el borrico blanco

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EL BORRICO BLANCO
Hace tiempo, mucho tiempo, cuando el abuelo era mayor y yo pequeño,
llegaron los gitanos al pueblo con sus cestas de mimbre, con sus reatas de
burros. En las eras instalaron el campamento: unas piedras para la lumbre y
poco más. Fue por primavera, no recuerdo el año. Hace tanto tiempo...
El abuelo compró... no, mejor, le vendieron el burro: pequeño, blanco,
rechoncho, orejas puntiagudas, mirada esquiva, unas manchas negras en la
frente. Las pezuñas como zapatitos de charol; joven, saltarín, huidizo. Su afán,
tirar coces y con su hociquillo olisquear todas las cosas. Potrillo sin domar.
¡Mala compra, abuelo!
- ¿Qué hacemos con el burro, padre?
- Mételo con las ovejas.
Mucho costó que entrara el burrillo en la corte. Las ovejas balaban y
balaban. El burrillo comenzó a rebuznar. Levantando el hociquillo al cielo,
brillaban sus dientes. Las gallinas corren despavoridas cacareando sin parar.
Todos se ríen. La abuela retuerce el mandil. De pronto el carnero arremete
contra el burro. Golpea su barriga, retrocede y vuelve a golpear. Su retorcida
cornamenta impacta contra las ancas del animal. El burro responde con coces,
una y otra vez, hasta que dio al carnero en el morro, con tanta fuerza que cayó
redondo, inconsciente.
- ¿Qué hacemos, padre?
- Déjalo estar. Algo habrá aprendido el carnero.
Al amanecer los gallos tocaron diana. El sol borra las sombras. Los
pájaros empiezan su parloteo revoltoso. La espadaña de la iglesia habla con
lengua de bronce. Empieza la vecería. Las vacas salen lentas del establo,
luego las ovejas, también los burros, con una algarabía de mugidos y balidos,
rebuznos y esquilas con sus distintos sonidos. Salió el carnero, seguido de sus
esposas. Miraba al burro de reojo quizás pensando "ya encontraré el momento
de vengarme". Luego salió el borrico. Con qué alegría fue al encuentro de los
suyos. Retoza y salta, intentando morder en el cuello a unos y a otros, feliz,
pueblo adelante. Era como el primer día de colegio. El “cole” de los burros.
Pasaron los días. El carnero renunció a vengarse. El borriquito entraba y salía
de la corte en compañía de las ovejas. Comía del mismo haz de hoja de chopo.
Nadie había intentado domar al borrico. Venía obediente a comer el pan de la
mano, se dejaba acariciar en sus pinadas orejas y agradecía las caricias en su
hociquillo Cuando menos lo esperabas atacaba a mordiscos y se alejaba
tirando coces al viento.
- Algo habrá que hacer -decía la abuela, mientras retorcía el mandil-.
- Algo habrá que hacer -repetía el abuelo-.
No decían más, pero se comprendía que se referían al burrillo.
En agosto las eras se llenan de vida. Allí, las morenas como castillos de
mies. La parva en redondo entregándose dócil al sol y al trillo, que las vacas
arrastran lentas, con un cansancio de siesta. Abajo, los ribones que se mojan
en el río, eterno viajero de remansadas aguas. Arriba, camino del pueblo, el
robledal y, más alto, la Peña rascando nubes extraviadas, y el sol, inmenso sol
de agosto.
Un día el abuelo, después de recoger la parva, esperando el cierzo de la
tarde para limpiar con bieldos, consumida la merienda a la sombra de las
morenas, miró al borrico que, glotón, comía las gavillas, las propias y las
ajenas. Dijo a los hijos:
- Vamos, gandules. Llegó el momento. Traedme al burro, y diez perronas
para quien lo monte. Hoy tiene que ser domado.
El abuelo tenía siete hijos: seis varones y una hembra.
-A ver -le dijo al mayor- tú el primero.
Sujetaron al burro, que se defendía con sus mañas. El abuelo colocó la
cabezada. Primero, el hocico, luego paso ésta tras las orejas y remata la hebilla
fuerte alrededor del cuello. Cedió el ramal al mozo.
- Arriba- dijo.
De un salto, y pequeño, el mozo colocó las posaderas a caballo del
borrico. Éste, que notó en su cuerpo el peso, arqueó el lomo. Luego salió,
como una ballesta, como un rayo, girando a un lado y a otro, mientras el mozo
como un pelele se tambaleaba y gritaba. Poco duró. Como un saco salió
disparado por las orejas para estrellarse contra la parva. De allí tuvieron que
sacarlo entre los gritos y risas de los otros vecinos, que se reunieron para
festejar la doma del borrico.
Tocó la vez al segundo. Con un cacho de pan atrajo al burro hasta coger
el ronzal. Mientras éste comía, él saltó a la grupa. Enfiló hacia los ribones. El
bicho giró en redondo y torció hacia las eras colindantes. Todos le seguían con
sus gritos y de pronto paró en seco su carrera dando con el zagal contra un
trillo. Malherido, intentaba seguir las risas de los mozos, aliviando sus dolores,
con el vino que la bota entrega en el abrazo.
-Estos rapaces no valen para nada- decía un viejo.
-Te quedan cuatro, abuelo. Seguro que puede con todos.
Tocó el turno al tercero. La misma técnica. El pan, un salto y el animal que
enfila los ribones para parar en seco en lo alto. Sale despedido el crío, dando
saltos y columbretas hasta el río, y allí queda metido en el agua hasta el cuello.
- Buen baño- le gritan las mozas. Todos ríen en las eras.
- Me toca a mí, gritó el cuarto.
El burro mordisqueaba las hierbas, mientras con el rabillo del ojo veía
acercarse al zagal. Cuando éste se acercó lo suficiente, giró y soltó una coz
que impactó en el trasero del crío. Y allí quedó frotándose, renunciando a
montar el borrico.
- Inténtalo, cobarde- le increpaban los vecinos.
- De eso nada- contestó, mientras rumiaba venganza como el carnero.
Tocó la vez al quinto. Pan en mano y en la otra, escondida, una vara, se
acerca, le atrae con el pan, se lo tira al suelo. El burrillo se entretiene
mordisqueando. Con un movimiento rápido el chaval envuelve el ronzal en el
brazo, tira de él con fuerza y con el palo golpea rabioso las orejillas del animal.
Nunca lo hubiera hecho, salió el animal dolido con un trote repentino. Cayó el
rapaz al suelo arrastrado con el ronzal trabado en el brazo. Corre la gente
asustada a detener al animal. En el arrastre pierde un zapato, primero, luego el
otro y la ropa, que se desgarra. Allí quedan sus pantalones prendidos en los
espinos como bandera de una batalla perdida. Por fin liberado, el muchacho
pone más empeño en ocultar sus vergüenzas, a las que protege con ambas
manos, que en curar sus heridas.
- No pasó nada, no pasó nada.
Pasado el susto, la gente grita y festeja.
- Me toca a mí, padre. Me toca a mí- grita el pequeño.
- No será tal- dice la abuela, asustada de ver a sus hijos maltrechos.
- Me toca a mí- lloraba el niño.
El abuelo tomó el ronzal del burro, apretó con fuerza para inmovilizar al
animal.
- Sube, rapaz, sube, rápido. ¿Estás ya listo?
Soltó la presa. Se mueve el bicho, y el rapaz, al sentirse solo, da un salto
y se baja. El burrillo se aleja a la carrera.
- Otra vez, papá, otra vez.
El sol se agranda en el horizonte en su marcha obligada, y ya la luna se
asoma a contemplar las eras. Deseosa quizá de reflejarse en el río, parece
reírse de la fiesta de la doma del burrillo. Vuelven las gentes a sus quehaceres.
Aparece el cierzo. Es el momento de la limpia.
La hermana, que, expectante, seguía la doma, con sus grandes ojos
negros, con su cuerpo envarado, joven, hermosa, espiga, piernas largas, corre
hacia el burrillo.
- Me toca a mí.
El abuelo se queda inmovilizado, rascándose bajo la gorra. La abuela
sale tras ella gritando:
- ¿Qué haces, sonsa, rapaza, fabia, qué haces?. Coge el botijo y ve a
por agua, Serás marimacho...
- Por agua, sí, con el burro -grita ella-.
Dejan las gentes sus faenas. Todos miran a la chica que con el pan en la
mano se acerca al burro. Coge el ronzal, acaricia sus orejas, luego el hociquillo.
Pasa su mano por el lomo suave y peludo. Le mira a los ojos y le da un beso
en la frente. De un ágil salto monta a la grupa. Con sus largas piernas traba al
animal en las zancas traseras mientras susurra:
- Quieto bonito, quieto.
Reacciona el animal, intenta un salto, da unos pasos, levanta sus patas
delanteras…
- Quieto bonito, quieto.
El sudor empapa su cuerpo. Suelta la moza la presa de sus piernas.
Corre un trecho y se revela, jadea el bicho, y la moza;
- Quieto burrito, quieto.
Las gentes de la era contemplan en silencio aquella lucha. Un salto, otro
salto, agacha la cabeza, levanta el rabo, y la moza:
- Quieto bonito, quieto.
El sudor se mezcla en la lucha y el borrico agotado inicia el paso. La
presa de la moza se hace suave iniciando un paseo por las eras. La abuela
retuerce el mandil. Todos callan, todos quietos...
- Dame el botijo, madre, grita la moza. Lo coge y a paso lento marcha el
burrillo, con la chica camino de la fuente.
Sonríe la luna que se agranda y el sol lame las montañas. Hace guiños
mientras se deja caer colgado de una nube que arrastra el viento. Cierzo del
Norte que en la era aventa la paja y saca el grano. Allá va la moza con el burro
a por agua de la fuente.
Pasó el tiempo, mucho tiempo.
¡Qué buen burro compró el abuelo! Cargado con el costal iba al molino,
al prado por sábanos de heno, a abonar las tierras de los altos. Al mercado con
la abuela, al monte con el abuelo, prestado a los vecinos... En las reatas, con
sus compañeros, venía ufano con la corbata que le ponen en el cuello. Qué
burro aquél! Y no es cuento.
Un día se enamoró y marchó para otro pueblo. Allí sólo tienen burras y él
era burro muy entero.
- ¿Qué será del burro, padre?
-Se habrá casado -dijo el abuelo-.
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