Táboa Redonda Domingo 26 de xuño de 2016 | Número 41 | Coordina: Santiago Jaureguizar 2 Katherine Graham 4 Karl Ove Nausgard 5 Antonio Costa 7 Nacho Mojón augas toldas Tras o Watergate, tras o escándalo de que o goberno de Nixon espiase o partido rival, as augas da política norteamericana baixaron toldas. Unha muller soubo vadealas liderando un xornal, The Washington Post. María Piñeiro repasa a vida da editora Katharine Graham. Javier Nogueira e Antonio Costa falan de escritores que conciben a literatura como extremo, como unha materia ao borde do mito; cuxa necesidade reclama Portorosa. Jaureguizar lamenta que o xornalismo xa non sexa quen de xerar mitos. Nacho Mojón conta, con humor e resignación, unha confesión que cambiou a súa vida. Táboa Redonda Domingo 26 de xuño de 2016 elpRogreso 2 por María Piñeiro La mujer que cambió un gobierno El abuelo de Katharine Graham ofreció a su padre 600 dólares como recompensa por no empezar a fumar antes de los 21 años. Este los invirtió en bolsa, los convirtió en 5.000 e hizo a sus hijos la misma oferta adaptada al coste de la vida:1.000 dólares. Ninguno aceptó. El dinero no resulta tan movilizador para los ya ricos como para los que todavía buscan su lugar en el mundo. La de Graham es la historia de una mujer que tenía clarísimo cuál era el suyo, pero acabó en otro. Y qué otro. n unca se me pasó por la cabeza que me viera como alguien para asumir un trabajo importante en el periódico», dice Graham en su autobiografía del momento en el que su padre decide colocar como editor a su marido de The Washington Post y no a ella. Estaba encantada con la elección. Tenía que ser alguien así, brillante como Phil Graham, que no tenía ninguna experiencia periodística, que debía aprender desde la cima cuántos escalones había y quienes los ocupaban, que sabía que era un reto pero no dudaba de que estaría a la altura del puesto. Alguien así, que era tan hábil e inteligente; alguien que era un hombre. No ella, desde luego. Que llevaba hablando del Post con su padre desde que lo compró, en quiebra, en una subasta. Que le escribía desde la universidad para criticar alguna de sus decisiones editoriales con genuina preocupación. Que había estudiado periodismo y que había empezado a ejercer cubriendo conflictos laborales en un medio que nada tenía que ver con su familia, una veinteañera pija y rica que supo hacer fuentes entre los sindicalistas más peleones de los muelles de San Francisco. Que era la única de los hijos de Eugene Meyer a la que interesó el periodismo desde el principio. Siempre resulta asombrosa la cantidad de refinada educación que muchas mujeres de antes recibían para usarla en privado, como complemento a la de su marido, concebida solo como esa pátina de saber estar imprescindible para la vida social, para acompañar, para dar la réplica en una conversación, para criar. Si se hacía otra cosa con ella solía verse como una veleidad, un entretenimiento. Ya casada, Graham tuvo varios trabajos así, de los que, por necesarios que pudieran ser, parecen tener como objetivo fundamental evitar el aburrimiento. Esta mujer impresionante nunca será ejemplo de que se puede tener todo porque nunca lo tuvo. Al menos, no todo a la vez. La razón de que hayamos llegado hasta aquí hablando de ella es lo que hizo sola, cuando su padre y su marido habían muerto y fue capaz de convertir un periódico mediano en la referencia internacional que es hoy. Pero el interés de la autobiografía de Graham —‘Una historia personal’, ahora reeditada por Libros del K.O.— no se concentra solo a partir de ese momento, sino que lo tiene muy bien repartido y cautiva desde el comienzo. No es la escritura, que es siempre de señorita bien, un punto distante, que no se enfanga ni en los momentos más duros. Es por la historia, por el drama y por la capacidad revisora de Graham, que se va recordando a si misma mientras narra lo que no vio en su momento, que lleva al sitio lo que solo supo más tarde, que se presenta doble: la que fue y la que acabó siendo. Hay mucho arrepentimiento en estas páginas. Y también superación. Con ella visitamos los primeros años felicísimos de su matrimonio, con sus hijos aún muy El Watergate contado por graham tiene una lectura inesperada: la de las miras reducidísimas del machismo pequeños y una vida sencilla; la trepidante hazaña de quedarse con un periódico pequeño y hacerlo crecer hasta ser un grupito de comunicación, la creciente influencia de su marido en calidad de editor con frenéticas jornadas a las que podía dedicarse sin miramientos porque el resto de la vida la solucionaba ella, el sutil menoscabo con el que la trataba y al que ella o quitaba importancia o ni veía porque se querían y, al fin, como una olla que se va calentando a fuego bajo durante todo el relato, el diagnóstico de enfermedad bipolar del esposo. Graham cuidó a su marido sin descanso y un poco a ciegas, aconsejada por un psiquiatra que no creía en la medicación, solo en la reflexión y en la voluntad. Hizo también eso, tan cansado y tan inútil, de intentar esconder lo que pasaba, como si sirviera de algo. Al final todo se desparramó de una forma dolorosa: en una de las fases maníacas de la enfermedad Phil Graham la abandonó por una mujer más joven con la que llevaba un tiempo de relación, una periodista de Newsweek, revista que para entonces le pertenecía. Y, además, intentó quitarle su parte de The Washington Post. Antes de que la amenaza se materializase, ya en fase depresiva, quiso volver a casa y, al poco de hacerlo, se suicidó. Era 1963 y, con 46 años, una Katharine Graham destrozada empezaba una nueva vida. La mujer que llegaba al cargo de editora —la propietaria, la responsable última de todo, la muralla que debía contener todas las presiones sin proyectarlas en la redacción— era una persona culta y preparada a la que las servidumbres familiares y sus desprecios cariñosos habían convencido de que no lo estaba. El suyo era un grupo de comunicación de tamaño medio en una ciudad competitiva y en un país en el que para tener influencia de verdad hay que tener muchos, pero muchos, lectores de sitios alejadísimos entre si. Y además no era un hombre. La cantidad de veces que repite, de una u otra forma, que no sabía nada deja patente el bru- tal aprendizaje de sus primeros años. Cómo tuvo que ser para que fuese esa la misma mujer a la que llamaron a una fiesta ocho años después para que decidiese si se publicaban o no los Papeles del Pentágono —una serie de secretos del Gobierno con respecto a la guerra de Vietnam cuya publicación por parte de The New York Times ya había merecido una suspensión judicial— y dijera que sí, que adelante. Las amenazas posteriores y el desprecio ya combativo de Nixon y los suyos la prepararon para lo que había de venir. Si se quiere saber cómo un robo en la sede del partido Demócrata derivó dos años después en la dimisión del presidente de Estados Unidos se pueden leer libros como ‘Todos los hombres del presidente’ de Woodward y Bernstein o incluso la autobiografía de Ben Bradlee ‘La vida de un periodista’, pero para conocer qué es apostar por una historia y aguantar mientras se tira de un hilito que parece eterno sin desfallecer, el de Graham es perfecto. Cuando Nixon ya ha dimitido esta escribe a Bradlee, al que ella misma había contratado como director y con el que hizo tan buen equi- Táboa Redonda Domingo 26 de xuño de 2016 elpRogreso 3 UNha historia personal Katharine Graham Editorial Libros del K. O. Páxinas 577 Prezo 23,90 € po, que solo les había «salvado de la extinción alguien lo suficientemente loco para grabarse y, además, grabarse sobre cómo ocultarlo». Graham temió ir a la cárcel por el Watergate. Ella y el resto del periódico fue perseguido e insultado. Fue una exclusiva por la que inicialmente solo apostó el Post, que publicó durante meses artículo tras artículo sin que ningún medio más entrase a cubrir el tema, lo que daba argumentos para los muchos que creían que solo se trataba de una cruzada contra Nixon. La espera fue eterna y frágil, pero llegó. Muchos se retractaron y se disculparon. El Post incluso ganó un Pulitzer por su servicio a la ciudadanía, gracias a que se modificaron las candidaturas. El descreímiento era tal que inicialmente no se había propuesto para el premio y solo se hizo con el presidente ya en la calle. La editora se convenció de que si no hubieran existido las grabaciones que prueban que Nixon conocía y respaldaba el ataque al Watergate, pese al resto de pruebas abrumadoras , muchos hubieran seguido sin creerlos. El Watergate contado por Graham tiene también una lectura inesperada, la de las miras reducidísimas del pensamiento machista. Durante años fue acusada de no tener ni idea de lo que estaba haciendo con el periódico, de figurar pero no mandar, de relegar en otros todas las decisiones porque qué iba a hacer ella. A partir de ese momento fue muchas veces descrita como una arpía vengadora, una tirana que dictaba a los redactores qué debían escribir, que lo controlaba todo y usaba la empresa solo para sus batallas particulares. De su valor, solo se habló después. Y lo tuvo. Cierto era que ayudaba mucho ser tan rica, pero también lo es que otros lo son y no lo hacen. Graham, que inicialmente se veía como la mera custodia de una herencia y que casi se conformaba con mantenerla idéntica, logró dejar a su hijo Don los mandos de un periódico con verdadero peso, muy lejos del que gestionó su marido y a una galaxia del de su padre. También un libro jugoso y valiente, con tanta historia del siglo XX ahí comprimida y narrada desde un punto de vista tan poco frecuentado que cómo no celebrar su reedición. Katharine Graham ha estado unida desde 1963 al Washington Post, un periódico que dirigieron su padre, su marido y uno de sus hijos. El libro es a la vez una larga y emocionante confesión personal: la historia de una mujer que de la noche a la mañana se ve obligada a asumir el liderazgo de un apasionante proyecto empresarial. En este libro Katharine Graham nos narra su vida, las relaciones atormentadas con su marido, su experiencia con los presidentes norteamericanos a los que ha tratado durante más de cincuenta años de actividad profesional, sus ilusiones personales, sus amores y sus decepciones... sin olvidar el escándalo Watergate. Táboa Redonda Domingo 26 de xuño de 2016 elpRogreso 4 por Javier Nogueira De esfolar e outros asuntos g USTARÍAME depoñer a miña cruzada contra a autoficción no eido da novela, pero o que se publica non me deixa. Hai anos, nunha visita a Londres, atopei nas miñas librarías preferidas carteis coa imaxe dun tipo obviamente nórdico de aspecto grunge. A impresión completábase cunha mensaxe enorme: ‘My struggle’. Era un chisco desconcertante ler ‘A miña loita’ no Londres do Blitz, así que investín uns minutos en saber de que ía o asunto denantes de preocuparme polo regreso do nazismo a Inglaterra despois de Oswald Mosley. O tipo do cartaz era Karl Ove Knausgard, un escritor noruegués que estaba a tomar ao asalto as listas de vendas anglosaxonas cunha serie de seis novelas —non todas traducidas, nin entón nin agora— nas que esfolaba á súa propia familia, sen moita máis cerimonia. Evidentemente entendín o seu éxito nun mundo no que os programas de chismes teñen un éxito descomunal e a meirande parte do persoal semella máis preocupado das vidas dos demais ca da propia. Faltaba a tradución española e foi chegando pouco a pouco grazas á editorial Anagrama. Sae agora ‘Bailando en la oscuridad’, o cuarto tomo da hexaloxía. Non se preocupen se non leron os anteriores, xa que a lectura independente é perfectamente posíbel. A proposta é a mesma que no resto da serie: un narrador en primeira persoa cuxo nome coincide co do autor empírico da obra relata con todo detalle a súa vida e a dos seus familiares e amigos. A pesar das coincidencias, como lectores convén establecer unha clara diferencia entre novela e biografía. Isto é unha novela, polo que os feitos poden estar esaxerados e, de seu, aparecen modelados polo CABEZA DE CAN Morten Ramsland Editorial Rinoceronte Páxinas 390 Prezo 22,50 € Tras pasar uns anos en Ámsterdam intentando gañar a vida como pintor, Asger volve a Dinamarca para ver por derradeira discurso utilizado. Porén, un entende que familia e achegados deixasen de falar co autor despois de poñelos podres. Éche o que hai. Karl Ove vén de rematar a secundaria e busca traballo. Atópao nunha aldea do norte de Noruega, un lugar que por intuición non semella demasiado hospitalario, como profesor nunha pequena escola de secundaria. Apenas supera en coñecemento aos seus alumnos e non encaixa cos demais profesores, maiores ca el. A parte central da novela está ocupada por un enorme ‘flash back’ no que o narrador foxe da aldea do norte noruegués para regresar aos seus dezaseis anos, momento no que comeza a traballar como crítico musical para un pequeno diario local. Pero a súa vida persoal vese complicada pola separación dos seus pais e o crecente problema coa bebida do seu proxenitor. O alcol comeza a formar parte da «educación sentimental» dun adolescente que pasa bébedo media novela. A outra media está marcada polo sexo: a descuberta da sexualidade, un problema de exaculación precoz e a definitiva consumación do desexo. Detrás destes temas agóchase sempre a non consumación. Karl Ove é un crítico que desexa ser escritor, pero os seus contos non levantan paixóns entre os seus amigos. Pola súa beira pasan moitas rapazas, pero os seus problemas sexuais impiden o gozo sexual. O matrimonio roto dos seus pais amosa unha vida familiar vez a súa avoa Bjørk, a piques de morrer. Deste xeito, o mozo narra a riquísima historia familiar dos Eriksson, un mosaico de relatos que se estenden desde os anos 30 do século pasado ata o presente. A historia deste curioso clan comeza nunha chaira xeada da Alemaña oriental en marzo de 1944, cando Askild Eriksson —avó do narrador, enxeñeiro naval e contrabandista—, consegue escapar do campo de concentración de Sachsenhausen, un episodio que marcará a súa vida e que proxectará sobre a familia unha sombra de culpa que non influirá na súa vitalidade. Xuntando o tenro e o grotesco, Mor- ten Ramsland mantén cun pulso firme o ritmo da narración e cautiva o lector cun fresco sobre o devir dunha familia e un país na historia recente do norte de Europa. Comparada con obras do talle de ‘Cien años de soledad’, de Gabriel García Márquez, ou ‘O mundo segundo Garp’, de John Irving, esta novela reportou a Morten Ramsland (Københaven, 1971) os galardóns máis importantes da literatura danesa, como o Premio ao Autor do Ano, Libro do Ano e o Golden Laurel, que é concedido pola federación de librerías do seu país. ‘Cabeza de can’ traduciuse xa a unha vintena de idiomas.. por R. l. bAILANDO EN LA OSCURIDAD Karl Ove Knausgard Editorial Anagrama Páxinas 544 Prezo 24,90 € OUTRAS ESTRELAS URUGUAIAS Stefano Marelli Editorial Rinoceronte Páxinas 202 Prezo 17,00 € Sauro, exturista, sobrevive en Suramérica grazas a un traballo que non lle permite regresar á casa. Nunha vila amazónica coñece a non consumada tamén, completada por unhas relacións complexas cos irmáns. O seu traballo na escola xera tamén unha tensión sexual non resolta coas súas alumnas, pouco máis novas ca el. A situación coas rapazas remata cun breve —e infrecuente— ‘flash forward’: nunha páxina avanzamos once anos para atopar a un Karl Ove exitoso que ofrece unha lectura en Tromso e ve como as súas alumnas se transformaron en mulleres feitas e dereitas. O certo é que a vida de Knausgard non é esencialmente diferente á de calquera outro rapaz ou home europeo nacido a principios dos setenta e criado na dos oitenta. Alcol, drogas, sexo, traballo sinxelo... Pero non se pode dicir ca súa novela sexa un retrato de época ou idade porque non é así. Trátase dunha obra moi persoal e, se acaso, moi norueguesa, mesmo nesa forma de saga que lembra a outros nórdicos ilustres coma Sigrid Undset. Teremos que agardar á publicación dos dous últimos volumes para facer un xuízo completo e rematar de canonizar, se é preciso, a Karl Ove coas súas coitas. El Brujo, un vello que lle conta a súa historia chea de aventuras. Baixo a súa roupa fedorenta, Nesto Bordesante, un uruguaio que pasou a súa infancia nun orfanato e a súa adolescencia na pampa, convértese en futbolista. Grazas ao apelido italiano que lle roubou ao seu mellor amigo, forma parte do equipo formado por Mussolini e convértese nun instrumento de propaganda do réxime. Tras a caída do Duce, terá que comezar dende cero. Porén, os xogos de azar e unha moral cuestionable méteno en problemas. Nesto aproveita unha volta do destino e ponse a salvo. Todo o mundo o cre morto, pero el inventa unha nova vida na sombra. ‘Outras estrelas uruguaias’ é un relato que combina historia, deporte e política. Stefano Marelli (1970) é un escritor e xornalista suízo. Traballou nunha gasolineira, de caseiro e de xornalista. Entre un emprego e outro, permitiuse unha longa vagabundaxe en América Latina. Entre os premios recibidos polo autor grazas a este libro atópanse o Parole nel Vento (2012), Un Libro per lo Sport (2013) e unha mención especial ao premio literario do Coni (Comité Olímpico Nacional Italiano). No 2014 publica a escolma de relatos ‘Pezzi da 90, stori mundiali’. por R. l. Táboa Redonda Domingo 26 de xuño de 2016 elpRogreso 5 Los escritores son seres abominables por Antonio Costa Un tipo escribió a una revista diciendo que era una abominación que los escritores siguieran escribiendo después de jubilarse. Se quiere que la literatura sea una profesión como otra, quieren que escribas ocho horas, no los fines de semana, y al llegar a cierta edad lo dejes. e SCRIBIR LIBROS es como arreglar coches, fabricar salchichas o construir carreteras. Si se te ocurre una idea a los noventa años, o un domingo por la tarde, o mientras estás follando con tu prima del pueblo, tienes que joderte y olvidarla. Si te viene una frase a la cabeza a las tres de la mañana o en el bar tomando una cerveza, hay que machacarla. No vaya a venir el inspector de Hacienda. Todo tiene que estar controlado. Las actividades se miden todas en dinero, y la cultura no es nada diferente. Y el espíritu menos, quién coño cree ya en el espíritu... Pero los escritores son todos unos bohemios y unos maleducados. Se les ocurre tener ideas a las tres de la mañana. Y encima se dedican a algo que no puede medirse, que nadie sabe para qué sirve, que no parece nada serio. Eso de escribir es algo insano, ambiguo, resbaladizo, los escritores son como las culebras. En los años ochenta yo comía en la Cocina Económica de Compostela, un comedor de monjas para vagabundos y muertos de hambre —y también estudiantes—. En Navidad nos ponían unos pol- vorones y una copita de anís. A menudo hablaba con un irlandés fascista, pero que sabía muchas cosas sobre Persia en la Edad Media o sobre Al Andalus. Una vez se sentó a mi mesa un tipo que se hacía llamar Lobo Negro y me preguntó a qué me dedicaba. Yo contesté: «A algo que me da vergüenza decir, algo abominable, algo impresentable». El otro muy interesado insistía: «¿Pero qué es, qué es?». Yo : «Es abominable». Y el otro: «Dímelo, a mí no me asusta». Y al fin contesté: «Soy escritor». El poder nunca quiere excepciones, pero las excepciones abundan —y la vida entera es una excepción—. Y los escritores son una de ellas. Es curioso lo de ser escritor. Casi siempre uno para comer tiene que dedicarse también a otra cosa. Y puedes parecer respetable si eres famoso, pero si no lo eres no eres más que un mangante. Alguien que no produce, alguien que no hace nada medible. Herman Hesse decía que a uno le permiten ser escritor, pero no hacerse escritor. Thomas Mann escribió que solo después de publicar ‘Los Budenbrook’ pudo pasear por las calles de Lubeck sin vergüenza, antes no era más que un golfo. (El colmo de lo demoníaco es ya ser un poeta, eso sí que es el «exceso» de Georges Bataille). A los escritores famosos se los respeta en los manuales, y a veces en persona, pero lo más frecuente es que no se les haga ni caso. A veces los poderosos quedan bien diciendo que leen, el barniz de cultura o de vitalidad mas allá de las consignas nunca queda mal, pero escuchar de verdad a los escritores les parece demasiado perturbador. Lo dicho, hay que controlarlo todo. Hay que rellenar los impresos y hay que ceñirse a las frases ideológicas y electorales. Ya Marx decía que a Heine había que tratarlo como un loco, al fin y al cabo era un poeta. Y Lenin decía que era amigo de Gorki, pero no creo que leyera ni una línea de sus novelas. (Ni creo que sintiera en la piel el sol del mar Negro, los políticos profesionales no tienen piel ni saben lo que es el Sol). Los ideólogos se dedican a definiciones y a esquematizar el mundo y a pretender que lo comprenden, y los escritores dinamitan las definiciones y enloquecen el lenguaje y hablan de sentimientos no formulables —«yo quería hablar de todas esas cosas que no están en los libros, que no pueden ponerse en ellos», dice más o menos Virginia Woolf en ‘Noche y día’— y revelan ideas que no caben en las ideologías. Y encima pretenden seguir pensando a los noventa años, igual que Henry Miller pretendía seguir follando —menos mal que no había inspectores que quisieran apuntar en los impresos el número de orgasmos después de la edad aceptable—. Todo tiene que ser medible, cuantificable. Tal escritor ha producido tres kilos de sentimientos, siete cajas de ideas, ocho litros de vivencias. Y hay que calcular los valores, los porcentajes, las deducciones. (Claro que eso no importa tanto si son banqueros galácticos, conseguidores con bigotes, macarras millonarios. Para las cajas B y las jubilaciones de banqueros y los retiros de políticos se averían mucho los contadores). Los escritores acabaremos siendo delincuentes, como los que leían libros en la novela de Bradbury. En un cuento mío la poesía de Rilke solo se lee en los prostíbulos como una actividad indecente y un comisario averigua quién mata a unas prostitutas porque recitan mal a Rilke. Tendremos que hacerlo a escondidas, igual que nos escondemos para mear. Supongo que algún inspector también apuntará el número de meadas. Que nada se escape al control, a la burocracia, a la medida. La literatura es el refugio último de la vida. Pero si cuadriculamos la vida ¿cómo no vamos a cuadricular la literatura? Querido autor de cartas a las revistas: haces bien en desconfiar de los escritores, son seres abominables, indóciles, que se niegan a estar cuadriculados, que esconden sus emociones a Hacienda, que no declaran cada mañana los sueños que han tenido y los clasifican en formularios —como en aquella novela de Ismail Kadaré, ‘El palacio de los sueños’—, que no se jubilan de respirar ni de hacer frases, que siguen con la cabeza encendida más allá de la edad permitida, que interactúan con otros escritores tan abominables como ellos y los leen sin vergüenza alguna en el autobús sin el permiso gobernativo correspondiente. Tú sigue en tu cruzada, no dejes de avisar a las autoridades correspondientes si ves que algún tipo de más de sesenta años rellena unas cuartillas en el bar a escondidas en medio de dos cervezas, si ves que después de morrear con una desconocida acude a apuntar algo en una libreta como si estuviera endemoniado, si ves que se entusiasma demasiado con el crepúsculo —como Albert Camus, al cual se le dilataba el corazón con los crepúsculos, me temo que tal vez superara la tasa de dilatación permitida— y le habla demasiado poéticamente a su acompañante. Táboa Redonda Domingo 26 de xuño de 2016 elpRogreso 6 por Ramón Rozas Ponerle precio al amor El pasado martes Sotheby’s subastó ‘Jeanne Hébuterne au foulard’, uno de los últimos retratos realizados por Modigliani de su último amor, demostrando cómo la pintura antes despreciada ahora bate registros. E RES absolutamente inhabitable» le dice Beatrice Hastings, la amante inglesa de Amadeo Modigliani (1884-1920), al pintor tras una de sus innumerables crisis, tras unos arrebatos inflamados junto a un vaso de vino, a una copa de cognac o a la temible absenta. Todos estos fueron los ingredientes devastadores en la existencia atormentada del pintor italiano, acrecentada por la incomprensión hacia su obra, por ese ‘arte de caribes’ como lo calificó Baudelaire, aludiendo así a ese primitivismo que a Picasso sí le había funcionado como escaparate de su obra y de su audacia. El escenario de Montparnasse tuvo a Modigliani como a uno de sus más singulares protagonistas desde su llegada a París. Su individualidad pictórica, su beligerancia frente a un entorno de incomprensión, sus adicciones y su pobreza extrema, así como sus relaciones con las mujeres, lo convirtieron en una especie única en ese ecosistema irrepetible que se dio en el París de las primeras décadas del siglo XX. Sus últimos días de vida, vagabundeando entre los cafés malvendiendo bocetos a cinco francos, fueron el epígono a una vida en la que sus cuadros se fueron apilando en su estudio sin comprador, sin galeristas, sin marchantes, sin reseñas en prensa, y eso los cuadros que sobrevivían a sus ataques destructivos que podían hacer que toda su obra acabase consumida por el fuego de la chimenea o en el fondo del mismo Sena. Esa etapa final en la breve vida de Amadeo Modigliani solo tuvo un sustento, un oasis en medio del desierto con nombre de mujer, Jeanne {El vicio solitario} El lector que ríe por Portorosa «Necesitamos admirar, creer que existen personas excepcionales. Aunque sean otros» p OR MUCHO que esté de moda la crítica revisionista y quede guay adoptar un aire cínico, como de estar ya de vuelta de todo, y por mucho que Diane Keaton, ante un indignado Allen, se ría en ‘Manhattan’ de todos los sobrevalorados, nos gusta mitificar. Y nos gusta, creo yo, porque lo necesitamos. Necesitamos admirar, creer que existen personas excepcionales. Aunque sean otros. Mitificar a Salinger es muy fácil. Le pasa lo que a Rulfo: escribieron una obra maestra y casi nada más, y con su silencio alimentaron todo tipo de especulaciones sobre lo que pudo haber sido. Lo que no es nada fácil es hacerle una crítica, precisamente por eso. Pero el caso es que Hébuterne, u n a j o ve n catorce años menor que él que dejó a su acomodada familia para acompañar, en una vivienda sin muebles, apenas una cama y un caballete, al hombre del que se había enamorado. También el pintor se había enamorado, también había visto en su dulce cara una especie de salvavidas al que, de todas maneras, sabía que no se podría asir durante mucho tiempo. Un abrazo de Jeanne eran horas de vida. «Podría pintar el universo, pero si no quisiera pintar el universo, pintaría su retrato», con este impresionante diálogo de la película ‘Los amantes de Montparnasse’ (Jacques Becker, 1958), despacha Modigliani su interés por la figura humana, por hacer de un rostro todo un paisaje en el que esos ojos almendrados se convertían en infinitos abismos hacia el alma de la protagonista. En abril de 1917 conoce a Jeanne Hébuterne. Apenas tres años juntos, Modigliani morirá en enero de 1920, que se fueron flanqueando de numerosos retratos bajo la óptica del pintor. «No pinto cómo eres, sino lo que yo veo de ti», es otro de los diálogos de esa película inmensa. Y así es como Jeanne Hébuterne se convierte en el paisaje de los últimos años de su vida, en la mirada hacia una paz y un sosiego de espíritu que durante solo unas horas aplacaba los demonios interiores. Cada cuadro más bello que el anterior, cada mirada más intensa, cada pincelada entendida como si fuera la última. Y en cierto modo así era. Tras su muerte, y pocas horas después, incluso durante el cortejo fúnebre, se dice que los clientes se dirigían a su galerista a comprar la obra que solo unas horas antes habían despreciado esos mismos compradores. Aquellos bocetos ya valían más de cinco francos, y cinco años después sus piezas incrementaron en cien veces su precio. Jeanne Hébuterne se suicida dos días después arrojándose por la ventana del apartamento de sus padres. Pero todo estaba ya en esos lienzos. El amor contenido entre las pinceladas, deslizándose sobres esos cuellos alargados, asomándose a esos ojos, rozando esa piel, y pellizcando esos colores en los que se declaraba un amor eterno e incalculable. Esta semana, uno de esos cuadros se ha comprado por 50 millones de euros, poca cosa cuando se trata de poner precio al amor. acabo de leer sus ‘Nueve cuentos’ (Alianza), un ejemplo de ese otro poco, publicados dos años después de ‘El guardián entre el centeno’, y algo querría decir. La sensación general final es francamente extraña. Y aunque no hubiese comprobado en internet que es más que probable que sufriese de algún tipo de trastorno psíquico, creo que salta a la vista: hay cuentos que no podría escribir alguien ‘normal’. Y cuando digo ‘normal’ quiero decir un escritor normal, que ya es limitar bastante la cosa. Uno, ‘El período azul de DaumierSmith’, a pesar de seguir un argumento perfectamente lineal y no recurrir a innovaciones estructurales de ningún tipo, probablemente sea uno de los relatos más originales —raros, si prefieren— que he leído jamás. Es tan extravagante que cuesta imaginar qué puede tener alguien en la cabeza para escribir algo así. Los dos más famosos son, disque,‘Un día perfecto para el pez plátano’ y‘Para Esmé, con amor y sordidez’. Y ambos me han parecido —me estoy sonrojando de mi propia desfachatez— magníficos; sobre todo el primero, que es como un puñetazo. Pero no los mejores. El relato ‘El hombre que ríe’, en cambio, creo que es, sin exagerar, uno de los mejores que he leído en mi vida. Es perfecto por cómo, sin contarla, cuenta una historia de amor de principio a fin, diciendo solo lo imprescindible. Es perfecto por la descripción justa de los personajes, y por cómo llega casi sin palabras al fondo de lo que los hechos significan para ellos. Y es perfecto en la descripción de una edad personal y de una época histórica y cultural que ha acabado por formar parte de la nuestra, con su béisbol, sus autobuses, sus batidos y sus ‘fielders’, aunque no sepamos qué son. Y todo, en veinte páginas. Si no hubiese escrito ‘El guardián…’, yo no tendría ningún reparo en mitificar a Salinger por esto. Es cierto que no todas me han gustado tanto, pero, aun así, entre estas nueve historias hay algunas que nos muestran lo que a veces puede llegar a ser la literatura de ficción: verdad. Táboa Redonda Domingo 26 de xuño de 2016 elpRogreso 7 Mi último verano en un armario p ASÁBAMOS el verano en la casa de la Derrasa, y, después de comer, salimos a dar un paseo para no inquietar a mis hermanos. Quise que mis padres lo supiesen desde el principio. Llevaban semanas preocupados por mi estado de ansiedad, y les dije que necesitaba hablar con ellos. Mi madre se esforzaba por no aparecer atacada, y mi padre me miraba en silencio, esperando la confesión de alguna maldad. Con la tendencia de mi familia al tremendismo, a saber qué pasaba por sus cabezas. Había ensayado tanto aquella conversación que me llevó tiempo llegar al titular. Todos esos rodeos y el cuidado eligiendo las palabras hicieron que mi madre se desesperase y sufriese un mareo que casi la tumba. Mis planes de conseguir que aquello discurriese de manera sosegada se fueron al traste y la conversación terminó en el centro de salud de Juan XXIII, con mi madre explicándole a un médico de guardia cómo la noticia de que a su hijo le gustaban los chicos le había cortado la digestión. Aquel verano de 1997 tuvo capítulos de tragedia griega, pero, como los grandes dramas, también escenas cómicas. Recibí decenas de consejos, y no tengo duda de que, detrás de ellos, se encontraban las mejores intenciones, sin embargo, también una cierta imprudencia. Con tono de confesión, la madre de un amigo me comentó que el mundo estaba lleno de gente reputada de los que nadie sospechaba ‘lo suyo’ —que realmente era ‘lo mío’— y que todo era cuestión de llevarlo con discreción y así conseguiría llegar tan alto como quisiese. Aquella mujer, que realmente me apreciaba, sólo buscaba animarme, sin darse cuenta de que sus palabras me invitaban a entrar de nuevo en un lugar del que me esforzaba en salir. Por suerte, no fue lo habitual y las reacciones más frecuentes se parecieron más a la de otra madre, la de mi amigo Alberto. En cuanto me vio, aquella corpulenta mujer me es- trujó s i n mediar palabra y me estampó dos besos explosivos. Al parecer, le daba una pena terrible que no pudiese tener hijos. No se imaginaba que, a los 21 años y, con el panorama que se me venía encima, la última de mis preocupaciones era no tener útero al que agarrarme. De todo lo que escuché aquellos meses una frase se me ha quedado grabada. Ocurrió durante una cena en la que un amigo me presentaba a su nueva novia. La chica, esforzándose en resultar simpática, se pasó un buen rato asegurando que ser gay era fantástico, y que ella jamás había tenido nada en contra de‘este colectivo’. ¡Colectivo! ¡La de palabras nuevas que se incorporaron a mi vida ese verano! Como cierre para su monólogo me miró a los ojos y, en una demostración de afecto, me dijo: ‘Además, Nacho, tú eres un gay como dios manda’. Al momento, entendí que los gays que dios mandaba eran muy probablemente aquellos que nos cuidábamos mucho de no parecerlo. Con mi tendencia al melodrama, ‘lo mío’ se convirtió en el monotema del verano, mis amigos me llamaban si algún gay salía por televisión, o me proponían presentarme a un compañero de su clase que tenía en Almería un primo ‘igual que yo’, como si fuésemos los dos últimos osos panda sobre la tierra. Por si fuese poco, mis padres quisieron asegurarse de que todo aquello no era fruto de mi imaginación y pensaron que quizá un sexólogo sería de ayuda para devolverme al lado adecuado de la acera, y así fue cómo conocí a Lucrecia. Al entrar en su consulta y escuchar el motivo de la visita, aquella buena mujer me miró con cara de compasión, y me mandó directamente a la sala de espera, mientras reservaba la terapia para mis padres. A la media hora les vi salir con por Nacho Mojón «Aquel verano de 1997 tuvo capítulos de tragedia griega, pero, como los grandes dramas, también escenas cómicas. Recibí decenas de consejos, y no tengo duda de que, detrás de ellos, se encontraban las mejores intenciones, sin embargo, también una cierta imprudencia» gesto compungido, y un montón de libros debajo del brazo. Hojeándolos en casa entendí su cara de preocupación, todas aquellas historias empezaban con párrafos como: ‘Cuando sus padres encontraron a Ken ahorcado en el granero, ya era tarde para reaccionar’. Supongo que, en aquellos meses, desaproveché la ocasión de pedir a mis padres cualquier cosa, tantas eran sus ganas de verme feliz, que me hubieran consentido los caprichos más disparatados. Cuando creía que lo peor había pasado, mis amigos se empeñaron en ayudar. Por difícil de creer que resulte, nadie conocía entonces a demasiadas personas gais, y se propusieron acabar con aquello. Como primer paso, decidieron que se debía acabar el monopolio hetero de las noches y, empezaron a sacarme de copas por bares de ambiente. Una vez allí, se acodaban en la barra y decidían a quién presentarme, como si fuese la sobrina soltera de la familia. Que haya logrado sobrevivir a aquello es la prueba científica de que nadie puede morir de vergüenza, por sonrojante que resulten las experiencias a las que se enfrente. Agotado de secretos, aquel verano me lancé a una carrera frenética de cafés y conversaciones, intentando explicar a amigos y familiares lo que estaba viviendo. Creía que, cuanto antes lo supiese todo el mundo, antes sería capaz de recuperar la normalidad y dejar todo atrás. Aquello resultó una experiencia emocionalmente agotadora, y, en muchos aspectos, frustrante. Vivía con la sensación de deberle al resto del mundo una justificación, como si fuese mi responsabilidad ayudarles a entender y me arriesgase a cargar con las consecuencias si no lo conseguía. Tardé en descubrir que no era la manera, y me costó aún más convencerme de que no debía a nadie ninguna explicación. En realidad, nada fue tan difícil, ni tampoco tan sencillo. Lo viví con la intensidad del que ve moverse bajo sus pies su apacible vida de chico de provincias, y con la incertidumbre de sentirse distinto a una edad en la que no conseguir las zapatillas de moda era motivo de exclusión. Hoy me sonrojo cuando lo escribo con este tono de testimonio de superación, como si hubiese escapado de una lapidación segura. Con los años he visto que este tipo de escenas forman parte de la biografía de muchos amigos, con los mismos ingredientes de vencer el miedo, de sentimientos de vergüenza y culpabilidad, y que todo lo que esta historia tiene de especial lo tiene únicamente para mí. Hubo errores y algunas cosas tristes, pero sobre todo mucho cariño, y hoy sonrío cuando imagino qué habría pensado si ese verano alguien me hubiese propuesto contarlo todo en un periódico. Táboa Redonda Domingo 26 de xuño de 2016 elpRogreso 8 por Santiago Jaureguizar Os heroes que seguen liberando o Ritz r AFAEL CHIRBES deixara reservada unha novela de amor cando morreu. Non quixera vela publicada porque o protagonista era un amante. E o amado, tamén. ‘Paris Austerlitz’ é unha historia de amor tan ilusionante de principio e tan amarga de final como calquera historia de amor. O pasado domingo estiven lendo ese libro. A parella protagonista —un pintor coa superioridade cruel da burguesía e un obreiro co complexo da carencia proletaria— adoita reunirse nun bar de traballadores marroquinos. Acordoume as memorias de Juan Goytisolo, nas que o escritor barcelonés conta que en París frecuentaba bares de traballadores magrebíes atraído por un maremagnum doloroso de ideas políticas, pulsións eróticas e disgustos co seu físico. Goytisolo enchía en francés a documentación dos obreiros. Exhibía altura intelectual para agochar a decepción de mirarse no espello. Goytisolo ten outro libro sobre a estadía de Jean Genet en Barcelona nos anos 30. En ‘Genet en el Raval’, narra como Genet, fillo dunha prostituta e ladrón dende a infancia —malia os intentos da súa familia adoptiva—, chega á cidade tras ser expulsado do Exército ao ser sorprendido en plena e gozosa cópula con outro soldado. En Barcelona cae no Raval, un barrio que xa tivera a súa propia caída cando a burguesía abandonara as súas fábricas e vivendas para irse a L’Eixample animada polo plan Cerdà de 1860. As rúas do Raval acabaron nunha sucesión de tabernas, cafés e prostíbulos, a maiores de ser urinarios ao aire libre que non figuraban nos mapas que manexaban os servizos municipais de limpeza. Nese mundo sórdido, Genet prostituíase en La Criolla para o seu chulo, Stilitiano, o serbio exiliado da Lexión Estranxeira. Compartían cama, aínda que o militar impoñíalle a abstinencia co único brazo que lle quedaba. O único contacto que permitía ao seu escravo limitábase a deixar que lle colocase algodón na bragueta para inchar a súa masculinidade. Jean Genet sentíase atrapado por esa perversión do soldado, pola crueldade do desexo sen consumar. Pero coñeceu outra brutalidade, esta máis devastadora, a que causou a matanza de Chabra e Chatila, en Beirut. Cometeuse durante a Guerra do Líbano, en 1982. A OLP matara 582 cristianos en Damour e a Falanxe Libanesa multiplicou por seis ese número co consentimento expreso de Israel. «Non xudeos matan a non xudeos. Que temos nós que ver con iso?», alegou o daquela primeiro ministro Menahen Begin lavándose coa mesma auga que deixara correr Poncio Pilatos. Genet deu entrado no campamento pouco despois. Non era fácil camiñar: «Un neno morto pode ás veces bloquear unha rúa, son tan estreitas, e os mortos tan cuantiosos», lamenta en ‘Catro horas en Chatila’. Nese libro faille un reproche á fotografía porque «non capta as moscas nin o cheiro branco e espeso da morte. Tampouco di sobre os saltos que hai que dar cando se vai dun cadáver a outro». A guerra en Beirut foi a situación que buscou a periodista Oriana Fallaci para contestar a pregunta que lle fixera a irmá máis nova na véspera de marchar de Italia cara ao Líbano: «Que é a vida?». A vida é arriscar a vida. Fallaci conta en ‘Insallah’ como coñeceu un soldado guapo e intelixente, Angelo, que botaba o día cun lapis e un papel para concretar o secreto da existencia cunha fórmula matemática. Hai uns anos Mario Vargas Llosa adentrouse na violencia de Oriente Próximo despreocupándose dos seus zapatos Scarpe Antes, o periodismo literario trataba da vida; contaba a miseria, o amor de recibo devolto e a guerra amputadora. Agora, trata de hostelaría e amizades sobreactuadas di Bianco. Actuou con ousadía, cumprindo coa folla de ruta de visitas e entrevistas que lle preparara a filla. Esa implicación de visita a parque de atraccións deulle para escribir ‘Israel/Palestina: Paz o guerra santa’. A semana pasada Vargas Llosa volveu a Xerusalén para facerse un photocall advenitorio dun novo libro sobre o Inferno. Adiantounos: «El Gobierno de Netanyahu es el más reaccionario de la historia de Israel». Estamos afeitos a lerlle obvidades, pero unha obviedade expresada por un premio Nobel resoa coma a revelación feita a Moisés no monte Sinaí. O periodismo era a crónica viva que escribía Oriana Fallaci e mesmo a que escribiu Genet en ‘Catro horas en Chatila’. Case diría que ‘Paris Austerlitz’ é unha reportaxe espléndida sobre a sida. Agora, a emoción decadente que propoñen os cronistas estrela son descricións sobre como se citan para beber e sobre como se citan nos artigos. A súa resposta á pregunta sobre a vida da irmá de Oriana Fallaci é que consiste en desecar vasos de vermú e en anunciar que van liberar o bar do Ritz, como fixo Hemingway logo de entrar no París postnazi. O elemento máis irritante desas crónicas é que soan a falsidade abstemia e a camaradería impostada. En Italia acaba de aparecer ‘O medo é un pecado’, un recompilatorio de correspondencia intercambiada de Fallaci. Unha das cartas está datada en 1967 en Nova York. Conta que ceou con Don Xoán Carlos e Dona Sofía. Non lle gustaron nada. Despreza o daquela príncipe «porque se criou á sombra de Franco e é o seu robot obedente». Ignora a futura monarca porque «é a filla daquela raíña de Grecia que militaba nas Mocidades Hitlerianas e mandou encarcerar 50.000 socialistas gregos». Fallaci guiouse profesionalmente pola independencia. Enviou unha longa protesta a Fidel Castro en 1983 por negarse a recibila ao percibila como «contrarrevolucionaria». A xornalista, filla dun partisano, queixouse alegando: «Non son socialista. Fun socialista. Se vostede me lese coñecería a miña desconfianza cara aos dogmas e a miña pouca esperanza de que nin sequera o socialismo poida cambiar o home».