La metida de pata de el Ramón y la Vero. Sin saber que hacer. Revista No. 65. La Marianita fue vecina mía desde que la Vero, su única hija, tenía cuatro años. Mi hijo Ramón en ese entonces tenía seis años. Eramos buenas vecinas, si necesitaba una cebolla, mandaba a Ramón donde la Marianita. Si ella tenía un clavo de reales y ahí estaba yo. Así pasamos los años entre pobrezas, y luchas para sacar adelante los chavalos. Un día me fijo que Ramón después de hacer sus tareas se iba en carrera donde mi vecina. Me quedé pensando: La Vero apenas tiene 14 años y Ramón 16, no creo que esten jalando. Hacía dos horas que se había ido y nada que regresaba. -Esta fregado esto, pensé, porque la Mariana no estaba. Le grité por el patio: -¡Ramoncitooo, vení a cenar papito! Cuando lo ví sofocado, me puse nerviosa. Le pregunté, que pasaba y contestó que nada. Cenamos callados y no levantó la mirada. Entonces le pregunté que si jalaba con la Vero. Me dijo que sí, y que si había problema con ella. -No hijo, le dije, lo que no quiero es que hagás locuritas, apenas estás estudiando. Una metida de pata y hasta ahí llegaste. Nervioso dijo que no me preocupara, que quería a la Vero, que nada iba a pasar. No me lo tragué...pero ni modo. La Marianita, para todo era Ramoncito aquí, Ramoncito allá. Cuando cumplieron seis meses de jalar, la Vero le regaló a Ramón unos pañuelos que la misma Marianita escogió y compró. Todo iba bien, hasta que una noche... la Marinita a grito partido empezó a decirle a la Vero: ¡Bruta!, ¿Cómo te dejastes panzonear?. Yo casi me muero... Yo tuve a mi hijo muy joven y sola y sé lo que es eso. Al ratito vino la chavala, partida en llanto. Me costó calmarla. Cuando Ramón llegó la Vero estaba dormida en su cama. Le conté todo a Ramón, y el me dijo que se querían mucho y no sabían que hacer. A la semana la Marinita vino a mi casa y me dijo: -Mirá Cándida ¿qué pensás hacer?. Me dió cólera porque creí que venía a ver qué ibamos a hacer con estos muchachos. Le dije: -Hablá con tu hija y explicale la metida de pata y lo que les espera a los dos. Se fué vociferando y diciendo, que la Vero era harina de otro costal y que mi hijo tenía que buscar como mantenerla que yo era una vieja alcahueta y babosa. Ella estaba tan enojada que se había vuelto ciega. ¿Qué ganábamos con correrlos? Si no los apoyábamos nosotros, hasta locuras podían hacer. No volvió a asomar la nariz. Corrió a la Vero de la casa y a mí me cayó todo el clavo. Era fregado para mí porque era una chavala que no sabía ni lavar sus calzones... Pasaba el día viendo al icaco, se acostaba o se sentaba en la puerta a ver pasar a la gente. La ropa sucia la escondía debajo de la cama. ¡Era un desastre aquello! Y de refresco tenía que escuchar de vez en cuando sus pleitos. Para mí era un martirio. Si quería aconsejarlos, se tiraban por allá. Me llovió por todos lados. Una vez almorzando, les dije clarito, que la cosas de ahora en adelante, iban a cambiar. Que ya no podía estar lavando sus ropas, limpiando su cuarto y haciéndoles su comida. Que de ahora en adelante todo mundo iba a ayudar en la casa. Que apoyarlos era una cosa, pero la responsabilidad era de ellos. Que no iba a echarme su responsabilidad a tuto. Y se dieron cuenta, que sus vidas ya no eran las mismas. Bueno, pasó la tormenta, a la Vero le tuve que enseñar, un poco a regañadientes, a lavar y cocinar. En ese entonces yo cosía ropa y le propuse que me ayudara y así iba a aprender. Era tan mimada que a todo le ponía pero, con tal de capear el trabajo. Mi hijo empezó a trabajar como burro, de ayundante de albañil. Cuando estaba a solas con la Vero, la aconsejaba que cuando saliera del niño fuera al Centro de salud para evitar salir embarazada de nuevo y volviera con sus estudios. Agachaba la cabeza y no decía nada. La pobre sufrió mucho en el parto, era tan chavala que la tuvieron que rajar. Eso la dejó asustada y solita buscó el Centro de Salud para planificar. Con el tiempo la Marianita se dió cuenta que el clavo era mío, suyo y de los muchachos. Y que si no empujábamos juntos la carreta nos llevaba el diablo. Les metimos el hombro y ahora, siete años después, con mucha lucha tienen su casita. Y hasta ahora la Vero a podido matricularse en el colegio. Yo les digo que si se hubieran esperado, ahora sería el tiempo de empezar la vida... ¡ Pero se metieron tan chavalos en camisa de once varas!