El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo 6 de junio de 2010 Gn 14, 18-20. El sacerdote del Dios Altísimo sacó pan y vino y bendijo a Abrán. Sal 109. Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec. 1Co 11, 23-26. Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva. Lc 9, 11b-17. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos. Comieron todos… y sobró En nuestro mundo globalizado, los problemas reales adquieren tal magnitud que se tiene la impresión de no poder hacer nada para solucionarlos. Ello sucede precisamente cuando somos testigos del sufrimiento de muchas personas que padecen los efectos directos de una crisis económica que tiene su origen en otra crisis aún más fuerte como es la ausencia de auténticos valores humanos y espirituales. A todo ello hay que añadir la falta de reconocimiento de los derechos humanos más elementales, entre los que hay que incluir algo tan básico como es disponer del alimento necesario para vivir, junto a otros recursos imprescindibles, resultado de unas auténticas relaciones de justicia y solidaridad a favor de la convivencia humana. La celebración del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo vivida en el misterio de la Eucaristía, nuestro alimento por excelencia, nos hace fijar la mirada sobre esta realidad de desigualdad y sufrimiento de la misma manera como el Señor se fijó en aquella multitud hambrienta que le seguía. Una mirada, sobretodo, de amor. Contemplándole a Él y desde Él, la observación del contexto humano y social que nos envuelve no nos deja pasivos ni indiferentes, sino todo lo contrario, vemos a quienes son su representación, su imagen más viva a la que hay que acoger y atender. «El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial. También la Iglesia, en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 20). Descubrir la dimensión social de la Eucaristía como sacramento del Amor nos lleva a entender mejor su exigencia, e incluso ir más allá de ella. Dice Benedicto XVI que «en el culto mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros. Una Eucaristía que no compromete un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma. Viceversa, el mandamiento del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser mandado porque antes es dado» (íbid. 14). Esta donación nos viene hoy anunciada y explicada a través de la Palabra de Dios. San Pablo, en su carta a la comunidad de Corinto, expone «la tradición que procede del Señor» (2ª lectura), cuyo contenido es el anuncio de su presencia real en medio de ellos. Comer el pan y beber del cáliz se hace proclamación de la entrega que ha hecho Jesús de su vida por amor a todos y, a la vez, alimento que es fortaleza para el cristiano. Nosotros, fieles a esta «tradición viva que viene del Señor Jesús» repetimos su mismo gesto en la Eucaristía y nos sentimos llamados mediante ella a perpetuar su memoria. Parece probable que la primera comunidad cristiana viviera la experiencia de una comida fraterna unida a la celebración de la Eucaristía, lo cual les ayudaba a descubrir la unidad entre compartir la mesa del Señor y la mesa de la fraternidad entre ellos. Pablo quiere dejarles muy claro que una cosa implica la otra y que la comida entre hermanos debía estar íntimamente relacionada con la celebración de la Eucaristía. Cuando no hay gestos de comunión ni ayuda fraterna, cuando unos se aprovechan de los otros y los que más tienen se siguen enriqueciendo a costa de los pobres, les dirá: «cuando os reunís en común, eso ya no es comer la Cena del Señor» (1Co 11, 20). Incluso llega a decirles « ¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen? » (1Co 11, 22). Esta denuncia es una fuerte llamada a la autenticidad cristiana y a la coherencia entre la celebración y la vida, entre el culto eucarístico y el testimonio de fraternidad. La Eucaristía es, pues, la máxima expresión del reconocimiento de la presencia real del Señor resucitado, es signo y anticipación de la vida plena en Dios y el exponente de mayor transparencia de la comunión eclesial, de la que nadie se sienta excluido. Fijándonos en la multiplicación de los panes y los peces, resulta significativo el comentario final del Evangelio: «Comieron todos y se saciaron, y recogieron las sobras: doce cestos» (Evangelio). Este resultado no es sólo un gesto de desprendimiento al entregar lo que tenían («no tenemos más que cinco panes y dos peces»), sino la fuerza del amor misericordioso de Dios manifestado en Jesús, quien accede a la petición de los Doce, a la vez que les encarga la responsabilidad del reparto e implicándolos en una nueva actitud de servicio. Jesús hace el milagro, pero nos quiere cooperantes con su acción transformadora. Tenemos ahí una llamada de su parte hacia nuestro quehacer cotidiano y al mismo tiempo hacia una dimensión más global de nuestro compromiso solidario. No podemos eludir esta responsabilidad colectiva. De cara a nuestro compromiso social, fruto de la Eucaristía, puede ayudarnos mucho la reflexión de Benedicto XVI, cuando en su encíclica Caritas in veritate dice que «en muchos países pobres persiste, y amenaza con acentuarse, la extrema inseguridad de vida a causa de la falta de alimentación […] El hambre no depende tanto de la escasez material, cuanto de la insuficiencia de recursos sociales, el más importante de los cuales es de tipo institucional. Es decir, falta un sistema de instituciones económicas capaces, tanto de asegurar que se tenga acceso al agua y a la comida de manera regular y adecuada desde el punto de vista nutricional, como de afrontar las exigencias relacionadas con las necesidades primarias y con las emergencias de crisis alimentarias reales, provocadas por causas naturales o por la irresponsabilidad política nacional e internacional. […] Por tanto, es necesario que madure una conciencia solidaria que considere la alimentación y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones. […] Apoyando a los países económicamente pobres mediante planes de financiación inspirados en la solidaridad, con el fin de que ellos mismos puedan satisfacer las necesidades de bienes de consumo y desarrollo de los propios ciudadanos, no sólo se puede producir un verdadero crecimiento económico, sino que se puede contribuir también a sostener la capacidad productiva de los países ricos, que corre peligro de quedar comprometida por la crisis» (Caritas in veritate, 27). En todo ello hay una llamada a la conversión. «La relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos recuerda que el pecado nunca es algo exclusivamente individual; siempre comporta también una herida para la comunión eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo» (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 20). Celebrando la festividad de Corpus Christi y unidos en oración con toda la Iglesia, pedimos al Señor que «la comunión de tu Cuerpo y Sangre, signo del banquete del reino, que gustamos en nuestra vida mortal, nos llene del gozo eterno de tu divinidad».