Julio César Martínez Las dos revoluciones Mis recuerdos del Imán Jomeini Primera edición electrónica: Biblioteca Digital Islámica «Fátimah Az-Zahra» www.islamelsalvador.com islamelsalvador@gmail.com (En Memoria de Héctor Omar Abu Arab, reportero gráfico, incansable aventurero de la imagen, excelente artista y periodista que murió en la indigencia, solitario y devorado por la maldición del alcohol y la droga, en el año 1996 en algún lugar de la ciudad de Belgrado.) Introducción Han pasado muchos años ya desde entonces. Quizás más de los que quisiera este veterano periodista que ya supera los 60, y que entonces-cuando los hechos que intentaré narrar acontecieron- apenas tenía algo más de 30 años y aún todos los sueños y esperanzas fértiles y latentes. Más de un cuarto de siglo es mucho tiempo para la vida de un hombre, y más aún cuando cada uno de esos años se ha vivido con la intensidad de varios. A veces pienso que hay personas- y yo me incluyo entre ellas- que gastan dos o tres almanaques cada doce meses y las agujas de sus relojes giran varias veces todo el contorno de la esfera cada uno de sus días. Y las consecuencias se pagan. Los “achaques”, el físico que exige que se le respete y se le cuide, y las piernas que se niegan a avanzar a la misma velocidad que el cerebro. Por eso, antes que éste se vuelva lento como mis piernas, quiero escribir el testimonio de una de las etapas más importantes de mis largos años como periodista. Al menos, más importantes en lo personal, por qué mi vida cambió a partir de entonces y por eso estas palabras serán mi Testimonio de Fe. Quizás haya algunos detalles que he olvidado o confunda, fechas, horas, nombres, mi memoria no es ya la que era algunos años atrás. Pero lo esencial, lo fundamental de este relato, seguramente tendrá un desarrollo fiel, porque es una de las experiencias espirituales más intensas que este viejo-hoy- periodista ha vivido. Todo aconteció cuando comenzaba el año 1979. No hacía mucho, había estado sumergido en la vorágine trágica de América Central, la tierra que se partía en dos por los terremotos, y la sangre que con las víctimas de la barbarie en El Salvador, llenaba cada rendija que se abría. En Nicaragua, los combatientes del Ejército Sandinista de Liberación Nacional (ESLN), preparaban el ataque final. Parte Primera París Moun Amour Cuando me indicaron que tenía que ir a Francia, a un barrio de los suburbios de París, Neauphle-leChâteau, a entrevistar a un religioso chiíta musulmán que había estado asilado en Iraq por varios años, recuerdo que asumí mi nuevo destino periodístico, no sin cierto desagrado. Primero, se acercaban mis vacaciones y ya no tenía muchas ganas de seguir trabajando y segundo, mis convicciones anarquistas- y por ende decididamente ateas- poco o nada querían saber de religiones ni religiosos, fuesen católicos, protestantes, musulmanes como en este caso, o de cualquier otro credo mono o politeísta Tenía yo en aquellos tiempos una treintena de años, y pensaba todavía que de alguna forma sería capaz de “llevarme el mundo por delante” si el mundo se interpusiera en mi camino. Exiliado desde hacía ya siete años, guardaba en mi intimidad un profundo descreimiento hacia todo aquello que incluyera la palabra “Dios” en su contexto. Muy recientes estaban en mí las actitudes complacientes -casi podría decir cómplices- de muchos de los altos dignatarios de la Iglesia Católica latinoamericana, con los dictadores de turno. Mi padre -lírico y romántico anarquista- me había enseñado que los hombres no podían navegar entre dos corrientes. Que o se estaba con el pueblo, o se estaba contra él. Y lo que era determinante para los hombres, lo era también- o debería serlo- para Dios y sus representantes en la tierra. Por eso, cuando se me encomendó entrevistar a un religioso, lo acepté resignadamente, como tantos otros destinos a los que se me asignara antes, en los cuales trataba de cumplir con mi trabajo de informar, lo más objetivamente posible y punto. Traté de reunir datos sobre la personalidad de quien debería entrevistar de alguna forma, pero debo reconocer que no fueron muchos los que pude obtener. Es decir, llegué a París, sabiendo muy poco de qué se trataba. Lógicamente conocía la problemática Persa, la intromisión de las grandes potencias en la estructura del Imperio del Shah Reza Pahlavi, protegido niño mimado del capitalismo occidental, gendarme complaciente de los EEUU y especialmente de la CIA (Central Intelligence Agency) en la estratégica zona del Golfo Pérsico, y responsable de la muerte o mutilación de más de cien mil mártires . Sin embargo, poco o nada sabía del papel determinante que aquel hombre al que me ordenaron entrevistar y a quién consideraba un teólogo musulmán más, jugaba ( y jugaría) en uno de los hechos políticos y revolucionarios más trascendentes de la segunda mitad del siglo XX. Recuerdo incluso que junto al fotógrafo de la agencia internacional para la que trabajaba (un pintoresco sirio libanés de apellido Abu Arab, que se decía “musulmán” pero desayunaba con whisky y que tenía junto a su cámara fotográfica más guerras sobrevividas que todos los generales de los ejércitos aliados sumados) con él, decía nos lamentamos apenas descendimos del jet de Iberia en el aeropuerto Charles De Gaulle de París, de no tener tiempo suficiente para disfrutar de aquella ciudad a la que amábamos- y amamos- antes de trasladarnos hasta aquel suburbio que se nos dijo distaba unos 50 o 60 kilómetros de allí: Neaphle-Le Chateau. Nos esperaba un auto contratado por la agencia, por lo que ni siquiera pudimos pasar por el hotel a dejar nuestros equipajes. Tenemos que apurarnos- nos dijo el chófer tratando de hablarnos en una mezcla extraña de inglés, francés y español- porque dicen que la persona que deberíamos tratar de entrevistar, estaría ya por regresar a Teherán. El trayecto del viaje entre el Aeropuerto Charles De Gaulle y Neaphle-Le Chateau en aquel Peugeot de los años 60, ( conducido por quien luego supimos que se llamaba Pierre Di Gaetano)- denunciando algún ancestro italiano en su genealogía- deberá ser seguramente motivo de una nota aparte. Solo recuerdo haberle escuchado decir al fotógrafo -veterano corresponsal de guerra- impresionado por la velocidad y las maniobras casi suicidas de Pierre al volante: “¡Qué destino el mío...! Me salvé de Vietnam, de Camboya, de Corea y voy a morir en París adentro de una lata de sardinas!”.Y aquel “sui generis musulmán”, terminó su lamento, haciéndose la señal de la Cruz y empinándose un trago de una petaquita llena de whisky escocés, de la que nunca se separaba. Finalmente llegamos al lugar. Encontré allí algunos viejos conocidos periodistas trotamundos, todos ellos mucho más expertos que yo y que sin lugar a dudas estaban más informados del tema de lo que yo estaba, razón por la cual aproveché para reunir toda la información posible sobre ese hombre al que me habían ordenado entrevistar a al menos, estar allí para informar paso a paso sobre él. - ¿Cómo es? (pregunté). ¿En qué idioma habla? ¿Qué se le puede preguntar? Para mí era casi una absoluta incógnita. Héctor Abu Arab mi compañero reportero gráfico, no se cansaba de repetirme: -Aguarda Juma...ya vas a ver de quién se trata y las preguntas van a surgir solas... -Pero es casi un cura (le respondí, dejando aflorar mi empecinado anarquista ateo) ¿Qué puede hablar un casi cura de política? La política y las revoluciones son cosas de hombres, no de sacerdotesrecuerdo haberle dicho a mi compañero-. Afloraba en mí una herida aún abierta con aquellos que en mi patria se decían representantes de Dios en la tierra y estaban asociados o al menos en tácita complicidad con los dictadores que se habían adueñado del poder ignominiosamente, avasallando al pueblo en todos sus derechos y llenando las cárceles y los cuarteles de prisioneros políticos o expulsando al exilio a miles de compatriotas. Estando yo preso y sometido a constantes sesiones de torturas en una unidad militar de Montevideo, mi madre un domingo, mientras estaba en la misa de la Iglesia del Cordón, vio arrodillado cerca de ella, recibiendo la bendición y la Santa Hostia por parte del sacerdote, a uno de los oficiales que me habían llevado detenido y responsable de mi encierro y por supuesto de las torturas que se me estaban infligiendo-aunque es bueno anotar que mi madre de esto no sabía nada aún, solo reconoció a quien me había arrastrado desde la puerta de mi casa-. En voz alta, y saliéndose de su eterno respeto hacia los dignatarios de la iglesia, le reprochó al sacerdote que bendijera y diera la Santa Comunión a ese hombre. Fue sacada del templo arbitrariamente y luego amonestada por el sacerdote por incurrir en el pecado del odio y la vituperación. Tenía además muy cerca en mí, la increíble experiencia vivida poco tiempo antes en el Vaticano, cuando estando allí cubriendo las instancias mediadoras del Cardenal Samoré entre Argentina y Chile por el conflicto del Canal de Beagle , aconteció la extraña muerte del Papa Albino Luciani, conocido como Juan Pablo I apenas un mes después de su asunción sucediendo al Papa Paulo VI. Se habló por entonces de una maquiavélica trama en las entrañas mismas de la Iglesia para asesinar al Papa, cosa que algunos observadores sostenían a pie juntillas, justificando una serie de intereses contrapuestos que primaron sobre la vida de un hombre que -dicen- pretendió cambiar algunas de las estructuras arcaicas y conservadoras de la iglesia católica romana en beneficio real y no solo retórico de los más desheredados de la tierra. Es decir, aquello había agrandado aún más el abismo que existía entre mí y los representantes de Dios en la tierra. O al menos de quienes se autodenominaban sus embajadores de entre nosotros. Un asesinato político en las entrañas de la Iglesia, era algo que superaba todas mis presunciones. Y puedo asegurar, que en aquellos días en Roma, no se hablaba de otra cosa. Todos con quienes hablé, aseguraban que Juan Pablo I había sido víctima de un homicidio, en el que entre otros aparecían involucrados los intereses del Banco Ambrosiano y la Logia masónica P2, de triste protagonismo en posteriores escándalos financieros internacionales con Lucio Gelly uno de sus ejecutivos al frente de las operaciones. A pesar de mi férreo ateísmo y mis maduras ideas anarquistas, quizás por influencia de mi madre, católica devota, entendía que el poder y el dinero, poco o nada tenían que ver con Dios, si es que efectivamente Dios existía como mi madre aseguraba. Me dijo un periodista italiano que andaba por allí, en Neaphle-Le Chateau, (creo recordar que se llamaba Raffaello Goñi), que Rubollah Jomeini era un hombre de 79 años y que unos 15 años atrás se había visto obligado a salir de Persia y exilarse por haber liderado una revuelta del clero shií en contra de la monarquía. Me informó también que en estos años su prestigio y su inserción popular habían crecido muchísimo y que en esos momentos era sin lugar a dudas la esperanza política de millones de musulmanes iraníes y además la única figura con suficiente carisma popular como para liderar un movimiento capaz de amenazar la estabilidad de la familia real de Teherán y sus aliados americanos y europeos. Yo escuchaba a mi colega italiano con interés, pero había algunos puntos que no me quedaban en claro. Por ejemplo: ¿Tenía casi ochenta años? ¿Cómo era posible que un hombre a esa edad se proyectara como líder de una revolución? En Latinoamérica en esos momentos, se estaba en una estado de conciencia en el que se establecía que los jóvenes -encarnados en su ideal en la imagen emblemática del Comandante Ernesto “Ché” Guevara- deberían ser los verdaderos protagonistas y líderes de los nuevos movimientos liberadores que terminarían con los viejos esquemas perimidos de la dominación. Los dirigentes que tenían más o menos la edad que me dijo Raffaello tenía aquel teólogo musulmán, eran a nuestro antojo, los representantes del “Viejo Orden” con los que precisamente había que terminar. Porque además no podía yo imaginar un líder revolucionario sin un fusil ametralladora en sus manos. Primaba en mi formación ideológica, la referencia del líder de la revolución en China, Mao Tse Tung, que decía que “El poder radica en los fusiles”, un poco sucedánea de aquella frase que inmortalizara Napoleón III, aludiendo a la importancia de los ejércitos en la política: “Las bayonetas sirven para todo, menos para sentarse arriba...” Conocía en Latinoamérica la templanza y la lucha de algunos sacerdotes que pretendieron -sin lograrlocambiarle el camino a la Iglesia, tales como Camilo Torres en Colombia, Helder Cámara en Brasil, Monseñor Romero en El Salvador, Ernesto Cardenal en Nicaragua e incluso el Padre Mujica en Argentina y el Padre Zaffaroni en mi país. Pero fueron los menos, y muchos de ellos terminaron asesinados o cayeron luchando (Romero, Mujica, Torres) o prácticamente defenestrados por las rígidas estructuras de la Iglesia Tradicional y conservadora manejada por el Opus Dei desde la matriz del Vaticano. Pero había sido formado en el concepto marxista materialista de la historia y en esos conceptos fundamentaba mi pensamiento y mi análisis. Sin lugar a dudas, estaba allí a desgano. París era para mí, sinónimo de estar sentado en una mesa del Café de la Paix, junto a un grupo de amigos, muchos de ellos uruguayos exilados en la “Ciudad luz”, “haciendo la revolución desde un pocillo” recordando tertulias parecidas en el viejo café Sorocabana de la Plaza Cagancha de Montevideo. O simplemente era ubicarme en una butaca del ahora no tan pecaminoso-pero siempre sensual y atrevido- Moulin Rouge, y regodearme con las gráciles figuras de las coristas que conocía desde mucho tiempo antes en las imágenes de La Gulúe o Jane Avril (por ejemplo) de Toulouse-Lautrec, en algunos viejos afiches de inmortales cabarés. Amaba - y amo- París, pero nunca imaginé ni en el más ilógico de mis desvaríos, que podía alguna vez estar allí, a un paso del Sena, esperando encontrar a un teólogo musulmán octogenario, sin haber podido aún ni siquiera agasajar mis ojos con las bellas y sensuales mujeres parisinas en algunos de los caminos del Parque de Boulogne. O estar además sin acercarme hasta Le Courbusier, donde tenía decenas de amigos que me recibirían gustosos para salir a recorrer París hasta desfallecer de placer, o agasajarme en una de las terrazas de Montmartre- con París a mis pies- con un delicioso crêpe con queso y champignons o un sabroso omelette aromatizado con ciboullet y apenas una gota de cogñac añejo, todo ello acompañado por una exquisita baguette apenas tostada y un vaso de un buen Cabernet, francés(por supuesto), mientras mis oídos se regocijarían escuchando la melodía de un vals, desde un acordeón ejecutada por un anciano de largos bigotes, sentado en las escalinatas de la Iglesia del Sacrê Coeur. Pero no, muy por el contrario a mis deseos, allí estaba en un lugar de los suburbios de París, cansado, sin haber tenido tiempo siquiera para cambiarme de ropa, con hambre y sed - yo no calmaba mi sed con los mismos recursos que mi inseparable fotógrafo Héctor- y muy a mi pesar, tenía una misión que cumplir: entrevistar a un hombre, del que sabía poco y además en el que realmente no creía. Neaphle-Le Chateau, era un lugar no muy lejano a París, pero que tenía un paisaje de reminiscencias suizas, con edificaciones con techos a dos aguas, generalmente de una o dos plantas, calles con veredas de tierra y en los alrededores proliferación de abetos y otros árboles frondosos que en aquellos días del 79, estaban en su mayoría con sus hojas doradas. Ni barrio ni pueblo, puede decirse que por entonces, la comuna de Neaphle-Le Chateau era una villa apacible, con reminiscencias de poesía bucólica en la que la naturaleza y el hombre estaban casi mimetizados. Hoy proyectado en el tiempo y el espacio, con todas aquellas emociones procesadas debidamente en mi intimidad, he llegado a la conclusión que quizás en aquella paz que trasmitía el paisaje, mucho tuvo que ver entonces la presencia allí del Imán Jomeini, por que justamente, su imagen trasmitía una enorme sensación de paz. Por supuesto, estas conclusiones las asumo hoy, casi un cuarto de siglo después. En aquel momento, mi empecinamiento, incredulidad y atrevimiento, pudieron más que la realidad. Parte Segunda ¡Alá es el más grande! Nosotros- Héctor y yo- fuimos de los últimos periodistas en llegar. Era exactamente el 29 de enero de 1979. En el lugar, además de representantes de la prensa, había cientos de hombres y mujeres musulmanes, que pacientemente aguardaban entre las estrechas callejuelas de los alrededores, la presencia de su líder. Frente a la pequeña casa donde éste había pasado su tiempo de exilio en Francia, se había instalado una carpa de un tono azul o grisáceo, no lo recuerdo exactamente, que hacía las veces-lo supe despuésde Mezquita. Muchos de los musulmanes que pululaban por los alrededores, repetían en voz alta y casi de forma monótona, algo en un idioma que lógicamente no entendía -nunca fueron los idiomas mi fuerte en conocimiento ni disciplina- y que supe después quería decir “¡Alá es el más grande!”, gracias a los siempre generosos oficios de Héctor Omar, mi inseparable compañero fotógrafo- ya que el sí era realmente un políglota- . La policía francesa había desplegado en el lugar más o menos una treintena de efectivos, que simplemente caminaban y observaban, porque nada ni nadie alteraba el orden allí. Todo era simplemente una especie de gran vigilia en absoluta paz. El primer día no pude lograr ni siquiera ver a Rubollah Jomeini, y lo dediqué a caminar por los alrededores e intentar a través de mis colegas más accesibles, informarme más de aquel hombre. Esa noche, nuestro “hotel” fue el viejo Peugeot del 60 y nuestro almuerzo y cena unas baguettes rellenas de queso y jamón, dos o tres Coca Colas y algunas frutas que nuestro servicial chofer había conseguido cerca de allí. Unas mantas que estaban en el auto y nuestro gran cansancio, fueron el motivo fundamental para que a pesar de la incomodidad, tuviésemos un sueño realmente reparador. Hacía mucho frío esa noche en Neaphle-Le Chateau. Creo que soñé con el Moulin Rouge y sus gráciles y semidesnudas coristas. Uno de los periodistas que estaban allí desde hacía ya varias semanas cubriendo paso a paso las actividades del Imán Jomeini en París, me aseguró que el presidente Francés Giscard d' Estaing había firmado días atrás la expulsión de éste de Francia acusándolo de violar las normas internacionales del asilo, ejerciendo dentro de las fronteras del país receptor, actividades políticas, que estaban expresamente prohibidas en tales casos. Me dijo también, que dicha decisión había sido postergada por las noticias llegadas desde Teherán al buró presidencial del Palacio del Eliseo, en el sentido que, la monarquía persa estaba sumamente debilitada, el pueblo se había lanzado a las calles, las unidades militares aparecían como superadas y cualquier acción que afectara al Imán Jomeini dentro o fuera de fronteras, podría desencadenar una reacción masiva cuyas consecuencias eran imposible de prever. Cuando amanecía el 30 de enero, observamos un gran movimiento frente a la pequeña vivienda donde se alojaba el Imán Jomeini- que después supimos era el domicilio de un compatriota suyo radicado en Francia- por lo que estuvimos atentos ante la posibilidad de lograr de una vez por todas entrevistar o al menos escuchar algunas declaraciones de aquel hombre que- muy a pesar de mi incredulidad manifiesta- había empezado a intrigarme. Y otra vez, las decenas o centenas-imposible de calcular- de hombres y mujeres musulmanes reunidos allí, lanzaban al aire aquello de “¡Alá es el más grande!” con una modulación casi gutural, pero que, repetida una y otra vez como un eco constante en el apacible silencio de Neaphle-Le Chateau. Y entonces lo vi. Erguido, serio, con una barba blanca en un rostro enjuto, ojos profundos y aparentemente escrutadores, delgado, con paso firme y cubierto con un manto negro y un turbante también negro sobre su testa. Sus pies, aparentemente pequeños, parecían no pisar el suelo. Se desplazaba casi sin apoyarse en su calzado, o al menos así se me ocurrió al verlo. Su figura realmente impresionaba. Si mal no recuerdo, cuando cientos de manos se alzaron hacia él gritando aquello de “¡Alá es el más grande!”, una muy leve sonrisa se esbozó en sus labios finos, pero apenas perceptible entre su espesa barba y sus magras mejillas. No encuadraba aquel hombre, en lo que desde la óptica atrevida de mis treinta y pocos años, consideraba debería ser o aparentar un casi octogenario. Esa fue mi primera impresión del Imán Jomeini. Lo vi mucho más joven de lo que decían era. Los periodistas que estábamos allí “ de guardia” nos acercamos a él, en forma “desprolija” como es lo habitual en este tipo de entrevistas improvisadas y dónde cada uno de los reporteros allí trata de hacer prevalecer -a veces a los gritos- su pregunta sobre las demás, y los fotógrafos anteponen sus cámaras y sus flashes a todo otro objetivo. Sin embargo, un solo gesto de quién para nosotros seguía siendo nada más que Rubollah Jomeini ( su nombre completo según me indicó en un papelito un colega suizo que andaba por alli era: Ruhul-lâhAlMusâwî Al-Jomeini) alcanzó para que todos nos serenáramos y pudiésemos escucharlo. Omar Abu Arab, mi fotógrafo, me iba traduciendo a veces palabra a palabra y a veces conceptualmente lo que Jomeini decía y contestaba a cada interrogante. Cuando pude- debo reconocer que mi inexperiencia era evidente ante la calidad profesional de mis colegas acostumbrados a este tipo de circunstancias- me acerqué y le pregunté ( traductor mediante) ¿Qué es lo que lo lleva realmente a Irán de regreso?, y su respuesta fue, breve, casi diría lacónica: Dios, dijo y se me quedó mirando con aquellos ojos profundos que nunca pude olvidar en mi vida, hasta hoy mismo. Y volví a preguntarle: ¿Cree usted posible que un hombre de Dios pueda hacer una revolución o derrocar a un tirano solamente con oraciones? Y fue entonces que dijo algo que trastocaba todos mis esquemas conceptuales sobre lo que significaba la política y la religión: “Yo soy una persona y como tal lo religioso y lo político me corresponden. Jamás renunciaré a Dios, pero jamás tampoco voy a renunciar a manifestar mis opiniones políticas. Aclaro que no “entrecomillo” los dichos, porque ni las preguntas ni las respuestas son fieles textualmente a ellos, ya que mi único archivo es la memoria. Conceptualmente sí, aseguro una total y respetuosa fidelidad. Habló también sobre la barbarie del régimen impuesto -dijo- por el imperialismo norteamericano, relató sobre la matanza acaecida en circunstancias del primer levantamiento contra el Shah en el año 1963, comentó sobre sus diferencias con el gobierno de Iraq como consecuencias de su actividad política y agradeció en un manifiesto escrito al pueblo y al gobierno de Francia por haberlo acogido allí. Su voz, sus dichos, que a mí se me ocurrían como una especie de letanía, tenían algo diferente, algo que en aquel momento no solamente no pude definir de qué se trataba, sino que además me resistí ferozmente a intentar averiguarlo. Frente a mí, estaba un anciano de 80 años, hablando de Dios y de Revolución, de echar abajo una de las monarquías más antiguas del mundo y además de enfrentarse con un gobierno protegido nada más y nada menos que por el gobierno y la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos de Norteamérica. Estuve en un tris de insistirle y preguntarle dónde estaban sus armas, con qué fuerzas militares aliadas contaba para enfrentar al poderoso ejército del Sha y algunas cosas más, pero preferí callarme la boca. Héctor Abu Arab, mi compañero, me preguntó: ¿Y ahora qué dices? Y le respondí:Impresionante, pero no creo en él y en lo que pueda o quiera hacer. Noté que mi compañero le dijo algo a Jomeini y este le respondió algunas palabras con una leve sonrisa en su rostro -cosa no habitual al menos durante las veces que pude estar cerca de él-. Cuando estábamos en el Peugeot rumbo al hotel , se me ocurrió preguntarle que le había dicho a Jomeini. Con una sonrisa Héctor me respondió que le había comentado que yo no creía en él. Me enojé severamente con mi compañero por haberlo hecho y le recordé que no era norma que los fotógrafos hiciesen otra cosa que sacar fotos y que el diálogo con los entrevistados corría por cuenta exclusiva del cronista. Luego de un rato largo de silencio, y viendo que continuaba enojado me preguntó: ¿No quieres saber lo que me respondió? Me imagino-contesté- que era un atrevido, que lo iba a tener en cuenta para cualquier oportunidad que debiera entrevistarlo de nuevo o algo así... La carcajada de Héctor retumbó dentro del viejo Peugeot donde viajábamos y dijo: Nada de eso...qué poco se ve que conoces a estos hombres de Dios...¿Sabes lo que me dijo? ¿Qué ? Pregunté yo siempre con el ceño fruncido para demostrar mi enojo. Me dijo que él sí creía en ti. Qué eras muy joven, pero que él si creía en tu sinceridad. Quedé en silencio. Y así continué hasta que llegamos al Hotel. Ni siquiera el hecho de estar en París por fin, de tener una noche libre a disposición para vivirla plenamente me sacó de no sé qué extrañas ideas. Tanto fue así, que me duché y me acosté a dormir. El Moulin Rouge, Le Courbusier, el Sena y las terrazas de Montmartre, los deliciosos crêpe con queso y champignon y los sabrosos omelettes aromatizados con ciboullet y apenas una gota de cogñac añejo, la exquisita baguette apenas tostada y el vaso de un buen Cabernet francés, quedaron solemnemente postergados para mejor ocasión. La cama de mi compañero quedó sin destender. El sí fue a saludar- y a vivir- París aquella noche. Parte Tercera A Teherán vía Estambul y Ankara Conseguir un lugar libre en un vuelo a Teherán de Air France u otra compañía, resultaba algo realmente hazañoso, por no decir imposible. Muchas de las compañías aéreas habían suspendido sus vuelos con destinos a la capital de Persia por razones de seguridad, ya que las noticias que llegaban desde Teherán no eran nada alentadoras en lo que tenía que ver con la normalidad para el tráfico aéreo en aquella terminal. Conseguimos si, dos asientos para un vuelo de Air France a Estambul y desde allí, un enganche para Ankara la capital de Turquía. Desde allí a Teherán, deberíamos trasladarnos por tierra y por los medios que fuesen. Sabíamos que de no mediar algún inconveniente, el Imán Jomeini partiría desde el Charles De Gaulle al día siguiente en un vuelo de Air France directo a Teherán al que todos llamaban ya el “Vuelo de la Revolución”. Llegamos a Istambul y luego de una espera de casi dos horas, combinamos con un vuelo rumbo a Ankara. Al llegar lo primero que nos enteramos es que las fronteras con Persia estaban cerradas lo que significaría que de querer ingresar allí para llegar a Teherán, tendríamos que hacerlo por tierra, ingresando a Armenia y esperando que al llegar a la frontera con Persia, no encontráramos también allí los pasos estaban cerrados. Todos los posibles vuelos de Ankara a Teherán habían sido suspendidos y decenas de iraníes que querían llegar a su país, iban y venían por el aeropuerto tratando de encontrar alguna solución, pero todos los intentos- como los nuestros-naufragaban(paradójicamente, en un aeropuerto)-. Corrían las más dispares versiones, que el Sha había huido con su familia de Irán, que las fuerzas armadas del imperio se habían amotinado, que el pueblo estaba en la calle, y los más alarmistas aseguraban que los Estados Unidos de Norteamérica estaban prontos para invadir Irán en defensa de su protegido monarca, con una flota de la armada que estaría llegando al Golfo Pérsico con miles de marines de la infantería y vehículos de artillería pesada para desembarcar y avanzar por Ahvaz e Isfasán rumbo a Teherán. Héctor Omar, que no en vano llevaba ya más de 20 años recorriendo el mundo en circunstancias extremas, se acercó a mí y me dijo: Acabo de recordar que tengo un buen amigo en Kirikkale una ciudad a pocos kilómetros de aquí. Conseguí un taxi para que nos lleve.Y así fue, luego de pagarle 500 dólares por un viaje de no más de 200 kilómetros, más 100 dólares para la gasolina( de ninguna manera aceptaba otra moneda que no fuesen dólares americanos, ni hablar de Libras Turcas que era la moneda de curso legal) el oportunista taxista , nos dejó en la puerta de la casa donde se suponía seguiría viviendo el amigo turco de Omar. Y dije bien “ se suponía”, porque Omar hacía diez años que había estado allí y tal como cabía dentro de las posibilidades, ya no vivía dicha persona en ese lugar. Pero una cosa que aprendí de Omar, fue que nunca hay que darse por vencido ante los problemas que se presenten. Efectivamente, no sé que habló con quien vivía ahora en aquel lugar donde antes vivió su amigo, por que como ya lo he dicho, siempre he sido absolutamente negado para los idiomas, excepto por supuesto el castellano y apenas algo de Francés, Portugués e Italiano, insuficiente sin embargo para mantener una conversación lógica con alguien. Lo que sí sé, es que unos quince minutos después, fuimos invitados a entrar a la casa, Omar caminaba abrazado con nuestro anfitrión y ambos festejaban no sé qué cosa, riendo en dúo. Me di cuenta que estaba por pasar algo realmente importante, porque Omar, sacó su “petaquita” de whisky escocés e invitó con ella al dueño de casa. Algo así, solamente lo hacía cuando estaba a punto de conseguir algo serio. Y así era exactamente. Media hora después me dijo que su amigo ( “este” amigo nuevo) nos iba a llevar en su camioneta a Irán. Le pregunté en español si le había dicho lo de la frontera cerrada y demás, y me hizo seña que no, como restándole importancia. “La camioneta” era una Studebaker de los años 50, en un estado lamentable, a la que le faltaba la puerta derecha de la cabina y a mí me tocó ir en la caja, donde-me di cuenta poco después por el olor y los desperdicios- se cargaban aves de corral para el mercado.Lentamente comenzamos a avanzar hacia el este por una ruta que según me dijeron (Omar y su amigo) era más larga, pero más segura. Y así fuimos en un viaje que se me tornó interminable, -creo que algo así como unas 15 horas- hasta que llegamos a la frontera en la ruta que comunica el territorio turco con la localidad de Tabriz. Y efectivamente, había allí un destacamento militar reforzado. Omar nos dijo a mí y a su amigo- a la sazón el chofer- que nos quedáramos tranquilos, que el solucionaba todo. El destacamento era del ejército del Shah, y Omar se acercó a ellos, les mostró nuestros pasaportes, habló, discutió, luego le v i abrir su billetera, entregarles algo y finalmente tuve la certeza de que la frontera se abriría para nosotros, cuando le vi sacar su inefable “petaquita” e invitar con un trago a los soldados. Una vez traspuesta la frontera le comenté que había sido una suerte que los efectivos fuesen del ejército del Shah y no revolucionarios islámicos, porque con ellos el soborno y la famosa petaquita de whisky no habrían funcionado. Sonrió, me miró y me dijo: Para esa contingencia, la noche que pasé en París aproveché -entre otras cosas que tú te perdiste por tonto-para visitar a mis amigos del diario L'Humanité y me hice sacar unas cuantas copias de estas fotos. Y me mostró unas cuantas de Jomeini, de la casa donde residía en Neaphle-Le Chateau, y muchas de los musulmanes que estaban alrededor de él gritando aquello de “Díos es el más grande”.- Pensé -dijo- que podrán abrirnos algunas puertas. Y volvió a sonreír con aquella mueca que bien podía gustarte o bien convertirlo en el ser más pedante y repulsivo de la Tierra. Llegamos a Tabriz y allí, el turco amigo de Omar- y a esta altura del viaje también mío- se negó a seguir más adelante. Dijo que las cosas estaban muy feas y que él siendo extranjero podía tener problemas. Dijo que a los turcos no los querían mucho por allí, y se fue. Omar se quedó gritándole en la mitad del camino una seguidilla de maldiciones en varios idiomas imposibles de reproducir. Cuando se tranquilizó, alzó los hombros y dijo: Bueno... habrá que buscar otra solución. Y entonces me contó que con lo que le había pagado, el turco podía comprarse dos camionetas en mucho mejor estado que el deplorable carromato en que nos había traído. Ya por el camino nos habíamos encontrado con grandes contingentes de hombres y mujeres, de todas las edades integrando grandes columnas, casi todos desarmados, apenas unos antiguos rifles que algunos portaban, y grandes varejones sosteniendo estandartes que podrían en caso de emergencia convertirse en un arma rudimentaria. Le comenté a Omar que de ser verdad los rumores que corrían en el aeropuerto de Ankara, Irán podría sumergirse en un despiadado baño de sangre. Mi compañero manipulaba la antena de una radio National de Onda Corta que era un poco nuestra referencia en situaciones extremas. Logró conectarse con la BBC y con Radio Moscú y en ninguna de las dos se decía nada de un posible desembarco norteamericano en el Golfo Pérsico. Tampoco se informaba si el Shah estaba o no en territorio persa y si Jomeini había finalmente llegado con el “Vuelo de la Revolución” a Teherán. Nosotros habíamos perdido ya el sentido de las horas y no podíamos calcular si efectivamente ya el vuelo de Air France habría tocado tierra en Teherán o no. Y allí estábamos en el noroeste iraní , una ciudad llamada Täbriz del Azerbaiján Oriental, intentando de alguna forma seguir viaje rumbo al este. Omar me dijo que me sentara por allí, que no me moviera aunque demorara, que él iba a conseguir una solución. Una o dos horas después apareció con una moto de 250 cilindradas, en un estado lamentable, seguramente de origen ruso o de Alemania Oriental y me dijo: Vámonos. -¿En esto?-pregunté-Si en esto, como decís. Y hacé de cuenta que vas en un Mercedes Benz, porque me costó como si lo fuese. Este viaje de París a Teherán le va a salir más caro a los gallegos que si nos hubiesen mandado a un crucero por el Caribe con todo pago, amor incluido. Varias horas después, incluso tras pagarle a un automovilista 100 dólares por tres litros de nafta “chupadas” del tanque de su vehículo, llegamos a Karaj. Y allí si nos dimos cuenta, que estábamos siendo testigos de un hecho de verdadera trascendencia histórica. Un mar de gente había invadido cada centímetro de calle, era como una especie de una enorme culebra despareja reptando entre edificios, plazas y parques, incontenible, avasallante y miles, millones de voces gritaban al unísono aquello que habíamos escuchado en los suburbios parisinos: “Dios es el más Grande”. Y entre esa multitud se veían algunas banderas rojas y estandartes con la imagen del Comandante Ernesto “Ché” Guevara. Y miles. Centenas de miles de imágenes del Imán Jomeini y del -supe después que era- el Ayatollah Seyyed Ali Jameini, líder también de aquella revolución en marcha. Le hice ver a Omar lo de las banderas rojas y las fotos del Ché y me respondió:-Es verdad...pero no te equivoques, esto no es una revolución marxista...esto es una revolución del Islam Shiita. Y agregó: -Sacáte de esa cabezota lo del marxismo, Mao y Ché Guevara...aquí es otro mundo, aquí la gente vive de otra forma, piensa de otra forma...lucha de otra forma... -¿Cómo?-Pregunté-Ya vas a verlo me respondió. Transitar con aquella motocicleta vetusta entre aquella marea humana era una verdadera hazaña, y más aún porque desde su caño de escape vomitaba un humo negro y espeso, que hacía en su alrededor irrespirable el aire. Si a eso le sumamos el ruido escandaloso que generaba, y la audacia de mi chofer circunstancial, puedo afirmar que fueron- o me parecieron- horas larguísimas hasta lograr llegar a Teherán. Cuando pudimos-no sé hasta hoy por qué milagrosa circunstancia- entrar en el aeropuerto, el avión con el “Vuelo de la Revolución” estaba carreteando en la pista. Omar me miró y me dijo: ¿Y? ¿Creés ahora o no creés que Dios está de nuestra parte? Supimos después que habían habido algunos retrasos por amenazas incluso de hacer explotar el avión y otros recursos baladíes. Nos enteramos también que el gobierno del Shah había ordenado el cierre de todos los aeropuertos a los vuelos extranjeros ( algo de eso se nos había dicho en París cuando las distintas compañías suspendían sus frecuencias a Teherán) pero que la presión popular había hecho dar marcha atrás con la medida. Desde unos cien metros, vi al Imán Jomeini descender del avión. Y lo tragó un mar incontenible de brazos, de manos, de pueblo al fin, que tras una larguísima espera de 14 años, tenía otra vez en el suelo patrio a su líder y había dicho ¡Basta! Omar-no me pregunten cómo- logró llegar hasta casi el pie de la escalerilla. Y el flash de su cámara Nikkon, fue uno más de los que relampaguearon registrando un momento histórico- y el tiempo se lo demostraría al mundo y también a mi escepticismo- destinado a trascender mucho más allá de Irán y su entorno en Medio Oriente. Mi segundo encuentro con el Imán Jomeini Hasta ese momento, nunca había sido testigo de un alzamiento popular como aquel. Había estado en Centro América, en África del Sur, en Libia, Líbano, en el País Vasco, Camboya y otros lugares convulsionados del planeta. Pero aquella realidad de un pueblo saliendo a la calle a derrocar a un gobierno asentado sobre la protección de una de las potencias imperialistas más poderosas del mundo, armado solamente con la fuerza de su espíritu, con su Fe en Dios, esa era -fue- para mí una experiencia reveladora. Es más, a pesar de ser testigo de aquella multitud-algunos la calcularon en seis millones de personas, yo creo que era imposible de calcular- decidida a todo, hombres y mujeres, ancianos y niños, con los brazos en alto, invocando a Dios en sus consignas, yo seguía convencido que Irán terminaría en pocas horas o días a lo sumo, inmerso en un baño de sangre. Mi lógica mucho más cerca de la trascendental kantiana o la lógica dialéctica de Hegel, que del tradicional Órganon de Aristóteles, inspirada además en una formación de neto cuña marxista donde revolución era sinónimo de fusil y revolucionario de guerrillero al estilo de los de la Sierra Maestra cubana o de los más cercanos-en aquellos días- combatientes del Ejército Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua(ESLN), no podía creer que fuese posible hacer una revolución integral, total, absoluta, sin el respaldo de un aparato militar bien pertrechado, disciplinado y comandado por líderes combatientes, no por teólogos religiosos. Y Los sacerdotes revolucionarios sobre los que tuve noticia-Camilo Torres en Colombia, por ejemplo y Ernesto Cardenal en Nicaragua- debieron aceptar el fusil y llevarlo junto a la Biblia-, y además proponer un sincretismo para muchos imposible, entre el cristianismo y la doctrina marxista leninista de la revolución permanente, la dictadura del proletariado, y el estado comunista. Ninguno de esos sacerdotes que intentaron gestar una nueva Iglesia en Latinoamérica, soñaron nunca con una “Revolución Católica”. Sin embargo, en aquellos momentos, amenazaban derrumbarse una serie de esquemas formales e informales de mi razonamiento ideológico. Estaba siendo testigo de una revolución liderada por una corriente teológica: el Islam Shiíta. Y además, protagonizada por un pueblo, prácticamente desarmado gritando en sus consignas alabanzas a Dios. Experimenté en aquellos momentos feroces contradicciones internas. Mi formación inspirada en el anarcosindicalismo de la post-guerra, en una doctrina político-social que propugna la absoluta libertad del individuo, con pensadores y teóricos como P. J. Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Malatesta, etc, se resistía a aceptar que millones de personas salieran a las calles a derrocar un gobierno autoritario, corrupto y genocida, invocando a Dios y no a líderes de carne y hueso armados de fusiles y ametralladoras . Pero entonces-pensé- había otros caminos para la revolución. ?Realmente era posible otra opción?. En mi fuero interno seguía pensando que pasada la primera reacción colectiva, tendría que cumplirse la norma lógica: las armas y el poder que ellas otorgan a quienes las poseen, decidirían la batalla final. Pero-seguía pensando- ¿Cuál era la batalla final? En medio de estas reflexiones, siguiendo a la multitud, llegué tras varias horas de marcha, siempre junto a Omar mi compañero de andanzas, a Behesht Zahra, según se me dijo, el cementerio donde estaban las tumbas de los mártires de la Revolución Islámica. Allí acudió la multitud desde el mismo aeropuerto de Teherán siguiendo a su líder, aquel hombre que conocimos en París pocos días antes, del cual dudamos entonces, en quién no creímos en su momento, y que dando un mentís a nuestra empecinada-y debo reconocer ahora también desinformada-incredulidad, era proclamado como un “Comandante sin fusil” de una revolución gestada por millones de hombres y mujeres, armados fundamentalmente con la Fe. Y allí lo escuchamos hablar nuevamente. Pero no era en ese momento aquel hombre que vimos en Neaphle-Le Chateau, del hablar pausado, en voz más bien baja, era por el contrario un líder arengando a su pueblo, un verdadero Comandante dirigiendo la batalla final, un revolucionario implacable y decidido junto a su pueblo a cambiar un sistema corrupto, usurpador y autoritario, títere del imperio yanqui, por un gobierno inspirado en la doctrina del Islam, que él aseguraba tendría como valores prioritarios la dignidad del hombre. En aquel cementerio de Behesht Zahra le escuchamos pronunciar su primer e histórico discurso después del regreso a la Patria, que nuestro siempre fiel Omar nos traducía frase a frase para que nosotros pudiésemos tomar apuntes de ello. Y fue allí que le escuchamos manifestar la angustia y la carga que le significaba enfrentarse a padres que habían perdido a sus hijos en la batalla, y dijo que Reza Pahlavi había huido de Irán, después de haberlo destruido y de haber también poblado los cementerios con los mártires del pueblo. Y fue allí, que rubricó su proclama diciendo que sería él, con el apoyo del pueblo quién designaría el gobierno dándole una bofetada en la boca al régimen despótico de Reza Pahlavi. Gracias a nuestro compañero fotógrafo logré llegar hasta el Imán Jomeini apenas terminaba su discurso. Parecía imposible acercarse a él porque estaba rodeado por la férrea línea de seguridad de los Guardias Islámicos y eran decenas de miles de manos que se estiraban tratando de tocarlo, mientras aquello de “Dios es el más grande!” seguía repitiéndose como una plegaria monocorde. En un momento se nos interceptó, pero algo gritó Héctor Omar-no sé qué porque ya dije no entendía su idioma- que sucedió o a mi me pareció que hubo una leve inclinación de cabeza del Imán Jomeini, una especie de seña con su mano, lo cierto es que la férrea barrera de brazos entrelazados de los Guardianes Islámicos se abrió y casi milagrosamente estuvimos a su lado. Y entonces allí brevemente me dijo de la significación de aquel lugar, de los mártires caídos por la revolución a lo largo de tantos años, y cuando le preguntamos en qué radicaba la fuerza de esta sublevación el nos respondió que para un musulmán, la gloria estaba en sobrevivir con triunfo una batalla, o en ser martirizado en ella por el enemigo y en esa Fe, estaba su fuerza mayor. Nos dijo también sobre la unión indestructible de la religión y la política y la esperanza de que a través de Dios, pudieran terminarse todos los sistemas despóticos en el mundo que asolan a la humanidad. Yo lamentablemente no tuve el coraje de decirle que ahora sí creía en él, y pedirle humildemente disculpas por mi insolencia en París. Sin embargo, creo, que él a través de mis ojos, supo que de ello le estaba hablando. Porque en aquella mirada final al despedirme de él, le dije y me dijo tantas cosas, de las que no precisé de la ayuda de ningún intérprete para comprenderlas. Varios días después emprendimos el viaje de regreso a Madrid. Una revolución fermental estaba cambiándole el destino a Irán, un país que el gobierno de Pahlavi en complicidad con el imperialismo yanqui había pretendido occidentalizar, derrocando su identidad, su historia, su cultura, abandonándolo cobardemente por incapacidad moral de aceptar someterse a los tribunales populares para juzgar sus actos. Un Irán con casi un sesenta por ciento de analfabetismo, y los trabajadores asalariados, los campesinos, los artesanos y la clase media menos pudiente, castigados, avasallados por la introducción de los capitales foráneos, las grandes corporaciones transnacionales, los tan manidos petrodólares, las multinacionales financieras y especuladoras y lo más grave, la corrupción y la inmoralidad pública. En esos días, en aquel Teherán convulsionado, agitado, movilizado hasta el tuétano, acontecieron dos revoluciones. Una, aquella que lideraba el Imán Jomeini y que estaba cambiando “la lógica ilógica” de la historia universal contemporánea y otra, la revolución intima, interna que aconteció en mi. El derrumbe de los íconos del pensamiento libertario y revolucionario (Marx-Lenin-Guevara- y los ácratas Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Malatesta, con sus teorías anarquistas) ante la comprobación de que existían otros caminos para la revolución y que el poder de la Fe en Dios era uno de ellos. De regreso en mi hogar, le conté a mi madre-una mujer simple, de origen campesino, profundamente católica( que solamente gracias al milagro del amor pudo-pudieron- estar unida hasta la muerte con mi padre, un acérrimo y convencido anarquista ) mi entrevista con el Imán Jomeini, le hablé de él, y ella, con el lenguaje de aquella simplicidad y pureza que le caracterizaba me dijo: - “Mirá m'hijo...yo no sé quién es ese hombre que decís...pero si te hizo hablar de nuevo de Dios, ¡Bendito sea!” Y rubricó sus palabras haciendo su acostumbrada señal de la cruz con la mano en el aire, como cuando desde chico me daba sus bendiciones antes de acostarme y al levantarme al otro día. Epílogo Durante más de un cuarto de siglo transité después de aquellos hechos con mis contradicciones a flor de piel. Por un lado mi convicción anarquista, libertaria, revolucionaria y por otro mis periódicos encuentros y desencuentros con Dios. Finalizo este viaje por la memoria, en la Ciudad Santa de Qom en Irán, justamente donde nació el Imán Jomeini y donde también se dieron los primeros actos insurgentes en contra del gobierno del Shah. Donde nació la revolución Islámica, aquella de la que fui emocionado testigo, culminó la otra, la segunda revolución de las que le hablé antes. Hace unos pocos días, el 8 de marzo de este año 2007 di mis testimonios de Fe y abracé el Islam. Por ello, quiero cerrar este trabajo, con el mensaje que envié a mis seres queridos desde aquí. Ayer Ayer descubrí el misterio del vuelo y el canto de las aves, del dulzor y la ternura de las cerezas y del ácido y fresco zumo de las naranjas. Ayer comprendí el milagro de las flores en los jardines de Teherán, que resurgían desde las entrañas de la nieve helada, y aparecían otra vez rozagantes y bellas como si en pleno invierno les hubiese acontecido una primavera. Ayer entendí que los hombres somos insignificantes ante la Majestad de Dios y que nuestra verdadera estatura no se mide de la cabeza a los pies, sino desde el exterior al interior de nosotros mismos. Ayer supe que el tiempo es en realidad algo relativo en nuestras vidas y que todo lo que pasa sobre la faz del planeta, es simplemente el preludio del verdadero tiempo de nuestra felicidad eterna. Ayer encontré definitivamente en mi camino la Verdad, largamente negada y buscada simultáneamente en una extraña simbiosis íntima que durante casi medio siglo condicionó mi vida. Ayer supe que la justicia es algo que ejercen circunstancialmente y relativamente los hombres, pero que debe a pesar de ello tener inspiración Divina y que al final del camino hay una verdadera Justicia que es la que determinará nuestra eternidad. Ayer comprobé que aún es tiempo para mí de andar el camino y llevar conmigo a tantos otros que como yo hasta ayer, no saben de todos estos misterios y estos milagros, y también como yo hasta ayer, sobreviven en las sombras, caminando a ciegas. Ayer me sentí pleno de Luz, como si de pronto a la vuelta del recodo de mi existencia hubiese aparecido una mano enorme, ofreciéndome una antorcha encendida y una voz llegada no sé si de esa mano o no, me hubiese dicho : esta antorcha de luz será tu guía de hoy en más. Nunca dejes que se apague, y trata con ella de encender otras parecidas para que alumbren a quienes encuentres en las mismas sombras en la que tú estabas. Ayer acepté la unicidad de Dios, y di testimonio de mi Fe. Ayer abracé el Islam y estoy con el alma plena de gozo. Julio César MartínezEn Qom- 9 de marzo de 2007.