Celebración eucarística Dubrovnik – 19 de octubre de 2015

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Celebración eucarística
Dubrovnik – 19 de octubre de 2015
Homilía
Queridos hermanos, ¡El Señor os dé su paz! “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente” (Lc 12,18-­‐‑19). Tal vez nadie se ha dado cuenta de que el hombre de la parábola está completamente solo. No hay nadie a su alrededor, nadie con quien pudiera compartir sus pensamientos, sus dificultades, sus esperanzas y sus sueños. Ni siquiera hay alguno con quien compartir la riqueza material que ha acumulado a través del tiempo, ninguno al que pueda llenar de afecto y bondad. “Y entonces me diré a mi mismo…”. ¡En la era de los selfie este hombre es un verdadero campeón! ¿Cuál es el mensaje de esta parábola? ¿Qué valores nos quiere ofrecer a nosotros, discípulos del Señor resucitado? ¿Qué nos quiere decir a nosotros, Hermanos Menores, reunidos aquí para el encuentro de las Conferencias Europeas, de la UFME? ¿Qué desafíos nos pone ante nosotros y ante los hermanos de estas regiones de Europa y a toda la Fraternidad universal? Durante el Capítulo general hemos centrado nuestra atención sobre las diversas formas de crisis que como Fraternidad evangélica universal estamos atravesando. Le hemos dedicado mucho tiempo y energía a analizar la crisis económica de la Curia general, de la disminución, del envejecimiento y de los abandonos de la Orden. Entre todas estas formas de crisis examinadas han surgido tres muy precisas y profundas, que se revelan como verdaderas amenazas para nuestra identidad espiritual, fraterna y misionera. La primera es la crisis de identidad, que surge de la parábola del rico terrateniente. Si el único punto de referencia en las áreas de nuestra vida que verdaderamente importa somos nosotros mismos, nuestros propios proyectos personales y el desarrollo de estrategias para lograr estos proyectos individuales, entonces vamos a ser franciscanos que unicamente hablan de sí mismos. Nos agarraremos del brazo del rico terrateniente, quien, en su acto egoísta de convertirse en un campión del selfie, empuja a Dios hacia la orilla y se pone en el centro. Podemos traducir la crisis de identidad en una crisis de fe. El hombre descrito en la parábola no cree que Dios es el centro de su vida; no cree que Dios está detrás de la abundancia de sus cosechas y de todos los bienes que acumula; ya no cree en Dios, el único al que van todas las alabanza, elogios y agradecimientos. En el corazón de este hombre hay un silencio ensordecedor: el silencio que fluye de una vida sin espíritu de gratitud, sin humildad y sin amor. Segundo: cuando nos poneos en el centro de nuestra vida y nuestro trabajo, participamos de manera efectiva en la fabricación de ídolos, ante los cuales hay que postrarse en adoración, y para los cuales necesitamos construir graneros más grandes, en donde podamos custodiarlos. En la era del Internet, de la gratificación instantánea y del individualismo desenfrenado hay esta amenaza cada vez mayor: construir, por parte de nuestras Provincias y Custodias, graneros virtuales o de otro tipo en los cuales retirarse mentalmente, psicológicamente y afectivamente. En consecuencia, existe el peligro de sacrificar la preciosidad de la vida con y para los hermanos y los demás, sustituyéndola con una vida de soledad. Como surgió durante el Capítulo general, los hermanos que se dejan seducir por estas falsas promesas e ilusiones terminan por “divorciarse” de toda relación humana, al igual que el hombre de la parábola. 1 El Papa Francisco nos recuerda, a este respecto: «Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien». (Evangelii gaudium, par. 2). ¿Cuántos de nuestros hermanos ya están viviendo una vida en la que no se oye la voz de Dios, ya no se disfruta la duce alegría de su amor, no palpita el entusiasmo de hacer el bien? ¿Cuántos de nuestros hermanos ya se han divorciado emocionalmente, psicológicamente, espiritualmente y efectivamente de los hermanos de la propia fraternidad, de la Provincia y de la Orden? Y, peor aún, ¿somos capaces de diagnosticar estos síntomas que conducen a la muerte y adoptar medidas concretas para hacerles frente? El tercer tipo de crisis es la distancia creciente entre nosotros los Hermanos Menores y la vida de nuestros hermanos y hermanas que se encuentran en condiciones de pobreza material, social y de cualquier otro tipo. Nuestros “graneros”, el estilo de vida y las estructuras mentales que construimos para protegernos de las amenazas externas reflejan el falso sentido de seguridad detrás del cual tratamos de ocultarnos. «Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente» (Lc 12,19). Y, de esta manera, poco a poco perdemos la capacidad de vivir la auténtica conversión. Perdemos la capacidad de crecer en la compasión, de entrar en el dolor y la desesperación, en las alegrías y en las esperanzas de quienes nos rodean, especialmente de los que están más necesitados de amor y de reconocimiento. Sin darnos cuenta, que al final elegimos el camino que conduce a la muerte y no a la vida. Buscamos consuelo en el sentido de auto-­‐‑scrificio; buscamos protección frente a los riesgos que hay que correr por el bien del Reino de Dios y de su pueblo. A esto, Jesús responde: «¡Necio! Esta misma noche te van a reclamar el alma y, ¿de quién será lo que has preparado? Así es el que atesora para sí, y no es rico ante Dios» (Lc 12,20-­‐‑21). Queridos hermanos, estamos llamados a ser misioneros de la misericordia y portadores de la alegría del Evangelio. Estamos llamados a vivir y compartir con todos el don del encuentro, personalmente y como hermanos, el Dios de amor y de misericordia, «que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»(EG 7). Si ponemos a Dios en el centro, descubriremos que podemos llegar a ser plenamente humanos y vivos. Dios, por tanto, «nos puede llevar más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero»(EG 8). Cuando eso sucede, descubrimos la renovada capacidad de perdonarnos mutuamente, nos encontramos con la disponibilidad de trabajar juntos por el Reino de Dios, reavivando el deseo de ir a las periferias del mundo, en humildad y sencillez, de manera de poder descubrir lo que le es más querido a Dios, lo que da vida y lo que infunde valor y esperanza. 2 
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