a todas las culturas; por el ámbito revelado del mismo axioma, al cristianismo. M.— ¿Qué relación tiene tu sistema con las Sagradas Escrituras y la Tradición cristiana? ¿Cuál es el símbolo de tu fe? F.— Pienso que mi sistema puede ser corroborado por las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio. Se implica en él también la dimensión ecuménica: puede ser aceptado, intelectualmente, por toda la humanidad. Esta pretensión ecuménica ha sido la compañera de viaje de todas las filosofías y sus representantes. Mi lema, refiriéndome a mi fe católica, es Petrus locutus, confirmata fides. Éste es el símbolo de mi fe. M.— ¿Cuál es la aportación de tu pensamiento en relación con la filosofía histórica? En otras palabras, ¿cuál es, en definitiva, lo específico de tu metafísica? F.— Mi metafísica representa, ajena a todas las filosofías históricas, el intento de un nuevo modelo que, teniendo la forma de un axioma absoluto, aporte la realidad a priori de, cuando menos, dos seres personales en estado de inmanente complementariedad intrínseca que represento con la fórmula [P1=P2]. Estos dos seres personales completan, deciden y hacen consistente, a nivel intelectual, las características metafísicas de la concepción genética del principio de relación. M.— Has dicho anteriormente que tu concepto de “congenitud” sustituye al concepto histórico de sustancia. ¿En qué sentido se da esta sustitución? F.— En metafísica genética no existe la sustancia, identidad de “sustancia es sustancia”, sino la concepción genética de la sustancia. A esta concepción genética de la sustan- 133 cia la llamo “congenitud”. La sustitución de la identidad por la congenitud requiere dos términos en inmanente complementariedad genética [P1=P2] que constituyen única concepción genética de la sustancia. ¿Cuál es la forma de esta sustancia o congenitud absoluta? Te lo diré de una forma sintética: la posesión absoluta del carácter hereditario o geneticidad de [P1] por [P2]. M.— ¿Podrías explicar qué significa esta geneticidad de [P1] por [P2]? F.— Te hago la transcripción teológica de estos términos: la congenitud absoluta de [P1] y [P2] es una Binidad constituida por dos seres personales: el primero, con el nombre de Padre; el segundo, con el nombre de Hijo. Expresado de otro modo: la generación del Hijo [P2] por el Padre [P1] consiste en la transmisión del carácter hereditario o geneticidad de [P1], per viam generationis [por vía de generación], a [P2]. Todo esto te lo tendría que desarrollar más profusa y detenidamente en un curso dedicado a mi teología metafísica. M.— Aunque no puedas ahora extenderte en estas fórmulas, ¿quieres decirme brevemente qué tiene que ver el ser +, del cual me has hablado antes, con tu concepto de congenitud? F.— Mi metafísica es la ciencia que estudia el ser + . Nada tiene que ver este ser + con el verbal “ser más” que, a partir de Teilhard de Chardin, se ha hecho lugar común en la filosofía. Mi concepto de ser + es, al mismo tiempo, verbal y sustantivo. Éste consiste en la concepción genética del principio de relación: dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca, cuya fórmula sabemos que es [P1=P2]. La congenitud es el contenido de esta inmanente complementariedad intrínseca. El concepto de “inmanente complementariedad intrínseca” ya está indicando que, en el campo absoluto, no puede haber un solo ser, ya sea de modo simpliciter, ya sea de modo universal. M.— ¿Por qué los dos seres personales de tu axioma metafísico [P1=P2] han de llamarse “Padre” e “Hijo”? Mi metafísica representa, ajena a todas las filosofías históricas, el intento de un nuevo modelo que, teniendo la forma de un axioma absoluto, aporte la realidad a priori de, cuando menos, dos seres personales en estado de inmanente complementariedad intrínseca que represento con la fórmula [P1= P2]. 134 Yo suelo decir por espiritual experiencia propia que el Hijo tiene el mismo rostro que el Padre. Esto es lo que quiere decir Cristo cuando afirma: “quien me ve a mí ve al Padre”. F.— Si [P1] es el origen y [P2] es la réplica, [P2] es de la metafísica constante genética de [P1] en tal grado que su negación dejaría a [P1] y a [P2] solamente como personas. Esta metafísica constante genética hace que [P1] sea Padre y [P2] sea Hijo. Yo suelo decir por espiritual experiencia propia que el Hijo tiene el mismo rostro que el Padre. Esto es lo que quiere decir Cristo cuando afirma: “quien me ve a mí ve al Padre”. M.— ¿No son los nombres de “Padre” e “Hijo” analógicos por referencia a cómo nos expresamos los seres humanos con los conceptos de paternidad y filiación? ¿No podían haber sido otros nombres? F.— Mi sistema rechaza todo tipo de analogía en virtud de la identidad que encierra el término analogante y los analogados: no hay posible paso entre estos términos. Los términos “Padre” e “Hijo” tienen que ser nombres propios. No puedo ahora explicitarte, detalladamente, por medio de mi modelo lo que el Magisterio ha expresado, en la llamada “Fórmula fe de Dámaso”, con la siguiente declaración: “El nombre propio del Padre es Padre; el nombre propio del Hijo es Hijo; el nombre propio del Espíritu Santo es Espíritu Santo” (Dz 15). Si me refiero al Padre y al Hijo, estos dos nombres son los más propios para designar, por la misma concepción genética del principio de relación, a los dos seres personales [P1=P2]. M.— ¿Cuál es la razón metafísica de que los dos términos de la fórmula [P1=P2] tengan que ser Padre e Hijo? F.— Tienen que ser, metafísicamente, Padre e Hijo; de otro modo, habríase destruido la forma genética del principio de relación. Cristo [P2] afirma con insistencia esta Binidad fundamental [P1=P2] formada por su relación con el Padre [P1] antes de revelarnos al Espíritu Santo [P3]. El hecho de que [P2] sea Cristo y que [P3] sea el Espíritu Santo pertenece al fuero de la revelación sobrenatural sellando, de este modo, la satisfacibilidad de un axioma metafísico que tiene por sujeto absoluto a la Santísima Trinidad [P1=P2=P3]. M.— ¿Intentas con tu sistema una dimensión ecuménica? 135 F.— No se trata, en este caso, de un ecumenismo religioso, pretendido actualmente por las iglesias cristianas. Mi sistema se refiere, más bien, a un ecumenismo metafísico y ontológico dado que el primer ámbito de mi concepción genética del principio de relación puede ser aceptado, sin el dato de la infusa fe teologal, por la inteligencia humana. Éste es, para mí, el fundamento cultural para un ecumenismo religioso, no sólo entre iglesias cristianas, sino también entre todos los credos. La raíz de esta ecumene, aportada por mi concepción genética del principio de relación, es, cuando menos, la Binidad de dos seres personales, como ya te he expresado, en inmanente complementariedad intrínseca [P1=P2]. Esta inmanente complementariedad intrínseca de los dos seres personales aporta el dato axiomático de su unidad de naturaleza con la misma fuerza que su distinción real. M.— Pero hay algo en tu metafísica que sólo pertenece a la fe cristiana. F.— Te reitero que mi concepción genética de la metafísica tiene: dentro del ámbito racional [P1=P2], valor ecuménico; dentro del ámbito revelado [P1=P2=P3], la pertenencia exclusiva a la fe cristiana. M.— ¿Se compaginan tus escritos con la doctrina de la Iglesia Católica? F.— No soy yo quien tiene que decidir la autenticidad de mis escritos. Todo lo he puesto en manos de quienes tienen la verdadera autoridad de tal decisión. Vuelvo a repetirte, a este tenor, mi lema: Petrus locutus, confirmata fides. Es Pedro, en palabras del mismo Cristo, quien tiene la misión de confirmar en la fe a sus hermanos (Lc 22,32). M.— Al mencionar antes tu axioma absoluto, hablabas de un nivel intelectual en el que se daban solamente dos seres personales, que serían, refiriéndonos al ámbito cristiano, el Padre y el Hijo. ¿Es posible reconocer intelectualmente la Trinidad con una tercera persona denominada Espíritu Santo para que se dé la satisfacibilidad que acabas de afirmar o solamente podemos reconocerla por la fe? Mi sistema se refiere, más bien, a un ecumenismo metafísico y ontológico dado que el primer ámbito de mi concepción genética del principio de relación puede ser aceptado, sin el dato de la infusa fe teologal, por la inteligencia humana. Éste es, para mí, el fundamento cultural para un ecumenismo religioso, no sólo entre iglesias cristianas, sino también entre todos los credos. 136 La introducción de un nuevo ser personal [P 3 ], aunque excedente a nuestra inteligencia, es un revelado transcendental que puede ser reconocible, intelectualmente, por las funciones que cumple, dentro del axioma absoluto, con los dos mencionados seres personales [P1= P2= P3]. F.— La introducción de un nuevo ser personal [P3], aunque excedente a nuestra inteligencia, es un revelado transcendental que puede ser reconocible, intelectualmente, por las funciones que cumple, dentro del axioma absoluto, con los dos mencionados seres personales [P1=P2=P3]. Tanto la persona como el nombre de “Espíritu Santo”, aunque la persona puede ser reconocible intelectualmente, son revelados por el mismo Cristo. La negación absoluta de este tercer ser personal llevaría implícita la imposibilidad del indicio intelectual aportado por los dos términos, en inmanente complementariedad intrínseca, del axioma. M.— Según esto, ¿no habría inconveniente en que se diera, intelectualmente, una cuarta persona o una quinta? F.— No sólo habría inconveniente, sino que la introducción de una cuarta o una quinta persona sería un absurdo metafísico en virtud de que se abriría, dialécticamente, un proceso al infinito de personas divinas. La fórmula [P1=P2=P3] hace imposible un [P4] porque ya no cumpliría ninguna función en el modelo absoluto. Mi concepción genética de la metafísica hace imposible, por tanto, el monismo personal absoluto, la cuaternidad personal también absoluta y cualquier otra manifestación que no sea: la “Binidad”, a nivel intelectual; la Trinidad, a nivel revelado. M.— La esencia primordial de la fe cristiana es la creencia en la Santísima Trinidad. Pero esta creencia pertenece a la fe teologal, no a la razón metafísica. F.— La Binidad [P1=P2] pertenece a lo que llamas “razón metafísica”. El kerigma cristiano, aportado por el dato de la fe teologal, es, sin embargo, la encarnación del Verbo, Hijo Unigénito del Padre, con su redención y la revelación por Él de un tercer ser personal con nombre “Espíritu Santo”. El Espíritu Santo es, por tanto, el que, satisfaciendo el carácter genético del principio de relación, revela que éste sea Trinidad [P1=P2=P3]: no obstante, se le reconoce, metafísicamente por el indicio intelectual de las funciones que cumple en la Binidad [P1=P2]. M.— ¿Qué significado tiene lo que tú llamas “indicio intelectual”? 137 F.— Si no existiese el “indicio intelectual”, nuestra inteligencia estaría completamente cerrada a la fe y la fe a la inteligencia. La concepción genética del principio de relación exige, por su misma naturaleza, que nada sea identitático: no existe la inteligencia en cuanto inteligencia ni la fe en cuanto fe; antes bien, una intrínseca complementariedad genética de una divina acción agente [la fe] en una humana acción receptiva [la inteligencia]. La inteligencia puede ser puesta por la fe en nuevo estado sobrenatural por cuanto que aquélla es abierta a la fe y la fe es abierta a la inteligencia. Esto es lo que quiso decir San Anselmo con el credo ut intelligam [creo para entender]. La fe, formando y perfeccionando el carácter místico de la inteligencia, es fuente de una sobrenatural visión que no puede alcanzar por sí misma la inteligencia. M.— Al introducir la inteligencia y la fe en tu sistema, parece que te estás refiriendo indistintamente al campo metafísico y al teológico. ¿Qué relación existe, para ti, entre metafísica y teología? F.— Lo que suele entenderse por “teología” en un sentido general comporta diversas áreas que nada tienen que ver con la metafísica: los sacramentos, las virtudes, etc. Si me refiero a la esencialidad de la teología, que es el tratado De Trinitate, se da una conjunción, una simetría perfecta, entre metafísica y teología en tal grado que puedo decir a la metafísica “metafísica teológica” y a la teología “teología metafísica”. La metafísica y la teología son, en este sentido, tan inseparables como inconfundibles. Esta inseparabilidad inconfusa me lleva a la afirmación de que las dos estudian el mismo axioma: la metafísica, sub ratione absolutitatis; la teología, sub ratione divinitatis. M.— ¿Cómo puede el ser humano conocer, aunque sea a nivel revelado, a la Santísima Trinidad si ésta es un misterio? F.— La Santísima Trinidad es un misterio, pero no un misterio absoluto. Misterio no significa “incapacidad” de comprensión, sino “desbordamiento” de nuestra inteligencia por el objeto a comprender. El ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, por tanto, tiene capacidad La metafísica y la teología son, en este sentido, tan inseparables como inconfundibles. Esta inseparabilidad inconfusa me lleva a la afirmación de que las dos estudian el mismo axioma: la metafísica, sub ratione absolutitatis; la teología, sub ratione divinitatis. 138 El ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, por tanto, tiene capacidad para conocer, de alguna manera, a la Santísima Trinidad. Ahora bien, esta capacidad para conocer es una capacidad rota, deprimida, deteriorada, por el pecado original. para conocer, de alguna manera, a la Santísima Trinidad. Ahora bien, esta capacidad para conocer es una capacidad rota, deprimida, deteriorada, por el pecado original; por esta razón, la dificultad de nuestra inteligencia o nuestra visión viadoras para entender, incluso con la ayuda de la gracia, las cosas divinas. M.— ¿Qué es, entonces, lo que pertenece al orden revelado en tu axioma metafísico? F.— Tres son los principales hechos revelados del axioma: primero, que Cristo sea la segunda persona divina [P2] del axioma; segundo, aceptado que Cristo sea [P2], nos es revelado por Él una tercera persona divina distinta del Padre y del Hijo; tercero, que esa tercera persona divina tiene por nombre, revelado también por el mismo Cristo, de “Espíritu Santo”. Este dato revelado, perteneciente a la fe, es dado, sin embargo, a la intuición en virtud de que ésta es apertura de la inteligencia al sujeto absoluto; la inteligencia, a su vez, da el dato revelado a la razón para establecer el discurso metafísico y teológico. M.— Pero la revelación pertenece a la fe y no a la razón. F.— Aunque nuestra inteligencia esté abierta, por medio de la intuición al infinito, lo único que puede llegar a alcanzar son indicios. Tenemos necesidad, por tanto, de la revelación; con la revelación, de una potencia que eleve a nuestra inteligencia a un orden superior. Esta potencia es el don de la fe. Te pongo el ejemplo de nuestra visión sensitiva que, para ver e investigar lo relacionado con el microcosmos, necesita de sofisticados instrumentos que potencian nuestra visión ocular miles de veces para poder contemplar partículas ínfimas de la materia. Tengo que añadirte que la fe no es un acto voluntarioso de aceptación de aquello que no se ve; antes bien, es una forma de visión que excede a la propia inteligencia. M.— ¿Por qué el mensaje de Cristo no es aceptado universalmente? F.— Cristo presenta su mensaje al mundo de un modo universal; esto es, válido para todos. La no aceptación de 139 su mensaje no quiere decir que éste deje de presentarse como doctrina universal. La Patrística y la Escolástica se sirvieron de los llamados preambula fidei para presentar, doctrinal o dialécticamente, la universalidad del cristianismo. Hoy día la cultura humana va por otros derroteros que no admiten, por sus implicaciones filosóficas importadas de la cultura griega antigua, los procedimientos escolásticos. M.— Nada, de hecho, es aceptado universalmente. ¿Sigue vigente en la humanidad actual el símbolo de la confusión de lenguas de Babel? F.— No ha habido, hasta el presente, ninguna doctrina filosófica, ninguna religión, ningún sistema político… que hayan sido aceptados universalmente. Las ciencias positivas, incluso, tienen sus más y sus menos. La historia de la evolución de los distintos paradigmas de la ciencia hace sospechar que tampoco deben ser aquéllas aceptadas con una pretendida certeza universal. M.— ¿Cómo convencer a los demás de que el mensaje de Cristo tiene validez universal? F.— Mi confesión de la fe cristiana no admite el prejuicio simplista de que el pensamiento de Cristo no tenga validez universal. Otro tema es saber exponer con competencia este pensamiento en el que no puede desprenderse la vivencia de su mensaje. Soy un peregrino que intenta seguir el camino, la verdad y la vida de Cristo. M.— ¿Hay algún indicio histórico de la existencia del Espíritu Santo que no sea dentro de la religión cristiana? F.— El Espíritu Santo ha sido históricamente reconocible, aunque no como persona divina realmente distinta, por la humanidad como una especie de hálito que infunde en la persona humana una balbuciente aspiración a algún grado de santidad consistente, cuando menos, en el lamento por el mal y en la gratitud por el bien. La manifestación comunitaria de esta aspiración la constituye el hecho de la fundación de religiones para vivir una vida espiritual. La corroboración de este indicio intelectual la tenemos en el con- Mi confesión de la fe cristiana no admite el prejuicio simplista de que el pensamiento de Cristo no tenga validez universal. Otro tema es saber exponer con competencia este pensamiento en el que no puede desprenderse la vivencia de su mensaje. Soy un peregrino que intenta seguir el camino, la verdad y la vida de Cristo. 140 Tengo la firme persuasión de que sólo la concepción genética del principio de relación da explicación consistente, completa, decidible y satisfactoria del dogma trinitario, siendo, a su vez, corroborada por las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio. texto de todo el Antiguo Testamento con la ruah o “espíritu de Yahvé”, pero podemos remontarnos, aún más lejos, en el relato de la creación cuando el “espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gn 1,2) o cuando, al crear Dios al hombre, dice: “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1,26). No puede excluirse ni al Hijo ni al Espíritu Santo del sujeto plural “hagamos”. M.— ¿Qué juicio te merecen los otros credos que no son el cristianismo? F.— Si me refiero a otros credos que no sean el cristiano, aunque fundados en un monismo personalista, no se hallan en un error absoluto ya que afirman la verdad de la unicidad divina y su relación, supuesta la creación, con el hombre. Pueden admitir, intelectualmente, la Binidad sin hacerse, por esta causa, cristianos. Tengo la firme persuasión de que sólo la concepción genética del principio de relación da explicación consistente, completa, decidible y satisfactoria del dogma trinitario, siendo, a su vez, corroborada por las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio. M.— Las demás religiones no cristianas pueden objetar que el modelo propuesto por Cristo no es un modelo que pueda ser aceptado por todos, sino que es sólo válido para los cristianos. F.— Mi respuesta a esta casuística es la siguiente: las demás concepciones religiosas son las que no tienen capacidad, bajo cualquier aspecto que se estime, de alcanzar la plenitud que satisface el modelo cristológico con la consecuencia de que los demás modelos no pueden liberarse de las continuas paradojas y antinomias metafísicas, ontológicas, epistemológicas… en las que quedan atrapados. El hecho de la universalidad de este modelo reside en que Cristo envía a sus Apóstoles por todo el mundo a predicar el Evangelio. M.— La creencia en la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, pertenece al ámbito de la gracia; no al ámbito de nuestro simple esfuerzo intelectual. 141 F.— Reitero que la Binidad [P1=P2], formada por dos seres personales con nombre propio de “Padre” e “Hijo”, puede ser aceptada en recto orden intelectual por todos. Esta Binidad, sin embargo, no es, en virtud de un indicio intelectual que se presenta, satisfacible en el orden metafísico. Una tercera persona [P3] puede también ser, por tanto, aceptada de algún modo por este indicio intelectual que se presenta cumpliendo determinadas funciones en la Binidad. El hecho, no obstante, de que [P2] sea Cristo y [P3] reciba el nombre de “Espíritu Santo” no puede ser conocido, de ningún modo, por la sola inteligencia humana: es necesario que ésta sea informada por la fe teologal. M.— ¿Cuál es la relación que el ser humano, conforme a una inteligencia instruida, puede tener con la Santísima Trinidad? F.— Podemos decir, a la luz de nuestra inteligencia, que somos hijos del Padre, que, siendo hijos del Padre, somos hermanos del Hijo; pero del Espíritu Santo no podemos saber, naturalmente, el tipo de parentesco místico u ontológico que con Él tenemos. El mismo Cristo dice del Espíritu Santo que “oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3,8). Esto ya es un misterio sublime. M.— ¿Cuál podría ser, según la revelación, nuestro parentesco con el Espíritu Santo? F.— Somos sacralidad del Espíritu Santo. Las Sagradas Escrituras expresan nuestra mística relación con el Espíritu Santo, sobre todo, en el hecho de que somos “templos” cultuales donde, morando el Espíritu Santo, nos atrae, a su vez, con gemido inefable al Padre y al Hijo para constituirnos, elevada nuestra semejanza con Dios al orden sobrenatural, en mística santísima trinidad de la divina Santísima Trinidad. Esta mística realidad es lo que yo llamo “satisfacibilidad del parentesco ontológico” de “hijos del Padre” y “hermanos del Hijo”. M.— ¿Cómo puede aceptar tu axioma metafísico el ateísmo e, incluso, el agnosticismo? 142 El escepticismo acerca de Dios comporta el escepticismo de la propia vida humana donde el egoísmo, la injusticia y la indignidad desencadenan procesos agresivos de incalculables consecuencias. F.— El pretendido ateísmo absoluto lleva asociada una nada absoluta por la que ni Dios, ni ninguna otra realidad, podrían ser o existir. Este contrahecho metafísico va contra la experiencia histórica que se presenta con una multitud de formas, ya espirituales, ya materiales, de la realidad en la que estamos insertados. La afirmación de la nada absoluta se clausuraría a sí misma con título en la absurda identidad “nada es nada” de la que no puede salir nada: ex nihilo nihil fit [de la nada nada se hace]. Una filosofía atea, teniendo presente lo afirmado, es la que debería establecer un supuesto axioma absoluto que, incluyendo una absurda inmanente descomplementariedad intrínseca, tendría que admitir, en última instancia, una nada absoluta contra su propia nada absoluta. El escepticismo acerca de Dios comporta el escepticismo de la propia vida humana donde el egoísmo, la injusticia y la indignidad desencadenan procesos agresivos de incalculables consecuencias. M.— ¿Cualquier axioma absoluto que no sea la inmanente complementariedad intrínseca es falso? F.— Desde el punto de vista metafísico, cualquier supuesto axioma absoluto, aplicado también a cualquier otra afirmación que intente negar la inmanente complementariedad intrínseca de un sujeto absoluto constituido de, cuando menos, dos seres personales [P1=P2] o, cuando más, de tres seres personales [P1=P2=P3], es un seudoaxioma que, obtenido por negación de su contrario, queda en contradicción con sí mismo. M.— ¿Esto ocurre con el ateo cuando, negando a Dios, lo está al mismo tiempo afirmando? F.— Llamo a esta contradicción de la afirmación de Dios por la negación de Dios “antítesis absoluta del primer excluso” que, consistiendo en la paradoja de establecer una afirmación excluyéndola al mismo tiempo, obtiene por resultado el absoluto colapso dialéctico sobre el cual está montada la seudodialéctica de la identidad. El ateísmo está, metafísicamente, fundamentado, supuesto este colapso dialéctico, en una sucesión indefinida de absurdos. La afirmación de lo que no es Dios por la negación de Dios, esto es, 143 quitar y poner, a la vez, el mismo término, se implica, por tanto, lejos del recto orden intelectual, en un ciego supuesto intencional: el nihilismo absoluto; con el nihilismo absoluto, la imposibilidad de la metafísica y de la ontología. M.— ¿La ética del ateo puede tener algún fundamento metafísico? F.— La etiología ética del ateo sólo puede apoyarse en una alternativa: o somos nada o estamos encaminados a la nada. Este nihilismo absoluto tiene el supuesto contradictorio de afirmar algo: un magma materialista del que, no sabiéndose en qué pueda consistir, se derivan los seres y las cosas. M.— ¿Cuál es, en una palabra, la finalidad o pretensión de tu pensamiento? F.— Mi pensamiento tiene la finalidad de revelar, por medio del axioma absoluto del que ya te he hablado, la genética constitución metafísica del ser + y sus implicaciones ontológicas. M.— Ya que hablas de implicaciones ontológicas, ¿qué relación hay, en tu sistema, entre metafísica y ontología? ¿Estos dos conceptos significan lo mismo como muchos filósofos así lo admiten? F.— La metafísica y la ontología son, para mí, ciencias distintas. El carácter abierto ad intra del metafísico axioma absoluto, siendo también por su misma naturaleza abierto ad extra, establece el carácter genético de una ontología que, formada por la metafísica, tiene por objeto específico la divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en un ser personal que, aunque creado de su nada singular, queda definido intrínsecamente por el axioma absoluto. Entre la metafísica y la ontología no hay paso; antes bien, para que exista la ontología, se requiere el acto creador. De no admitirse el acto creador, habríase introducido el absurdo panteísta. M.— ¿Entonces la metafísica para ti es explicar a la Santísima Trinidad desde sí misma y la ontología es explicar la relación que la Santísima Trinidad tiene con el ser humano? Entre la metafísica y la ontología no hay paso; antes bien, para que exista la ontología, se requiere el acto creador. De no admitirse el acto creador, habríase introducido el absurdo panteísta. 144 F.— La metafísica es la ciencia que estudia la revelación del axioma absoluto por el propio axioma absoluto a la inteligencia humana. La ontología o mística es la ciencia que, con fundamento en la metafísica, estudia la experiencia revelada de un espíritu personal creado que, inhabitado por la divina presencia constitutiva, es unido inmediatamente con la Santísima Trinidad por la propia Santísima Trinidad. M.— ¿Ves la metafísica y la ontología como ramas de la teología? F.— La llamada “teología” tiene muchas secciones o ramas: teología dogmática, teología bíblica, teología sacramental… Mi concepción genética de la metafísica está más allá [metav] de estas ramas de la teología restringiendo su campo a la forma genética de concebir la Santísima Trinidad. La metafísica estudia sub ratione absolutitatis la concepción genética del principio de relación constituido: en el orden intelectual, por dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca [P1=P2]; en el orden revelado, por tres seres personales en inmanente complementariedad intrínseca [P1=P2=P3]. La teología estudia, a su vez, sub ratione divinitatis la misma concepción genética del principio de relación. M.— ¿Cuál es el objeto de la ontología? F.— La ontología o mística tiene, a su vez, como objeto al ser humano que, definido por la divina presencia constitutiva, es mística u ontológica deidad de la divina o metafísica deidad. M.— ¿Cómo puede comunicarse el ser humano con las personas divinas? F.— La intrínseca presencia constitutiva de las personas divinas por las propias personas divinas en la persona humana, supuesta la creación de ésta, es el fundamento de toda comunicación ontológica; esto es, de un diálogo íntimo, indecible, del ser humano con la Santísima Trinidad. Esta divina presencia constitutiva, formante del espíritu humano, infundido en el primer instante de nuestra con- 145 cepción biológica, es el constitutivo ontológico sin el cual no podríamos ser personas, y menos, mística deidad. M.— ¿Es creada la divina presencia constitutiva? F.— La divina presencia constitutiva, que naturalmente está en nosotros y nos da forma, no es creada porque las personas divinas no crean su propia divina presencia. Hay, por tanto, un elemento increado en nosotros que es la presencia constitutiva de las personas divinas. Este elemento increado es lo que, efectivamente, es el ser + que yo; esto es, siendo yo + que yo, soy imagen y semejanza de las personas divinas; si imagen y semejanza de las personas divinas, también imagen y semejanza de su amor, de su bondad y, en general, de sus propiedades y atributos. La persona humana, aunque creada por Dios de la nada, no es imagen de la nada porque la nada no es imagen de nada. M.— ¿En la divina presencia constitutiva se funda lo que tú llamas ontología o mística? F.— Sí. La imagen y semejanza que somos en relación con la Santísima Trinidad, significada por la divina presencia constitutiva en nuestro espíritu, es, supuesta mi concepción genética de la metafísica, el fundamento de la ontología del ser humano; por tanto, de la lógica, de la gnoseología, de la moral, de la sociología y, en general, de las llamadas ciencias del hombre. Si mi metafísica es la concepción genética del principio de relación [P1=P2=P3], éste será el paradigma que, haciendo posible las ciencias humanas, las hace, a su vez, comunicables con la metafísica; si con la metafísica, también entre sí. Esta comunicabilidad es la forma de apertura que tiene por supuesto la concepción genética del principio de relación. M.— ¿Si las ciencias humanas están abiertas a la metafísica y, por razón de esto, abiertas entre sí, con mayor motivo el ser humano será un ser abierto a la transcendencia? F.— Afirmo que el ser humano no es un “ser en sí”, ni “ser para sí”, ni “ser para el mundo”; antes bien, “ser para la Santísima Trinidad” de la que aquel es su imagen y semejanza. 146 Si la divina presencia no nos estuviera constituyendo, nuestra persona sería imposible en virtud de que ésta no tendría razón ontológica de ser. M.— ¿Lo que realmente define a la persona humana como ser abierto a la Santísima Trinidad es, entonces, la divina presencia constitutiva? F.— Si la divina presencia no nos estuviera constituyendo, nuestra persona sería imposible en virtud de que ésta no tendría razón ontológica de ser. Esta divina presencia constitutiva viene corroborada por el Génesis cuando afirma: “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1,26). Esta imagen y semejanza es lo que nos hace deidad mística de la deidad metafísica. M.— ¿La divina presencia constitutiva pertenece a la metafísica o a la ontología? F.— La divina presencia constitutiva es el término metafísico inmediato que, no sin la condición biológica, establece, desde el primer instante de la concepción del ser humano, el estado ontológico en el que la naturaleza de aquel es creada de su nada singular. Este estado ontológico, constituido por la divina presencia inhabitante, es la realidad designada por el concepto de “imagen y semejanza” revelado por el Génesis en tal grado que, lejos del carácter análogo o unívoco de los sistemas tradicionales, lo que es metafísicamente ad intra del axioma, lo es también místicamente ad extra. Mi conclusión es precisa: si somos imagen y semejanza de la Santísima Trinidad, somos mística u ontológica trinidad de la divina o metafísica Trinidad. M.— ¿No parece demasiado elevada esta concepción del ser humano como deidad, porque éste dejaría de ser prácticamente humano o, en palabras de Unamuno, dejaría de ser “hombre de carne y hueso”? F.— El ser humano es “humano y + que humano” o, si me refiero a la expresión de Unamuno, “hombre de carne y hueso” y + que “hombre de carne y hueso”. La definición que de este “+ que humano” o “+ que hombre de carne y hueso” da el mismo Cristo es la más ilustrativa: “dioses sois” (Jn 10,34). Cristo, por esta causa, es el único que ha sabido dar la máxima dignidad al ser humano porque, siendo consustancial su naturaleza humana con la nuestra, nos 147 hace copartícipes, por razón de la unión hipostática, de su naturaleza divina. Esta participación es revelada por la Sagrada Escritura: “nos han sido concedidas [por medio de Cristo] las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina” (2Pe 1,4). M.— ¿Qué significado tiene para ti esta participación? F.— El concepto de “participación”, que para mí se presta a inadecuadas acepciones de carácter filosófico, es la traducción ordinaria que hacen los biblistas del verbo griego koinonevw [koinoneo] sin tener en cuenta que también adquiere el significado de “poseer en común”. La divina presencia constitutiva es este carácter común: metafísico o por naturaleza, en las personas divinas; místico o por gracia, en la persona humana. Esta divina presencia tiene en el ser humano dos ámbitos: constitutivo, con la creación; santificante, con el bautismo. La constitutividad de la divina presencia, elevada al orden de la gracia santificante, es lo que llamo “mística procesión” porque las personas divinas “proceden”, por inhabitación mística, en nuestro espíritu según las palabras de Cristo: “aquel que me ame, mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él” (Jn 14, 23). M.— ¿Cómo es posible que, siendo Dios infinitamente superior al hombre, la naturaleza humana participe de la naturaleza divina? ¿Acaso la participación no debe darse en plano de igualdad de los participantes? F.— Tienes que salvar los dos órdenes: metafísico o divino, ad intra; ontológico o místico, ad extra. Si la divina presencia constitutiva es la que nos forma, nos aporta esa parte “divina”, “increada”, por la que somos mística deidad de la metafísica deidad. Si no fuera increada, no podríamos hablar de esta koinonía o participación. El enunciado es preciso: todo lo que es por sí en la Santísima Trinidad, lo es por gracia en el ser humano en tal grado que éste es mística naturaleza de la divina naturaleza. M.— ¿La concepción del hombre, dentro de esta ontología, no representaría una visión estática del mismo? Cristo es el único que ha sabido dar la máxima dignidad al ser humano porque, siendo consustancial su naturaleza humana con la nuestra, nos hace copartícipes, por razón de la unión hipostática, de su naturaleza divina. 148 Hay que distinguir entre imagen y vestigio. Las criaturas irracionales no son imagen de Dios, pero sí son vestigio divino. La Santísima Trinidad tiene que estar presente con la unidad de su acto en su criatura manteniéndola permanentemente en su ser y en su obrar. F.— La divina presencia constitutiva, lejos de ser estática, es una realidad dinámica y es por lo que podemos decir que el acto ontológico de nuestro espíritu, formado por la divina presencia constitutiva, es místico u ontológico acto absoluto del divino o metafísico acto absoluto. Hay, por tanto, una comunicación entre la Santísima Trinidad y el ser humano por la cual éste vive místicamente lo que metafísicamente viven las personas divinas. M.— ¿Qué añade a nuestra naturaleza el participar de la naturaleza humana de Cristo? F.— Contesto con algo que, pasado por mi experiencia, me es de sublime hermosura: la consustancialidad de la naturaleza humana de Cristo con la nuestra incluye compartir amorosamente su dolor con nuestro dolor de tal modo que Él mismo, haciéndose con todos y cada uno de los sufrimientos del ser humano, transforma el castigo originario del dolor y de la muerte en místico holocausto de amor por la gloria de un Padre concelebrado por el Hijo y el Espíritu Santo. La pasión doliente de Cristo ha sido transformada por Él mismo en celeste gloria para los seres humanos; en este sentido, el dolor humano, unido al dolor de Cristo, es fuente de gloria celeste. M.— ¿Puede decirse que los seres no personales son también imagen y semejanza de su Creador? F.— Hay que distinguir entre imagen y vestigio. Las criaturas irracionales no son imagen de Dios, pero sí son vestigio divino. La Santísima Trinidad tiene que estar presente con la unidad de su acto en su criatura manteniéndola permanentemente en su ser y en su obrar. M.— Dios está, entonces, en un animalito, en una flor, en un árbol. F.— Dios está en todos los seres y todo será transformado y adecuado a las condiciones gloriosas del cuerpo resucitado, de tal modo que los bienaventurados, efectivamente, vean esa glorificación del universo. Todos los seres, esto es, todos los vivientes, sean personales o impersonales, son inmortales. 149 M.— ¿Cómo se ha explicado, históricamente, esta glorificación del universo que acabas de mencionar? F.— San Agustín enseña que las propiedades del mundo glorificado estarán “adaptadas” al modo de existir de los cuerpos humanos resucitados de tal modo que el mundo viejo perderá su figura y en ningún caso su naturaleza. Santo Tomás apoya la glorificación del mundo en razón de que tiene la finalidad de servir al hombre de tal modo que el bienaventurado tendrá la visión de esta glorificación del universo en el que el hombre habitará. No comparto ad litteram el argumento agustiniano de la “adaptación paralela” ni el argumento tomista de la convenientia finalitatis en orden a la glorificación final del universo. M.— ¿Qué sentido tiene, para ti, esta glorificación? F.— Mi místico sentir, en relación con esta glorificación reside en que lo creado por la Santísima Trinidad no será aniquilado y, al mismo tiempo, esta realidad creada será desposada con la visión absoluta tenida eternamente por la inteligencia divina. Este desposorio es la satisfacibilidad de la transformación gloriosa del universo que, no pudiendo ser aniquilado en virtud de la divina iustitia amoris, quedará constituido en el “nuevo cielo” y la “nueva tierra” preternaturales (Apoc 21,1) que habrán de ser la “morada de Dios con los hombres” (v. 3); esto es, con los bienaventurados. Poseo también el místico sentir de que el instrumento de esta transformación universal será por fuego del divino amor que tiene por sujeto atributivo al Espíritu Santo. M.— ¿Qué añade la resurrección de nuestro cuerpo a la inmortalidad? F.— Cuando se habla de inmortalidad humana, no se puede afirmar con estricta propiedad “el hombre muere”. Me aplico a mí mismo esta sentencia: yo no soy mi cuerpo y su muerte; mi espíritu y su gloria soy yo. Me es también cierto que algo de mi cuerpo tampoco muere. M.— ¿Podrías decir algo de este “algo” que no muere de nuestro cuerpo? ¿A dónde va este “algo”? F.— Horacio, el clásico latino más moderno, decía de sí Cuando se habla de inmortalidad humana, no se puede afirmar con estricta propiedad “el hombre muere”. Me aplico a mí mismo esta sentencia: yo no soy mi cuerpo y su muerte; mi espíritu y su gloria soy yo. 150 mismo: Non omnis moriar multaque pars mei vitabit libitinam [no moriré del todo pues gran parte de mí escapará a mi tumba]. El non omnis moriar horaciano es, en mi opinión, la constante de la clave genética; en esto consiste el algo de nuestro cuerpo que no muere. La constante de la clave genética de nuestro cuerpo, que, asumida por nuestra persona, constituye nuestra indivisible naturaleza, no sólo quedará viva y glorificada, sino incluso en espera, aunque en estado pasivo, de una forma de resurrección corporal consistente en que la omnipotencia divina desarrolla en un sólo instante la integridad que representa la plenitud del cuerpo que pereció. La constante de la clave genética es inherente a la naturaleza humana. Esta constante genética es, objetivamente, abierta porque, de otro modo, cerrada en sí misma, la resurrección sería imposible. M.— ¿A qué leyes será sometido el cuerpo resucitado? F.— Las leyes del cuerpo resucitado serán nuevas leyes también en estado de glorificación de tal modo que suponen, con modelo en el cuerpo resucitado de Cristo, una inmunología de carácter transcendental, inmunología consumada; esto es, con nuevas perfecciones adaptadas a la forma gloriosa del actuar de nuestro espíritu. M.— No existe, entonces, la muerte absoluta de nuestro cuerpo. F.— Si la constante de la clave genética también muriera, la persona humana, privada de aquélla, dejaría de tener naturaleza humana en la vida eterna con la consecuencia de que tampoco podría tener naturaleza angélica por ser el hombre y el ángel de naturaleza esencialmente diferente. No es propio de la naturaleza angélica poseer esta constante genética de un cuerpo biológico. M.— ¿Qué relación existe entre el cuerpo resucitado de Cristo y la resurrección de nuestro cuerpo? F.— Todos los bienaventurados quedan revestidos con el cuerpo resucitado de Cristo. Este cuerpo glorioso de Cristo está presente e indivisible, por su admirable estado espiritual, en todos y cada uno de los bienaventurados a modo 151 de la presencia corporal de Cristo en todas y cada una de las partes de la Eucaristía. El Padre y el Espíritu Santo también se revisten con este cuerpo glorioso de Cristo en virtud de que el Padre es origen de la encarnación del Verbo y el Espíritu Santo, fin. Cristo se erige, de este modo, en centro de la Santísima Trinidad y de la creación entera. M.— ¿Tienen los bienaventurados noción del espacio y del tiempo? F.— Los bienaventurados quedan fuera del espacio y del tiempo, unidos inmediatamente a las personas divinas, puesto que el espacio y el tiempo no son ni esencia ni condición de la existencia espiritual y gloriosa del ser humano. M.— ¿Cuál es la razón de la muerte y cuál la de la inmortalidad de los seres vivientes no personales? F.— La muerte se debe al pecado original; la inmortalidad, a que Dios no aniquila lo que crea. Sabemos por revelación que todo el universo fue contaminado por el pecado adámico: de no haber sucedido este pecado, la evolución, con origen en la creación, habría sido maravillosamente armónica sin necesidad de que se diera la muerte de los vivientes. La Sagrada Escritura afirma que Dios no hizo la muerte ni se goza en que perezcan los vivientes. Pues Él creó todas las cosas para la existencia (Sab 1,13ss). Si Dios creó todas las cosas para la existencia, ¿cómo, entonces, va a aniquilarlas retractando su acto creador? Si me refiero a la transformación del mundo, hay que advertir que el protoevangelio (Gn 3,15) incluye, en mi sentir, la redención de todo el universo y no sólo la del ser humano en virtud de que el universo, contaminado por el pecado original, a que hace mención la Sagrada Escritura, espera ser libertado de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Rom 8,18-25; cfr. 2Pe 3,13; Act 3,21; Ap 21,1-8). M.— ¿Piensas que, dentro del universo ingente en que vivimos, puede haber vida en otros planetas que no sean la tierra? Entre tantos miles de galaxias, ¿no puede haber en alguna de ellas vida inteligente? 152 Afirmo categóricamente que el místico centro inmóvil del universo es el planeta tierra porque en ella se encarnó el Verbo, en ella nos redimió y en ella tendrá lugar su segunda venida. Todo gira, por tanto, místicamente en torno a la tierra, escabel de los pies del Verbo encarnado. F.— Afirmo categóricamente que el místico centro inmóvil del universo es el planeta tierra porque en ella se encarnó el Verbo, en ella nos redimió y en ella tendrá lugar su segunda venida. Todo gira, por tanto, místicamente en torno a la tierra, escabel de los pies del Verbo encarnado. Ni Galileo ni los teólogos de la época tuvieron, desde el punto de vista de la interpretación escrituraria, toda la razón. Una cosa es la física y otra es la mística. No entro en cuestión de si hay seres espirituales en otras galaxias; este no es asunto que se presume, sino que se demuestra. Creo, sin embargo, que no hay vida inteligente en otras partes del Universo por la razón que antes he señalado. M.— Dentro de tu sistema, ¿cuál es, para ti, la relación de la cultura con la metafísica? F.— Sin la metafísica es imposible la cultura. Si hacemos un recorrido histórico al concepto de cultura, nadie está de acuerdo en qué pueda consistir su específico. Se dan, por esta causa, definiciones muy reductivas o demasiado vagas o demasiado amplias. Ahora bien, el fin de la cultura es la metafísica. La metafísica es, por tanto, la que da forma sustantiva a la cultura. M.— ¿Qué aporta a la cultura tu sistema metafísico y ontológico? F.— Abrir la inteligencia a la fe, la fe a la inteligencia; es decir, establecer, dialécticamente, la inmediata comunicación de la abierta realidad divina con nuestra realidad humana y de nuestra abierta realidad humana con la realidad divina. Esta comunicación, siendo por naturaleza en las personas divinas, es por gracia en la persona humana. Tengamos presente, en este sentido, que el origen metafísico y ontológico sólo puede ser atribuido, con título de único principio, al Sujeto Absoluto. Esta concepción genética de la comunicación sustituye el seudoprincipio de identidad por un principio genético de relación en el que sus términos son congénitos: por esta causa, somos mística u ontológica congenitud de la divina o metafísica congenitud. M.— Parece que das mucha importancia en tu sistema a la 153 congenitud. ¿Qué significado, metafísico y ontológico, tiene la palabra “congenitud”? F.— El término “congenitud” se refiere al abierto carácter genético ad intra de las personas divinas entre sí por las propias personas divinas y al abierto carácter genético ad extra de las personas divinas con la persona humana. Este abierto carácter genético es en tal forma activo que el ser humano queda constituido en místico u ontológico acto del divino o metafísico acto. Esta genética realidad singular, expresada por el término “congenitud”, rechaza toda forma de estatismo, fenomenologismo, circunstancialismo, historicismo, esencialismo, existencialismo, y, en general, cualquier forma que venga expresada por un universal. La ambición por conseguir este universalismo deduccionista o induccionista, que expreso con la fórmula “todo en todo”, ha sido una de las raíces del fracaso de los sistemas filosóficos. M.— ¿Se incluyen en tu sistema todas las ciencias humanas? F.— Si la Santísima Trinidad tiene la visión divina de todas y cada una de las ciencias, éstas estarán de un modo implícito, aunque nunca absoluto, en nuestra mística visión por ser ésta imagen y semejanza de la visión divina. Mi concepción genética de la metafísica puede dar soporte transcendental a todas las ciencias, pero éstas tienen su campo propio, de tal modo que resultan, para mí, pequeñas ciencias que, con sus propias leyes y fenómenos, versan, sin oponerse a Dios, sobre lo que no es Dios. Puede decirse, por otra parte, que, a pesar de los miles de años que pasen por estas ciencias, nunca se podrá adquirir una visión absoluta de sus objetos. M.— Ya que has mencionado las diversas ciencias, ¿tienes alguna definición para la lógica? F.— Cuando es empleado el concepto “lógica” tengo que advertir que, desde el punto de vista histórico, hay muchas lógicas; por tanto, ¿a qué lógica nos estamos refiriendo? Hay dos hechos fundamentales en la historia de la lógica: la formalización del lenguaje y la matematización de la lógica. Estos dos aspectos coinciden en que la lógica tiene La ambición por conseguir este universalismo deduccionista o induccionista, que expreso con la fórmula “todo en todo”, ha sido una de las raíces del fracaso de los sistemas filosóficos. 154 Mi concepción genética de la metafísica puede dar soporte transcendental a todas las ciencias, pero éstas tienen su campo propio, de tal modo que resultan, para mí, pequeñas ciencias que, con sus propias leyes y fenómenos, versan, sin oponerse a Dios, sobre lo que no es Dios. un origen extralógico: ya sea el lenguaje natural, ya sea el lenguaje matemático. M.— ¿Defiendes la lógica dentro de tu sistema? F.— Mi respuesta es negativa si se entiende que, dentro del campo de mi metafísica, se da la logización de la metafísica. Mi metafísica escapa a la lógica porque, por su misma naturaleza, tiene que ser a priori y no resultado o conclusión de un axioma lógico; en este sentido, la metafísica es extralógica. M.— Pero el axioma tiene que ser algo lógico y no ilógico, ¿no es verdad? F.— Mi apelación al término “lógico”, referido al axioma [P1=P2], se refiere a un fáctico, hecho lógico, consistente en que este axioma tiene por sí mismo cuanto debe tener: inmanente suficiencia absoluta. Esta inmanente suficiencia absoluta, marcada por la inmanente complementariedad intrínseca [=], hace posible, por su misma naturaleza activa, la genética comunicación compenetrativa de los dos términos: [P1] con [P2]; [P2] con [P1]. Esta genética comunicabilidad compenetrativa del axioma es la forma de la inmanente suficiencia absoluta. La logicidad propia del axioma tiene en el orden intelectual, las propiedades de la consistencia, completitud y decidibilidad. Una concepción genética de la lógica halla, por tanto, su fundamento exigitivo en la concepción genética del principio de relación: éste es su extralógico absoluto. M.— ¿Qué tiene que ver este extralógico con el carácter revelado del axioma? F.— El excedente metafísico [P3] es un revelado stricto sensu, Espíritu Santo, que eleva al axioma a un orden translógico [P1=P2=P3], aportando a las propiedades del orden racional una propiedad definitiva: la “satisfacibilidad”. Esta satisfacibilidad queda absolutamente cumplida por [P3] en tal grado que un supuesto [P4] resultaría vacío porque ya no cumpliría función alguna con el axioma [P1=P2=P3]. Este [P3] da sobrenatural respuesta [translogicidad] a la insatisfacibilidad de la logicidad natural de [P1=P2]. 155 M.— ¿No se puede aplicar la lógica a la Santísima Trinidad? La Santísima TriF.— El enunciado es preciso: la Santísima Trinidad no cabe en ninguna lógica. Resultaría anecdótico que la Santísima Trinidad se formalizara a sí misma transformándose, para entretenimiento de su eternidad, en un supuesto cuerpo lógico. Incluye, de todos modos, una propiedad lógica consistente en que el axioma, axiomaticidad, poseyendo absolutamente todos los elementos que tiene que tener, carece en sí mismo de toda necesidad. M.— ¿En qué consiste, entonces, esta concepción genética de la lógica? F.— El axioma de mi concepción genética de la metafísica [P1=P2] contiene, por su misma naturaleza, una construcción lógica y, de ningún modo, alógica o ilógica con el imperativo de que excluye el modus ponens, el modus tollens y, en general, todas las fórmulas establecidas que tienen su punto de apoyo en la ley de la identidad. La razón se debe a que el axioma es, por su misma naturaleza, indescomponible: [P1] es todo en [P2] ; [P2] es todo en [P1] de tal modo que, dentro de una objetividad intelectual, no puede haber menos ni más de dos términos y, dentro de una objetividad revelada, no puede haber menos ni más de tres términos. Quiero decir, no puede haber ni más ni menos de dos seres personales o ni más ni menos de tres seres personales que se guardan entre sí, con simplicidad absoluta, una singularidad inmanente que excluya, al mismo tiempo, la individualidad y la pluralidad puesto que [P1=P2] o [P1=P2=P3], siendo congénitos, constituyen única naturaleza. M.— ¿Qué significado tiene esta singularidad inmanente? F.— La imposibilidad de que pueda darse, dentro de mi metafísica, la preexistencia de una realidad universal que, en este caso, tomaría dos formas que, por su carácter abstracto, son igualmente absurdas: el esseísmo y el personeísmo. Tengo que añadir que, en la historia de la metafísica, si se prefiere de las filosofías, el intento de establecer un universal del que las realidades particulares fueran sus partes constituye lo que podríamos llamar la paradoja absoluta o pura; por tanto, insoluble. nidad no cabe en ninguna lógica; resultaría anecdótico que la Santísima Trinidad se formalizara a sí misma transformándose, para entretenimiento de su eternidad, en un supuesto cuerpo lógico. 156 M.— Tu metafísica no necesita de ninguna lógica en sentido estricto. F.— La metafísica genética no se fundamenta en ninguna lógica, ni requiere de ninguna lógica preestablecida para explicarse a sí misma; en caso contrario, habría una ciencia, la lógica, que definiría a la metafísica. La lógica no es ciencia del absoluto. No existe, por otra parte, en esta metafísica ninguna formulación lógica, sino símbolos que simplifican, como ya te he expresado, el lenguaje metafísico. M.— ¿Requiere de un método tu metafísica? F.— Hay numerosas interpretaciones sobre la palabra método en las que sólo coinciden la contraposición a un conjunto de reglas que aportan una conclusión racional con las de azar, suerte o adivinación. La historia de la filosofía ha utilizado, por otra parte, diferentes métodos. Si se entiende por método la forma de conseguir una concepción metafísica, mi axioma metafísico —en el ámbito racional [P1=P2]; en el ámbito revelado [P1=P2=P3]— no es conclusión o resultado, por su misma naturaleza de axioma absoluto, de una aplicación metódica. La característica fundamental de este axioma absoluto reside en que no puede ser demostrado por ningún tipo de método; antes bien, que este axioma explique o revele las realidades en virtud de ser un principio absoluto. M.— Si no puedes aplicar ningún método convencional al axioma, ¿cómo es posible que este axioma metafísico pueda constituir todo un sistema? F.— Mi punto de partida son las inmanentes características intrínsecas que posee este axioma metafísico para que se explique él mismo en los dos aspectos: ad intra, lo que es el sujeto absoluto; ad extra, lo que no es el sujeto absoluto y, al mismo tiempo, es por el propio sujeto absoluto. Cosa muy diferente es cómo, en términos gnoseológicos, se me ha dado. La apelación a la gnoseología histórica aporta un resultado: numerosas teorías filosóficas que no han llegado a una convención unánime. M.— Sabemos que no puede haber un método convencio- 157 nal o previo al axioma metafísico. ¿Puede, sin embargo, fundarse el método en el mismo axioma? F.— El axioma metafísico no puede ser resultado de un método aplicado porque, en este caso, aquél sería la conclusión y el método el principio. El axioma es el que aporta los tres elementos metódicos: origen, sintaxis y réplica. El carácter genético de [P1] arroja una proposición fundamental que consiste en que engendra a [P2]. Esta generación de [P2] por [P1] consiste en la transmisión del carácter hereditario del ser [S] de [P1] al ser [S] de [P2] sin que pase su [S1] a [S2] de [P2]: de pasar su [S1], [P1] habríase convertido en [P0]; esto es, quedaría convertido en el absurdo de persona vacía. Los tres elementos metódicos no son numéricos; antes bien, constituyen una trinidad oracional. La sintaxis de acción directa es la que elevo a lenguaje metafísico de tal modo que la acción genética del agente [P1] en [P2], acción agente y receptiva, son inmanentes constituyendo por esta inmanencia genética único sujeto absoluto. M.— ¿En qué consiste el elemento metódico de la sintaxis? F.— La sintaxis metódica de mi metafísica es aquella oración de “objeto directo” que requiere de un agente, la acción de este agente y el objeto que con su acción receptiva es el término de la acción del agente. El concepto de agente no es lo mismo que el de sujeto: el agente necesita un término en complementariedad intrínseca que, inmanente a él, lo hace su propio objeto; el sujeto es la unidad pura constituida por el agente en inmanente complementariedad genética con el objeto. [P1] no es sujeto de [P2], sino agente que hace de [P2] su objeto. [P1=P2] constituyen, finalmente, único sujeto absoluto. Si el sujeto absoluto no fuera constituido por [P1=P2], habríamos introducido la identidad “sujeto absoluto es sujeto absoluto”. La oración sustantiva constituida por un sujeto y un predicado queda excluida, metafísicamente, en los dos fueros ad intra y ad extra de la Santísima Trinidad. M.— ¿En qué consisten el origen y la réplica? F.— El origen y la réplica se refieren respectivamente al El axioma metafísico no puede ser resultado de un método aplicado porque, en este caso, aquél sería la conclusión y el método el principio. El axioma es el que aporta los tres elementos metódicos: origen, sintaxis y réplica. 158 Si nuestro ser personal es imagen y semejanza de las personas divinas, también nuestro conocer es imagen y semejanza del conocer divino. agente y al objeto: origen de la acción es el agente; réplica a la acción del agente es la acción receptiva del objeto. El objeto, hemos visto, recibe todos los caracteres hereditarios que tiene el agente; de aquí, el nombre de réplica que recibe el objeto, y el nombre de origen que recibe el agente. M.— Pasemos al tema del conocimiento humano que ha tratado, de un modo o de otro, la historia de la filosofía. ¿Dime en qué consiste tu concepción acerca de este importante capítulo de la filosofía? F.— Tu pregunta requiere que te recuerde algunos datos, ya tratados anteriormente, pero imprescindibles para entender el discurso ontológico sobre el conocimiento. Estos datos son los siguientes: la creación de la nada por las personas divinas de la persona humana con su inteligencia; la creación de esta persona humana con su inteligencia a imagen y semejanza de las personas divinas con la negación de ser imagen y semejanza de otra realidad diferente que no sean las propias personas divinas; las reducciones a cero ontológico en la persona humana de su nada singular, de su elemento creado y de lo que tiene de límite su imagen y semejanza. Sin estos datos no puede darse una verdadera teoría del conocimiento que se constituya en ciencia epistemológica. M.— ¿De dónde parte tu teoría del conocimiento o epistemología? F.— La divina presencia constitutiva es, en mi sistema, la que da forma, perdurabilidad y sentido ontológicos al conocimiento humano. Hay que tener en cuenta que el ser humano, supuesta su creación de la nada, es constituido por la inhabitante presencia divina del acto absoluto en ser personal a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad. Si nuestro ser personal es imagen y semejanza de las personas divinas, también nuestro conocer es imagen y semejanza del conocer divino. Si, por otra parte, el conocer divino es absoluta visión formante de nuestra visión en virtud de la divina presencia constitutiva, puedo hacer el siguiente enunciado: “nuestra visión es ontológica o mística visión de la metafísica o divina visión”. 159 M.— Pero en nosotros esta visión no es absoluta. F.— Ni en esta vida ni en la otra. Todos sabemos por experiencia la deficiente visión que experimenta el ser humano en orden a cualquier acto de conocimiento: esto es debido a las limitaciones del procesamiento del acto del pensar, de nuestros sentidos internos y de nuestros sentidos externos. La llamada visión beatífica, propia de la otra vida, aunque tenga reducidas a cero ontológico estas limitaciones, no es visión absoluta porque la reducción a cero ontológico no es aniquilación; antes bien, cese ontológico de esta actividad impediente quedando ésta en estado pasivo. M.— ¿Cómo es posible el conocimiento del modelo y, en general, la capacidad del conocimiento humano con relación a lo transcendente? F.— La inmanencia y transcendencia divinas son abiertas a nuestra inmanencia y transcendencia místicas; nuestra inmanencia y transcendencia místicas también son abiertas a la inmanencia y transcendencia divinas por la propia inmanencia y transcendencia divinas. Es aquí donde se verifica una forma muy específica de lo inmanente y de lo transcendente; es decir, somos inmanencia y transcendencia místicas de la inmanencia y transcendencia divinas. Este hecho comporta que la Santísima Trinidad sea tan inmanente como transcendente al espíritu humano; por esta causa, es posible nuestro conocimiento, aunque no absoluto, de la Santísima Trinidad. Es, por así decirlo, una visión beatífica incoativa. Todos tenemos una visión beatífica incoativa. M.— ¿Puedes explicar lo que quieres decir con la palabra “incoativa”? F.— Naciente, en semilla, mínima. No es que estamos creyendo solamente, ni estamos razonando. Somos como el niño que nace y empieza primero a ver las cosas planas, después las ve redondeadas. Es esa visión inicial que tenemos. Si tú me hablas de Él, es que estás viendo algo de Él y en Él. No somos ciegos metafísicos. De hecho, mira, te voy a poner una comparación: se habla mucho del uso o no uso de la razón del niño. El niño tiene razón, pero no 160 Mi concepción genética de la epistemología afirma la adecuación formativa de la inteligencia humana, incluida su limitación condicionante, por la inteligencia divina: el conocimiento humano, en este sentido, no es absoluto. tiene todavía uso de ella. Esto no es lo importante. Lo importante es que el niño está viendo a sus padres, está viendo los objetos, lo que le rodea. Pregunta, entonces, a su padre o a su madre: ¿qué es esto? Ellos le responden: un cenicero. ¿Y por qué es un cenicero? preguntará el niño en un intercambio sucesivo de preguntas y respuestas. El niño está practicando la fe con sus padres, de forma tal que dirá “cenicero” porque cree que sus padres no le pueden engañar. En esa fe está viendo precisamente a sus padres y más allá de sus padres. M.— Por eso, es importante que los padres den a sus hijos respuestas correctas sin nunca engañarlos. F.— Los padres son para el niño su dios; para un perro, su dios es el amo. Es decir, tenemos ya una visión incoativa. Ahora, es cierto que cuando estemos en la vida eterna, la visión beatífica de la Santísima Trinidad no puede ser metafísicamente comprehensiva porque tendríamos que ser ellos mismos y siempre hay una distancia enorme, pero eso es motivo de felicidad porque estamos viendo lo que tenemos que ver, sin aspiración de ver más de lo que estamos viendo. M.— ¿Qué añade tu teoría del conocimiento a las diversas formulaciones que se han dado a lo largo de la historia? F.— La historia de la teoría del conocimiento o epistemología se reduce a un frustrado intento de armonización del ser y del conocer, dándose, según los períodos, el primado del ser sobre el conocer o el primado del conocer sobre el ser. Los términos “ser” y “conocer”, res et intellectus, no sólo se oponen, dentro de la historia de la filosofía, entre sí sin posibilidad de solución, sino, incluso, imposibilitan entre ellos paso alguno. Es la propia identidad la que impone, a modo de una curva asintótica que nunca toca a su recta, la imposibilidad de alcanzar el conocer al ser o el ser al conocer. No puede darse, por tanto, una intelectualización de lo real ni una reificación de la inteligencia. Esta oposición ha dado lugar, en la historia del pensamiento, a dos teorías irreconciliables, teoría del ser y teoría del conocimiento, en virtud de que no ha podido hallarse un princi- 161 pio que forme la concordancia del ser en el conocer y del conocer en el ser. M.— ¿Cuál es la solución que tú propones dentro de tu sistema de pensamiento? F.— La única solución posible para establecer esta concordancia reside, como ya te he dicho, en la divina presencia constitutiva. Mi concepción genética de la epistemología afirma la adecuación formativa de la inteligencia humana, incluida su limitación condicionante, por la inteligencia divina: el conocimiento humano, en este sentido, no es absoluto. M.— ¿El conocimiento humano viene mediatizado por Dios a modo de como lo concibe Descartes? F.— Descartes instrumentaliza en su sistema a Dios haciendo de Él un “Dios puente” entre el sujeto y el objeto del conocimiento. Rechazo toda aserción que propugne la mediatización ontológica del conocimiento. No existe tal mediatización o instrumentalización, sea Dios, sea otra realidad distinta de Dios como pueden ser los instrumentos que potencian nuestros sentidos: microscopios, telescopios y, en general, el auxilio que pueda desarrollar la técnica. Este potencial proporcionado a nuestros sentidos y facultades no es tampoco mediación sino “dura condición” de nuestro conocimiento que, aunque abierto por el infinito al infinito, es, no obstante, finito. Mi aserto epistemológico es preciso: el conocimiento humano no procede a través de los sentidos; antes bien, procede inmediatamente, no sin la dura condición de los sentidos y facultades, en función de la inteligencia divina. M.— Si el conocimiento humano procede en función de la inteligencia divina, el error que se atribuye a nuestro conocimiento parece que haya también que atribuirlo a la inteligencia divina. F.— El error que se atribuye al conocimiento humano no es infundido por la inteligencia divina; antes bien, es debido a la propia limitación existencial de la inteligencia humana. No es, por tanto, error absoluto. El error es, más Mi aserto epistemológico es preciso: el conocimiento humano no procede a través de los sentidos; antes bien, procede inmediatamente, no sin la dura condición de los sentidos y facultades, en función de la inteligencia divina. 162 La inteligencia humana es, por tanto, de naturaleza espiritual de tal modo que no existe una inteligencia sensible para conocer las cosas sensibles e, incluso, las estrictamente materiales. bien, desconocimiento. El abisal de esta limitación condicionante es lo que hace afirmar al sabio el socrático “sólo sé que no sé nada” o el agustiniano fallor ergo sum [me equivoco, luego existo] concepción, por otra parte, de suma importancia para la vida mística. M.— ¿Qué piensas de la concepción zubiriana de la inteligencia sentiente? ¿Puede una inteligencia sentiente inteligir lo propiamente espiritual? F.— Mi sistema nada tiene que ver con Zubiri. La sede de las facultades humanas, que para mí son la inteligencia, voluntad y libertad, es el espíritu por ser la parte superior de la naturaleza humana constituida de alma y cuerpo. Las facultades humanas son, por tanto, espirituales. Todo hay que remitirlo al acto de nuestro espíritu formado por la divina presencia constitutiva merced a la cual aquél es místico acto absoluto del divino acto absoluto. M.— ¿Conocemos entonces con este místico acto absoluto? F.— Este místico acto absoluto u acto ontológico del espíritu se proyecta en nuestras facultades en tal grado que hace que nuestra inteligencia entienda, nuestra voluntad quiera y nuestra libertad elija. Se da, de este modo, una intrínseca comunicabilidad inmediata de nuestro espíritu; esto es, una comunicación que no es sin la “dura condición” de nuestras facultades. Dígase lo mismo de nuestras facultades con relación a los sentidos internos y externos: se da una intrínseca comunicación inmediata de nuestras facultades que no es sin la “dura condición” de los sentidos internos y una intrínseca comunicación de los sentidos internos que no es sin la “dura condición” de los sentidos externos. La inteligencia humana es, por tanto, de naturaleza espiritual de tal modo que no existe una inteligencia sensible para conocer las cosas sensibles e, incluso, las estrictamente materiales. M.— Es decir, que la inteligencia humana puede conocer lo espiritual, lo sensible, lo material. F.— Exactamente. Nuestra inteligencia tiene dos funciones: la intuición, que es apertura de la inteligencia humana 163 a la inteligencia divina; la razón, que, siendo su primordial sentido interno, es, a su vez, cerebración de la inteligencia. No existen en mi teoría del conocimiento las llamadas “especies sensibles”, ni el “entendimiento agente”… Las facultades no son agentes: el único “agente” es nuestro espíritu; por tanto, hay que hablar, ontológicamente, del carácter espiritual de la inteligencia humana. Este carácter espiritual de nuestra inteligencia conoce inmediatamente sub ratione spiritualis las cosas sensibles e incluso las materiales. M.— No necesitamos, de algún modo, de los sentidos externos e internos para llegar al conocimiento. F.— Sustituyo la conocida sentencia nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu [nada hay en el entendimiento que antes no haya pasado por los sentidos] por esta otra: quod est in spiritu, non per sensus atque potentias, sed sub eorum conditione et limitatione datur [lo que hay en el espíritu, aunque no sin la condición y limitación de los sentidos y potencias, no se da, sin embargo, por medio de los sentidos y potencias]. Las facultades y sentidos son las ventanas de nuestro conocimiento, pero no bajo la razón de conocer a través de estas ventanas la realitas mundi; antes bien, en el sentido de la limitación que el reducido marco de una ventana supone para nuestro conocimiento de todo el entorno. La vista por una ventana es parcial porque no puedes ver arriba, abajo, a derecha, a izquierda: hay que salir del edificio para contemplar todo el exterior. Lo mismo sucede con nuestro conocer espiritual: el conocimiento místico requiere salir de nosotros mismos para entrar en la realitas cœli. ¡Éste es el mejor de los mundos posibles! M.— No son entonces necesarios los sentidos. ¿Hay algún hecho en la experiencia que delate esta no necesidad de los sentidos e, incluso, de las facultades o potencias? F.— En nuestro estado de viadores, los sentidos son “dura condición”; en la vida eterna, no nos son necesarios. Se da un hecho místico de extraordinaria importancia en algunos éxtasis: la suspensión de sentidos y facultades en la persona que lo recibe. Este hecho es prueba de que, efectivamente, no conocemos a través de los sentidos ni facultades. La 164 Si Dios no necesita de sentidos para conocer lo que Él ha creado, el ser humano, a imagen y semejanza de Dios, conoce, no a través de los sentidos, sino inmediatamente per viam spiritus las diversas realidades, incluidas las sensibles y las materiales. razón se debe a que la inteligencia humana, a imagen y semejanza de la inteligencia divina, conoce con inteligibilidad espiritual —en ningún caso, con inteligencia sentiente— , no sólo el mundo divino, sino también el mundo creado con sus realidades espirituales y materiales. Mi enunciado es preciso: si Dios no necesita de sentidos para conocer lo que Él ha creado, el ser humano, a imagen y semejanza de Dios, conoce, no a través de los sentidos, sino inmediatamente per viam spiritus las diversas realidades, incluidas las sensibles y las materiales. M.— Tu insistencia en el término “imagen y semejanza” me lleva, después de haber hablado de la lógica y de la epistemología, a la cuestión moral. ¿Qué añade la redención de Cristo al hecho de que seamos imagen y semejanza de las personas divinas? ¿No agota esta imagen y semejanza todo nuestro ser de tal modo que no podemos ser ya más? F.— En el estado viador, siempre podemos ser + de lo que somos. Este ser + tiene el significado de las diversas incrementaciones sobrenaturales que, en función de la gracia, recibe nuestro ser personal. Si me refiero al estado de bienaventuranza, ser imagen y semejanza de Dios no nos da derecho a la visión beatífica que, siendo desde su origen una gracia, fue frustrada por el pecado original de nuestros primeros padres. Esta visión beatífica, incluida también la gracia santificante y las gracias actuales, nos han sido merecidas por la redención de Cristo. La forma de redención por Cristo del ser humano, clausurando para siempre el limbo o seol instaurado por este pecado primigenio, abrió a la humanidad las puertas de la visión, fruición y posesión beatíficas de las personas divinas. M.— Esta ontología del ser + de lo que somos nos exige, creo, una moral del “deber” ser + de lo que somos. ¿Podrías explicarnos, entonces, el fundamento de la moral en tu sistema? F.— El ser + de lo que somos es un derecho y un deber. Es un derecho porque para ser + de lo que soy necesito una gracia a la que, por los méritos universales de la redención 165 de Cristo, tengo verdadero derecho a recibirla. Es un deber: negativamente, porque no debo rechazar esa gracia; positivamente, porque, aceptándola, estoy cumpliendo con la forma de destino para el que he sido creado. Si hemos sido creados a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad, el modelo de nuestra vida moral es el amor en el que se constituyen las tres personas divinas. Desde esta perspectiva mística u ontológica, no podemos arrojar, por naturaleza, nada perverso; antes al contrario, la perversidad es contra natura. M.— Estás diciendo con esto que el pecado no es conforme a nuestra naturaleza humana. ¿Qué es lo que impide que el pecado no sea conforme a nuestra naturaleza? ¿Por qué el hombre sigue pecando? F.— Nuestro místico amor, siendo también imagen y semejanza del amor metafísico que entre sí se tienen las personas divinas, impide que el pecado o la perversión sea conforme a nuestra naturaleza. Este hecho transcendente aporta la exigencia de única predestinación positiva ordenada, refiriéndome a todos los seres humanos, a la beatitud eterna. El Apóstol San Pablo revela la magnitud de esta nuestra predestinación positiva: “Por cuanto que en Él nos eligió [el Padre] antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él [Cristo] y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, por la cual nos hizo agradables a sus ojos en su Hijo muy amado” (Ef 1, 4-6). Esta adopción filial, lejos de toda connotación jurídica, es mística u ontológica filiación de la divina o metafísica filiación. El pecado, por último, es violación, por el ser humano, de esta predestinación positiva. M.— ¿Qué quieres decir cuando afirmas que nuestra filiación divina está lejos de toda connotación jurídica? F.— La adopción jurídica implica aceptar legalmente a alguien que es de alguien; sin embargo, nosotros venimos directamente de Dios por creación. El texto paulino nos revela, entonces, nuestra predestinación electiva antes de Si hemos sido creados a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad, el modelo de nuestra vida moral es el amor en el que se constituyen las tres personas divinas. Desde esta perspectiva mística y ontológica, no podemos arrojar, por naturaleza, nada perverso; antes al contrario, la perversidad es contra natura. 166 El pecado es una violación a la predestinación positiva de tal modo que, cometido aquél, la persona humana en esta vida queda en estado incoado de contraimagen y contrasemejanza de las personas divinas. Si me refiero al pecado contra el Espíritu Santo, pecado de impenitencia final, es el estado consumado de contraimagen y contrasemejanza cuyo específico es la elección por el réprobo de “sí mismo en cuanto sí mismo” con aversión u odio irreversibles a Dios y su gracia. la creación o constitución del mundo, incluyendo nuestra mística participación de la naturaleza divina de la que antes hemos hablado. Esta predestinación, por la que el Padre nos elige a la forma de santidad de la que Él mismo es origen, se funda en lo que la persona humana tiene de increado; esto es, su divina presencia constitutiva que, por su misma naturaleza, tiene que ser increada, eterna, santa, inmaculada. M.— Si el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios, ¿cómo es posible que pueda cometer el pecado? F.— El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios; por tanto, ejercía con Dios el condominio o gobierno sobre todas las criaturas: Dijo Dios: Hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y dominen en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra (Gn 1,26). Dios creó a todos los seres vivientes …y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera (Gn 2,19). Este era el primer condominio que habría de ejercer el hombre sobre la naturaleza: dar nombre a los seres vivientes; entre estos, el nombre “serpiente” a una especie de reptil de la que, en uno de sus individuos, Satanás hizo posesión. Si el hombre puso nombre a la serpiente en el contexto del dominio que, a su semejanza, Dios les concedió sobre la naturaleza, poseía, indudablemente, el dominio sobre este animal. Se derivan de este condominio, unidad del dominio “por naturaleza” divino y del dominio “por gracia” humano, tres factores: el dominio sobre el animal llamado por el hombre “serpiente”; con este dominio, el de poder expulsar a Satanás de la serpiente a la que había poseído; poder ejercer su dominio sobre Satanás y, por tanto, sobre el mal, expulsándolo para siempre del paraíso. Hay que añadir que este condominio, de haber vencido nuestros protoparentes a Satanás, habría sido hereditario a sus descendientes. M.— Pero, a pesar de que el ser humano tenía este condominio con Dios, cometió el pecado. Por eso, mi pregunta: ¿en qué consiste el pecado? 167 F.— El pecado es una violación a la predestinación positiva de tal modo que, cometido aquél, la persona humana en esta vida queda en estado incoado de contraimagen y contrasemejanza de las personas divinas. Si me refiero al pecado contra el Espíritu Santo, pecado de impenitencia final, es el estado consumado de contraimagen y contrasemejanza cuyo específico es la elección por el réprobo de “sí mismo en cuanto sí mismo” con aversión u odio irreversibles a Dios y su gracia. M.— ¿Cómo es posible que Adán y Eva pudieran cometer el pecado original si habían sido creados a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad sin faltarles ningún bien? En otras palabras, ¿de dónde les vino la capacidad potencial de hacer el mal que, de hecho, cometieron y perder el estado de inocencia en que nacieron? F.— No hay respuesta positiva metafísica y ontológica: sólo la fe, en razón de la revelación, puede admitir la existencia del pecado original. El pecado original se reduce, por esta causa, a un hecho inmoral que, no pudiendo ser querido ni permitido por Dios, fue, de todos modos, cometido, a pesar de Dios, por nuestros protoparentes. Yahvé solamente se mostró espectador o testigo pasivo de la desobediencia. En el caso de que nuestros protoparentes hubieren rechazado a Satanás, habríanse producido dos hechos: la confirmación, transmitida a su descendencia, en la unión de amor; el árbol de la ciencia del bien y del mal habría sido, con el árbol de la vida, privado de su significación, quedando como los demás árboles del paraíso. M.— ¿Podía Dios con su omnipotencia haber evitado el pecado original, sabiendo, por otra parte, que nuestros protoparentes lo iban a cometer? F.— Si Dios hubiere utilizado de su omnipotencia para evitar el pecado original, habría aniquilado, al mismo tiempo, la responsabilidad potestativa propia de la persona humana; en una palabra, lo habría degradado en un ser absolutamente irresponsable de sus actos e incluso en un ser impersonal. Dios da al hombre, a su imagen y semejanza, el dominio con Él, condominio, sobre la naturaleza, sobre los Si Dios hubiere utilizado de su omnipotencia para evitar el pecado original, habría aniquilado, al mismo tiempo, la responsabilidad potestativa propia de la persona humana; en una palabra, lo habría degradado en un ser absolutamente irresponsable de sus actos e incluso en un ser impersonal. 168 seres vivientes e incluso sobre Satanás. Este condominio habría sido roto si Dios hubiera hecho el milagro de evitar la presencia concitante al pecado de Satanás. Si nuestros protoparentes hubieran ejercido su dominio sobre Satanás, habrían adquirido el pleno dominio con Dios sobre el bien y el mal: en Dios, condominio por naturaleza; en nuestros protoparentes y su descendencia, condominio por gracia. M.— ¿Qué hubiera pasado si Yahvé hubiera hecho un milagro preventivo con el fin de evitar el pecado original? F.— Habríase negado a nuestros primeros padres el poder ejercer su dominio sobre Satanás; por tanto, hubieran carecido de la potestad de recibir un mayor bien que les significaba la unidad de dominio con Dios. El ejercicio pleno de este condominio, bien gratuito otorgado por Dios a Adán y Eva y que estos frustraron con el pecado original, podía, sin embargo, haber no sido roto por la desobediencia, si hubiera mediado un posible milagro preventivo por Dios; pero, entonces, algo, el pleno dominio, les habría faltado a nuestros protoparentes creados a su imagen y semejanza. M.— ¿Cuál es, en definitiva, la raíz del pecado original? F.— La raíz del pecado original consistió en invertir la intención divina ad extra por la intencionalidad humana concitada por Satanás. Cristo revela este contrahecho cuando dice a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás! (Mt 16,23). El diablo, efectivamente, concitó a Pedro a fin de hacer desistir a Cristo de su voluntad redentora. Cristo, no sólo amonesta a Pedro, sino, además, declara el implícito de que el hombre, con origen en el pecado original, subvierte su imagen y semejanza de Dios por la imagen y semejanza de Satanás, en virtud de la cual el hombre resultaría, al mismo tiempo, supuesto conciliador entre Dios y Satanás. M.— ¿En qué consiste esta subversión de la imagen y semejanza? F.— En el absurdo de la identidad existencial: querer ser “Dios por seudonaturaleza” con ruptura absoluta de toda relación. Mi concepción genética del principio de relación prohíbe el absurdo de la identidad “Dios en cuanto Dios”. 169 Nuestros protoparentes quisieron experimentar existencialmente este absurdo. El pecado constituye, de este modo, una “antirrelación”. M.— El mal moral no tiene, efectivamente, fundamento ni metafísico ni ontológico. F.— No tiene metafísica ni ontología. El mal moral o pecado, ajeno al ser divino, es rechazado a priori por la actio in distans de las personas divinas con el carácter absoluto de que, no teniendo ser ni no ser, se pierde más lejos que el vacío de ser; esto es, nunca alcanza la posibilidad genética de ser. El pecado no es un hecho físico o metafísico: es, simplemente, un contrahecho, inmoralidad, de la criatura espiritual. Este contrahecho, rechazo absoluto por el Ser Supremo, hace del ser de la criatura espiritual, cuando ésta rompe su relación con su creador, un “ser en estado de desecho”; esto es, el ser de la criatura espiritual degrada en un deser con límite en un antiser. La diferencia entre virtud y pecado consiste en su límite: de la virtud, el ser; del pecado, el antiser. El pecado subvierte el objeto de la metafísica como ciencia del ser en seudociencia del antiser. M.— Hace un momento has dicho que el mal no es permitido ni querido por Dios, ¿te refieres sólo al mal moral? F.— El Concilio de Trento afirma con declaración de fe que Dios no obra el mal moral ni permisiva ni propiamente, rechazando el supuesto de que Dios, por su carácter absoluto, obre, sin posible arrepentimiento, el mal; en este caso, Dios sería por naturaleza pecador erigiéndose su obrar pecaminoso en derecho divino, al paso que el hombre, por no ser facultad suya hacer malos sus propios caminos, queda impecable por naturaleza. Si Dios fuera permisivo, habríamos establecido una moral de la permisividad; por tanto, la forma de comportamiento del ser humano, a imagen y semejanza de este supuesto Dios, sería también la permisividad o indistinta licitud del bien y del mal. M.— ¿Cómo es posible, en definitiva, que exista el mal moral si Dios no lo permite? F.— La pregunta no tiene respuesta positiva: el mal, no La diferencia entre virtud y pecado consiste en su límite: de la virtud, el ser; del pecado, el antiser. El pecado subvierte el objeto de la metafísica como ciencia del ser en seudociencia del antiser. 170 Si me refiero al mal físico, tengo de él la experiencia mística de no ser por simple permisión divina; antes bien, verdadera “concesión” sobrenatural, rubricada con mi libertad, para un bien personal consistente en la unión incrementativa de amor con el signo de la crucifixión en mí con Cristo para gloria de nuestro Padre común. perteneciendo a la metafísica, ni a la ontología, es un contrahecho de la apertura de la finitud a la infinitud; esto es, cierre de la finitud de la criatura espiritual en su propia finitud por la misma finitud. Cristo confirma esta carencia de sentido existencial del pecado citando la Escritura: Me han odiado sin motivo (Jn 15, 25). El mal se lo permite el hombre y a él sólo se debe. M.— Hasta ahora has hablado del mal moral. Si hablamos de los males físicos, ¿Dios permite o, de alguna manera, coopera con los males físicos? F.— Si me refiero al mal físico, tengo de él la experiencia mística de no ser por simple permisión divina; antes bien, verdadera “concesión” sobrenatural, rubricada con mi libertad, para un bien personal consistente en la unión incrementativa de amor con el signo de la crucifixión en mí con Cristo para gloria de nuestro Padre común; con la del Padre, concelebrada por el Hijo y el Espíritu Santo, la que por ellos me está siendo comunicada. M.— ¿Quiere, en definitiva, Dios el mal moral y el mal físico? F.— Dios no quiere el mal físico y el mal moral ni per se ni per accidens. Habríase introducido en Dios, caso de quererlo, el seudoatributo de un mal metafísico en contradicción con el atributo del bien metafísico. Que el mal físico sea permitido per accidens por Dios para lograr un bien moral, no viene tampoco confirmado por la común experiencia: muchas personas, pongamos por caso, se convierten, en virtud de los males físicos, en ateos. Si me refiero al mal moral, Dios no concurre tampoco en el mal llamado “acto físico” del mal moral porque le habría hecho cómplice esencial del pecado. Cristo desmiente expresamente su concurso en el acto físico del pecado: Si, pues, tu mano o tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo y arrójalo lejos de ti… Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; más te vale entrar en la Vida con un solo ojo que, con los dos ojos, ser arrojado en la gehenna de fuego (Mt 18,8). Este acto de “arrancar” y “arrojar” se hace extensivo a las potencias del alma e, incluso, al propio ser. Si me refiero, 171 en este sentido, al “acto físico”, cualquiera que sea su connotación, el símil con el Evangelio sería: “arráncate el acto físico y arrójalo lejos de ti”. M.— El texto de San Pablo “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”, ¿no estaría significando que Dios permite el mal para que resulte un bien mayor? F.— Resulta metafísica y ontológicamente repugnante que Dios concurriera al acto físico del pecado humano con el pretexto de que, cometido éste, alcanzaran un mayor bien moral; antes al contrario, refiriéndome al pecado original, el Génesis nos revela que fueron expulsados del paraíso con la pérdida de los dones preternaturales y sobrenaturales. Si Dios no quiere el mal, tampoco lo permite. Los textos escriturarios nos revelan este aserto: Tú no eres, por cierto, un Dios a quien le plazca la maldad (Sal 5,5); Dios no hizo la muerte ni se goza en que perezcan los vivientes. Pues Él creó todas las cosas para la existencia (Sab 1,13ss). La permisión por Dios del mal habríalo convertido en cómplice. M.— Dejando el pecado o el mal aparte, volvamos a la parte positiva de la moral. Mi pregunta es la siguiente: ¿no podemos conseguir la perfección plena en esta vida? F.— Si te refieres a que el hombre puede por sí mismo conseguir la perfección, he de responderte que nunca puede conseguirla ni en esta vida ni en la otra: sólo la gracia divina concede al justo la perfección o santificación que, conforme a los sobrenaturales méritos hechos en esta vida, le es otorgada en la vida eterna. Cristo nos revela el imperativo de la perfección: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48). Si Cristo nos da este divino mandato, también nos otorga la inherente gracia para alcanzar esta mística u ontológica perfección: sólo la Santísima Trinidad es la perfección metafísica o absoluta. Mi enunciado es preciso: nuestra perfección es mística u ontológica perfección de la divina o metafísica perfección. M.— ¿Por qué Cristo remite la perfección al Padre? F.— El Padre, por ser origen de la Santísima Trinidad, es el 172 Tengo la certeza de alcanzar inmediatamente, vencida la muerte, mi celeste morada. Invito a todos los seres humanos a creer que todos hemos sido por gracia divina predestinados a la posesión beatífica. La violación por impenitencia final de esta gracia definitiva convierte al ser humano, por propia voluntad, en réprobo. modelo de la perfección con la cual nos es infundida, místicamente, la divina conciencia filial de Cristo. La Santísima Trinidad nos ha creado, entonces, para, sellados satisfactoriamente en Ella, por Ella y para Ella, habitar la celeste morada que Cristo, elevando a sus méritos nuestros méritos, nos tiene preparada. Nuestros méritos son, en razón de Cristo, místicos méritos de sus divinos méritos. M.— ¿Tienes experiencia de que irás a esta morada en la otra vida? F.— Tengo la certeza de alcanzar inmediatamente, vencida la muerte, mi celeste morada. Invito a todos los seres humanos a creer que todos hemos sido por gracia divina predestinados a la posesión beatífica. La violación por impenitencia final de esta gracia definitiva convierte al ser humano, por propia voluntad, en réprobo. ¡No puedes imaginarte con cuánto desespero espero alcanzar esta divina morada en tal grado que mi vida moral creo que ha estado siempre regida por la ardiente aspiración a la más viva teneritas amoris con las personas divinas! M.— El propósito de tu vida es que los seres humanos que encuentras a tu paso puedan disfrutar de esa dicha? F.— Sí, y que, en todos y cada uno de ellos, esta morada sea mucho mayor que la mía. Aspiro a que todos alcancen las más altas moradas y que el Padre me reserve a mí la más humilde de todas las moradas que pueda haber en la vida eterna. Eso sí, ardientemente le pido y sigo pidiendo no pasar ni una millonésima de segundo por el purgatorio e, incluso, tenerle a Él más cariño que todos los santos y ángeles juntos. M.— Lo propio del ser humano es, por tanto, la posesión beatífica en la vida eterna. F.— Exactamente. El ser humano, sin este estado de bienaventuranza final, no tendría razón de ser, puesto que, no siendo creado a imagen y semejanza del seol o del purgatorio o del infierno, la negación del estado beatífico habría destruido el don amantísimo con el que la Santísima Trinidad lo creó; esto es, la predestinación positiva a la eterna 173 bienaventuranza cuya violación por el pecado original fue subsanada por la redención de Cristo. Este hecho nos es revelado en las Sagradas Escrituras con las siguientes palabras: “Tanto amó Dios [el Padre] al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, a fin de que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna, pues Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de Él [Cristo]” (Jn 3, 14 ss). M.— ¿No existe entonces el limbo para los no bautizados? F.— El limbo o seol, en el que tendría que haber, caso de admitirlo absurdamente, miles de millones de seres humanos no bautizados desde el origen de la humanidad hasta hoy, fue clausurado para siempre por el hecho mismo de la redención de Cristo. M.— ¿Por tanto, los niños que no han sido bautizados y mueren sin el bautismo no van al limbo como algunos creen? F.— El Magisterio de la Iglesia y la más auténtica teología católica no ha tenido nunca al limbo como dogma y han establecido como opinión teológica, en orden a suplir de algún modo este bautismo de agua que les fue imposible recibir, el bautismo de sangre y el bautismo de deseo. Estos dos bautismos se restringen, a mi modo de ver, a casos más bien limitados. Mi fe cristiana y católica me dicta que estos niños van a la vida eterna. El Instituto celebra, desde el principio, un rito religioso de mediación, coincidiendo con la festividad del 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, en el que dedica su oración intercesora por la humanidad a todos los niños que han muerto en virtud de que, aunque no hayan recibido el bautismo, son inocentes. Tengo que subrayar que la súplica de intercesión es, de un modo especial, a los niños que han sido voluntariamente abortados, porque, además de inocentes, son mártires mediadores de la humanidad. M.— Creo haberte entendido que no es orar por ellos para que se salven, sino pedir su mediación por nosotros. F.— Exactamente. Los niños son, por su mismo estado de El limbo o seol, en el que tendría que haber, caso de admitirlo absurdamente, miles de millones de seres humanos no bautizados desde el origen de la humanidad hasta hoy, fue clausurado para siempre por el hecho mismo de la redención de Cristo. 174 inocencia, ajenos a todo sufragio. Esta inocencia es declarada por Cristo cuando afirma: “Tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo: ‘El que reciba a un niño como éste en mi nombre a mí me recibe’” (Mc 9,36). Y seguidamente continúa diciendo a los Apóstoles: “Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18, 5-10). Los ángeles tienen recibida, en este sentido, misión de Cristo de hacer suya la visión beatífica que algún día poseerán los niños. Cristo dice, por esta causa, que si no nos hacemos niños, no entraremos en el Reino de los Cielos; luego, los niños entran en el Reino de los Cielos (Cf. Mt 18,3). Este es el indubitable místico motivo de inexistencia de un supuesto limbo. M.— Sin embargo, entre los cristianos comúnmente, se afirma que “sin el bautismo nadie puede entrar en la vida eterna”. F.— Todos los inocentes que mueren sin el bautismo de agua reciben directamente de Cristo este bautismo: Christus supplet quod non potest Ecclesia. Mi opinión está teológicamente implícita en las palabras de Cristo a la samaritana: “el agua que yo le daré se convertirá en su interior en un manantial de agua que brota para vida eterna” (Jn 4,14). El cuerpo resucitado de Cristo es la fuente primigenia de donde mana este agua glorificada con la que Él mismo bautiza en el acto mismo de la muerte a todos los que no pudieron recibir en esta vida el bautismo sacramental. Los posibles justos que no han podido ser bautizados, dentro de la Iglesia militante, con el bautismo reciben, por tanto, la celeste agua viva que, brotando del seno de Cristo, Él mismo dice de quien la bebe que “no tendrá sed jamás” (Ibid.). El bautizado se convierte, de este modo, en mística fuente de la divina fuente. M.— ¿Puede decirse que este bautismo de Cristo es verdadero sacramento? F.— El bautismo administrado directamente por Cristo es, por su misma naturaleza, verdadero sacramento perte- 175 neciendo, al mismo tiempo, al régimen ordinario de la redención, por ser Cristo el Sumo Sacerdote eterno de todos los sacramentos. Este bautismo no es, por tanto, extrasacramental; antes bien, sacramental per viam propriae potestatis Christi. Todos los justos entran en la vida eterna revestidos con el sacerdocio regio propio del bautismo. El carácter universal de la redención lleva consigo esta forma de bautismo in persona Christi: Christus supplet quod non potest Ecclesia. M.— ¿Cómo defines la sociología y qué significado tiene para ti el concepto de sociedad? F.— Tengo el concepto de “sociología transcendental” consistente en que los seres humanos formamos, dada la divina presencia constitutiva, una mística personalidad de la divina personalidad constituida por las tres personas divinas. El origen, principio y fin de la sociedad es, por tanto, la Santísima Trinidad. M.— ¿Qué quieres decir con el término “mística personalidad”? F.— La forma de unidad mística constituida por las personas humanas en virtud de la divina presencia constitutiva. El cuerpo místico de Cristo es la suprema expresión de esta mística personalidad, puesto que representa una sociedad que nos lleva a la vida mística. Cristo, cabeza del cuerpo místico, nos une en tal grado a Él que formamos una mística consustancialidad de la consustancialidad divina. La sociología transcendental aparece como ciencia que estudia la “forma de unidad” de los seres humanos con Dios y entre sí. El formante de esta unidad es la Santísima Trinidad con los siguientes específicos: el Padre como sujeto atributivo de la creación, Cristo como sujeto atributivo de la redención, el Espíritu Santo como sujeto atributivo de la santificación. M.— ¿Y cuál es tu definición de la sociedad? F.— La sociedad es para mí el Cuerpo Místico de Cristo en estado viador o de peregrinación. Todos los seres humanos, por razón de la redención universal, son miembros La sociología transcendental aparece como ciencia que estudia la “forma de unidad” de los seres humanos con Dios y entre sí. 176 potenciales o actuales de este Cuerpo Místico de Cristo, de forma tal que toda la sociedad humana es, hablando con toda propiedad, Cuerpo Místico de Cristo. El modelo ideal de esta sociedad humana, propuesto por el mismo Cristo, es la comunidad de las personas divinas entre sí. La sociedad humana es, en este sentido, mística comunidad de la divina comunidad. Esta unidad establecida por la comunidad de las tres personas divinas es la única que puede formar la unidad establecida por la comunidad de las personas humanas entre sí. Cristo, revelándonos este místico hecho, suplica al Padre su consumación: “Que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros… como nosotros somos uno” (Jn 17, 21s). M.— Pero si la sociedad es Cuerpo Místico de Cristo, ¿cómo explicas las atrocidades que pasan en este mundo: terremotos, inundaciones, genocidios…? F.— Yo sólo te puedo decir que son tantos los males físicos, sicológicos, los prejuicios culturales y religiosos que parece que todos abogan por una especie de legítima defensa de sus valores. Objetivamente, decimos: terrible, aborrecible, no tiene explicación; pero qué sabemos nosotros, o cómo podemos juzgar el estado interior que sólo Dios conoce, de todos los atenuantes que hay. El salvajismo queda, incluso, justificado por la invencible ignorancia y primitivismo culturales. M.— ¿Tienes también una concepción, con fundamento en tu metafísica, acerca de la historia humana? F.— La divina presencia constitutiva es el fundamento ontológico de la historia que escribe, durante su estancia en este mundo, la persona humana en los dos aspectos, intelectual y transintelectual, de su relación con Dios y con los demás seres humanos. Esta divina presencia constitutiva es la constante que, construyendo la vida histórica, da forma al origen y fin de los acontecimientos que, a través del tiempo, son verificados por Dios y el hombre. El hombre excede, de este modo, a toda filosofía de la historia: se debe a que no existe una inmortalidad aplicada a la historia. Esta inmortalidad es sólo aplicable al ser humano. 177 M.— Afirma María Zambrano que “en el éxtasis se encuentra la libertad de la historia y sus sucesos”. F.— La historia y sus sucesos no tienen en sí mismos libertad: son producto del buen o del mal hacer de la libertad del ser humano. El éxtasis tiene la virtud de liberarnos precisamente, aunque sea por un instante, no sólo de la historia y de sus hechos, sino, incluso, de nosotros mismos. ¡Qué lejos queda en estas maravillosas horas, cuando se da con toda la fuerza de su autenticidad, todo lo que va marcado por el tiempo! M.— ¿Cuál es para ti la clave de la filosofía de la historia? F.— La divina alianza establecida con el ser humano es la clave de una filosofía de la historia en la que queda afirmada, con título de constante, la más alta dignidad que el hombre posee por Dios otorgada en virtud de haber sido creado a su imagen y semejanza. Débese esta mística dignidad de la divina dignidad al ejercicio de la potestad que las personas divinas le han concedido al hombre para que éste dé sentido transcendente, sobrenatural, a la historia: en este sentido, la historia, convertida en “transhistoria”, es, a su vez, una “transfilosofía” de la historia que tiene origen y fin divinos. La negación de esta alianza justifica, absurdamente, el naturalismo y el materialismo del vivir humano y, en general, de la concepción del mundo. M.— ¿Cuáles son los períodos en que divides esta filosofía de la historia? F.— La Encarnación del Verbo se revela centro de mi concepción filosófica de la historia en tal grado que el corpus historicum queda dividido en tres períodos generales: desde la creación hasta el pecado original; desde el pecado original hasta el advenimiento de Cristo; desde el advenimiento de Cristo hasta el fin del mundo. Estos tres períodos históricos son testamentarios. La filosofía de la historia es también de carácter testamentario con sus sujetos atributivos: el Padre, de la creación; el Hijo, de la redención; el Espíritu Santo, de la santificación. Si hago epojé del período anterior al pecado original donde reinaba la armonía cósmica y humana sin elemento caótico alguno, 178 Hay que remitirse al pecado original, cometido en el origen de la historia, para explicar el carácter apocalíptico de un vivir humano en el que, imponiéndose una voluntad de poder de unos sobre otros, la confrontación es un estado continuo de tragedia con el resultado de su perdurabilidad hasta el fin de los tiempos: esta voluntad de poder es el agente perturbador de la historia. esta concepción mística de la filosofía de la historia se caracteriza por la tragedia de una lucha continua contra el caos personal y cósmico propiciada por la falta de dominio del hombre con relación a sí y al universo. Esta lucha tiene plena actualidad en el sentido de que los pueblos se afanan en establecer sucesivas alianzas de todo orden que presentan la característica de ser más internacionalizadas con el fin de establecer una convivencia lo más pacífica y saludable posible. M.— ¿Por qué la historia humana se caracteriza, de un modo sobresaliente, por las luchas de unos pueblos contra otros? F.— No es posible hacer una síntesis pura del comportamiento de los pueblos puesto que existe un estado de confrontación permanente entre las diferentes etnias humanas. Este estado de confrontación se debe a la entrada de un mal por el que, bajo la razón de un supuesto bien, los diferentes pueblos se enfrentan por diversas razones: políticas, sociales, religiosas… M.— Este estado de confrontación me obliga a preguntarte si es esta la visión que pueda corresponder con la visión de la historia que tiene la inteligencia divina. F.— La respuesta es absolutamente negativa porque, de otro modo, habríamos introducido una “visión estrábica” en Dios. Esta supuesta “mala visión” por desviación lleva a la consecuencia de un Deus malus con exclusión absoluta de un Deus bonus: en este sentido, las luchas ideadas por el ser humano se corresponderían, absurdamente, con el ejemplar de este supuesto Deus malus resultando la existencia de un mal absoluto a título de un Universal del que emergería un homo malus y sus relaciones con su Deus malus. M.— ¿Qué es lo que suscita, sobre todo, este estado de confrontación de los seres humanos entre sí? F.— Hay que remitirse al pecado original, cometido en el origen de la historia, para explicar el carácter apocalíptico de un vivir humano en el que, imponiéndose una voluntad de poder de unos sobre otros, la confrontación es un esta- 179 do continuo de tragedia con el resultado de su perdurabilidad hasta el fin de los tiempos: esta voluntad de poder es el agente perturbador de la historia. M.— ¿Hacia dónde se dirige realmente la historia humana? ¿Hay redención posible, si es lícito decir esta palabra, de la historia? F.— La redención del hombre por Cristo es también redención de la historia en tal grado que transforma el trágico vivir humano en una salvación de la historia en la que el lírico vivir puro, no siendo posible en este mundo, halla su plenitud perdurable en la vida eterna. Cristo con su encarnación, haciendo consustancial su humanidad con nuestra humanidad, hace también que su historia sea, excepción hecha del pecado histórico, consustancial con la historia humana. Esta consustancialidad tiene el imperativo de dos hechos: la revelación por juicio final al ser humano de todo el acontecer de la historia; la transformación por vía del amor de todo el mal padecido por los justos en mérito para su gloria y condenación, al mismo tiempo, por demérito, del impío. M.— ¿Tienes, entonces, un concepto místico de la historia? F.— Mi concepción mística de la historia consiste en la alianza permanentemente renovada de la Santísima Trinidad con el hombre y con el universo que será consumada, teniendo a Cristo por centro, en el último día. Este último día será el final de una historia que tuvo su origen en la creación. El Apocalipsis es la obra cumbre en la que Cristo revela por medio de San Juan que la filosofía de la historia consiste en que la tragedia, experimentada por el ser humano y con él por todo el universo, tendrá el signo de la victoria final del justo; con esta victoria, la mística unión del mundo celeste con el mundo terrestre. El método de esta obra es preciso: la profecía. El Apocalipsis es la obra cumbre en la que Cristo revela por medio de San Juan que la filosofía de la historia consiste en que la tragedia, experimentada por el ser humano y con él por todo el universo, tendrá el signo de la victoria final del justo; con esta victoria, la mística unión del mundo celeste con el mundo terrestre. El método de esta obra es preciso: la profecía. EPÍLOGO 183 M.— A lo largo de este dialogar contigo, he podido apreciar que eres un humanista y, sea a través de la poesía, de la pintura, de la música o del pensamiento, quieres entregar lo mejor a los que te rodean. F.— Soy un enamorado de todas las artes; sobre todo, de la inteligencia creadora de los seres humanos. Al referirte a la música, tengo, desde muy joven, los primeros cursos de solfeo y, como ya te dije, llegué a escribir un avemaría coral que fue cantada en una misa solemne por unos doscientos cantores, dirigidos por el profesor de música. Este músico me sugirió que siguiera componiendo; de todos modos, aquella avemaría fue destruida por mí porque no me parecía digna de mi Madre divina. Puedo añadir, no sé si historia o leyenda, la causa de esta ingenua destrucción: sentado ante el órgano de un coro solitario, un ángel tocó, sin que se moviera el teclado, este avemaría que, transformada en inefable himno celeste, me suena todavía en el alma. ¡Qué diferente la música de este mundo a la celestial sinfonía de los bienaventurados! M.— Te pareces, en este sentido, mucho a Bécquer recordando una de sus leyendas religiosas, “El miserere”, donde relata el artista su propio éxtasis ante la música divina y su incapacidad de poderla pasar a la escala musical. Tu vida ha sido y sigue siendo soñar, pensar, enseñar. ¿Quién es el verdadero Fernando Rielo, el que como poeta místico canta su experiencia con Dios o el que como maestro enseña los pasos hacia esa experiencia? F.— Hago las dos cosas. Me gusta enseñar, a quienes lo Soy un enamorado de todas las artes; sobre todo, de la inteligencia creadora de los seres humanos. 184 requieren, lo que tiene de celeste la vida; en una palabra, el bien que, de muchos modos, ansía la persona humana. Me gusta, de todas formas, mi desprendimiento absoluto de este mundo y, aunque estoy en este mundo, no soy de este mundo ni para este mundo. Vuelvo a repetir lo que te dije al principio: no he podido encontrar, hablando en términos humanos, el hábitat por el que me pueda sentir a gusto en este mundo. Creo que esta carencia es una realidad universal en lo que se refiere, sobre todo, a la persona humana. Subrayo todavía que en la introspección de mí mismo me siento un enigma. No me atrevo a decirte sentirme un misterio porque, quizás, fuera demasiado petulante. Sí, puedo afirmarte, en términos categóricos, que en esta interioridad hallo la cúpula de mi caverna, remedando el mito platónico, con abierta ventana que se pierde en luz infinita. La fórmula filosófica consiste en el enunciado con el que me defino a mí mismo: yo soy algo más, mucho más, que yo mismo en virtud de que soy definido por la Santísima Trinidad. M.— Has escrito un libro importante sobre el Quijote. ¿Cómo interpretarías la primera frase de la obra cervantina: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. ¿Por qué “de cuyo nombre no quiero acordarme…”? F.— Esto es muy español; incluso, presente español. El español, sobre todo el castellano, con toda probabilidad, es quien no quiere acordarse del lugar de donde ha salido para vivir una forma de nomadismo, o más bien universalismo, para adquisición de nuevos valores. El emblemático español es “ir a” y “venir de”: el español es, en este sentido, más que parmenideo, heracliteo. ¿Quién quiere acordarse del lugar que dejó cuando le sobreviene una forma de muerte que transciende a la muerte física? Aquel español que no lo es se le llama “lugareño”. Creo que no hay muerto que viviendo ya en espíritu, en su estado bienaventurado, quiera volver a este mundo; desde luego, al pueblo donde se conserve, posiblemente, su sepulcro. Si Cervantes 185 lo restringe a un lugar de la Mancha, este lugar de la Mancha lo universaliza con sus andanzas de tal modo que lo mismo habría dicho de cualquier otro lugar; es decir, “no quiero acordarme de un lugar del cual no soy porque soy otra cosa”. El nomadismo quijotológico al que me refiero es uno de los altos valores místicos que no consisten en un elemento formal, sino verdaderamente transcendente. Este no querer acordarse Cervantes del lugar es mirada a un porvenir afirmativo de un destino que, para alcanzarlo, hay que recorrer y anunciar al mundo el recto honor de la vida. Ese trueque que hace, por otra parte, Cervantes de la Cueva de Montesinos, describiendo D. Quijote a Sancho lo que ha visto, revela la más pura, exquisita y elevadísima experiencia mística: el éxtasis en grado sumo. M.— ¿Por eso, ya no tiene peso? ¿Es únicamente alma? F.— El espíritu es lo representado por D. Quijote que, antes de ser escrito, viene de un “quijote hablado” que se fue formando en una tradición mística en la que no deja de introducir la picaresca representada por la decadencia de los libros de caballería. Esta es la razón por la que afirmo, en mi libro Teoría del Quijote, que el Quijote consiste en el “paso de la mística a la novela”. M.— Si pudieras encontrarte con Sancho, ¿qué te gustaría hacer? F.— Con Sancho yo me tomaría unas buenas gachas en el mesón de Puerto Lápice. Observa que, muerto cristianamente D. Quijote, salido de su feliz locura que representa para mí nuevo encantamiento, la figura de Sancho desaparece. M.— ¿Por qué no has publicado tu obra metafísica y sí tu obra poética? F.— He publicado algunas cosas sobre mi metafísica, pero la codificación es un proceso mucho más lento de maduración. Quiero que quede perfectamente hecho el examen crítico de las demás filosofías y después la perfecta sistematización, que ya está muy avanzada, y entonces… consumar todo esto. Con Sancho yo me tomaría unas buenas gachas en el mesón de Puerto Lápice. 186 No puedo aceptar ante mi conciencia el ejercicio de ser crítico de mí mismo. Está demasiado enfermiza el alma humana —entre ellas, por supuesto, la mía— para poder emitir un juicio de sí misma que sea justo. Dejo este asunto a la mejor inteligencia del prójimo y, sobre todo, lo dejo depositado en el tribunal académico de Dios. M.— Si tuvieras que dar una forma geométrica a tu obra, ¿cuál sería? F.— La inmensidad sin contorno alguno. M.— ¿Podrías dar una visión personal de tu obra? ¿En qué consiste tu aporte literario y metafísico? F.— No puedo aceptar ante mi conciencia el ejercicio de ser crítico de mí mismo. Está demasiado enfermiza el alma humana —entre ellas, por supuesto, la mía— para poder emitir un juicio de sí misma que sea justo. Dejo este asunto a la mejor inteligencia del prójimo y, sobre todo, lo dejo depositado en el tribunal académico de Dios. Si me refiero al campo literario, intento expresar, desde lo más íntimo de mis sentimientos, el carácter místico de una poesía en la que se revele por definición el estado de búsqueda más honda de un ser humano que tiene, cuando menos, sospecha de su inmortalidad. Si me refiero al aporte metafísico, consiste en una nueva definición de la metafísica que es la concepción genética, a nivel de ser, del principio de relación. Te remito al punto de partida de mi concepto de ser +, ese momento teofánico que tuve con Él y que conservo grabado con la intensidad del primer día. M.— El Padre Celeste está en el origen de tu vida y tu obra. F.— Está en Él mismo. Él está en el centro mismo de mi espíritu que se me escapa. Si Parménides invoca a la diosa de la verdad, ¿por qué yo, siendo cristiano, no puedo afirmar que mi Padre Celeste me ha revelado, en visión, el punto de partida de la suma verdad del ser? El poema de Parménides canta que su autor emprendió un camino intelectual para visitar a la diosa de la verdad. A su vuelta, vio que la verdad era “el ser es y el no ser no es”. Mi crítica a Parménides se reduce a su ambigüedad sobre el concepto “verdad”. Yo le hubiera dicho: “si tú, Parménides, has ido en búsqueda de la verdad y manifiestas que la has encontrado, no debes afirmar que la verdad es ‘el ser es y el no ser no es’, sino ‘la verdad es una diosa’ ”. M.— Lo que se desprende de toda esta conversación, Un 187 diálogo a tres voces, que es el título de nuestro libro, es una constante comunicación íntima con Dios. F.— Me falta aún la plenitud del divino tacto metafísico, ontológico, vital, para poder decir que acaricio, inmediatamente, a las tres personas divinas. Esto es para mí de necesidad absoluta. No requiero, sin embargo, las caricias, diríamos, de los seres humanos. M.— Ves a Cristo en el marinero y a los ángeles en las gaviotas; tu poesía es una visión de lo que será el eterno dialogar con Cristo y con los ángeles. F.— Poseo cierta visión de ellos; ésta es una visión de su esplendor, y, sobre todo, del esplendor de Dios. ¡Cuánto tengo contemplado el cielo entero en los hechos incluso más pequeños de esta vida! Mi diálogo con lo celeste es voz traspasada por el deseo del amor divino. M.— Una voz sin sonido dentro del silencio. F.— No es voz física; antes bien, silencio puro. Este silencio es, aunque parezca una paradoja, más que sonoro, como diría San Juan de la Cruz, una sinfonía interminable. Me suena también, desde mi niñez, la naturaleza. Esta noche que estoy hablando contigo, Marie-Lise, oigo, en mi interioridad, el celeste trino de multitud de aves: son sus almas que alaban en su preternatural paraíso a su divino dueño. M.— ¿Te sientes portavoz de su propia voz? F.— Sí. Yo soy mutatis mutandis mística voz de la divina voz. M.— Si pudieras entablar una conversación con una figura del pasado o del presente, ¿con quién te gustaría hablar? F.— Si me refiero al pasado, con Beethoven acerca del coro de su Novena Sinfonía sobre la cual he dado muchas conferencias espirituales. Si me refiero al presente, me gusta hablar con todos los seres humanos; sobre todo, los que están cerca de mí. Mi dilección es, más bien, escuchar su voz con el fin de, compartiendo sus penas y alegrías, elevarlos al más puro sentir divino. 188 Mi hablar con Cristo no es un “si pudiera”: es un hecho. Mi respuesta es siempre la misma: “llévame ahora mismo contigo”. M.— Y ¿si pudieras hablar con Cristo? F.— Mi hablar con Cristo no es un “si pudiera”: es un hecho. Mi respuesta es siempre la misma: “llévame ahora mismo contigo”. M.— Me hubiera gustado que esta conversación contigo, que ha dado lugar a este libro, no llegara nunca al momento de la despedida. Gracias, Fernando, por haberme permitido indagar en lo recóndito de tu alma recogiendo palabra por palabra tu experiencia de este mundo y tu visión del otro. SELECCIÓN BIOBIBLIOGRÁFICA FERNANDO RIELO PARDAL (Madrid, 28 de agosto de 1923).— Le sorprende la Guerra Civil en su ciudad natal, teniendo que interrumpir temporalmente sus estudios, que reemprende en el Instituto San Isidro, de Madrid, terminados los cuales gana oposición al Estado, que ejercerá brevemente para estudiar la carrera eclesiástica. Se traslada después a Tenerife, donde funda en el año 1959 un Instituto religioso católico de carácter universitario que se extiende actualmente a 18 naciones. Años más tarde funda la Escuela Idente, que, como Instituto Superior de Ciencias y Letras, tiene establecidos convenios con diversas universidades extranjeras. Crea, además, la Fundación cultural que lleva su nombre, que ya se irradia internacionalmente por medio de su Premio Mundial de Poesía Mística, el Premio Estanislao Polonus, la publicación de la revista plurilingüe Equivalencias, y la creación del Aula de Cultura en la que se celebran ciclos anuales de Filosofía, Literatura, Pedagogía y Música con la colaboración de diversas universidades y centros de cultura e investigación. Sus meditaciones metafísicas, teológicas y, en general, sobre filosofía de la ciencia, responden a su concepción genética del Ser de la Vida y de la Historia. Su pensamiento filosófico con su Concepción genética de la metafísica se halla difundido actualmente en numerosas conferencias dadas en universidades españolas y extranjeras y otras instituciones culturales. BIBLIOGRAFÍA Poesía Dios y árbol, ed. Rumbos, Barcelona, 1958. Llanto azul, Ornigraf, Madrid, 1978. Pasión y muerte, Ornigraf, Madrid, 1979. Dios y árbol, Ornigraf, Madrid, 1980. 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