Creo en Jesucristo (2) CCE 512-637

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CURSO DE FORMACIÓN PERMANENTE [X]
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
CREO EN JESUCRISTO
Los misterios de la vida de Cristo (hasta la resurrección: 512-637)
El número 512 del Catecismo recuerda que el Credo solo menciona, explícitamente, dos misterios
de la vida de Cristo: la encarnación y la pascua. No se mienta ningún otro momento.
En realidad no hace falta, porque todo lo demás, su infancia, la vida oculta en Nazaret, el bautismo
en el Jordán, sus predicaciones, los signos que realizó y la subida a Jerusalén, todo, absolutamente
todo hay que mirarlo y contemplarlo a la luz de los misterios de la Navidad y de la Pascua. Ambos
misterios encierran el significado último de la vida de Jesús y, desde ellos, todo el resto adquiere su
pleno sentido.
El Catecismo se conforma, por tanto, con indicar los elementos comunes a todos los misterios de la
vida de Jesús, señalando a continuación cuáles son esos principales misterios tanto en la etapa de la
vida oculta como en la de la vida pública.
A. Toda la vida de Cristo es misterio (514-521)
En cuanto a los rasgos comunes de la vida de Jesús, el Catecismo los resume bajo un título muy
significativo: Toda la vida de Cristo es misterio.
El Catecismo constata, primeramente, que los evangelios dan pocos datos para poder elaborar una
biografía sobre Jesús. Y es que en realidad no necesitamos conocer minuto a minuto, o día a día, lo
que Jesús fue haciendo.
Los evangelistas no pretendieron otra cosa que suscitar la fe en Jesús como Mesías, como Hijo de
Dios, como Salvador. Por eso, seleccionaron lo que creyeron más oportuno en función de las
comunidades a quienes se dirigían.
Los evangelistas, en su modo de narrar, no quisieron perderse en detalles inútiles, sino que
intentaron focalizar la mirada de los destinatarios en lo central de la persona de Jesús. Quisieron que
nos fijáramos en el poder que tenía para sanar y salvar a los hombres, de ello daban prueba los
muchos milagros de curaciones que realizó, tanto de enfermos aquejados por cualquier mal como de
los endemoniados. También quisieron que nos fijáramos en la potestad que se arrogó de perdonar
incluso los pecados; y, cómo no, que cayéramos en la cuenta de que la autoridad con que predicaba
era tan fuerte, que hasta las olas del mar se le sometían.
Todas estas cosas, los signos, los milagros, las curaciones que realizó Jesús, lo que enseñaba y la
fuerza con que lo hacía, provocó ya en su momento una profunda admiración especialmente entre la
gente sencilla. Al contemplar aquellos hechos se preguntaban atónitos: ¿Quién es éste? Esta
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pregunta fue respondida por san Pedro en la ciudad de Cesarea y hoy también la Iglesia la sigue
contestando para todos aquellos que habiendo oído hablar de Jesús, al conocer sus milagros y
escuchar sus predicaciones, quieren creer que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios bendito, y
creyendo en él encontrar la vida eterna.
Lo que Jesús realizó, cada uno de sus gestos, se convierte así en signo que remite al misterio último
de su persona: Verdadero Dios y verdadero hombre. Está claro que la humanidad de Cristo es el
sacramento, el signo, el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo, como nos
recuerda el número 515 del Catecismo. Lo visible de Jesús nos lleva, nos introduce en el misterio
invisible que encierra, en su filiación divina y en su misión redentora.
El número 516 del Catecismo nos recuerda tres cosas:
— Primero, que toda la vida de Cristo es Revelación del Padre.
— Segundo, que toda la vida de Cristo es Misterio de Redención
— Tercero, que toda la vida de Cristo es Misterio de Recapitulación.
Revelación del Padre
Jesús, el Verbo de Dios hecho hombre, vino para que conociéramos al Padre. Toda su persona es
revelación del misterio último del ser de Dios. Jesús nos mostró al Padre no sólo cuando
directamente nos habló de Él por medio de las parábolas, etc.; sino también con su forma de actuar,
con su obediencia fiel, con la aceptación en todo de la voluntad del Padre, desde la concepción
hasta la muerte. Quien ve a Jesús, ve al Padre; quien le escucha a Él, escucha asimismo al que le
envió.
Misterio de redención
En Jesús Dios estaba reconciliando el mundo consigo. Jesús es, por tanto, el instrumento, el único
mediador de la redención, no hay ni habrá ningún otro. Así, todo en la vida de Jesús sirve para
nuestra salvación. Al encarnarse, se hizo pobre para enriquecernos a todos; con su obediencia
callada y con su vida de trabajo en el hogar de Nazaret, nos libró del orgullo y de la rebeldía que
nos llevan a la desobediencia; al predicar y enseñar, nos abrió los oídos para que escucháramos con
el corazón bien dispuesto la llamada de Dios, que nos invita a la conversión; con sus curaciones y
exorcismos cargó sobre sí nuestras debilidades y flaquezas; y al resucitar nos rescató de nuestros
sepulcros y nos sacó del abismo de la muerte.
Misterio de Recapitulación
Puesto que todo había sido creado por medio del Verbo, en la nueva creación todo necesariamente
tenía que ser restaurado también por medio de Él. El hombre, que fue creado a imagen y semejanza
de Dios, recupera por medio de Cristo aquella dignidad que el pecado le arrebató. Gracias a Cristo
todo es nuevo, la humanidad, las cosas, la creación entera. Cristo es la cabeza donde se recapitula,
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por tanto, el orden nuevo que se ha iniciado por medio de Él y que, gracias a Él, alcanzará también
su plenitud.
Como consecuencia de estos tres principios, el Catecismo en los números 519 al 521 concluye
diciendo que hemos de mirar a Cristo como la causa de nuestra salvación, como aquel que lo ha
dado todo por nosotros. Es más, ahora, en la circunstancia presente, Jesús no cesa de interceder por
nosotros ante el Padre, de ofrecerse como modelo a seguir e imitar. Y, puesto que Cristo quiso
unirse a nosotros hasta pasar por uno de tantos, hemos de responderle queriendo y aceptando estar
unidos a Él, hasta hacernos una sola cosa con Él.
B. Los misterios de la infancia y de la vida oculta (522-534)
De todos estos números del Catecismo, lo que parece más interesante resaltar es, en primer lugar,
que si queremos comprender la figura de Cristo como el Mesías esperado, es necesario situarse en
el contexto de la historia de la salvación: la alianza, la ley y los profetas. Pues Jesús vino a darles
plenitud. El Mesías esperado que ya vino, volverá; y los que creemos en Jesús como Salvador, no
podemos dejar de esperarle, ya que prometió que volvería y que entonces quedaría completada su
obra.
En segundo lugar, el nacimiento de Jesús en Belén nos hace pensar en que, para entrar en el Reino
de Dios es necesario hacerse niño; es decir, abajarse, ser pequeño, nacer de nuevo o nacer de lo alto,
pues Cristo no sólo quiso nacer de María, la Virgen, sino que quiere nacer también en cada uno de
nosotros, tomar nuestra carne y elevarla a la condición de hijos de Dios.
En tercer lugar, la circuncisión del niño a los ocho días de nacer, nos habla de Jesús como hijo de
Abrahán; heredero, por tanto, de la bendición y de la promesa que Dios le hizo a él y a sus
descendientes. Con Jesús en verdad la promesa hecha a Abrahán no sólo se cumple, sino que se
abrió a todos los hombres, porque, en Cristo, estamos todos; ya que en Él se recapitula todo, por
voluntad del Padre celestial.
En cuarto lugar, la adoración de los magos venidos de Oriente (al igual que el bautismo de Jesús en
las aguas del Jordán y el milagro de las bodas de Caná) muestran que Jesús es la luz que ilumina a
todas las naciones, y que, de todas las naciones: del norte y del sur, del este y del oeste, se sentarán
en la mesa del reino de los cielos, ya que también los gentiles han sido hechos herederos de Dios y
miembros de su pueblo santo. Ellos son el nuevo Israel, al que se pertenece no en virtud de la carne
y la sangre, sino gracias a Jesucristo. Quien adora, pues, como hicieron los Magos, a Jesús como
Hijo de Dios y lo confiesa, ése es miembro del nuevo pueblo de Dios convocado por medio de
Jesucristo.
En quinto lugar, la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén nos habla de Jesús como el
Mesías esperado, pero también de un Mesías que es signo de contradicción. Así lo anunció el
anciano Simeón. Cristo vino a cumplir el plan de la salvación, y en él estaba presente el sufrimiento,
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la cruz y la muerte. María, la madre de Jesús, ha sido incorporada al misterio de la redención;
también ella, junto con su Hijo, el Único Salvador, se ofreció como víctima por los hombres.
En sexto lugar, la huida a Egipto y la matanza de los inocentes revela la oposición que existe entre
la luz y las tinieblas. La presencia de Jesús en Egipto nos remite a un nuevo Éxodo y nos habla de
un nuevo Moisés. Y es que Jesús vino para rescatar al hombre, ya no sólo de la esclavitud material,
sino de la esclavitud del pecado y de la muerte, y para conducirnos no sólo a la tierra que mana
leche y miel, sino a la patria definitiva, la del cielo, donde ya no habrá hambre, ni muerte, ni luto ni
dolor.
Por último, Nazaret nos habla de la vida de trabajo, de la familia, de la educación, del esfuerzo
callado, del aprendizaje. Jesús, obediente a la voluntad del Padre, se sometió en todo a la autoridad
de María y de José. Entre ellos fue creciendo como hombre para ser realmente semejante en todo a
nosotros, excepto en el pecado. Jesús nos enseñó así el valor de la vida cotidiana, de la vida de
familia, del trabajo bien hecho, de la educación, del esfuerzo casi siempre oculto y reconocido por
muy pocos. Así quiso el Padre que Jesús creciera y así también nosotros podemos crecer en gracia y
santidad a los ojos del Padre: ofreciendo el trabajo de cada día, las contrariedades y las dificultades
de nuestra jornada, haciendo de ello nuestra mejor oblación y acción de gracias al Padre que nos ha
dado la vida y quiere que aquello mismo que recibimos lo ofrezcamos como signo de
agradecimiento y de reconocimiento a su bondad. Ése es el culto que a Dios le agrada.
C. Los misterios de la vida pública de Jesús (535-560)
Bautismo de Jesús en el río Jordán.
Ese fue el momento, como bien sabemos, en que Jesús dio comienzo a su ministerio público, «su
hora», dicho al modo del evangelio de san Juan. Aquél día, en las aguas del río Jordán, y después de
unos casi treinta años de anonimato, el Padre lo reveló como Hijo suyo; y, desde aquella hora,
empujado por el Espíritu Santo que descendió sobre Jesús en forma de paloma, Jesús comenzó a
recorrer las aldeas y pueblos de toda Palestina para anunciar la Buena Noticia del Reino.
En el bautismo de Jesús ya se puso de manifiesto el modo como iba a realizar la misión que el Padre
le encomendó: El abajamiento, la kénosis, el anonadamiento y la humillación. El Hijo se abaja,
entra en las aguas del Jordán, imagen de la humanidad que necesita ser redimida, para asumir la
realidad del hombre pecador y transformarla desde dentro con la efusión del Espíritu Santo: el
Espíritu del Padre que nos hace realmente hijos y herederos de la vida eterna.
El Catecismo nos recuerda asimismo, a propósito del bautismo de Jesús, que es anticipo de su
muerte y resurrección. Al igual que, en su día, Jesús bajó a las aguas del Jordán, tras su muerte,
bajará igualmente a los abismos del infierno para rescatar a Adán y a todos aquellos que en Adán
murieron, para llevarlos consigo al cielo. Es decir, al lugar de donde los hombres habían sido
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desterrados a causa del pecado de Adán, pero que ahora se ha vuelto a abrir gracias a la obediencia
de Cristo a la voluntad del Padre.
Las tentaciones en el desierto
Jesús fue al desierto, allí estuvo solo, sin comer ni beber durante cuarenta días y dejándose tentar
por el demonio.
Nos enseña el Catecismo que Jesús debía vencer en el desierto las mismas tentaciones en las que
había sucumbido Adán en el paraíso e Israel durante los cuarenta años que duró su peregrinación
hasta la tierra prometida.
Se nos presenta el Señor, por tanto, como el nuevo Adán y como la imagen perfecta del nuevo
Israel, el pueblo de la Alianza.
La victoria de Jesús ante el tentador se fundamentó en la confianza absoluta en la bondad de Dios y
en su plan salvador. Jesús no dudó como lo hizo Adán; y tampoco se rebeló como lo hizo Israel.
Jesús confió y aceptó la voluntad de Dios, mostrándonos así el camino que nos arranca del pecado y
nos conduce a la vida.
Al vencer Jesús, todos hemos vencido. El enemigo del hombre ha sido derrotado, la libertad nos ha
sido devuelta. Ahora, lo que nos queda es hacer nuestro el camino de libertad que ha sido
inaugurado por Cristo, y no volver a caer en la esclavitud de la que Cristo nos liberó.
Estamos, pues, llamados a configurarnos con Cristo, rechazando la tentación para vencer al pecado.
Como Él, hemos de alimentarnos de toda palabra que sale de la boca de Dios. Hemos de confiar
asimismo en la bondad y misericordia de Dios, también (y sobre todo) cuando pasamos por la cruz
y por cualquier dificultad.. Y, por último, hemos de adorar y bendecir a Dios en toda ocasión, pues
Él es la fuente de todo bien; y hemos de rechazar, en cambio, cualquier seducción que nos provenga
de las criaturas, pues ninguna de ellas nos puede dar la vida y la felicidad plena, que solo se hallan
en Dios.
La predicación de Jesús: El Reino de los cielos está cerca
Tal y como dice el evangelio de san Marcos, Jesús comenzó a predicar diciendo: «El tiempo se ha
cumplido y el Reino de Dios está cerca». La Iglesia ha leído este texto evangélico, interpretando
que Cristo inauguró en la tierra el Reino de los cielos, y como signo de ello, comenzó a reunir en
torno a sí un grupo de discípulos que constituyeron el núcleo de la primitiva iglesia, germen y
comienzo firmísimo del Reino de Dios (cfr. LG 5 y 9).
La convocación, como todo a lo largo de la historia de la salvación, comenzó con unos pocos, mas
en realidad, al Reino inaugurado por Jesús están llamados todos. En primer lugar, los hijos de Israel,
porque suyas son la ley, las promesas y los profetas; y, luego, todas las naciones que ya fueron
bendecidas en Abrahán y a las que Cristo santificó al derramar su sangre en la cruz por todos. De
hecho, Jesús envió a sus apóstoles para que hicieran discípulos de todas las naciones.
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Para que quedara claro que el Reino es para todos y que nadie está excluido, Jesús en su predicación
anunció que el Reino es de los pobres, de los pequeños, de los que pasan hambre y sed, de los
misericordiosos. Ellos son los primeros en el Reino, cuando, por lo general, en el mundo o son los
últimos, o no tienen lugar, son los excluidos.
El reino es también de los pecadores, pues Jesús no vino a salvar a los justos, sino a los que
necesitan de salvación; es decir, a los que tienen el corazón quebrantado por el peso de sus culpas y
pecados y que, a la luz de la buena noticia del Reino, cambian y se ponen en camino hacia la casa
del Padre, atraídos por su misericordia y su perdón. Por ellos, por los pecadores, Jesús entrega su
vida.
El reino que Jesús inaugura es una realidad, al mismo tiempo, presente y futura; que ya está
actuando, pero que tiene que alcanzar su plenitud; que está enterrada y oculta, pero que algunos
encuentran y, al encontrarla, venden todo lo que tienen con tal de adquirirla; es algo que se regala,
pero que también exige esfuerzo; donde algunos trabajan de sol a sol y, sin embargo, reciben el
mismo salario que otros, que tan sólo trabajaron unas pocas horas. El reino es un misterio muy
vinculado a la persona de Jesús, a quienes creen en Jesús se les regala la luz necesaria para
descubrirlo e interpretarlo; los que no creen, aunque miren, no ven, y aunque escuchen, no oyen.
La predicación que hizo Jesús del reino, fue acompañada por muchos signos proféticos: los ciegos
veían, los cojos andaban, los sordos oían, los mudos hablaban, los leprosos quedaban limpios, los
endemoniados eran liberados de sus cadenas, los hambrientos comían pan hasta saciarse, los
muertos resucitaban y a los pobres se les anunciaba la buena noticia; pero era necesario igualmente
no escandalizarse de Jesús, de su persona y del modo como el Padre quiso que se cumplieran las
promesas hechas a Abrahán y a los profetas: en la debilidad, desde el anonadamiento, en la pobreza,
con mansedumbre, y, sobre todo, por su muerte en cruz.
Las llaves del Reino
El reino dio comienzo con Jesús, y mientras llega su plenitud, el mismo Jesús quiso fundar su
Iglesia sobre la roca de Pedro, para que se continuara anunciando y realizando la buena noticia del
Reino mediante la predicación y los sacramentos. A los apóstoles, y singularmente a Pedro, Jesús le
dio las llaves del Reino de los cielos. De este modo Pedro y los apóstoles, así como sus sucesores:
los obispos, se convirtieron en los custodios de la fe, hasta que Jesús vuelva al final de los tiempos,
y también en los garantes de su presencia: Cuando los apóstoles predican y enseñan, es Cristo quien
predica y enseña; cuando celebran los sacramentos es Cristo quien actúa por medio de ellos, pues
han sido consagrados con la efusión del Espíritu Santo para actuar en nombre de Jesús.
La Transfiguración
Mientras Jesús predicaba quiso manifestar su gloria a tres de sus apóstoles. Los llevó consigo a un
monte y se transfiguró ante ellos. Les confirmó así que Él era el Mesías, el Hijo de Dios bendito,
como le confesó Pedro en Cesarea. Les mostró igualmente que su condición de Mesías, tal y como
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les había advertido, tenía que pasar por Jerusalén, por el desprecio, por la persecución y, por último,
por la muerte y la resurrección.
En Jesús transfigurado descubrimos, no sólo la condición divina de Jesús, sino también nuestra
propia condición, la condición del hombre redimido por Cristo, destinado a participar con Él de su
gloria y de su Reino.
No hemos de dudar, por tanto, en subir con Jesús a Jerusalén, porque de esta forma tendremos parte
también en su triunfo. Así se nos ha prometido: Si sufrimos con él reinaremos con Él, si morimos
con Él viviremos con Él.
La subida de Jesús a Jerusalén
El Catecismo, en el número 557, nos dice claramente que Jesús subía a Jerusalén dispuesto a
morir. Ya que, en palabras del Maestro, no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén
(Lc 13,33).
La predicación de Jesús, alguno de sus milagros, su actitud para con los pecadores, las cosas que
decía sobre su persona, sobre la Ley, sobre el sábado y sobre el Templo, suscitaron una gran
oposición por parte de las autoridades judías y también entre sus familiares y amigos. De hecho,
algunos de ellos incluso llegaron a pensar que Jesús estaba fuera de sí (cfr. Mc 3,21).
Jesús intentaba hacerse entender, respondía a las preguntas que con intención de pillarle le hacían
unos y otros (cfr. Mt 22,15; Lc 20,20.26); pero, como estaban predispuestos en su contra, en vez de
aceptar sus enseñanzas, la sabiduría de sus contestaciones les llenaba de rabia y de rencor, y lo
único en lo que pensaban era en encontrar el modo de acabar cuanto antes con él (cfr. Mt 22,46).
Igual que a Moisés, cuando peregrinaba con el pueblo por el desierto; igual que Isaías, Jeremías,
Oseas, Amós y otros muchos profetas, también a Jesús le costaba entender y aceptar la dureza del
corazón de los hombres, reacios a dejarse iluminar y salvar. Sin embargo, Jesús veía que la voluntad
del Padre lo empujaba a seguir adelante. Con la entrega del propio Hijo, al final los hombres
llegarían a comprender hasta dónde llega el amor de Dios por sus criaturas.
Por tres veces, según los Evangelios, Jesús advirtió a sus apóstoles y discípulos más allegados que
iba a correr una suerte similar a la de otros muchos profetas de Israel, y hasta llegó a proponer una
parábola en la que desvelaba a sus opositores las verdaderas intenciones que albergaban contra él
(cfr. Mt 22,33-46; Mc 12,1-12 y Lc 20,9-19).
Intuir o saber su final no le facilitaba las cosas; a Jesús le dolía mucho la obstinación de los judíos y
su incredulidad. Tanto le dolía que, como dijimos en otra ocasión, llegó a llorar por la ciudad de
Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados (cfr. Mt 23,37; Lc 13,34;
19,41). Jesús deseaba y le hubiera gustado que Jerusalén reconociera quién era el que le traía la paz,
pero sus ojos estaban cerrados y no supieron y no quisieron admitir quién es el que viene en el
nombre del Señor (cfr. Mt 23,39).
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De hecho, Jesús, que siempre había rehuido las tentativas populares de hacerle rey (cfr. Jn 6,15), sin
embargo, en un momento dado, acepta que las multitudes comiencen aclamarle como el hijo de
David, y a cantar Hosanna; es decir, “sálvanos” o “danos tu salvación”.
Jesús entró, pues, en Jerusalén, imagen de la Iglesia, humildemente, como el enviado por el Padre a
anunciar la Verdad. Una verdad que no se impone con la violencia, sino que se propone por la
fuerza del amor.
Fueron los pobres y los niños los que salieron a recibirle y los que le aclamaron. Dando así
cumplimiento a lo que Jesús ya había anunciado en las bienaventuranzas.
D. La pasión, muerte en cruz y sepultura de Jesús (571-635)
Llegamos al núcleo de la fe cristiana. El misterio pascual de la Cruz y de la Resurrección de
Nuestro Señor Jesucristo.
Jesús vino, enviado por el Padre, y le hizo expiación por nuestros pecados. La entrega de Jesús,
hecha de una vez para siempre, es la causa de nuestra salvación; porque ni las ofrendas, ni los
sacrificios, ni las víctimas que se ofrecían por los pecados, eran capaces de cambiar el corazón de
los hombres. Mientras que la muerte de Jesús y su resurrección han redimido y salvado a la
humanidad de su principal pecado: la desconfianza y la desobediencia.
Necesitamos conocer, contemplar y meditar, pues, sobre el misterio pascual, porque en él está
nuestra salvación. La fe necesita escrutar, como dice el Catecismo, las circunstancias de la muerte
de Jesús, a fin de comprender mejor el sentido de la redención (cfr. CCE 573). Esas circunstancias
históricas las encontramos en los evangelios, pues ellos nos han sido transmitidos los recuerdos
fundamentales de los apóstoles y de aquellos que fueron testigos oculares. Y también, lo cual es aún
más importante, nos transmitieron la lectura creyente de los hechos, es decir, el sentido último que
nos permite entender, dentro de lo que cabe a nuestras capacidades, por qué era necesario que el
Mesías padeciera todo esto para entrar así en su gloria.
Jesús e Israel
La oposición a Jesús por parte, sobre todo, de fariseos y herodianos, así como de los escribas y de
los sacerdotes, es explicable, porque Jesús, desde un principio hace lo que hace, dice lo que dice,
realiza los signos que realiza, con la clara conciencia de haber sido enviado por Dios.
Cuando lo intenta explicar, enseguida, se trasluce su preexistencia divina que no deja lugar a dudas.
Aunque algunos pudieran pensar que estaba fuera de sí, o sea, que era un loco. Sin embargo, las
autoridades tuvieron claro que no era ese el caso. Jesús hablaba y enseñaba con una autoridad que
no dejaba lugar a dudas; sus signos y sus milagros eran igualmente incontestables; y, además, tenía
mucha atracción en todos los sectores de la población, incluso entre los propios miembros del
Sanedrín.
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Su pretensión, por lo tanto, desde muy pronto fue considerada blasfema y Jesús alguien peligroso
para la fe judía. Había que acabar con él.
Los puntos mayormente conflictivos en la predicación de Jesús contra la fe del pueblo judío fueron
tres:
— La sumisión a la Ley, que debía ser asumida íntegramente, tal y como había sido escrita por
Moisés; y tal y como era interpretada por los fariseos.
— El carácter central del Templo de Jerusalén, como lugar santo donde Dios habita de una
manera única.
— La fe en el Dios único, cuya gloria ningún hombre puede hacer suya, igualándose en modo
alguno con el único Señor.
Jesús y la Ley
Jesús ciertamente no vino a abolir la Ley, tal y como él mismo enseñó en el sermón del monte. Es
más Jesús se sometió a la ley desde el momento mismo de su nacimiento y fue un fiel observante de
la misma.
Pero Jesús se opuso al cumplimiento meramente externo de unos preceptos que hacían olvidar lo
fundamental de la Ley: el amor y la misericordia.
Así pues, si por cumplir la ley, alguien se piensa que está autorizado a juzgar y a condenar al
prójimo y a creerse con derechos ante Dios, está muy equivocado. Y así lo proclamó Jesús. Por eso,
cuando decía que no había venido a condenar, sino a salvar, los fariseos, en lugar de alegrarse, se
enfadaban y querían acabar con él. Los pecadores, en cambio, se llenaban de esperanza y crecía en
ellos el deseo de la conversión.
Por otra parte, entorno a la Ley mosaica había surgido toda una reglamentación que suponía una
enorme carga para las conciencias de los fieles israelitas. Jesús quiso dejar bien claro que quien ama
cumple la ley entera, y que la ley y los profetas se resumen en amar a Dios y al prójimo. Si los
escribas y maestros de la ley se empeñaron en hacer de la Ley un pesado fardo y un yugo
prácticamente imposible de llevar, Jesús anunció que su yugo era llevadero y su carga ligera, y, en
lugar de cargarlo sobre otros, él mismo quiso cargar con el peso de la cruz para hacernos libres. He
aquí otro motivo de escándalo para las mentes farisaicas.
Otra cuestión con la que Jesús se enfrentó a propósito de la ley, fue con la de la pureza legal. Es
decir, pensar que bastaba con cumplir las normas que la ley establecía sobre alimentos, abluciones,
modos de cocinar y preparar las comidas, etc., para alcanzar la pureza que Dios quería. Jesús enseñó
que el problema de la pureza e impureza no estaba en lo que provenía de fuera del hombre, sino de
lo que viene de dentro del hombre, del corazón más concretamente. Y si no convertimos el corazón,
por mucho que observemos una pureza exterior, de nada nos sirve. Dios lo que ve es el corazón, y
las obras exteriores dan gloria a Dios cuando el corazón está limpio.
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Por último, Jesús, a quien sus discípulos llamaban maestro, se atrevió a enseñar y a proponer la Ley
de un modo absolutamente novedoso: pues la proponía en primera persona. Repetía mucho una
frase, que a nosotros nos resulta ya evidente, pero que a los oídos de sus contemporáneos sonaba
muy mal: “Sabéis que se dijo a los antiguos..., pero yo os digo”. Quien había hablado en nombre de
Dios a los antiguos había sido Moisés, por tanto, Jesús se presentaba como el nuevo Moisés, es
decir, como el nuevo legislador; lo cual no dejaba de ser escandaloso y enfurecía a las autoridades,
aunque la gente sencilla se alegraba y se admiraba porque enseñaba con autoridad y no como los
escribas.
Jesús y el Templo de Jerusalén
Jesús iba al Templo y participaba de las ceremonias litúrgicas. Era la casa de su Padre, lugar de
oración, consagrado al Nombre del Señor. Pero evidentemente no quería que el culto a Dios se
redujera a un culto vacío, un culto en el que el corazón se queda lejos del Señor y se reduce a
palabras huecas y a ceremonias que no sirven para cambiar el corazón del hombre. El culto que
Dios quiere es un culto en espíritu y en verdad. Un culto donde lo exterior está en comunión con lo
interior, y donde lo interior consiste en un corazón sincero y renovado por la misericordia de Dios.
Jesús predijo la destrucción del Templo, porque vino a ofrecerse él en persona; y, siendo él la única
víctima que podía agradar al Padre, ya no eran necesarios más sacrificios, ni más víctimas, ni más
holocaustos, que se ofrecían según la Ley. Su cuerpo, ofrecido por todos, se convertía en el nuevo
templo, en el único templo, del que el templo de Jerusalén no era sino sombra y anticipo.
Ahora bien, está claro que la interpretación que Jesús dio a su muerte, en clave de destrucción del
Templo, fue leída por parte de las autoridades como un acto de subversión; lo cual contrasta con la
actitud que Jesús mantuvo a lo largo de infancia y durante su ministerio público, que fue una actitud
de respeto por el lugar sagrado. Un respeto, que le llevó a no poder aguantar la presencia de
mercaderes y cambistas, pues habían convertido la casa de oración en una cueva de ladrones. De
todos modos, tampoco la acusación que hicieron contra Jesús en casa de Caifás de que quería
destruir el Templo, fue determinante. Lo que determinó su condena fue su confesión de ser él el
Mesías, el Hijo de Dios bendito; más aún, fue su identificación con la figura escatológica del Hijo
del Hombre, sentado a la derecha de Dios y viniendo entre las nubes del cielo (cfr. Mc 14,62-64),
lo que le valió la condena por blasfemo.
Jesús y la fe de Israel en el Dios único y salvador
Israel, como todos sabemos, fue una nación monoteísta. Tenían, pues, muy claro que Dios era Dios,
que había uno solo, que estaba en el cielo y que nada de lo que hay en la tierra lo podía contener y
mucho menos representar, de ahí que el culto de los israelitas no tuviera imágenes.
Dada esta concepción de la divinidad, el que hubiera seres humanos a los que se les rindiera culto
de adoración (como en el caso, por ejemplo, de los emperadores romanos), era algo que ofendía
enormemente a la mentalidad judía: Era del todo punto blasfemo que un hombre tuviera la
pretensión de considerarse Dios y que se le tratara como tal.
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A pesar de ello Jesús tuvo pretensiones en su predicación e hizo cosas que apuntaban a que él era
alguien más que Abrahán, que Moisés, alguien más que Salomón y cualquiera de los profetas.
Jesús tuvo, en primer lugar, una actitud con los pecadores que llamó poderosísimamente la atención
de sus contemporáneos, pues comía con ellos y les admitía sin más a ser del grupo de los suyos, y
para colmo les perdonaba sus pecados en primera persona: “Tus pecados quedan perdonados”. Se
arrogaba de este modo un poder que era exclusivamente de Dios. Jesús al perdonar públicamente
los pecados ¿o actuaba como un loco y no había que hacerle mucho caso, o como un blasfemo, o
realmente era Dios y podía hacerlo?
En segundo lugar, al predicar, Jesús planteó algunas exigencias que ningún rabino, ni maestro de la
Ley, hubiera osado jamás plantear. Seguirle a él suponía dejarlo todo, abandonar padre y madre,
hijos y tierras; incluso hasta habló de odiarles. Convertirse en discípulo suyo exigía rechazar
cualquier otro señorío, había que estar dispuesto a renunciar a cualquier seguridad, pues el Hijo del
Hombre no tenía ni donde reclinar la cabeza. Jesús era tan tajante que llegó a decir que o con él o
contra él: El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama.
En tercer lugar, Jesús exigía a quienes contemplaban sus signos y milagros que no se quedaran tan
sólo en lo anecdótico de que pudiera dar de comer a una multitud hambrienta, o que pudiera
devolverle la vista a un ciego, el habla a un mudo y la vida a un muerto. Jesús quería que creyeran
en Él como el enviado del Padre, y declaraba abiertamente que era su Hijo desde siempre, antes
incluso de que existiera el mundo. Todo cuanto Él hacía era porque el Padre se lo había mandado y
era necesario creer en Él para poder conocer verdaderamente al Padre.
No es de extrañar que las autoridades judías lo consideraran un blasfemo, que con su modo de
proceder y con sus enseñanzas pretendía subvertir y podía minar cimientos en que se basaba la
religión judía. El Sanedrín, los Sumos Sacerdotes, los escribas y maestros de la Ley, al condenar a
Jesús, creyeron, pues, que estaban dando culto a Dios y que lo que hacían, lo hacían en coherencia
con la fe de sus antepasados, desde Abrahán hasta el último de los profetas. Condenando a Jesús
cumplían la Ley y salvaban sus tradiciones.
Jesús murió crucificado
El proceso de Jesús
El Catecismo, para afrontar la cuestión de la muerte de Jesús, habla, en primer lugar, del proceso de
Jesús. Tema que se puso muy de moda en los años 70 y 80.
Son tres, principalmente, las cuestiones en las que se detiene el Catecismo en este primer párrafo:
las divisiones entre las autoridades judías con respecto a Jesús; la responsabilidad colectiva de los
judíos con respecto a la muerte de Jesús; y la cuestión de que todos fuimos, en realidad, “los
autores” de la pasión de Cristo.
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No podemos decir que todos los fariseos, ni que todos los sacerdotes del templo, ni todos los
maestros de la ley, ni todos los miembros del Sanedrín se opusieron a Jesús. Las autoridades judías
no fueron unánimes en la conducta a seguir con respecto a Jesús.
Por tanto, teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas
sobre el proceso de Jesús, y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas,
el Sanedrín, Pilato), no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de
Jerusalén. Más bien, lo que cabe reconocer es que la multitud, como en tantas otras ocasiones, fue
manipulada por los poderes religiosos y políticos de unos pocos, eso sí muy influyentes, que
movieron los hilos astutamente para acabar con Jesús, pues les molestaba por muchos motivos.
Tanto Jesús en la cruz, como Pedro en la predicación del día de Pentecostés, aludieron a la
ignorancia, incluso de los jefes judíos (cfr. Lc 23,34 y Hchs 3,17).
Por todo el Catecismo ha querido recoger de la declaración del concilio Vaticano II, Nostra aetate,
las siguientes palabras: «Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a
todos los judíos que vivían entonces, ni mucho menos a los judíos de hoy... No se ha de señalar a
los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la Sagrada
Escritura».
En cambio, la Iglesia lo que sí ha defendido siempre como enseñanza que se deriva del evangelio y
del resto de los escritos del NT es que los pecadores fueron los autores y como los instrumentos de
todas las penas que soportó el divino Redentor. Son palabras del Catecismo Romano, y que nos
hacen caer en la cuenta de la responsabilidad que cada cual ha de asumir por sus propios pecados,
pues son ellos, en definitiva, la causa por la que Jesús murió; ya que vino, precisamente, a expiar
nuestros pecados. Como dice san Pablo, el Hijo del Hombre vino a dar su vida por mí (Gál 2,20).
La predicación de la Iglesia, por lo tanto, nos hace tomar conciencia de esta responsabilidad sobre la
muerte de Jesús, no porque pretenda culpabilizarnos; al contrario, lo que busca que no sintamos
responsables de nuestros actos, y, al mismo tiempo, comprendamos el infinito amor de Dios por
todos nosotros, de modo que crezca nuestro deseo de amar a Dios con el todo el corazón y, con él,
también nuestro firme propósito de no querer pecar más.
La muerte redentora de Cristo
Una vez que se nos ha hablado del proceso de Jesús, en segundo lugar, el Catecismo nos invita a
mirar el acontecimiento de la muerte de Cristo con ojos de fe.
Como acabamos de ver, la muerte de Jesús se puede explicar desde un punto de vista humano. Eran
muchos los que deseaban la muerte de Jesús, fundamentalmente por razones religiosas, ya que le
miraban como un blasfemo, alguien que estaba en contra de muchas de las tradiciones de los judíos.
Rechazaban, sobre todo, su pretensión de que fuera el Hijo de Dios.
Sin embargo Jesús en la oración del huerto de los Olivos no se queja de nada de eso. No critica ni a
los fariseos, ni a los escribas, ni a los maestros de la Ley, ni a los saduceos, ni siquiera a sus
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apóstoles que se han quedado dormidos aun cuando él les había pedido que velaran y oraran durante
una hora con él. En Getsemaní Jesús se dirige al Padre, pues sabe que es el Padre quien le ha
enviado para dar su vida en rescate por todos. Las Escrituras así lo anunciaban, la salvación de los
pecadores se tenía que realizar mediante la muerte del justo, del inocente, del que no tenía mancha
alguna. Y Jesús va a la muerte como cordero manso ante el esquilador, así lo habían predicho los
profetas.
El Verbo de Dios al encarnarse había cargado sobre sí el peso de una humanidad pecadora, para
redimirla, para sanarla desde dentro. Jesús no cometió pecado alguno, pero quiso cargar con el
pecado de los hombres. Dios le hizo pecado (o expiación por el pecado), para condenar en él al
pecado y para que los pecadores tuviéramos vida por medio de él. Éste era el plan misterioso del
Padre, que Cristo se disponía a realizar con su muerte.
Como Buen Pastor, Jesús no dudó en salir a la búsqueda de la oveja perdida para cargarla sobre sus
hombros y devolverla al redil. La muerte de Jesús es, en definitiva, la prueba suprema de ese amor
apasionado de Dios por los hombres, que para liberar al esclavo no duda en entregar al Hijo. Pero es
también la muestra del amor infinito del Hijo al Padre. Un amor que se fía y confía en Dios, incluso
en las circunstancias más adversas. Un amor que obedece hasta las últimas consecuencias. Un amor
que restaura la desobediencia y desconfianza de nuestros primeros padres en el jardín del Edén.
Sólo así podíamos ser rescatados y sanados de nuestros pecados; Jesús lo acepta y muere
amándonos y amando al Padre.
Nuestra participación en la muerte de Cristo
Antes de morir, Jesús quiso hacernos partícipes sacramentalmente de su amor y de su entrega al
Padre y a nosotros, los hombres. En la Última Cena nos dio a comer su cuerpo y a beber de su
sangre, para que estuviéramos en comunión con él y con su amor entregado por todos. Los
creyentes estamos llamados a alimentarnos continuamente de ese amor y de esa entrega, hasta dar la
vida como Cristo por amor al Padre y como servicio a los hermanos.
Si Cristo en la cruz quiso hacer suyos los sufrimientos y las cruces de todos los hombres, los
cristianos estamos llamados a asociarnos con Él y a comulgar con sus padecimientos, que hoy
continúan en la humanidad que sufre, para vivir con la esperanza de participar también un día en su
gloria.
En la Cruz, Cristo consumó su entrega y su sacrificio, iniciada en el momento de su encarnación. La
Cruz es el único sacrificio que sirve para la redención de la humanidad. Ningún hombre, ni el más
santo, estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y redimirlos. Jesús,
sí, porque en Él, nuevo Adán, estábamos ya todos, porque todos fuimos creados en Él y por medio
de Él.
Ahora bien, por el bautismo, Cristo nos ha hecho suyos, y somos realmente sus miembros. De ahí
que su pasión, como decían los santos Padres, se prolonga en sus miembros (lo que hicisteis a uno
de estos, a mí me lo hicisteis); y también Jesús quiso que los suyos, completen en su carne lo que
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falta a la pasión en favor de la su cuerpo, que es la Iglesia (cfr. Col 1,24). Así pues, todos somos
beneficiarios de la pasión de Cristo y, al mismo tiempo, en cuanto miembros de Cristo, estamos
llamados a hacernos con Él víctimas de salvación en favor de todos los hombres.
Esto es lo que se realizó plenamente en María, quien asociada estrechamente a la misión de su Hijo,
se ofreció con Él a los pies de la cruz. De ahí que algunos no duden en llamarla corredentora. No,
porque quieran, en absoluto, disminuir ni un ápice el valor único y universal de la redención de
Cristo. Sino, porque Jesús, único redentor, tuvo a bien contar con nosotros, contar con el hombre
para llevar a cabo su obra; y la primera con la que contó y la única que siempre le fue fiel en todo,
fue ella, su Madre, que también es nuestra Madre.
Jesucristo fue sepultado
Jesús gustó la muerte para bien de todos (cfr. Heb 2,9). Es decir, el alma humana de Jesús se separó
de su cuerpo y conoció la muerte como cualquiera de nosotros. Así estuvo en el sepulcro,
verdaderamente muerto hasta que resucitó.
Lo explica muy bien, san Efrén en uno de sus sermones:
«Nuestro Señor fue conculcado por la muerte, pero él, a su vez, conculcó la muerte, pasando por
ella como si fuera un camino. Se sometió a la muerte y la soportó deliberadamente para acabar
con la obstinada muerte. En efecto, nuestro Señor salió cargado con su cruz, como deseaba la
muerte; pero desde la cruz gritó, llamando a los muertos a la resurrección, en contra de lo que la
muerte deseaba. La muerte le mató gracias al cuerpo que tenía; pero él, con las mismas armas,
triunfó sobre la muerte. La divinidad se ocultó bajo los velos de la humanidad; sólo así pudo
acercarse a la muerte, y la muerte le mató, pero él, a su vez, acabó con la muerte. La muerte
destruyó la vida natural, pero luego fue destruida, a su vez, por la vida sobrenatural.
La muerte, en efecto, no hubiera podido devorarle si él no hubiera tenido un cuerpo, ni el abismo
hubiera podido tragarle si él no hubiera estado revestido de carne; por ello quiso el Señor
descender al seno de una virgen para poder ser arrebatado en su ser carnal hasta el reino de la
muerte. Así, una vez que hubo asumido el cuerpo, penetró en el reino de la muerte, destruyó sus
riquezas y desbarató sus tesoros. Porque la muerte llegó hasta Eva, la madre de todos los
vivientes. Eva era la viña, pero la muerte abrió una brecha en su cerco, valiéndose de las mismas
manos de Eva; y Eva gustó el fruto de la muerte, por lo cual la que era madre de todos los
vivientes se convirtió en fuente de muerte para todos ellos. Pero luego apareció María, la nueva
vid que reemplaza a la antigua; en ella habitó Cristo, la nueva Vida. La muerte, según su
costumbre, fue en busca de su alimento y no advirtió que, en el fruto mortal, estaba escondida la
Vida, destructora de la muerte; por ello mordió sin temor el fruto, pero entonces liberó a la vida,
y a muchos juntamente con ella.
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El admirable hijo del carpintero llevó su cruz a las moradas de la muerte, que todo lo devoraban,
y condujo así a todo el género humano a la mansión de la vida. Y la humanidad entera, que a
causa de un árbol había sido precipitada en el abismo inferior, por otro árbol, el de la cruz,
alcanzó la mansión de la vida. En el árbol, pues, en que había sido injertado un esqueje de
muerte amarga, se injertó luego otro de vida feliz, para que confesemos que Cristo es Señor de
toda la creación.
¡A ti la gloria, a ti que con tu cruz elevaste como un puente sobre la misma muerte, para que las
almas pudieran pasar por él desde la región de la muerte a la región de la vida!
¡A ti la gloria, a ti que asumiste un cuerpo mortal e hiciste de él fuente de vida para todos los
mortales!
Tú vives para siempre; los que te dieron muerte se comportaron como los agricultores:
enterraron la vida en el sepulcro, como el grano de trigo se entierra en el surco, para que luego
brotara y resucitara llevando consigo a otros muchos.»
Jesucristo descendió a los infiernos
La primera parte de este artículo nos recuerda que la muerte de Jesús fue eficaz por sí misma, pues,
al reposar el Señor en el sepulcro, bajó a las entrañas de la tierra para rescatar y levantar a los que
yacían en tinieblas y en sombras de muerte. De este modo la humanidad entera quedaba redimida
por completo. Sí, al entrar la vida en la muerte, la muerte quedó destruida para siempre. El
abajamiento del Verbo de Dios, que comenzó cuando se hizo carne en el seno de la Virgen María,
llegó a su punto culminante cuando descendió Jesús a los abismos de la muerte. Jesús, como el buen
pastor, no dudó en ir a buscar a la oveja perdida. Esa oveja era Adán, a quien por su desobediencia
se le habían cerrado las puertas del paraíso y que había sido condenado a volver al polvo de la tierra
de donde había salido. Al morir Jesús y ser sepultado, el Señor de la vida volvió a insuflar el aliento
vital en las narices de Adán y lo levantó del sueño de la muerte, para llevarlo consigo, no ya al
paraíso terrenal, sino a la gloria del cielo, exaltándolo incluso por encima de los ángeles.
Por tanto, hasta los muertos recibieron el evangelio, la buena noticia (cfr. 1 Pe 4,6). Así pues,
hemos de ver en este misterio la última fase de la misión redentora que el Padre le confió al Hijo.
Comprendamos, en consecuencia, que nadie está excluido de la salvación, Jesús murió por todos los
hombres, desde el primero hasta el último, de cualquier nación, raza, pueblo o lugar.
Las puertas del abismo han quedado abiertas; y los que vivían esclavos por miedo a la muerte, han
sido liberados definitivamente por la muerte de Cristo Jesús. Quien, al salir victorioso del sepulcro,
no lo hace él solo, sino con todos aquellos a quienes rescató de la muerte, pagando como rescate el
precio de su propia sangre.
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