PRÓLOGO 750 ab Urbe condita

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PRÓLOGO
750 ab Urbe condita
Cuando el abogado Ireneo despertó de la pesadilla, no se sintió nada
aliviado, porque su realidad actual era aún peor que sus sueños más angustiosos. Abrir o cerrar los ojos le era indiferente, ya que la oscuridad de
la sentina del barco donde estaba encerrado era absoluta. Sus sensaciones
primarias eran el hambre y sobre todo la sed, que le atormentaba todavía
más que las continuas picaduras de los insectos que acudían voraces a su
cuerpo, pegajoso de sus propios vómitos.
Los hilos de su conciencia, para no caer del todo en la caverna de la
locura, se enlazaban a la única hipótesis de esperanza posible: un eventual
rasgo de compasión, por parte de quien había sido su mejor cliente y ahora
era —sic transit— el dueño de su vida y su sufrimiento: el Tetrarca Antipas. En la marea amarga que le ahogaba, para el abogado la mayor clemencia hubiera sido que Antipas le quitara la vida. Así, dulcemente, se evadiría
de la masa de tormentos que su cuerpo acumulaba en aquella bodega negra.
Rezó confusamente a Cibeles para que así fuera, para que la Gran Madre
transmitiera un hálito de su misericordia hacia el cruel Tetrarca.
Pero el joven Antipas no se consideraba cruel, sólo coherente. Porque
si Ireneo hubiese ganado el juicio que mantenía contra su hermano, habría
colmado de riquezas a su abogado. Éste —y su familia— habrían gozado
por siempre de la predilección del soberano; y en la corte su opinión habría
influido tanto como la de los plenipotenciarios. Pero no, habían sido derrotados. Habían perdido la batalla legal, y el juez había ratificado punto por
punto el último testamento de Herodes.
Cuando se dictó la Sentencia, todos supieron, y el abogado el primero,
que la primera reacción del Tetrarca Antipas iba a ser una explosión de
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violencia verbal, seguida de un silencio feroz. Y que la tortura posterior
sería inevitable. Demasiado bien habían conocido al padre de Antipas, el
Rey Herodes, el viejo e inhumano león que durante treinta y siete años
rigió con mano implacable el reino. Todos preveían que la ira de su hijo en
un asunto de tanta importancia sería proporcionada a la fiereza que había
heredado de su padre.
Sin embargo, el abogado había asumido en su momento el riesgo. Había
considerado muy improbable la derrota. Confiaba en su habilidad oratoria,
en la técnica retórica aprendida en Alejandría y perfeccionada en Roma,
bajo la tutela de los mejores maestros griegos. Había advertido, nada más
celebrarse la primera entrevista, que la razón elemental se inclinaba a favor
de las tesis de su egregio cliente. Y en último término, tuvo fe en su fortuna, que siempre se había aliado con su audacia.
De modo que aceptó entusiasmado la defensa, y dedicó cientos de horas a planificar las escenas de argumentación; afinar silogismos deslumbrantes; abrillantar modos expresivos; pulir conclusiones que se mostraran
irrefutables, fuera cual fuese el abogado contrario. Sí, había reconocido la
posibilidad del fracaso. Pero en una proporción tan escasa que la consideró
despreciable.
Durante la travesía de vuelta de Roma, encadenado en la negra sentina
del buque de Antipas, las oraciones de Ireneo a su diosa eran interrumpidas
por los nerviosos manotazos con los que intentaba zafarse de las gruesas
cucarachas que intermitentemente trepaban por sus piernas y sus brazos,
buscando su boca y sus ojos. A su mente desesperada volvieron obsesivamente los argumentos del que había sido su discurso en el juicio, que
continuaban pareciéndole, a pesar de la consumada derrota, intachables.
¿Qué había podido hacer mal?, se atormentaba. Había desgranado
inexorablemente los razonamientos jurídicos que le había preparado Cayo,
el mejor jurisconsulto de la Ciudad. Ireneo, como orador, no tenía que vertebrar sesudamente las razones jurídicas: esa había sido precisamente la
tarea del Cayo, que le elaboró los argumentos legales con tanta pericia y
tacto como si desarrollara una fórmula magistral.
Pero ahí había terminado la función del jurisconsulto. Cayo cobró sus
honorarios, cuantiosos pero limitados, y se retiró a la seguridad de su oficina romana. Ireneo, con el armamento procesal desarrollado por su colaborador, era quien había tenido que acudir al juicio y esgrimirlo con eficacia, golpeando a su adversario de modo contundente, y sortear con fintas
persuasivas los embates del contrario, ante la mirada inquisitiva del juez.
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¿En qué había fallado? Tal y como le habían repetido siempre sus mentores en sus tiempos de estudiante, no se había limitado a aprender concienzudamente el fondo del asunto y prever las argumentaciones adversas.
No, había elaborado meticulosamente el discurso completo, hasta el más
mínimo detalle del gesto y del tono de voz.
Y, cómo no, había desgranado su elocuencia en función del carácter
y antecedentes del juez. Porque evidentemente, unas mismas reflexiones
podían tener diferente efecto según la idiosincrasia del juzgador. Para ello,
el orador tenía que analizar previamente la trayectoria social y política del
magistrado, a fin de asegurarse de que las proposiciones del discurso obtendrían el resultado deseado. Determinar cuáles eran las influencias que
condicionaban al juez. Y eventualmente, prever una futura apelación.
Pero en este caso había sido imposible prevenir ni ascendentes ni recursos. Porque el juez del proceso entre Antipas y su hermano era la única
persona en la tierra que no podía a su vez ser influido ni juzgado: la suprema e inapelable instancia, el propio césar de Roma, Augusto.
En la oscuridad del vientre del buque, le volvían obsesivamente a la
memoria las secuencias de su Alegato, que habían resonado en el salón del
juicio, celebrado en el propio palacio del emperador.
Había comenzado su discurso con una descalificación directa del contrario: Arquelao, el hermano de su cliente. Relató detalladamente los sucesos, aún sangrantes: las revueltas que habían estallado en Jerusalén y
otros puntos del reino del viejo Herodes tras su muerte. Se burló de la
precipitación de Arquelao al asumir el poder como Rey de todos los judíos,
en perjuicio de su hermano Antipas, basándose, como único título, en un
testamento de dudosa validez. Relató con voz neutra pero implacable las
desproporcionadas represalias de la Guardia Judía del bisoño autonombrado Rey. Consecuencia todo ello, arguyó Ireneo, de la inmadurez, impetuosidad y, ¿por qué no decirlo por su nombre?, crueldad de quien se había
proclamado a si mismo heredero del trono del difunto Herodes, y que se
había revelado como un auténtico incapaz.
Después de denigrar a la parte contraria, Ireneo había realizado un encendido elogio de su apoderado Antipas, que, como también hijo de Herodes, había sido inicialmente designado Rey por su padre. Así había sido
escrito y así había sido públicamente proclamado. Todo el mundo daba por
cierta la sucesión en la persona de Antipas…, hasta que Herodes cambió
inopinadamente el testamento, en favor de Arquelao, muy pocos días antes
de morir.
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El abogado elogió durante buena parte de su intervención las virtudes de
su cliente; pero además la dotó de contenido jurídico, con una exposición
técnica sobre los modos de sucesión y las teorías existentes sobre la validez de los testamentos. Finalmente, desarrolló la conclusión política —la
que pensaba que más valoraría Augusto—: mientras continuara el ilegítimo
gobierno de Arquelao, toda la zona, y por ende la propia Roma, estaría continuamente sobresaltada e insegura ante los fronterizos nabateos. Y sobre
todo, ante los siempre amenazantes guerreros partos, los seculares enemigos de los romanos: los miembros del único otro imperio con suficiente
potencia de ataque y ambición territorial como para amenazar gravemente
a Roma.
Pero aún estaban a tiempo de conjurar el peligro… Si el emperador impugnaba las últimas disposiciones del causante, declarando la validez del
primer testamento, que había sido revocado por un Herodes anciano, física
y mentalmente decrépito, y por tanto incapaz… entonces el pueblo judío
quedaría sabiamente gobernado por Antipas, que sería un gran Rey, y sobre
todo, un fiel y leal amigo de Roma: igual que lo había sido su padre Herodes.
Inatacable. Intachable. Brillante en sus pautas.
Pero desgraciadamente para Ireneo y para su noble patrocinado, el abogado contrario era Nicolás.
Al principio, cuando Ireneo supo quién sería su rival, sintió una gran
euforia. Había temido que Arquelao contratara a Ptolemeo, el más hábil de
los abogados de Antioquía, el mismo que le había derrotado antes en dos
ocasiones. Pero no, Nicolás no era un problema en absoluto, no podía medirse a él. Era diez años más joven, sin experiencia política en la corte judía,
y nada contundente. Ya no tenía duda: vencería.
Sin embargo, nada más comenzar Nicolás su discurso, Ireneo se dio
cuenta del gran error que había cometido despreciándole. El abogado de
Arquelao empezó con suavidad casi femenina, sin utilizar el modo hiriente
de su contrincante. Desistió de atacar frontalmente a Antipas, del que llegó
incluso a hacer algunos comedidos elogios; y se centró en desmontar, con la
pericia de un orfebre, todas y cada una de las argumentaciones vertidas por
su oponente, volviéndolas sutilmente contra él.
¿Las revueltas producidas en Jerusalén? Según Nicolás, no habían sido
en absoluto provocadas por incapacidad de su defendido. Antes bien, Arquelao, consciente de su responsabilidad como estadista, había acudido presuroso a sofocarlas, y así devolver la paz a la región. Una paz amenazada
por los alborotadores, «quién sabe por qué intereses instigados», apuntó
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insidioso. La paz que demanda el pueblo judío, la paz que será a su vez la
tranquilidad de Roma...
Conforme Nicolás proseguía, el temor de Ireneo iba en aumento, aunque Antipas no parecía darse cuenta de que el ánimo de Augusto se estaba
inclinando cada vez más en favor del letrado de Arquelao. Nicolás no sólo
era más dulce en sus modos expresivos, sino en el propio uso del latín, que
dominaba casi como un romano de origen, contrastando con las toscas expresiones del abogado de Antipas. Incluso había cuidado los pliegues de su
toga, que llevaba perfectamente colocada, con una aparente naturalidad cuidadosamente estudiada.
Inexorablemente, Nicolás fue fracturando todos los pilares dialécticos de
las alegaciones de Arquelao. Y finalmente centró su conclusión definitiva en
la estructura jurídica de la sucesión: si el testamento hoy impugnado carecía
de validez, ello debía ser demostrado, ello debía ser sobradamente demostrado, pues no era suficiente para desequilibrar un reinado —incipiente pero
ya organizado—, la mera sospecha de incapacidad de alguien ya fallecido.
En todo caso, esa incapacidad, atribuida a la decadencia física, de haberse
producido, ¿no hubiera sido inmediatamente advertida por las autoridades
romanas, que hubieran informado puntualmente al emperador? Atribuir demencia incapacitante a Herodes, era tanto como acusar al emperador de negligencia en la tutela del reino judío.
Y aún más: tan evidente fue la lealtad de Herodes a Roma, que había
incluido en el último testamento una cláusula según la cual se hacía depender su validez del arbitrio del césar. Por eso estaban allí. ¿Qué más prueba
de nobleza en un Rey amigo de Roma? ¿Qué mayor prenda de lealtad y
confianza? Así, en coherencia con el reconocimiento a la inteligencia y nobleza de Herodes, ¿no habría que presumir igualmente su buen juicio en la
designación de heredero al trono judío?
*
La Sentencia, inapelable, fue dictada in voce, prueba de que Augusto no
necesitó madurar más su decisión. Confirmaba la validez del testamento último. En consecuencia, Arquelao continuaría como Rey, y le concedió a Antipas sólo la gobernación de unos territorios menores, y además discontinuos,
Galilea y Perea; como un simple Tetrarca.
Lo único que deseó Ireneo cuando oyó el veredicto del emperador fue
una muerte rápida para evitar la venganza de Antipas. Pero la guardia que
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le acompañaba advirtió su intención de suicidarse a la primera ocasión y le
prendió, vigilándole constantemente desde aquel momento para impedirle
huir de la vida. El abogado perdedor lloró amargamente su exceso de confianza y su avaricia: en su día debía haber aceptado el encargo sólo si Herodes le firmaba una cláusula imperial de garantía, reconociendo su limitación
de responsabilidad, lo que ahora le hubiera salvado la vida. Pero sin esa salvaguarda, el abogado, como súbdito territorial de Antipas —estaba censado
en Tiberíades—, se encontraba a su merced. Su señor natural podría matarle
cuando y como quisiese, y si alguien intentaba averiguar algo, bastaría con
alegar la hipótesis de la traición o el suicidio.
El grupo derrotado salió de Roma a la mañana siguiente. Zarparon del
puerto de Ostia al amanecer. El navío de anchas velas encaró el Mediterráneo
presuroso, como avergonzado del papel que habían jugado el aspirante a Rey
—y en lo sucesivo sólo Tetrarca— y su séquito. Durante la travesía, nadie
se arriesgó a acercarse al camarote de Antipas. Incluso el esclavo encargado
de la Cámara apenas se atrevía a llevarle la comida, que dejaba silencioso en
una mesa junto a su amo, marchándose después rápidamente.
Cuando llegaron al puerto de Cesarea, el práctico les saludó con el formato marcado por la ordenanza. En otras circunstancias, si Antipas hubiese ganado el juicio contra Arquelao, le hubiesen recibido con los toques de
honor prevenidos para el amaraje de un buque real. Pero no había sido así,
y la noticia ya había llegado al puerto, conducida por barcos más ligeros y
veloces, cuyos ocupantes de inmediato comunicaron la información que al
punto se propagó por toda la tierra judía.
Antipas descendió de la nave, protegida por el magnífico rompeolas artificial que había construido años atrás su padre, y aspiró profundamente el
aire frío del abrigado puerto. Caminó pesadamente. A pesar de su juventud,
los excesos habían comenzado ya a deformar su figura. Evitó alzar la vista
a la entrada de los diques, donde sabía que sus ojos se encontrarían con un
ciclópeo coloso de piedra que representaba al severo Augusto, su implacable
juez, y la fijó en el mar profundo que hubiera podido ser frontera de su reino.
Las gaviotas lanzaban su burla al viento.
Sintió un escalofrío. Con una señal de la mano, obedecida al instante
por el melancólico cortejo, ordenó preparar la marcha inmediata. Marcharía
a Galilea, como lo había dispuesto Augusto. Pero antes pasaría por su otro
pequeño dominio, Perea. Allí quiso realizar su primer acto de gobierno.
Así que cuando avistaron Séforis no entraron en la capital, sino que evitándola continuaron hacia el Sur, a la región de Moab, la tierra de sus ante- 14 -
pasados. La progresiva sequedad del clima y de los campos que atravesaban
concordaba con el funesto ánimo que embargaba a quien había tenido al
alcance de su mano el Reino, y se le había escapado de entre los dedos por
culpa de un abogado inepto. El sol imperaba en la abrupta región, cuyas
montañas encararon para dirigirse en lo que parecía un viaje sin sentido hacia
las cumbres desérticas. Comenzaron la ascensión a la altiplanicie por un sendero infame, cuyos recodos de tanto en tanto permitían la contemplación en
el horizonte del podrido Lago de Asfalto. No había aldeas, ni siquiera casas
aisladas en aquella extensión tartárica. Tan sólo algún pastor solitario que
contemplaba desde lejos la triste marcha del cortejo. El camino, polvoriento,
apenas facilitaba la ascensión. Únicamente algunos tramos intermitentes de
negra losa basáltica aliviaban la penosa subida.
Por fin, llegaron a la Fortaleza de Maqueronte. Colgando como un nido
de águilas de una de las cumbres moabitas, su titánica construcción dominaba el curso casi seco del río Arno, que discurría a sus pies tras cruzar la Perea
meridional. En aquel paisaje desolado, Maqueronte representaba el esfuerzo
guerrero del Rey Alejandro Janneo y la devastadora victoria romana de Cneo
Pompeyo. Pero sobre todo, simbolizaba para el joven Tetrarca el tesón, la
fortaleza y el decidido empeño de su padre, el Rey Herodes el Grande, que
había reconstruido aquella atalaya, fronteriza con los turbulentos nabateos,
para infligir los castigos más ejemplares y las venganzas más solemnes. Por
eso, la sola mención de Maqueronte traía al pueblo funestos ecos, duros recuerdos de sangre noble y plebeya vertida entre sus muros en los años de
hierro del reinado de Herodes el Grande.
Traspasaron los gruesos muros de la fortificación y cruzaron el patio,
enlosado con oscuras placas hexagonales. Desde las cuatro torres que flanqueaban las defensas, los vigías observaban tensos y silenciosos el lento progreso de quien hubieran podido vitorear Rey, pero que sólo era saludado por
el cuerpo de honor que el desorientado oficial de guardia había mandado
formar apresuradamente. Cuando el último de los miembros del cortejo atravesó el acceso a las dependencias interiores, los centinelas retornaron con
los ojos entrecerrados a la contemplación sañuda del horizonte, alertas a una
siempre posible incursión nabatea.
Transcurrieron dos días completos. El joven y grueso Antipas no mencionaba palabra alguna, y se limitaba a caminar lenta y constantemente por
todos los sectores de la fortaleza, sin prestar atención a nada en especial,
pero perturbando con su presencia la tranquila rutina de la guarnición. Los
presagios fatídicos se expandían con el sonido de sus botas, que resonaban
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sin cesar en el mármol de los patios. A veces, cuando el premioso caminar
discurría por el ala oeste, llegaba el rítmico sonido apagadamente hasta un
pestilente calabozo donde el abogado Ireneo se hundía en la desesperación,
con todo su cuerpo llagado y encadenado a las húmedas paredes.
Por fin, el tercer día cesó el sonido de los pasos.
El pálido oficial de guardia acudió alarmado ante la imperiosa orden, y
escuchó el requerimiento que él y todos esperaban: que fuese dispuesta la
cámara de tortura, y que el verdugo se aprestara a cumplir su cruel oficio.
El sol detuvo un instante su contemplación de la fortaleza, herido por
una rápida nube que quiso censurarle la visión del feroz escenario. Ausentes
las águilas que solían rivalizar con los centinelas en las torres cuadradas, tan
sólo el viento caliente de Edom se atrevió a penetrar en el recinto y ser testigo del primer acto de gobierno del nuevo Tetrarca.
El verdugo aprestó con manos diestras de cirujano una afilada lanceta
metálica, mientras sus tres auxiliares sujetaban firmemente con correas de
cuero el cuerpo desnudo del abogado a una mesa de mármol. El joven Antipas se acercó, reconociendo el olor acre que despedía Ireneo, el mismo
hedor que desprendían los corderos cuando se les aproximaba el cuchillo
sacerdotal en el Templo de Jerusalén. Las súplicas desgarradas del abogado
quedaron ahogadas de inmediato por la mordaza que uno de los auxiliares
embutió en su boca. Antipas ordenó que se ejecutara en su víctima la más
cruel de las torturas conocidas, la llamada «mil cortes».
El Tetrarca siguió la operación tan de cerca, que en varias ocasiones estorbó la meticulosa actuación del verdugo.
Cuando terminaron, el sudor empapaba al verdugo y a sus ayudantes. La
tarea había sido ardua, y había sido ejecutada con gran pericia, prolongando
extraordinariamente la conciencia del torturado, al que no se le permitió morir hasta que el dueño de su existencia quedó totalmente saciado con su dolor.
Después que hubo exprimido el último hálito de vida de su abogado, el
Tetrarca cerró los ojos y permaneció en suspenso, como si rezara. Cuando
los abrió, desvió la mirada al busto de su padre que dominaba el dintel de
la entrada a la cámara de torturas. Y se permitió el pensamiento consciente
que se había negado a si mismo durante aquellos días, y que quizás le hubiera desanimado de su venganza. El pensamiento cierto de que, a pesar de
la muerte del abogado, eso no le devolvería su Reino. Su derrota era total,
definitiva, inexorable. Por siempre y para siempre.
Y, perfectamente consciente de ello, Antipas comenzó a llorar en silencio.
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Primera Parte
CAPÍTULO 1
786 ab Urbe condita
Servio a Juana..
Si vales, bene, ego (non) valeo
Me estoy muriendo, Juana.
Sí, puede ser que si consulto un médico griego me de alguna esperanza.
Pero la verdad es que nunca he creído en los médicos griegos. Pienso que
son simples comediantes, te hechizan el sentido y mantienen quebrantado
artificialmente tu cuerpo, para curar sólo su bolsa. Donde tú y yo nos conocimos, no existían realmente médicos, fuera de los que acompañaban
al ejército. Sólo había medicinas, o arte médico, como en tantos otros territorios del Imperio. Pero no, en esta época absurda lo que prospera es el
mentiroso y el que juega con la palabrería, pervirtiendo la lógica. Y es evidente que no van a menos, sino al contrario. Ahí tienes a esos curanderos
griegos, levantando la frente con mucha armonía, como si hubiesen nacido
libres. Rodeados de un enjambre de aprendices, entrando en las casas de
los crédulos, y con tanta dignidad como si fueran julios.
Pero la culpa es, como siempre sucede en todo, de quien los consiente.
Si existiera una fiscalización, un control… al menos una supervisión de
sus actuaciones por parte de la república… ¡Pero si ni siquiera se forman
en escuelas! Basta que digan —y quién sabe si mienten como buhoneros—
que han asistido a la clase de tal o cual alejandrino para que su discurso
tenga un auditorio garantizado, y acólitos que les vayan proporcionando
beneficios seguros.
Tú sabes, Juana, que estas reflexiones, quizás amargas por mi estado,
no se deben a mis ideas imperialistas. Que yo prefiera un médico romano
en lugar de uno griego o uno oriental, no es una cuestión de patriotismo,
sino de sensatez. Y, claro, de interés personal, porque mi estado de salud
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yo siento que ya es pésimo. Tampoco tiene nada que ver el desprecio que
profeso a los médicos griegos con lo que pasó con mi hija, porque reconozco que el clínico que contrató mi esposa en Antioquía no desatinó en
sus recetas iniciales. Aunque también es cierto que la misma prescripción
podía haberla aconsejado Selampsas, el esclavo que heredé de mi padre:
laserpicium, y amargo jugo de eléboro.
En realidad, además de lo que te he dicho, mi profunda desconfianza
hacia los médicos extranjeros se debe a su falta de seriedad y rigor. Cada
cual desarrolla su propia teoría, los pneumáticos, los atomistas, los… Y
nadie puede refutarles nada, porque no existe una autoridad superior —en
sentido estricto— que sirva de límite a su imaginación. Se legitiman a ellos
mismos, con el indispensable auxilio de la credulidad de mis compatriotas
romanos. O por lo menos de la mayoría, porque los que pensamos a la vieja
usanza y procuramos respetar las costumbres, somos cada vez más rara
avis in terris.
Tú dirás, ¿para qué te escribo todo esto? Lo cierto es que cada día estoy
más delgado, apenas puedo sostenerme en pie, y noto que la vida se me
escapa en cada respiración. Ya he perdido casi todo el pelo, y el que me
queda está totalmente blanco a pesar de que no tengo aún cumplidos los
cuarenta. Puede que esté insistiendo tanto en no admitir en mi casa a los
prestigiosos médicos griegos para justificar mi fe ciega en Acio. Sí, Acio
es hosco, impaciente y no respeta el dolor moral. Pero sus manos tienen
un auténtico don. Y aunque él sea, no ya sólo plebeyo sino liberto, puedo
atreverme a decir que me enorgullezco de ser su amigo. Comprendo que si
le ves mezclar con sus uñas sucias los emplastos y las tisanas que él mismo
compra en el pharmacopola —¿te das cuenta? incluso lo he escrito en griego, ¡hasta ese punto hemos cedido!—, puede resultar algo chocante y desagradable. Pero ten en cuenta que él no respeta las normas de elegancia y
armonía: lo que por otra parte no tendría sentido en quien nació esclavo. Y
vuelvo a insistir que sus masajes transmiten un alivio real a mi cuerpo tan
quebrantado. Al fin y al cabo, ni yo, ni Acio, ni nadie sabe verdaderamente
por qué o de qué me estoy muriendo. Pero lo cierto es que el fin parece
inevitable. Así que, lo de siempre: dieta —en mi caso innecesaria— baños
y ejercicios suaves, como predica Acio haciendo suyas las palabras que
también hubieran dicho mi padre y el padre de mi padre.
Además, Acio es un hombre sincero, lo cual no es poco en estos tiempos. Ya sé que otros preferirían no saber cuánto les resta para que se les
rompa el hilo. Pero en mi caso ya he pasado por tantos sufrimientos, y a la
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vez he gozado tan elevadamente, que considero que la crátera ya está llena
hasta el borde y no tendría sentido esperar mucho más de este tránsito. Reconozco que algunas veces puedo mostrarme más huraño e impaciente que
de costumbre. Pero también mis momentos de compasión e integridad se
están haciendo —te lo digo sin vanidad, no me juzgues mal— más fuertes
y profundos, como las raíces bien asentadas de un bosque compactado.
En realidad creo que puedo decir que no he dejado de ser yo mismo desde
que Acio me vaticinó que no llegaría a brindar en las próximas Saturnales.
Sólo que mi carácter y mi temperamento se han —¿cómo te lo podría explicar?— agudizado. Sí, como un cuchillo al que el pedernal le resucita el
vigor de su filo, pero al propio tiempo abrasa su propia materia, hurtándole
así la misma existencia. Así quizás me siento yo, a veces ebrio de orgullo
por lo actuado, a veces triste hasta la hiel por la contemplación tan clarividente de la farándula estúpida y soez que me rodea en la Ciudad.
En todo caso, también es cierto que Acio me ha asegurado que no perderé la conciencia y la claridad de ideas hasta prácticamente el fin. Literalmente me ha dicho: Servio, tú mismo verás apagarse tu propia vela. Y
con la tranquilidad de que los dolores serán en su mayor parte menguados
por el asfódelo mezclado con jugo de anémona que tengo prevenido en mi
habitación, quiero empezar a ordenar mis recuerdos de todo lo pasado. Lo
vivido juntos y lo vivido hasta que llegué a ti, que no tiene sentido si no es
precisamente como preparación hacia ti, Juana, mi dulce Juana.
Ojalá estuvieras aquí. Casi podría ir engarzando sin que tú las pronunciases las palabras y los silencios en tus labios: tan juntamente fabricarían
los pensamientos nuestros corazones. Me gustaría despertar a tu lado, verte
dormida junto a mí. Al menos, como tu voz anida aún en mi recuerdo, me
levanto cada día con el timbre de su fresco metal. Pero tus ojos sí me son
indispensables, redimiendo, como has hecho desde que nuestras vidas se
unieron, mis noches de angustia. Desvaneciendo los terrores nocturnos que
me asaltaban crónicamente, como una espada bien templada por un maestro experto rasga de un solo tajo un estandarte enemigo. Sí, Juana, sólo tus
ojos necesitaría para poder ver y contemplar la tierra el poco tiempo que
me queda en esta vida absurda.
Ahora voy —¿por qué no?, no recuerdo que Acio me lo haya prohibido
expresamente— a beberme una copa de vino. Sí, y además vino puro de
Antioquía, aún me queda un poco del que me mandaba Verina. Así me
enajenaré con más rapidez, como si fuera un recluta imberbe en un alegre
prostíbulo. Mira qué color más fascinante, como brilla con el sol la pureza
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de su iris. Ah, sí, también es fascinante la copa de cristal de Tiberíades. Sí,
es bien cara, pero no es algo prohibitivo. Además la ocasión lo merece: el
sol, el vino, los pájaros que cruzan sobre mi cabeza migrando en busca de
la vegetación que rodea a los campos de sal de Eilat, y mis recuerdos. Sí,
es un buen momento para que el vino negro entre a mis entrañas, aunque
dentro de un rato lo tenga que vomitar junto con mi negra sangre. Pero hasta entonces calienta mis pulmones y anima mi bazo (ahora sonrío, Juana,
¿sabes que dicen que el bazo es la sede de la risa?).¿De qué puedo hablarte,
Juana? ¿Por dónde empezar? Si miro atrás no contemplo un desarrollo, un
paisaje ordenado y progresivo. Más bien grandes hitos, como columnas
que sostengan un severo y útil acueducto sobre las que discurre como la
vida el fluir continuo del tiempo. Si algo tuviera que rescatar de los escombros de mi memoria, si algo significó un viraje rotundo en mi vida, creo
que, aparte de conocerte a ti, sin duda fue mi nombramiento en el palacio
de Antioquía como responsable adjunto de seguridad tras la muerte de mi
hermano.
Es cierto, tú no has visto Antioquía. Es una lástima, porque seguro que
te hubiera seducido. A mi desde luego es la impresión que me produjo.
Puede parecer extraño que yo, romano, yo, acostumbrado a vivir en el centro del mundo entre mármoles y bronces, diga tal cosa. Pero tengo que
reconocer que Antioquía supera cualquier expectativa, porque une con tal
armonía el orden y la grandiosidad latina con el lujo y la suavidad oriental,
que la síntesis no dista mucho, a mi parecer, de la perfección. Bien es cierto
que los pensamientos graves que me invadían cuando entré por primera
vez por las puertas de la ciudad —los recuerdos recientes de la muerte de
mis padres y de ni hermano— no me permitieron extasiarme con su fascinación, propia de un reducto legendario.
Yo conseguí la plaza en Antioquía gracias a la intervención de un antiguo cliente de mi padre, Aristo, por cierto compatriota tuyo a pesar del
nombre griego. A este Aristo, según la voz del pueblo, le resultaba indiferente actuar como hombre o como mujer. Pero tengo que decir en su
descargo que nunca nos hizo ni a mí, ni que yo sepa a mi hermano, insinuación alguna: siempre se comportó con nosotros con un trato exquisitamente educado.
Pues bien, este tal Aristo había conseguido una auténtica fortuna proveyendo material de construcción a las autoridades locales antioquenas tras el
terremoto que asoló la ciudad al poco tiempo de comenzar el gobierno de
Tiberio. Mantenía excelentes relaciones también con los mandos militares
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de la ciudad. Llegaba incluso a recostar junto a la mesa principal del comedor de su villa —ubicada en la zona más selecta del Dafne— al propio
Legado, Vitelio.
Así, tras el accidente de nuestro negocio, mientras volvíamos de la
cremación de mi hermano con la urna aún templada (recuerdo que Aristo
personalmente había ayudado a colocar el ungüento y la miel en los restos
tras la incineración) me abrazó emocionado. Después me dijo que no tenía
que preocuparme de nada, y que si me parecía oportuno me conseguiría
una plaza en la administración de provincias. Que me convenía marchar
un tiempo de la Ciudad hasta que mi espíritu se aquilatara. Y que, en fin,
para algo en todo caso yo pertenecía al orden de los caballeros, aunque por
circunstancias de la vida hubiera volcado mi ingenio en el comercio. Y así,
que le permitiera sólo unas semanas para disponer —si yo le autorizaba—
todo lo necesario para mi destino y partida.
Yo contemplé el ofrecimiento como providencial, porque antes de que
él lo dijera yo mismo había decidido marchar lejos de Roma. Hasta tal punto era así, que recuerdo que mientras hacía los preparativos en el deformado cadáver de mi hermano intentando colocar la moneda para el Barquero
bajo lo que quedaba de su lengua, meditaba incluso la posibilidad de volver
a incorporarme al ejército. Me hubiera resultado indiferente el destino, salvo, naturalmente, el acuartelamiento del puerto de Ostia, donde teníamos
los almacenes que ardieron.
Bien es verdad que posteriormente, en los meses de penuria económica
que sufrí en Antioquía, y acosado por las quejas y los llantos de Verina,
llegué a maldecir la aceptación de la plaza que me consiguió Aristo. Añoré
entonces no haberle pedido un puesto de administrador en alguno de sus
emporios de las costas griegas, donde hubiera tenido quizás más trabajo y
más duro, pero también muchos más ingresos.
Pero en aquel momento me pareció la oferta idónea. Y agradeciendo
sinceramente a Aristo su disponibilidad, le abracé a mi vez mientras le
decía que permanecería tranquilo en espera de sus noticias.
No tardaron éstas efectivamente en producirse, y a las pocas semanas
me notificaron la carta-orden que me emplazaba para el puesto de «adjunto
del responsable de seguridad del Legado del emperador» en la provincia
imperial de Siria. Mi destino: el Palacio de Antioquía, situado, como señalaba el despacho con un término poético que me robó una sonrisa —por
ser tan distante del severo lenguaje administrativo—, «en la isla abrazada
por el río Orontes».
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Preparé todo, y sin más me marché. En aquel tiempo mi hija Salvia tenía seis años. Mi esposa no puso reparo alguno al traslado. Me había visto
sumido en la desesperación tras el accidente. La propia Verina estaba aún
muy impresionada, pues sólo por azar se habían librado la niña y ella de sufrir la misma muerte horrible que había sufrido mi hermano. Por una u otra
razón, no se atrevía a poner en tela de juicio ninguna decisión mía. Yo ya
no tenía negocio ni casa, que habían ardido en su totalidad. Liquidé el solar
vendiéndolo a mucho menor precio del que el mercado le atribuía, con tal
de que la operación no se demorara. Habilité las escasas pertenencias que
me quedaban, apenas algunos antiguos rollos de filosofía que, al conservar
en un viejo armario de la casa de aperos, se habían librado de las llamas. Y,
sin más, con Verina, Salvia y en compañía del buen Selampsas, me marché,
literalmente sin mirar atrás.
De la travesía, primero por el Adriático y después por el Interno nuestro, apenas recuerdo nada especial. En lugar de usar una embarcación mercantil de cabotaje —aunque la carta-orden me daba suficiente margen de
tiempo como para navegar por la costa— me embarqué en un correo que
hacía el trayecto directo desde Ostia hasta Tarso, con una única escala en
Creta, donde ni siquiera bajé de la nave. No así mi esposa y Selampsas,
lógicamente menos acostumbrados que yo, y por tanto mucho más quebrantados por el viaje marítimo. Ellos bajaron inmediatamente a tierra en
cuanto el barco adosó su redonda panza al muelle, y no volvieron a subir
sino en el último instante y tras los requerimientos imperiosos del capitán
y mío propios. La niña por su parte no sufrió nada durante el viaje, durmiendo casi siempre, dada su edad tan tierna y por tanto tan inconsciente.
Desde Tarso, crucé el Cidno con una caravana de la Ruta y en poco
tiempo llegamos a las estribaciones del monte Amaro, traspasando la gran
zona de huertos del Noroeste que limita con el río. Éste lo vadeamos por el
que llaman el Puente Roto —denominación que dejó de tener sentido tras
la reconstrucción de la ciudad, pero que se ha mantenido hasta hoy—. Fuimos después sorteando las villas rústicas antiguas, que menudearon cada
vez más, hasta cruzar propiamente los arrabales de la ciudad en la zona gris
que conecta con las faldas del monte Casio.
Nos alojamos en una posta, lo suficientemente alejada del puerto fluvial
como para tener mi consideración de casa de huéspedes decente, el tiempo
indispensable hasta que alquilé una pequeña villa en el límite de la ciudad
nueva, más allá de la Acrópolis local. Por cierto que no sólo las rentas de
alquiler eran en Antioquía prohibitivas, sino que tuve que dejar en depósito
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en concepto de fianza una proporción importante de la liquidación del solar
romano, sin que me eximiera de ello mi condición de équite.
Este particular de la fianza, que en aquel momento, desconociendo el
carácter de los antioquenos me produjo tanta sorpresa como fastidio, no
debe extrañarte. Antioquía es una ciudad tremendamente cosmopolita (no
en vano es la tercera ciudad del Imperio, siendo superada su población de
quinientos mil, incluyendo esclavos, sólo por la Alejandría de Egipto).
Pero precisamente por ello es muy desconfiada y mercantilista. El antioqueno es orgulloso y al mismo tiempo acomodaticio. Si se pliega a nuestra dominación, es exclusivamente por motivos de conveniencia e interés,
pues mantiene siempre muy presente en su memoria su glorioso pasado
helénico. Tan es así, que a veces me imaginaba que en cualquier instante
podía surgir de cualquier rincón de la Columnata otro sucesor seléucida
que, retomando la corona real, usurpara la legítima autoridad romana. Pensarás que exagero, o que mis temores eran una obsesión fruto de la función
pública que desempeñaba. Pero lo cierto es que, por si acaso, nunca dejé de
controlar de cerca —y exigí informes de ello con periodicidad mensual—
el acopio y destino de entradas y salidas de la fábrica de armas que está
en el margen sur del Orontes bajo la tutela de la estatua del dios Hefesto.
Seguramente te reirás de mi mentalidad obtusa de funcionario romano.
Pero lo cierto es que con el tiempo esas provisiones llegarían a salvarnos
a todos.
En cualquier caso, tengo que manifestar, como te escribía más arriba,
que Antioquía es una ciudad bellísima y muy proporcionada. Esto facilita
a su vez, en gran manera, la orientación para cualquier forastero recién
llegado, como era yo en aquel momento. Si accedes por el Sur, dejando a
la derecha el monte Silvio y a la izquierda los accesos peatonales a Dafne
junto al Panteón, tras atravesar la ciudad nueva llegarás hasta el núcleo
antiguo de Nicanor. Este, tras el terremoto, fue casi en su totalidad despejado para, ampliando enormemente la cruceta central, generar la cuádruple
columnata de mármol que la atraviesa en los dos sentidos cardinales.
Estas columnatas, poderosas y extensas, dan lugar a las calles centrales,
amplísimas, donde los carros pesados se cruzan a dos e incluso a tres sin
entorpecimiento alguno; y a las laterales, perfectamente iluminadas, lo que
permite a las tiendas y locales adyacentes la posibilidad de despachar —
según cual sea la mercadería que ofrezcan, claro está— a cualquier hora
también de la noche. Sin que por otro lado existan normas de policía urbana que lo deban regular, ya que no existe ninguna vivienda, al menos de
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personas de cierta dignidad, adyacente a las columnatas. Desde este centro
se puede llegar directamente por una transversal a la Isla, un magnífico
complejo arquitectónico seléucida rodeado totalmente por el río, que alberga todas las oficinas administrativas —a una de las cuales me habían destinado— y a los áticos de recepción del Legado. Dos puentes bien guardados
son los únicos accesos a la Isla, y está totalmente prohibido que ninguna
barca se acerque a su perímetro.
Con esto puedes hacerte una idea aproximada de la hermosa Antioquía.
No tan bella y proporcionada es, sin embargo, la moral y costumbres de sus
habitantes. Los únicos que se mantienen con principios y valores —y no lo
digo para halagarte— son la minoría judía que hay allí bajo el mando de su
propio etnarca. Estos sí constituyen una férrea defensa de las tradiciones
de tu pueblo. Pero los otros tres grupos de población (romanos, sirios y
griegos), casi en su totalidad han caído bajo el hechizo de las religiones
orientales, plagadas de misteriosos misticismos en el peor de los sentidos.
Tengo que admitir que en mi juventud yo había acusado un cierto indiferentismo a las cuestiones religiosas. Pero, tras la muerte de mis padres,
comencé a profundizar de nuevo en la religión de mis mayores. Encontré
así un cierto sentido propio y particular a la Tríada, en relación con las
enseñanzas de Posidonio. De modo que pienso que por aquel entonces había superado la concepción banal de los dioses-hombres que las personas
vulgares poseen; sin caer por otra parte en el ateísmo de que hacen gala
algunas élites, supuestamente muy cultivadas —o al menos, así se manifiestan sin pudor alguno—. Tras la muerte tan reciente de mi hermano, te
confieso que ya no sabía qué creer o no creer. Pero lo que nunca tuve duda,
y lo digo con tanta seguridad como te escribía antes de los médicos, es que
me repugnaban, y aún hoy me ocurre, las creencias orientales que predominaban en Antioquía.
Estas creencias se habían ya propagado a Roma con tanta facilidad,
infestándola de tal modo que es arriesgado hablar mal públicamente de sus
adeptos incluso en la propia Ciudad. A tal punto de estupidez ha llegado
mi generación. Y ¿qué otra cosa sino repugnancia podrían provocarme los
ritos salvajes del Atis frigio, las orgías de Dionisos o los sacrificios horrendos de Adonis y Astarté, o peor aún, de Cibeles?
Tanto es así, que cuando me instalé en Antioquía, de haber sabido que
Solima era sacerdotisa de la «Gran Madre» Cibeles, jamás la habría visitado, a pesar de la expresa insistencia que Aristo me había manifestado antes
de partir de Roma.
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CAPÍTULO 2
Los requerimientos de Aristo para que contactara con Solima no carecían en absoluto de sentido. Siempre es preferible que los primeros pasos
en una ciudad nueva sean guiados por una persona oriunda de la misma. De
otro modo, la desorientación por el desconocimiento de las costumbres locales provocaría, no sólo desajustes y dificultades, sino incluso el riesgo de
padecer estafas u otros peligros. Así, contar con alguien que me previniera
de tales problemas era casi indispensable en mi situación. Para ello, según
mi protector Aristo, iba a ser idónea Solima.
Pensé primeramente en ir a visitarla sola. Pero el recado previo que le
envié para fijar la hora de la cita vino contestado en el sentido de que a Solima le «complacería enormemente recibir igualmente a mi esposa e hija».
Yo me pregunté en ese momento cómo sabía ella que yo estaba casado,
y particularmente que tenía una niña. Pues la tableta con su contestación no
hablaba genéricamente de «hijos» sino que citaba expresamente a la niña.
Se lo comenté a Selampsas, que había portado mi recado, y éste me insistió
que no había sido él en absoluto quien había informado de esas circunstancias a Solima. En fin, no le di tampoco mayor importancia, y supuse que
Aristo se había ocupado de concretarle a nuestra anfitriona —mediante
una comunicación anterior a nuestra llegada— algunos datos sobre mí,
incluido éstos.
En cualquier caso, finalmente sólo acudimos a la entrevista Verina y yo.
Salvia se quedó al cuidado de una matrona que habíamos contratado para
la hora sexta, a fin de que mi hija descansara durante los momentos de más
calor del día. Así nos atrevimos a marchar dejando a la pequeña sola. Tranquilizados, eso sí, por la estricta vigilancia de Selampsas, a quien hubiera
confiado mi propia vida.
Atravesamos, partiendo desde nuestra villa, el perímetro de las ínsulas
que circundan el centro comercial. El calor era aquella tarde particular- 27 -
mente hiriente. Recuerdo además que parecían perseguirnos las grandes
moscas azules características de la zona de mercados que atravesamos.
No nos libramos de ellas casi hasta el final del trayecto. En el mismo, nos
vimos obligados a mezclarnos con una algarabía vocinglera de mercaderes,
pregoneros, soldados, campesinos, aguadores, sacerdotes, mercachifles,
dignatarios y embaucadores. Estos, junto con los intensos olores —aromáticos o pestilentes, pero siempre penetrantes en exceso—, que empapaban
el aire pegajoso del verano nos sumieron en una suerte de irrealidad. No
estábamos enajenados totalmente, pero sí transportados casi como en un
ensueño. Nuestros sentidos eran incapaces de aprehender y controlar tal
derroche de sensaciones que nos embargaban, hasta el punto que en dos
ocasiones Verina se detuvo temiendo sufrir un desmayo. Alarmado, le propuse regresar a la tranquilidad de la villa. Pero un viandante nos garantizó
la proximidad de la dirección que Aristo me había anotado en la cera, y
continuamos el camino. Rebasando por fin la zona de mercados, tras cruzar por el norte la Columna (así llaman a la calle principal de Antioquía),
alcanzamos una zona más despoblada y por consiguiente más silenciosa y
aquietada. Allí vivían, según comprobé después pero ya advertí entonces,
los más pudientes de la ciudad. En una de esas casas, no obstante bastante
discreta en su exterior, vivía Solima.
Nos abrió ella personalmente. La primera impresión que me produjo
y que se ratificó cuando comenzamos a hablar, fue el acusado contraste
entre sus rasgos y su expresión. Apenas alcanzaría los cuarenta años —si
bien sus líneas eran muy proporcionadas—. Pero no exagero si digo que
sus ojos parecían haber contemplado siglos. Todos sus movimientos eran
pausados, como si estuviesen perfectamente medidos, aunque sin embargo
no denotaban afección. En cualquier caso, la serenidad que traslucía le
confería una autoridad moral que no correspondía a su edad física.
Su conversación era igualmente suave y envolvente, con una dicción
muy correcta del latín y un uso muy apropiado de los términos que empleaba, lo que denotaba el grado de su cultura. La túnica que vestía, las sandalias que calzaba y los adornos de su cabello eran sencillos, y sin embargo,
con seguridad, de un alto valor. Del mismo modo, el mobiliario que alcancé a examinar, parco y alejado de la suntuosidad, se adivinaba compuesto
de materiales nobles, aunque nunca ostentosos.
Ella misma nos ofreció un refrigerio de frutas y agua fresca que agradecimos sinceramente tras el sofoco del tránsito por la zona de mercados.
Solima se mostró en todo momento solícita y exquisita. Tras las formali- 28 -
dades iniciales, se puso a disposición nuestra, especialmente de Verina,
mostrándose encantadora en todo momento y manifestando únicamente
disgusto por dos extremos: no haberla dejado elegir la villa de alquiler
(insinuó que ella misma poseía más de una que hubiera podido poner a
nuestra disposición), y que no hubiéramos traído con nosotros a Salvia, a
quien —según dijo— tenía un gran deseo de conocer.
Lo primero no tenía solución; como le expliqué, el contrato estaba ya
perfeccionado y no quería comenzar mi estancia en Antioquía con una llamada a su foro. Respecto a la niña, Solima emplazó a mi esposa para conocerla a la mayor brevedad. Invitación que Verina, fascinada por el trato
tan agradable y cordial de nuestra anfitriona, prometió cumplimentar muy
pronto.
Sólo al término de la visita, cuando de hecho ya nos despedíamos, manifestó como de pasada que era sacerdotisa de Cibeles. Por educación y
respeto oculté, aunque con mucha dificultad, el desagrado que me produjo el conocimiento de ese hecho. Mi esposa no obstante, de ideas mucho
menos estrictas y firmes que las mías, no manifestó reparo alguno ante
la noticia. Incluso, continuando con el tono jovial que había presidido el
encuentro, le consultó a Solima la posibilidad de acudir a alguna de las
ceremonias prevenidas para los no iniciados. Sin permitirme hacer protesta alguna por no haberme consultado mi esposa previamente, Solima,
mostrándose más encantadora aún, quedó formalmente citada con Verina.
Obvió así mi intervención en lo que, con una cómplice sonrisa, denominó
la siguiente «reunión de amigas».
Así fue la primera vez que vimos a Solima. Por cierto, no te había dicho
que Solima significa seguridad.
Sin agotar el plazo concedido por la carta—orden, me presenté ante mi
superior inmediato, el responsable de seguridad. Este era un équite rubicundo de edad no excesiva —frisaba los cincuenta—, pero muy avejentado
por los excesos y de carácter agrio, llamado Timidio. Se burló abiertamente
de mi cuando le pregunté en qué momento me presentaría ante el Legado.
Respondió que tendría suerte si en todo el tiempo que durase mi destino
llegaba el Legado Vitelio a dirigirme alguna palabra, ni tan siquiera para
contestar un saludo fugaz que eventualmente yo pudiese dirigirle. Al poco
tiempo, sin embargo, las circunstancias desmentirían a Timidio.
El personal de la Isla era bastante homogéneo y gris. Era un entorno en
el que no se cultivaban grandes o profundas amistades. Tan sólo una cortesía fría bajo la cual los regueros de envidia circulaban rápidos. Después del
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año que en total estuve destinado allí, sólo conseguí hilar la amistad con
Haterio, un auxiliar de mi departamento que originariamente había sido
escultor. Venido a menos, según él por su excesiva meticulosidad y detalle,
prefirió, en lugar de dedicarse a la ornamentación de construcciones, sustituir el escoplo por el cálamo.
Aparte de él, sólo recuerdo distintamente a Máximo, un centurión muy
apropiadamente llamado así por su envergadura, al que habían arrinconado en una oficina de abastos. Máximo odiaba su actual destino, castigo
por haber sido demasiado expeditivo en su anterior puesto de Jerusalén,
y prevención (tanto para tu pueblo, por sus hábitos, como para él por los
posibles vengadores de su pasada dureza). Así, siempre estaba añorando el
servicio en campaña.
El resto del personal era anodino, compuesto en su mayor parte por
los hijos de los comerciantes locales acomodados. Éstos zascandileaban
simulando una actividad constante que sólo existía en la mera apariencia.
La práctica totalidad, me atrevo a decir, del funcionariado estatal de Antioquía, puedo concluir sin ser severo que eran personas que disimulaban sus
carencias inflando su orgullo hasta atropellar a sus mismos colegas. Dicha
consideración, por lo demás, es similar a la que obtuve tras mi breve paso
por la flota.
Ya te he adelantado que el carácter de Timidio era ciertamente deleznable. Los excesos le generaban una propensión a la ira a la que, a pesar
de ser crónica, no logré en todo el tiempo de destino habituarme. Sus explosiones repentinas de cólera me desasosegaban, y por más que intentara
cumplir escrupulosamente todos sus requerimientos —ya sabes lo disciplinado que soy en mi trabajo— nunca conseguía contentarle. Los problemas
que con absoluta evidencia provenían de la ineptitud de mis compañeros
me repercutían a mí con total seguridad. Y nunca adiviné en él ni el más
mínimo atisbo de satisfacción o agrado hacia mis tareas que al menos compensara lo magro de mis ingresos.
Este particular de mi peculio, con el tiempo se fue agravando hasta convertirse en la fuente principal de mis preocupaciones, fuera de soportar el
condenado genio de Timidio. A raíz de nuestro establecimiento en aquella
nueva ciudad, Verina comenzó a gastar progresivamente más y más: quizás
por la necesidad objetiva de acondicionar nuestra casa del modo más digno
posible, quizás por un cierto espíritu de emulación respecto de su amiga
Solima, con la que para mi fastidio fue intimando cada vez más, hasta hacerse prácticamente inseparables.
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Lo cierto es que el pequeño capital obtenido por la venta del solar romano había disminuido hasta proporciones alarmantes; de la herencia de mis
padres no restaba un as porque yo había invertido su totalidad en el negocio
y ardido con él; y los ingresos ordinarios eran absolutamente insuficientes.
Las discusiones con Verina por este motivo o por otros más triviales
se iban produciendo con cada vez mayor frecuencia. Ella no respetaba la
más ligera indicación sobre el gasto, a pesar de externamente acatar mis
instrucciones. Incluso en alguna ocasión la amenacé con retirarle la disposición de fondos, extremo al que reconozco nunca llegué por temor a
herirla en exceso con tal humillación.
Mi ambiente, progresivamente, se iba tiñendo de acritud, tanto por el
deterioro de mis relaciones con Verina, como por la deprimente situación
de mi bolsa, como por la difícil relación con Timidio. De manera que me
encontraba tan a disgusto en casa como en el despacho. Llegué a desesperarme, atormentado por un destino tan gris como el que el fatum me había
adjudicado.
Duro había sido primero soportar la simultánea muerte de mis padres y
después la de mi hermano junto con la pérdida del negocio familiar. Pero
cuando pensaba que los nuevos aires mejorarían mi espíritu —como había
sido el deseo de Aristo— entonces comprobaba que la realidad era igualmente deprimente. Sólo me distraía de la honda melancolía que comenzó
a invadirme los ratos de juego que, desechando toda la dignidad que se
espera de un équite romano y con cierto escándalo para Verina, compartía
con Salvia; así como la propia determinación que tomé en mi trabajo, esforzándome en tal grado en su resolución que pronto comencé a ser el blanco de las ironías de los otros funcionarios. A estos, mi actuación intachable
—para todos menos para Timidio, claro está— les dejaba abiertamente en
evidencia ante su mucha menor capacidad, o voluntad, de trabajo.
Así, en el segmento de seguridad que me había encomendado Timidio,
afirmo sin rubor que llegué a ser una verdadera autoridad. Se trataba, como
bien sabes, del problema zelote.
Después de todo lo estudiado en Antioquía y después de todo lo vivido,
junto a ti, en tu propio pueblo, yo puedo asegurar que los zelotes causarán,
más pronto que tarde, la ruina absoluta y la destrucción completa de toda
la tierra judía.
Tú, dulce Juana, los recordarás siendo niña. Durante tu infancia en
Galilea, mientras ayudabas con las duras labores domésticas, afanándote
triste junto al ceño severo de tu abuela, seguro que los viste pasar: hoscos,
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vigilantes, tensos, en grupos de dos o tres, siempre a la caída del atardecer
o con las primeras luces de la mañana. Bajaban a los pueblos en busca de
comida y cura para las heridas que su vida agreste les infligía. Sin mujeres,
sin hijos, sin otro afán que sobrevivir para matar. El pueblo, ocultando su
irritación y su miedo, les proveía de alimentos y remedios, aparentando
complicidad pero repudiando íntimamente su chantaje y su violencia. Y, a
veces, cuando los jefes así lo exigían para cubrir las bajas padecidas por el
acoso romano o la dureza del monte, bajaban también a las aldeas a captar
nuevos acólitos que les secundaran en su bandidaje.
Algunos jóvenes, bien es cierto, les seguían de buen grado, movidos
por el celo religioso, el afán de aventura, la curiosidad o simplemente la
desesperación. Pero otros, niños casi aún, eran arrancados de los brazos de
sus madres aprovechando la impunidad del padre ausente, para ayudarles
como esclavos hasta que fallecieran por los esfuerzos prolongados o, sin
otra educación que sus consignas feroces, se convirtieran con el tiempo en
otro de ellos.
Esos que tú veías, Juana, en tu infancia y adolescencia, a los que posiblemente alguna vez proporcionaste comida o refugio, que se dicen puros y
son tan sólo violentos asesinos, son los que se llaman a sí mismos zelotes:
movidos o tocados por el «celo de Dios».
Reconozco que en su origen los ataques que sufrieron fueron quizás
desproporcionados, y la aureola de héroes sacrificados que les acompañó
en sus inicios les permitiría perdurar. Habían surgido por primera vez nada
más pasar Judea bajo dominio directo nuestro, cuando Augusto depuso al
rey Arquelao (a pesar de que años antes le había confirmado Monarca contra el interés de su propio hermano Antipas) y le sustituyó, como sigue
hasta ahora, por un senador romano con funciones de Legado. Por aquel
tiempo, digo, para organizar la cuestión de los impuestos, el Legado Quirino desde Antioquía ordenó elaborar un censo. Algunos, los que luego se
llamarían a sí mismos zelotes, juzgaron esta iniciativa como una humillación. Porque para ellos, reconocer la autoridad del emperador significaba
repudiar la autoridad de YHWH, vuestro dios. El principal dirigente de
estos rebeldes era un tal Judas, de Gamala. Para rebelarse contra la iniciativa del censo, organizaron una resistencia sangrienta. Al fin, sus motines
fueron sofocados con dureza. Los insurrectos —y sus familias— sufrieron
las muertes más terribles: decapitación, flagelación, crucifixión, y hoguera.
Pero hoy, treinta años después, con la región alcanzando la prosperidad
de nuestra paz, disfrutando de los bienes del comercio libre, carece de todo
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sentido su existencia. Pues se han perpetuado en su propia sedición, sin que
la firme pero civilizada actuación de Roma en estos territorios haya constituido para ellos un freno para sus crímenes. Se camuflan en las montañas,
y organizan emboscadas y golpes de mano contra nuestros destacamentos.
Se sienten orgullosos de su pobreza, y se niegan incluso a tocar nuestras
monedas, pues según ellos su mero contacto produce impureza. Propugnan
la oposición frontal y total a Roma. Si, son unos desesperados. Pero precisamente por ello muy peligrosos.
Reconozco que la mayor parte de tus compatriotas considera suicida
la actitud de los zelotes. En lugar de usar las armas, la mayoría de la
población prefiere celebrar nuestra dominación —o los que contra toda
lógica son contrarios a la misma, aguardar la llegada del Mesías libertador—. Pero disculpa, quizás te haya herido escribiendo sobre la cuestión
del Mesías…
En todo caso, lo cierto es que nuestra obligación como romanos es anular el violento peligro zelote. A cualquier precio. Con cualquier sacrificio.
De otro modo, desestabilizarán una región tan importante y vital como es
la frontera Sur. Es el planteamiento radical que se repite a lo largo de la
historia: matar, o simplemente morir.
Todas estas conclusiones me parecieron evidentes, y así lo plasmé en
mis informes y despachos con Timidio. Y Timidio, a pesar de su continuo
aire huraño y adusto, coincidía punto por punto en mi análisis. Bien, quizás
debo reconocer que incluso la influencia fuese previa: es decir, que yo concluyese la magnitud del peligro tras él haberme advertido del mismo. En
todo caso, racional y objetivamente —sabes que procuro no dejarme llevar
por los instintos simples— creo firmemente en lo que te he explicado. Y
por ello, desde Antioquía me resultaba absurda la posición que se detectaba de inmediato, tras estudiar los envíos de los informadores enviados a
la zona de conflicto —disculpa que utilice esa expresión para referirme a
tu tierra— en los dos principales responsables directos: Pilatos (su inconsciencia), y Antipas (su complicidad).
Pilatos, como prefecto de Judea y Samaría, bajo dominio directo nuestro, y Antipas, como tetrarca de Galilea y Perea, con autonomía pero bajo
la tutela de Roma, deberían en efecto, desde un primer momento, haber
identificado el problema zelote, advertido su magnitud y puesto los medios
necesarios para su resolución. Sin embargo ninguno de ellos actuó con la
sabiduría y firmeza exigible al buen gobernante. Y eso lo mantendré ante
cualquiera, como en su momento hice.
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En definitiva, éstas eran las principales conclusiones a que habíamos
llegado Timidio y yo tras un año de recopilación y duro trabajo de informaciones y estudio de antecedentes sobre la seguridad de la frontera Sur.
Y tales conclusiones eran las que Timidio estaba preparando para informar
en la Vista pública de Palacio, cuando repentinamente murió.
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CAPÍTULO 3
La desagradable muerte de Timidio fue proporcional a su áspera vida
y trato inhumano. Le encontró la esclava encargada de la limpieza de su
casa tumbado boca abajo en mitad de un enorme charco de sangre. Al parecer, según pude informarme, había tal cantidad de sangre porque cayó
de bruces tras reventarle el corazón, y en esa postura se desangró mientras
moría, pues no se encontró rastro de otra herida que pudiera provocarle
tal hemorragia. Así al menos quedó el informe de su muerte, sin ulteriores
investigaciones. Ya que, si es cierto que no tenía amigo alguno por lo desabrido de su carácter, tampoco se le conocía ningún enemigo.
En honor a la verdad, tengo que reconocer que no lamenté en absoluto la muerte de mi superior. Era persona tan alejada de cualquier trato
humano, que no suscitaba en ninguno de los que le rodeábamos el menor
sentimiento de afecto. Para ratificar aún más el desagrado que en vida me
había ocasionado, y la indiferencia que me produjo su fallecimiento, la
ceremonia funeraria, que yo esperaba se celebrase al modo clásico romano,
se vio protagonizada por los titiriteros azafranados de Cibeles: sólo entonces supimos que era adepto a esa secta, porque en vida no sabíamos nada
de su esfera privada.
La muerte de Timidio no pudo, además, resultar más inoportuna para
la administración a la que servía. Se produjo cuando faltaban tan sólo tres
días para la celebración de la Vista pública que anualmente se celebraba
en Palacio, y en la que mi superior debía haber informado personalmente.
Esa Vista consistía en una audiencia solemne que se señala una vez al
año para debatir el estado general de la Provincia de Siria. A la convocatoria, que suele celebrarse en el Salón de Nobles del Palacio, son llamados
por el Legado tanto los Prefectos como los responsables de órdenes de
la Provincia (abastos, comercio exterior e interior, seguridad, etc.). Todos
ellos deben protocolariamente informar de los problemas y eventuales so- 35 -
luciones de los mismos, cada uno según sus respectivas competencias. Un
informe final —normalmente prefigurado antes de empezar las sesiones—
sirve de conclusión y protocolo de actuaciones para el año siguiente.
Estaba todo, por tanto, muy prevenido y marcado, sin lugar a grandes
sorpresas. Pero pienso que esas reuniones, aunque bastante predecibles, no
carecen completamente de utilidad pues suponen el intercambio de información a nivel superior entre los distintos responsables, con la coordinación necesaria por parte del Legado.
Naturalmente la Vista no fue pública, y los que intervinieron como ponentes o auxiliares quedaron obligados a no difundir lo visto u oído en las
audiencias (normalmente dos, o a lo sumo tres jornadas, incluyendo la de
conclusiones). La certeza de mi muerte cercana, y mi deseo de que conozcas todo lo que he vivido durante este último año, entiendo que me eximen
de mi juramento.
*
Dado el fallecimiento del responsable de seguridad de la frontera Sur se le cita
de comparecencia para informar en su sustitución.
Esa era la escueta notificación que me llegó, en una tableta visada con
el sello personal del Legado, la misma víspera de la Vista. Puedes figurarte
que los nervios me invadieron, y me abrumó la responsabilidad de informar en presencia de los Prefectos y sobre todo del propio Legado, al que
aún no había tenido ni siquiera la oportunidad de conocer en persona. No
obstante, no cabía excusa ante la orden, y me dispuse a realizar del mejor modo posible la exposición y defensa de las tesis que había trabajado
meticulosamente durante todo un año, prácticamente desde que llegué a
mi destino. Al fin y al cabo, objetivamente habría que reconocer que ante
aquella eventualidad no había nadie mejor preparado que yo en Palacio.
La Vista se celebró —no lo podré olvidar nunca— humeante todo el
palacio con el incienso de los Meditrinales, nuestra Fiesta de la Vendimia,
la última de las grandes antes de las Saturnales que cierran el año. Aquella
mañana yo repasaba y repasaba en mi despacho los legajos que contenían
todo el copioso material, fruto del trabajo de todo un año. Los nervios
me invadían y tomé un poco de vino puro que me había preparado Verina
para animarme. Intentaba una y mil veces anticipar mi exposición, que
unas veces preveía exitosa y brillante, otras francamente desastrosa, las
más meramente anodina. En ese estado de abstracción, buceando en los
informes, llegué a perder la noción de las horas, entrando en una especie
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de irrealidad, casi como si soñara despierto. De repente, Haterio el escultor,
a quién yo tenía como secretario de apoyo, entró alarmado en mi oficina,
gritándome que ya había comenzado la sesión y zarandeándome para que
reaccionara.
Conseguí salir de mi marasmo. Volviéndome con violencia, comprobé
con horror que el agua del tanque de la clepsidra efectivamente ya definía
la hora sexta, que era la fijada para el inicio de las comparecencias. ¡Y yo
era de los primeros en informar! Abracé los legajos, me levanté de un salto
cargado con ellos y corrí torpemente en dirección a la sala de Vistas.
Cuando traspasé jadeante el umbral de la Cámara, todos los rostros se
volvieron hacia mi menos el del Legado. Éste fingió no advertir mi llegada,
y simuló seguir escuchando con atención la relación que el funcionario
responsable de la intendencia de la región siro-fenicia desgranaba en ese
momento. Nerviosamente, musité una petición de permiso que no me fue
devuelta, y con cautela me deslicé hasta mi puesto.
La sala era cuadrangular, y en los laterales se disponían, por orden de
rango, cada uno de los adjuntos del Legado: veinte en total, cada uno de
nosotros sentado en su silla torneada y con los informes desplegados en
sendas mesas chapadas en cedro. A los veinte Oficiales adjuntos se añadían, sentados a derecha e izquierda del Legado, los Prefectos de las provincias semiautónomas. Y presidiendo la Vista, el propio Legado, Vitelio,
propretor de Roma en la rica y estratégica Siria, frontera del Imperio.
Vitelio había sido en su juventud asiduo compañero de orgías del mismo Tiberio. Según algunos, ésa era la cualidad decisiva que le había distinguido durante su mediocre cursus para hacerle merecedor de una dignidad
tan alta. No obstante, lo cierto era que regía la Provincia con mano firme y
templada, sin que el emperador hubiera recibido quejas importantes sobre
su gestión. Su edad era ya avanzada, pero conservaba un aspecto vigoroso,
fruto de la gimnasia a la que sometía cotidianamente su cuerpo y que indicaba su rebeldía a someterse al estrago del tiempo. Su mirada azul también conservaba un pronto juvenil, pero los años de experiencia política la
habían temperado hacia una economía de señales, ocultando con habilidad
los verdaderos sentimientos que cruzaban su espíritu.
A la derecha del Legado se sentaba en otra cátedra Pilatos, el Prefecto
de Judea y Samaría. Teóricamente también recibía los informes, pero en
realidad estaba allí para responder directamente ante el Legado del estado
de sus regiones. Debía rondar los cincuenta años. Delgado, y de estatura superior a la media, sus facciones denotaban determinación. Los ojos,
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pequeños y fríos, me recordaron la mirada calculadora de su protector en
Roma, el temido Sejano. Mantenía el pelo, ya cano, muy corto. Quizá lo más
destacado de su rostro eran sus labios, finos y apretados pero expresivos, que
solía curvar hacia abajo en sus momentos de disgusto o concentración.
Mientras se normalizaba mi respiración agitada, pude fijarme en las cuidadas manos de Pilatos. En la derecha lucía el anillo de oro, reciente privilegio de los caballeros, hasta hacía poco reservado a los senadores y a los
embajadores. A mí, que al fin y al cabo también pertenezco al orden ecuestre,
me pareció incorrecto ese anillo. Los équites que nos enorgullecemos de
nuestra orden, generalmente preferimos llevar la clásica sortija con sello de
hierro, de origen etrusco. Los que, como Pilatos, escogen la opción del oro,
están manifestando claramente con su gesto su insatisfacción y su afán de
igualarse al orden senatorial, cuyos miembros, son los que hasta hace muy
poco han tenido el derecho exclusivo a adornar sus dedos con el metal más
precioso.
La monótona exposición del gestor de Intendencia terminó, y me estremecí al escuchar la voz del Legado.
—Y ahora, si nuestro amigo el tribuno Servio se digna, nos informará
sobre el estado de la Seguridad en los territorios del sur.
—Con la venia, Legado —tomé la palabra tras la censura—. Con la venia. Debo señalar en primer lugar, que en el reino nabateo existe en estos
momentos un ambiente prebélico. El tetrarca Antipas, con su reciente divorcio de la hija del rey nabateo Aretas, ha hecho revivir las antiguas disputas
fronterizas en la Gamalítide. Pero una guerra entre Antipas y Aretas, que
presumiblemente terminaría con la derrota de Antipas, nos pondría en una
situación delicada, pues Antipas es amigo de Roma.
Paseé mi vista por los grupos de informes que había procurado organizar
sobre la mesa y alcancé uno de ellos.
—Por lo expuesto —continué—, y ya que es interés de Roma que Aretas
no ataque a Antipas, estamos alimentando las veleidades independentistas
de los jefes locales de los clanes nabateos. Eso mantiene a Aretas lo bastante
distraído como para impedirle emprender acciones contra Antipas.
—¿Algún acopio de material en frontera? —acotó Vitelio.
—Nada digno de mención —aseguré—. Los informadores de la Ruta
no han apreciado ningún cambio de interés en las importaciones efectuadas
directamente por la Corte. Y por otra parte... de los jefes locales que he mencionado antes, no hay ninguno con capacidad para efectuar compras a gran
escala de material de guerra.
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—¿Podemos entonces olvidamos de Aretas? —simplificó el Legado.
No era una pregunta fácil de responder. Las maniobras de distracción
que estábamos desarrollando habían dado sus frutos. Pero yo tampoco
podía asegurar que pudiéramos evitar indefinidamente la represalia de
Aretas. Ten en cuenta, Juana, que para estos pueblos una ofensa de esa
naturaleza no sólo da derecho, sino que exige o genera un deber de venganza. Intenté explicar al Legado la dificultad de determinar el riesgo dándole una relación detallada de los movimientos de los clanes, pero me
interrumpió secamente.
—Ahórranos los detalles —dijo con voz más alta de lo que yo hubiera
preferido—. Te he hecho una pregunta escueta.
—No hay ningún problema con el reino nabateo, ni se prevé en un
futuro inmediato —simplifiqué rápido.
—Frontera oeste —continuó.
—Bueno, en esa frontera — dije—, los datos a decir verdad no son
tan concluyentes —advertí que Pilatos se removió en su silla al oír mis
palabras, pero continué—. La actividad comercial es por ahora normal. Y
las cohortes no han tenido que actuar últimamente. Pero, bien, ya sabemos
que los judíos son un pueblo levantisco, y... la actividad propagandística
de los zelotes va en aumento. Ese es el problema, sí, los zelotes. Bueno,
poco a poco están consiguiendo adeptos en todos los sectores. No sólo en
la gente del pueblo, que sería lo normal, lo lógico. También en la población acomodada, en los artesanos... Las revueltas que se podrían...
—Con tu venia, Legado — me interrumpió bruscamente Pilatos—.
Agradezco el estudio de la situación que ha hecho este funcionario sustituto. Pero como responsable de Judea y Samaría conozco la situación
de primera mano. No existe el más mínimo problema de seguridad en mi
zona. Los zelotes están controlados, y sólo subsisten con algo de fuerza en
Galilea. Sin duda, porque Antipas les protege. Ya te he comentado muchas
veces que los ampara bajo su manto. Y en realidad no se entiende muy
bien que desde Roma se nos recomiende fomentar las buenas relaciones
con él…
—Querido Pilatos —dijo Vitelio—, como bien dices, ya hemos hablado muchas veces de Antipas. Pero en esta sesión lo que nos importa tratar
es la seguridad de la zona.
—Bien, bien. Como digo, de ese tema no hay por qué preocuparse.
Todo está controlado, los zelotes son algo testimonial, sin arraigo en la
población.
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—Realmente eso no es cierto —dije yo con voz tan alta que me sorprendió incluso a mí mismo.
Se produjo un silencio absoluto. El Legado se volvió de nuevo hacia
mí, tan extrañado como el resto de funcionarios por mi atrevimiento.
Yo mismo me sentía como enajenado, como si fuera otro quien hablase.
¿Me atrevía a desmentir a un prefecto? Aunque Pilatos y yo pertenecíamos al mismo orden ecuestre, en realidad Pilatos disfrutaba de un rango
social enormemente superior, y era casi un desacato llevarle la contraria
en una vista solemne.
Pilatos me miraba entre atónito y furioso. Tengo que reconocer que
yo mismo, consciente de mi osadía, vacilé antes de continuar, admirado
de mi propio atrevimiento.
—Lo que quiero decir... debo decir... —continué tras un silencio—,
es que sí hay peligro en la frontera judía. Es verdad que Antipas protege
en Galilea a los zelotes. Pero no sólo tienen fuerza allí. En Jerusalén,
Sebastes, Cesarea... en todas las capitales importantes tienen presencia
significativa. Y sobre todo en los campos y pueblos aislados es donde se
mueven más a sus anchas.
Pilatos, con las mejillas incendiadas, se levantó de su silla.
—Legado —siseó—, te ruego que disculpes a este auxiliar, porque
debe de haber confundido los datos que maneja. Mis fronteras están
seguras, y los territorios absolutamente controlados. No hay ningún motivo, repito, ninguno, para pensar en los zelotes como una amenaza real.
El Legado creo que entonces comenzó el ademán de retirarme la palabra, pero yo, volviendo la vista a mis desordenados papeles, y ante el
estupor de todos los presentes, continué hablando.
—¡Hasta en Séforis hay zelotes! —exclamé en voz mucho más alta
de lo apropiado—. ¡Y eso que las tropas de Varo la arrasaron! Florecen
en todos los rincones del territorio. Desde la aparición de este grupo de
rebeldes violentos, su número no ha hecho sino aumentar. Ahora están pasando a engrosar sus filas, ya no sólo desclasados y desesperados
como antes, sino incluso muchos jóvenes de familias judías ricas. Un
tal Menahem ben Asael, alias Barrabás, es el activista principal, todos
le reconocen como líder, y seguramente es el más sanguinario de todos
ellos.
Pilatos, ya realmente extrañado de que el Legado no hubiera censurado mi actitud, se vio entonces obligado a responderme. Sobreponiéndose a su ira, agitó una mano, restándole importancia a la cuestión.
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—Bien, en realidad tenemos zelotes desde hace treinta años. Pero nunca han pasado de ser lo que son, una facción minoritaria en esta región. Es
evidente que...
—Prefecto —volví entonces a interrumpirle—. Prefecto, desde Antioquía eso es lo que tenemos que evitar a toda costa, que la minoría violenta
contagie a la mayoría pacífica, y eso…
—Ya basta —se oyó entonces la voz pausada y firme del Legado. Todos
quedamos en suspenso aguardando la respuesta de Vitelio, especialmente
Pilatos, que esperaría que me impusieran un severo correctivo. Sin embargo, el Legado se limitó a dar por cerrado el punto del Orden del Día y
concedió como si nada el turno de palabra al siguiente Oficial. Pilatos, interiormente humillado, intentó relajarse en su cátedra. Yo procuré dominar
mi respiración y mi pulso desbocados.
Cuando la sesión terminó y los Oficiales se retiraron, me quedé solo.
Todos nos evitaron, pues nadie podía augurar cuál sería la reacción del
Legado ante mi evidente insubordinación. Cuando salí de la Sala, Haterio,
viéndome tan deprimido, me decía para animarme que los otros responsables seguramente admiraban que yo le hubiera lanzado las verdades a la
cara al engreído Prefecto. Pero yo me daba enteramente cuenta de que mi
actuación había constituido una auténtica temeridad, y que nadie quería
acercárseme porque en lo sucesivo iba a estar claramente señalado.
Aturdido, me despedí de Haterio. Crucé, esta vez muy despacio, los
pasillos que comunicaban los pisos de oficinas con el enorme y enlosado
patio de armas. Le comuniqué al Capitán de Cuartel que marcharía a la ciudad. Necesitaba despejarme. Aún no comprendía por qué había reaccionado de aquélla manera, exponiéndome tan estúpidamente al correctivo, que
con seguridad se produciría y quién sabe en qué consistiría. Si se limitara
a una amonestación verbal... Pero no, las consecuencias de mi desafío a la
autoridad del Prefecto Pilatos serían mucho peores. Muy probablemente,
pensaba yo, Vitelio me relegaría a un puesto inferior, o quién sabe incluso
si me trasladarían fuera de la capital.
Abandoné la Legación cruzando uno de los bien custodiados puentes
de acceso a la Isla. Mientras paseaba en dirección a la Rotonda no cesaba
de lamentarme por mi estupidez. ¿Qué me había empujado, a mí, precisamente a mí, que siempre me caracterizaba por mi exceso de prudencia, a
enfrentarme con todo un Prefecto? Si tenía el prurito de mostrarle la realidad de la situación al Legado, bien podría haberlo hecho por escrito, sin
necesidad de humillar públicamente a un superior. La única explicación
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que podía darme yo mismo de mi actitud, era que había sufrido una suerte
de enajenación, resultante de los meses de tensión sufridos por la cuestión
económica y por los enfados con Verina y Timidio, a los que le habían
seguido los últimos días de casi continuo insomnio y nervios mientras preparaba la fatídica comparecencia.
Pero, ya que no podía deshacer lo ocurrido, ¿qué podía entonces hacer?
Temí las consecuencias de un traslado forzoso. Me imaginaba la cara de mi
esposa Verina ante la perspectiva de marchar a una aldea remota de Siria.
Podía anticipar su reacción. Primero se mostraría incrédula, después furiosa, y su irritación tardaría semanas enteras en desaparecer. Me echaría en
cara mi falta de interés por su bienestar y por el de Salvia. Conociendo su
modo de pensar ¿cómo iba a soportar una remoción a una ciudad menor?
Pero no era ésa la peor consecuencia. Realmente el problema lo constituiría la grave pérdida de ingresos. Si me relegaban a una oscura oficina
rural, en un momento tan crítico de mi economía, ¿cómo iba a mantenerme
en el orden ecuestre? Con seguridad no podría alcanzar las rentas necesarias para disfrutar del caballo público, porque a diferencia de muchos de
los compañeros auxiliares, yo no tenía inversiones en inmuebles. De modo
que no cobraría otros ingresos que el magro peculio de las funciones inferiores, que sería absolutamente insuficiente para mantener el nivel exigido
por mi orden.
Cabizbajo, me interné por la zona antigua de la ciudad seléucida. Las
calles estaban despejadas, casi vacías, y apestaban a vino y basura porque
la víspera se había celebrado las fiestas de Baal. En algunas aceras, las
sandalias incluso se me quedaban adheridas al piso por la gran cantidad de
vino y desperdicios derramados. El gordo Hermes, el edil griego responsable de limpieza y policía, era desde luego un absoluto incompetente. Algunos borrachos dormitaban sobre sus propios excrementos. Observé a una
adolescente, casi una niña, que orinaba ebria en plena vía. La evité como a
un montón de inmundicia, pero me trajo a la memoria mi propia hija.
Realmente durante aquel año escaso me había decepcionado Antioquía,
tan hermosa pero moralmente tan sucia. ¿Qué pasaría con Salvia cuando
fuese mayor y ya empezara a discernir? De nada le serviría su fe infantil en
la sagrada Vesta si a su alrededor todos los excesos le salpicaban a la cara
su atractiva fascinación. En la tercera ciudad del Imperio, en el entonces
hogar de mi hija, muchos acataban la inscripción centenaria que lucía en
el templo de Baal con casi ilegibles caracteres asirios, «caminante: come,
bebe y pásalo bien; porque todo lo demás no merece la pena». Meditando
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aquello, casi me alegraba ante la segura perspectiva de mi traslado forzoso.
Por lo menos nos alejaríamos de aquel libertinaje.
Asqueado del hedor que invadía las calles, regresé de nuevo al Palacio,
donde al menos nuestras sanas fiestas habían aromado con incienso las
grandes salas y corredores. Consumí un ligero prandium en soledad en mi
propia oficina, servido por un esclavo que respetó mi silencio deprimido.
Apuré con tristeza lo que quedaba del vino que me había preparado Verina.
Aún no había terminado de almorzar cuando me notificaron la convocatoria del Legado, emplazándome para el día siguiente a primera hora en su
despacho. El aviso no me sorprendió, pero terminó de hundir mi espíritu.
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