“Cuando un hombre denomina a otro su enemigo, su rival, su antagonista, su adversario, se entiende que habla el lenguaje del egoísmo y que expresa sentimientos que le son peculiares y que surgen de su propia situación y de circunstancias particulares. Pero cuando otorga a cualquier hombre los epítetos de vicioso, odioso o depravado, habla entonces otro lenguaje, y expresa sentimientos con los que espera que todo su auditorio estará de acuerdo. Por lo tanto, aquí debe apartarse de su situación privada y particular, y debe escoger un punto de vista que sea común a él y a los demás. Debe mover algún principio universal de la constitución humana y pulsar una cuerda en la que toda la humanidad esté de acuerdo y en armonía. Si, por tanto, quiere decir que este hombre posee cualidades cuya tendencia es perniciosa para la sociedad, ha escogido este punto de vista común, y ha tocado el principio de humanidad en el que todos los hombres concurren en cierto grado.” D. HUME, Investigación sobre los principios de la moral, Sección IX, 1. 1. Con respecto al texto: sitúa al autor en su momento histórico, señala el tema o el problema del texto, indica las ideas principales, muestra las relaciones entre ellas y explícalas. (2,5) En cuanto al momento histórico del autor, habría que señalar que la vida de Hume se desarrolla en pleno s. XVIII (1711-76), el llamado "siglo de las luces". Inglaterra en esta época vive una situación sociopolítica peculiar desde la “Gloriosa Revolución” de 1688, pues mientras que en el continente prevalece el absolutismo, en Inglaterra esa revolución instauró la primera monarquía parlamentaria, y logró el reconocimiento de derechos individuales, intervención del pueblo en la legislación, abolición de los monopolios del Estado, etc. La clase más beneficiada fue la burguesía (comercial, terrateniente e industrial), a la que pertenecía Hume, así como la Iglesia anglicana. Inglaterra se convirtió en este siglo, además, en la primera potencia comercial y capitalista; y su sistema político parlamentario -basado ya en la doctrina del "contrato social" y no en la monarquía de derecho divino- era el modelo a imitar. El tema del texto es la existencia de un principio universal en nuestros juicios morales, que consistiría en el reconocimiento de la maldad de aquellos actos que perjudican a la sociedad. Hume afirma aquí que cualquiera es capaz de reconocer lo injusto si es capaz de salir de su conveniencia privada y situarse en el punto de vista colectivo. En cuanto a las ideas, el autor señala que los juicios morales pueden expresarse atendiendo exclusivamente al interés particular y a las circunstancias de quien los hace (“el lenguaje del egoísmo”), de manera que todo enemigo queda definido así sólo en referencia a uno mismo; o también pueden emitirse desde un punto de vista moral común a toda la Humanidad, consistente en valorar como bueno aquello que beneficia a la sociedad en general, y que para Hume no es tan difícilmente identificable. De esta segunda manera solidaria de hablar, se emitirían juicios compartibles con todo aquel que dé ese paso hacia la empatía con sus conciudadanos y busque con ellos el bienestar general. Propiamente hablando, el lenguaje moral es esta segunda manera de juzgar, la que nos coloca en el punto de vista común, y deja atrás el interés individual. El lenguaje moral sabe diferenciar lo que conviene a cada uno de lo que es justo para todos, y en eso estriba la coincidencia moral de la Humanidad, que es posible porque todos somos capaces de esa salida de lo individual, si queremos hacerla. Ese consenso podría hacerse, decía Hume, porque todas las personas compartimos la misma naturaleza humana, de manera que lo que resulta socialmente beneficioso es fácilmente identificable por todos si apelamos a lo común en nuestra naturaleza. Cada uno de nosotros, afirma, se siente bien si ve que sus semejantes están bien, y a la inversa. Esta es la benevolencia, o empatía, la principal virtud de la ética humeana. Se denomina ética emotivista a este planteamiento, para el cual el motor de las acciones morales y de sus juicios no es la razón sino las emociones, de tal manera que cuando emitimos un juicio de condena moral no estamos hablando de ninguna realidad en sí, sino de nuestros propios sentimientos a la hora de contemplar el acto reprobado. En los juicios morales (“Esto es bueno, o malo”) hablamos realmente de nosotros mismos (“Esto me parece bien, o mal”), porque estamos formulando los sentimientos que se suceden en nosotros al ver ese acto (“Esto me repugna, o esto me causa admiración”, habría que decir realmente). Habría, por tanto, que evitar la falacia naturalista que consistiría en atribuir a la realidad en sí, a los hechos, nuestras propias emociones, y ser conscientes del carácter emotivo de la moral. Lejos de conducir ese emotivismo moral a alguna forma de relativismo, en este texto se señala el aglutinante de las emociones, que sería la común naturaleza humana, para la cual básicamente las mismas cosas causan agrado o desagrado, y son juzgadas como beneficiosas socialmente o no. Con este planteamiento, Hume rompe con una larga tradición que, desde Sócrates, señalaba a la Razón como la directora de la moral, que descubriría, si se usaba bien, la Bondad y Justicia en los hechos, o estos mismos valores en sí. Muy al contrario, cuando juzgamos estamos hablando de nosotros mismos, y si nos fijamos en nuestras emociones desde un punto de vista común, y no egoísta, como dice el texto, se producirá la empatía social, a la cual repugnan o agradan básicamente las mismas cosas. En la moralidad, la razón es una mera esclava de las pasiones, y sirve para explicarlas y comunicarlas, nunca para crearlas. Además de con el racionalismo en la moral, Hume también rompe con cualquier referencia a Dios en estos temas, y trata de comprender el hecho moral desde un punto de vista común a todos los seres humanos, basado en la misma naturaleza humana: apreciamos como bueno lo que beneficia a quienes pertenecen a nuestra especie, y sentimos como malo lo que les perjudica.