del suelo al cielo

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DEL SUELO AL CIELO
1. Haciéndome la sueca
Toda buena regla tiene su excepción, sí señor. Eso dicen. Y eso digo yo
también, aunque por lo normal, lleve la contraria para fastidiar.
Mi regla general es que antes de las once, el cerebro no me lo he puesto
todavía. A eso de las doce me enchufo y me despabilo con un buen
capuchino de Hatti, mi doncella filipina y a partir del medio día,
empiezo a soportar una llamada de teléfono. Pero que sea cortita, que
pierdo los nervios con bastante facilidad.
La excepción, fue aquel concreto día, en que decidí (mira tú qué
gilipollez), levantarme temprano para… ¡hacer deporte y cuidar el body!
En fin, una equivocación la tiene cualquiera.
El caso es que a eso de las once y media, hora nacional, tronó mi móvil
y yo, cosa rara, estaba allí despejada para atenderlo. Era mi amiga
Marina, que como siempre que necesita llorar en hombro ajeno, me
encontró disponible. Es lo mejor de tener una amiga ricachona. Como
no trabajamos, es muy sencillo pillarnos libres.
-
-
Acabo de cometer una locura, Caye, necesito que hablemosmusitó trémula y medio asfixiada.
¿Otra más? – reí-. Vamos a tener para una buena colección. Estás
en Serrano, ¿No?
¡Ajá! -confirmó ella con la voz rota.
Si mal no recuerdo, ibas a la famosa entrevista de trabajo…rememoré. “El mejor despacho de Madrid, pa mí, pa mí”, había
canturreado ella la noche anterior.
¡Ajá!- se repitió.
¿Y qué tal? ¿Te han confiado las llaves de la caja fuerte?
Sin coñas, Caye, que estoy fatal. Tengo que verte y rápido.
Eso es que no- suspiré hondo-. Pues busca el “Gran Café” en el
número 45. Ve pidiendo un tentempié y espérame allí.
Caye, que el “Gran Café” es infinitamente caro para mis
posibilidades- advirtió con bastante mala uva.
Ya estamos con las trabas mentales. Primero me aprieta con la urgencia
y luego echa el ABS. Me irrité. ¿Quién en mi lugar no se hubiese
irritado?
-
-
¿Qué más te da? La cuenta la voy a pagar yo, no seas cenizas.
Para mí, un ibérico de chapata recién horneada y un capuchino.
Tú, pide lo que te apetezca sin miserias, que voy para allá.
Caye, que los ibéricos se disparan de precio…
¿Cómo quieres que te diga que estoy dentro del taxi y a dos pasos
de Serrano? Mira que no me has cabreado todavía porque acabo
de salir de un masaje con piedras volcánicas y el efecto me dura
dos horas, que si no….
-
Vale, vale- concedió apreciando mi generosidad-. Te espero y voy
pidiendo.
Lejos estaba de imaginar, que no se trataba de un berrinche-bajón
pasajero, que la pobre era, en esos momentos, un pez fuera del mar, un
globo desinflado, arrinconado en una verbena. Ese tipo de cosas que
sólo le pasan a ella.
Mi amiga se acomodó en los sillones del exquisito lugar, en un afán por
relajarse mientras esperaba, admirando las artesanías del techo
barroco. No pocos comensales, la observaron con disimulado reparo.
Ella usó el rabillo del ojo para devolverles el interés. Ella, tan colorida.
Ellos, tan formales, tan uniformados y tan grises como el traje de
trabajo de los londinenses. Todos fabricados en serie como los
componentes de un automóvil alemán. Tan sin imaginación y tan sin
brillo, como las baldosas del suelo de su apartamento.
-
Y luego la rara soy yo-debió de pensar.
Su derramado estado de ánimo estaba bien justificado: el fantasma
terrible del desempleo. El trajín desgastador de las entrevistas de
trabajo, luchando por poner buena cara y parecer lo que una no es. El
caso es que luego de perder el trabajo, mi Marina había mutado de
señorita prudente de oficina elegante, a medio hippy de Fuencarral.
Tenía la cuenta en números rojos y necesitaba encontrar jefe cuanto
antes, pero había probado las mieles de la libertad y ahora su otro yo
recién nacido, se rebelaba y protestaba. Quería volar. A ver qué hacía
ella para convencerlo de que tenían que comer y pagar la luz y la
hipoteca y la factura del móvil. De haber sabido que estaba tan decaída,
no la hubiese llamado de segundas. Sonó la musiquita y la sacó de sus
ensoñaciones.
-
-
-
-
Nena, lo siento pero no voy a poder desayunar contigo- le solté en
plan bomba.
¿Cómo dices?- echó un vistazo angustiado a las dos chapatas con
el lomo embuchado saliendo por los perfiles y a los cremosos
capuchinos.
Me acaban de llamar de la embajada sueca. Quieren que esté allí
en menos de veinte minutos. No sé lo que pasa, no han querido
darme más información por teléfono y estoy que me pasmo de la
curiosidad- el relax del masaje se había esfumado y ya me percibió
agitada al otro lado del inexistente hilo.
Pero la comanda… -protestó Marina como una niña pequeña- Los
desayunos están encima de la mesa…
Supongo que no puedes dejarlos apuntados a mi nombre, soy
clienta y doy propinas, pero no hasta ese punto. Perdona el
marrón, pero comprenderás que no me queda otra que ir a ver qué
ocurre y por qué estos vikingos reclaman mi presencia con tanta
premura.
¿No podría ser un error?- sugirió esperanzada.
-
Podría, pero no lo sabré si no voy. No consigo recordar ningún
vínculo con Suecia… Ni siquiera lo identifico como lugar de
vacaciones… ¿A ti te suena que te haya dicho alguna vez…? ¿Un
masajista? Puede, los suecos tienen manos de ángel… Te llamo
cuando acabe y oye, de nuevo disculpa por el plantón.
Marina notó que se le retorcían los intestinos ¿Qué podía hacer?
¿Cortarse las venas con el cuchillo de untar paté?
-
Nada, mujer. Espero que sean buenas noticias después de tododeseó con aire ausente. Pero yo hacía rato que había
desconectado.
Se quedó pasmada mirando el desayuno y la maldita nota de la cuenta
que el camarero, sibilino, había introducido por debajo de un platito
con servilletas de hilo. Supo que aquel atrevimiento le costaría el
presupuesto de todos los desayunos, de ahí a final de mes. Y estábamos
a día quince. ¿Alguien da más?
Al entrar presurosa en el edificio de la embajada no pude evitar fijarme
en los enormes jarrones anticuados sobre las mesitas, repletos de flores
frescas. Conocía bien el estilo decorativo de los nórdicos en general y de
los suecos en particular y ¿para qué engañarnos? Son bastante
horteras. Yo a estas alturas ya me he acostumbrado al toque chic de los
parisinos o al ambiente loft neoyorkino y no soporto otra visión
alrededor. ¡Por Dios, cómo me horrorizan esas cortinas llenas de
floripondios espantosos y volantitos por todas partes! Eso, por no citar
los tapetes de crochet con los que se empeñan en cubrir los brazos de
los sillones.
Me recuerdan la casa nuestra del pueblo. Bueno, la mía no, yo nunca
tuve casa en el pueblo. La de mis padres, que compartíamos con mis
abuelos maternos, circunstancia que mi padre nunca pudo superar. El
pobre hombre no fue capaz de adquirir una vivienda propia donde alojar
a su familia y trasmutó como pudo la humillación que representaba
vivir de prestado en casa de los suegros. Y menudo era mi abuelo,
siempre con el bastón en la mano, el grito a punto y el labio de abajo
revuelto. Mi madre, mi padre y nosotras cinco (cinco hijas, ya le vale a
mi padre, ya le vale...) andábamos como norma al borde de la congoja,
con el viejo protestando por cualquier vocecita fuera de lugar. “¡Abuelo,
que son crías!” solía defendernos mi madre como una jabata. Pero él la
mandaba de vuelta a la cocina a seguir pelando patatas, que por lo visto
era para lo único que servimos las mujeres, en su augusta opinión.
Y cargar con la pena de compartir casa con un pelele calzonazos como
único representante del género masculino, lo ponía al límite de lo
aguantable. Total, siempre de un pésimo, malo, malísimo humor, que
mi abuela, la muy santa, sufría en silencio, como el anuncio de las
hemorroides.
Por lo menos olía fenomenalmente bien. Eso iba a salvarlos de mis
críticas feroces, me dije. Después de arruinarme el desayuno y la sesión
de chismorreo con la descerebrada de Marina, ya podía ser interesante
lo que tuvieran que decirme y no sé por qué, pero tenía la débil
corazonada de que se trataba de una equivocación: un baile de nombres
o de apellidos que les había conducido a mi número de móvil,
requiriendo mi presencia urgente, justo aquel maldito día que cediendo
a las presiones de mi monitor de Pilates, había cambiado la clase de las
seis de la tarde por las nueve de la mañana. ¡Yo, que nunca dejaba la
cama antes de las once! Total, que sumando una cosa con otra y el
hecho de no haber desayunado aún, me tenían hecha un trapo. Jolines,
siempre había querido ser rica para no tener que madrugar y ahora que
lo era, me dejaba manipular por un mozalbete macizorro y guaperas
para ejercitarme a primera hora del día, quebrando mi regla más
sagrada. Decidí en ese mismo instante, que ya que era yo la que
pagaba, Cayetana de Ojeda en persona, decidiría a qué hora era
saludable practicar los puñeteros estiramientos que me dejaban para el
arrastre.
Envié al taxista de vuelta al “Gran Café” movida por los remordimientos
(no era cuestión de dejar a Marina con el pufo de la cuenta, pobretica)
con cincuenta eurazos para el camarero de turno y otros cincuenta para
su uso personal y que no cediera a las tentaciones.
En estas estaba, cuando un escandinavo típico de postal, alto, potente y
rubio, me salió al encuentro y me sonrió de modo irresistible,
mostrando una hilera de dientes perfectísimos, que me robaron de un
soplo el mal genio.
- Señorita Cayetana de Ojeda- indicó en perfecto español, para mi
sorpresa, sin acento.
- La misma que viste y calza- respondí arrepintiéndome al segundo. No
había sido elegante, para nada. Pronto se me había escapado la venilla
chabacana-. Me han avisado de sus dependencias- agregué estirándome
con petulancia para compensar la metedura de pata-. Espero que sea
importante, ya que he tenido que cancelar varios apuntes de mi agenda
para hoy.
Deseé haber sonado lo suficientemente autoritaria y sobrada de mí
misma, como para que el empleado de la embajada me devolviese el
respeto y no me tomara por boba.
- El jefe del servicio la atenderá enseguida. Lamentamos enormemente
haberla avisado con tan poco tiempo- volvió a deslumbrarme con
aquellos dientes. ¿Dónde demonios se los habrían blanqueado?-, sólo
buscábamos efectividad. El aviso para usted llegó ayer a última hora y
contactarla, ha sido una de las primeras gestiones de esta mañana.
- Bueno, no hace falta atosigar a las personas, estamos en España- el
nórdico me miró sin comprender. ¿Acaso acababa yo de decir que en
España no somos efectivos? Tosí con suavidad deseando que una goma
invisible borrase mis últimas palabras-. Me gustaría que me ofreciese
un café.
- Por descontado- me mostró un asiento mullido con un gesto y se retiró
de inmediato, presto a cumplir mi deseo. Aquello me hizo sentir mucho
mejor. Otra vez, más señora.
Mas cuando lo vi aparecer de nuevo, recortado en el umbral de la
puerta, no traía nada en la mano y recuperé el mal humor de golpe. Lo
mantuve vivo y en ebullición hasta que se ofreció a acompañarme y me
explicó amablemente.
- Ya la están esperando y su café está listo. Se lo haré llevar a la oficina
del jefe del servicio.
Mantuve la boca cerrada para no decir ninguna inconveniencia de las
mías. Me hubiese encantado que aquel vikingo tremendo me invitase a
cenar y me enloqueciera con el brillo irresistible de sus ojazos azules.
Para ello, me toqué coqueta la melena pero enseguida recordé (¡Oh,
espanto!) que la visita a la peluquería, la tenía prevista para después del
encuentro con Marina, de modo que por ahora, mis pelos campaban a
sus anchas, después de una sudorosa y horripilante clase de Pilates y
un masaje con pedruscos empapados en aceite.
Hice lo imposible por disimular mi falta de confianza, cuando atravesé
la entrada del enorme despacho lleno de luz. Allá que se me fueron los
ojos directos a las cortinas, que por cierto eran de terciopelo verde,
anticuadas sí, pero al menos no dañaban la vista.
El tan traído y llevado jefe del servicio, causo en mí una impresión
parecida a la de su asistente: inmejorable. Me pregunté qué comían
esos vikingos, que estaban tan lozanos, tan altos, esbeltos y apetecibles,
pese a su gusto decorativo imperdonable. El hombre tendría unos veinte
años más que el chico del café, pero me lo hubiese llevado a la cama de
todas formas. Su mandíbula viril y cuadrada y su pelo brillante y cano,
auguraban dotes de buen amante, masculino y protector, como a mí me
gustan. Vaya, lo que nunca hubiese conocido en el pueblo... ¡Qué bien
hice viniéndome a vivir a Madrid! ¡Pobres mi madre y mis cuatro
hermanas catetas! Ignorantes e infelices, resignadas a una existencia
mediocre... ¿Qué digo mediocre? Vegetar era lo que se hacía en aquel
culo del mundo del que yo me había escapado de puro milagro.
-
La señora Cayetana García- supuso el escandinavo alargándome
una mano sin callos, suave y sedosa como recién manicurada.
Sentí una bofetada en pleno rostro al oír aquello. El más vulgar de los
apellidos era el que había tenido que tocarme a mí en suerte y ni
siquiera el exotismo del acento sueco, lo hacía sonar menos ordinario.
Antes de cazar marido, decidí renunciar a mi verdadero yo, con tal de
no recordar los orígenes. Después del divorcio, me quedé por el morro,
con el apellido del gilipuertas de mi esposo.
-
Cayetana de Ojeda- le corregí secamente. Él sin embargo, me
-
-
sonrió al recuperar la mano extendida que yo había rechazado.
Disculpe, en el expediente consta García como apellido de solteraregresó a su escritorio y se dispuso a sentarse, señalándome un
confidente de brocado, con elegante cortesía. Me mantuve de pie
todavía.
Es mi nombre real- repetí obstinada.
Tengo entendido que está usted divorciada- consultó un papel-,
desde el año dos mil, si no me equivoco.
Aquella removida de recuerdos, acrecentó mi mala leche. A ver si
después de tantos años, el imbécil de Jacobo de Ojeda iba a venir
reclamando las cuberterías de plata que me llevé escondidas en las
alfombras. Pero claro, los suecos eran en todo caso, los que no
encajaban. Que yo recordase, los cubiertos los compramos en Roma.
-
¿Sería tan amable de explicarme de qué va esto?- espeté pensando
seriamente en largarme y dejarlo con dos palmos de narices.
Por supuesto que sí, para eso la hemos hecho venir- volvió a
sonreír y levantó una mano- ¡Ah, veo que llega su café! Haga el
favor de tomar asiento, señora.
Claudiqué a sus deseos, cuando el olorcillo del expreso recién hecho me
alcanzó la nariz. Estaba desfallecida y el asistente seguía tan guapo
como un rato antes. Dejó conciliador la taza sobre la mesita y me
molestó sobremanera que se ausentase, aunque no me pasó
desapercibida la miradita con la que se despidió de mí.
-
-
Hemos recibido un requerimiento notarial desde Estocolmocomenzó la información mientras yo sorbía el café hirviente
tratando de no hacer ruido. Vaya roñas, ni una galletita-, a su
nombre. Es decir, a nombre de Cayetana García si esa persona es
usted- me miró malicioso. Yo me puse tensa. Vaya si era retorcido
el sueco de los cojones.
Sí, era yo- recalqué el pasado aunque me temo que se lo pasó por
el forro de la americana-. De soltera.
Bien, me alegro- sonrió cínico-, continuemos. El notario nos
comunica el fallecimiento de Gunnar Lundberg. ¿Lo conoce?
Negué con la cabeza. De nuevo la teoría del error empezaba a cobrar
forma. Al fin y al cabo García era por desgracia tan común… que bien
podía ser otra Cayetana la que ellos buscaban. Y yo allí, perdiendo
miserablemente el tiempo.
-
-
Espero que lo que tengo que comunicarle no la altere- me envaré
en la silla muerta de curiosidad-. Es algo delicado- escogió la
palabra con cautela
Suéltelo ya- martilleé.
El sueco se aclaró la garganta y prosiguió.
-
-
-
-
Bien, según nos indican, el señor Lundberg era… su padre, señora
García.
De Ojeda- corregí sin reacción visible.
¿Ha entendido lo que le he dicho?- se asombró el funcionario. Dejó
los papeles sobre la mesa y me clavó los ojos.
Le ruego que respete mis deseos personales en cuanto a mi
nombre. Para mí es importante-lo instruí con la serenidad de una
reina.
No se preocupe, no lo olvidaré. Pero este ciudadano sueco, dice ser
su padre- tenía la perplejidad pintada en la cara. No cedí a sus
chantajes emocionales.
Sí, eso parece que dice- acepté inexpresiva. Por dentro, la cabeza
empezó a darme vueltas. La noticia, de ser cierta, era una bomba
de hidrógeno: siempre sería más glamuroso ser hija de un sueco,
que de un agricultor de Benamocarra.
¿Y tenía alguna sospecha de que esto pudiera ser así? Disculpe,
no tiene por qué darme explicaciones, pero….
Continúe- lo apremié.
La incluye en su testamento, desde luego- puntualizó.
¿Testamento? ¿Testamento? ¿He oído bien? Eso suele significar
dinerillo en el noventa por ciento de los casos. El estómago me dio un
vuelco de alegría. No podía ser más afortunada. Es cierto eso de que el
dinero llama al dinero. Toda mi juventud canina y ahora que a la
madurez me sobraba la pasta, me llegaba más. Y del brazo, un apellido
mucho más fardón que el de Ojeda. Sí, sí, sí.
-
¿Es mucho? Lo que me deja… ese señor-susurré queriendo sonar
desinteresada.
Su padre. No me consta. Esto es un simple llamamiento para que
se presente en el despacho del notario, en la dirección que le
facilitaré, en Estocolmo. Allí la informarán a placer.
Meneé la cabeza aún confusa. Jodida pero contenta. Yo no sé qué clase
de reacción esperaba el funcionario de la embajada de mí, porque no me
quitaba el ojo de encima. Ellos tienen fama de fríos y una no disfruta
del derecho a quedarse helada.
Me alargó un sobre timbrado que parecía recién llegado del siglo
pasado. Me apresuré a tomarlo.
-
-
Nos quedaremos con una copia para el expediente, si no le
molesta. Es la rutina- le resté importancia con la mano, mirando
el sobre sin aliento.
¿Cómo dice que se llamaba?- balbuceé.
Gunnar Lundberg.
Bonito apellido- sonreí tontamente-. Me marcho ya.
Cuando me puse en pie dispuesta a abandonar las oficinas, no me
retuvieron con ninguna otra excusa. Me estrechó la mano, esta vez sí se
la acepté y me acompañó a la puerta. El macizo había desaparecido y
en su lugar una señorita sosa y rubia de unos treinta, me hizo los
honores hasta el ascensor interior. Lástima, porque pensaba haberle
dado mi tarjeta con el teléfono y proponerle una cita. Yo soy así de
directa. No pasé de pobre a rica por casualidad.
Saqué mi móvil y marqué el número de mi agencia de viajes.
-
Maricarmen, soy Cayetana de Ojeda. ¿Qué tal? Muy bien, gracias.
Tienes que organizarme un viaje a Estocolmo. Vuelo y alojamiento.
Creo que para un par de días, no lo sé. Bueno, vale, dispón para
tres y si acabo antes me quedo de compras- la tontadelbote
aquella empezó su bien conocida retahíla de datos, horarios,
preferencias y demás. Siempre lo mismo. Y yo más perdida que el
oro de Moscú-. Mira, va a ser para la semana próxima. Para
mañana, me sacas billete a Málaga y de ahí un taxi que me recoja
en el aeropuerto y me lleve a Benamocarra. ¿Qué va a ser? Un
pueblo de la provincia, mujer, ya puedes buscarlo en el Google
Earth. He oído decir que no muy lejos del pueblo hay un hotel-spa
de cinco estrellas. No puedo creerlo, pero confirma la categoría y si
es verdad, me reservas una habitación. La más grande. Sí, sí, ya
tienes copia de todo, el pasaporte. Y cámbiame seis mil euros en
coronas suecas. Mándamelo todo por mensajero. Adiós, adiós,
Maricarmen, igualmente.
Por cierto, que pensé en quedar con Marina, que se desahogase y de
camino contarle lo mío, pero me olvidé. Con la cabeza en otra parte, ya
se sabe.
Iban a oírme en el pueblo.
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