Los tratados preliminares de La Soledad, un triunfo de la diplomacia mexicana. Raúl González Lezama Investigador del INEHRM A principios de 1862, un grave peligro amenazaba a México, el estallido de una guerra que, de producirse, tendría que librar contra tres grandes potencias europeas. Con la excusa de reclamaciones económicas contra nuestro país y para lavar afrentas inferidas en contra de la dignidad de algunos de sus nacionales, España, Francia e Inglaterra desembarcaron efectivos militares en el puerto de Veracruz. Las proclamas y manifiestos que dirigieron a la población dejaban entender que apoyarían cualquier movimiento que intentara instaurar un gobierno distinto al establecido, al que no reconocían plenamente como legítimo. La administración encabezada por el presidente Benito Juárez no permaneció inactiva. Meses antes, desarrolló una estrategia dirigida por Ignacio Zaragoza e instrumentada por José López Uraga que puso en serios predicamentos a los invasores. Se dispuso la evacuación del puerto y se estableció un perímetro defensivo que impediría el avance de las tropas extranjeras si estas se decidían a avanzar al interior. El clima poco salubre de la costa actuaría en favor de los mexicanos. Tan grave era el azote del vómito negro y otros males, que en pocos días, de los seis mil hombres que formaban el ejército español, sólo unos cuatro mil se hallaban en condiciones de presentar combate. Los franceses no la pasaban mejor, pues contaban con cuatrocientos o quinientos enfermos. Muchos soldados, principalmente ibéricos, cedieron a la tentación y desertaron, unos se embarcaron rumbo a Estados Unidos y otros fueron a dar a Puebla, donde consiguieron empleo en las obras de fortificación de la ciudad. Manuel Doblado, ministro de Relaciones, ofreció la posibilidad de permitir a las tropas aliadas trasladarse a puntos más salubres a cambio de iniciar negociaciones con el gobierno de la República. El 9 de febrero, respondieron los aliados invitando a un delegado del gobierno mexicano a que fuera en persona a entrevistarse con el general Prim quien, en nombre de todos, entraría en tratos con el representante mexicano; para ello, el general “estaría el 18 a las once de la mañana, en algún punto que se escogiera a igual distancia de la Tejería y de La Soledad al rancho de la Purga”. Aquellos que seguían de cerca el conflicto creyeron que Juárez encomendaría la delicada misión de iniciar las negociaciones a su ministro de Hacienda, José González Echeverría, quien se hallaba unido por lazos familiares con el conde de Reus, pero la tarea recayó en el hábil Manuel Doblado, quien se dio tanta prisa en cumplir con su encomienda, que la diligencia que lo transportaba desde la Ciudad de México se volcó —sin consecuencias que lamentar —antes de llegar a Puebla. El punto elegido fue el pueblo de La Soledad y el 19 de febrero, salió el general catalán del puerto de Veracruz, acompañado de sus ayudantes y una escolta de cincuenta jinetes cazadores y lanceros. Próximos a su destino, el coronel Gamindez, quien con cuatro de sus hombres iba de avanzada, volvió hasta Prim y lo previno del arribo de Manuel Doblado, quien, acompañado del general Zaragoza, se aproximaban en un coche. Como gesto amistoso, les dieron alcance, y los generales Prim y Bosch subieron en el vehículo de los mexicanos y juntos entraron en La Soledad, seguidos de las escoltas españolas y mexicanas. La conferencia tuvo lugar en las casas capitulares, conocidas popularmente por los lugareños como “la casa del cura”. Una vez concluida, Juan López Ceballos, secretario del español, redactó las bases acordadas y, habiéndolas firmado, ambos representantes se pusieron en camino. En Tejería, donde llegó el conde de Reus a las 7 de la noche, lo esperaban ansiosos el almirante Jurien de la Gravière, el comodoro Dunlop y el ministro Charles Wyke. Reunidos, se dirigieron a Veracruz, donde al día siguiente fue aprobado por todos el convenio celebrado entre Prim y Doblado. Por su parte, un correo extraordinario trajo a la capital los resultados de las negociaciones. El 22 de febrero en Palacio Nacional el presidente se reunió con sus ministros durante horas analizando con sumo cuidado cada uno de los puntos pactados, ya que Doblado había actuado ad referéndum, por lo que lo acordado por él estaba condicionado a la aprobación del presidente, investido por el Congreso con facultades extraordinarias. El ministro, mientras tanto, se había dirigido a Jalapa a esperar la respuesta que le sería conducida por otro correo extraordinario. Los dos primeros artículos del tratado encierran un auténtico triunfo diplomático para el gobierno de Juárez; significaba que las potencias intervencionistas lo reconocían como legítimo, y que no prestarían su auxilio militar a cualquier facción contraria a él; se limitarían, en adelante, al arreglo de los asuntos a que se referían las reclamaciones, es decir, a meros asuntos económicos, dejando de lado cualquier tipo de cuestión que amenazara la independencia o la integridad territorial de México. La prensa y la opinión pública, salvo algunas excepciones, se mostraron favorables. Uno de los más influyentes, Francisco Zarco, confiaba plenamente en que se había alcanzado la paz y proponía que se otorgara el título de salvador de la independencia a Juárez. Una vez que el presidente Juárez, en virtud de las amplias facultades de que estaba investido, aprobó el 23 de febrero los preliminares de La Soledad, en Veracruz, los aliados enarbolaron el pabellón mexicano en los edificios públicos y en la fortaleza de San Juan de Ulúa, y comenzaron los preparativos para trasladarse al interior y establecerse en los puntos que se habían convenido. A los franceses les correspondió acampar en Tehuacán; los españoles lo harían en Orizaba y Córdoba; esta última posición la ocuparían también los ingleses, pero el comodoro Dunlop recibió órdenes de no abandonar la costa. Había suficientes razones para creer que se había logrado sortear el conflicto. Por desgracia, la tranquilidad que brindaba la esperanza de paz fue enturbiada por dos lamentables acontecimientos; uno de ellos, producto de un accidente, y otro, fruto de intrigas y conspiraciones. El primero fue una terrible explosión de pólvora ocurrida en Chalchicomula que causó la muerte de más de mil soldados mexicanos. El segundo fue la traición de los franceses que dio inicio a la Guerra de Intervención.