Meditación febrero 2016 La segunda obra de misericordia corporal: “Dar de beber al sediento” Padre Kolbe, hombre-cántaro “Tuve sed, y me dieron de beber” (Mt 25, 35) Cada minuto en el mundo mueren cuatro niños por falta de agua. Más de mil millones de personas no tienen acceso al agua potable y más del doble no tienen agua corriente. La previsión del vicepresidente del Banco mundial Ismael Serangeldin, el cual en 1995 afirmó que “las guerras del próximo siglo se librarán por el agua, es ya una realidad si se piensa, que en diversos conflictos en curso, el problema del acceso a los recursos hídricos y su control está muy presente. El agua se ha convertido en el oro azul. En la encíclica Laudato si, el Papa Francisco trata el tema del agua: “el acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos. Este mundo tiene una grave deuda social con los pobres que no tienen acceso al agua potable, porque eso es negarles el derecho a la vida radicado en su dignidad inalienable.”(n° 30) Un día Jesús dijo a los apóstoles: “Denles ustedes mismos de comer”. Es un mandato que repite hoy a todos nosotros: “Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa» (Mt 10,42). Cada tipo de sed conduce al pozo de Siquém porque, en el fondo, tenemos sed de Dios. “Como la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios” (Sal 42). El agua no es algo de lo que se pueda prescindir, no es un lujo. El agua es una necesidad vital. Mucho más lo es Dios, mi agua, mi vida: como Jesús, en el pozo de Siquém, el Padre Kolbe se sienta al lado de cada hombre y mujer, se hace compañero de camino de cada uno para saciar la sed más profunda. El padre Maximiliano dio de beber a los sedientos. Apagó la sed de darle un sentido, un significado a sus vidas. Dio una mano en los momentos de tristeza, de oscuridad, de desesperación. Ayudó también a aceptar el sufrimiento y las derrotas, y poco a poco, a comprender su sentido. Ya estando cerca su arresto les infunde a sus hermanos la calma y la paz necesarias para afrontar el tiempo de la persecución nazi. En Auschwitz, a un compañero de prisión que le dice de odiar a los alemanes, el padre Kolbe responde: “No permitamos a nuestros torturadores de volvernos como ellos, el odio no es una fuerza creadora, solo el amor crea”. Sus palabras fueron como un bálsamo, como rocío: que curan los corazones rotos por el odio y derriban los muros de la división. Cuando los grupos de detenidos podían reunirse alrededor de él sin llamar la atención de los guardias, él les hablaba de Dios, de la fe, del valor sublime de la vida cristiana, y esas personas tan probadas y con la muerte en el corazón, parecían revivir. “Invadido por el optimismo franciscano, padre Kolbe se propuso de devolverles la confianza en sí mismos, de ayudarlos a encontrar la bondad más profunda de la vida, señalando como modelo la Inmaculada, que encarna la belleza, la frescura y a pasión por la vida”. Al final del mes de julio, un prisionero de su mismo bloque se escapó. Por uno que se escapaba, diez debían morir en su lugar en el bunker del hambre. Cada uno deseaba no ser elegido. El padre Kolbe no fue elegido, ofreció su vida por un desconocido y para dar de beber a los otros nueve condenados, sedientos de verdad, de afectos, de paz. Un grupo de diez, con padre Maximiliano “a la cabeza”, se encaminan para ir al sótano del bloque 11. A los prisioneros no les dan de comer ni de beber. Ellos morían principalmente de sed. En el infierno de deshumanización de Auschwitz no podía faltar la tortura de la sed, del no dar de beber, que conduce a una muerte terrible. De los primeros signos de deshidratación, -mareos, la piel se reseca, aparece a fiebre, el sentido de desorientación-, se llega a la hinchazón de la lengua, a no poder caminar y a arrastrarse por falta de fuerzas, a agrietarse la piel, el hígado y los riñones no funcionan, se pierde la capacidad de controlar el ritmo de la respiración y los latidos del corazón. Si el hambre es terrible, la sed es mayor aún. Maximiliano, el mártir de la caridad, se convirtió en cántaro para dar de beber a los otros. Llenó los cántaros vacíos de la vida. Vida carente de sentido. Cántaro vacío de amor y de alegría. Saber responder a esta sed profunda es el arte de amar. Feliz el que se abre los horizontes de la verdad, de la paz de la que todos tenemos una sed inextinguible. Angela Esposito MIPK