Mentes blancas La construcción sobre la colina tenía forma de iglú. Se recortaba en lo alto; sobre el cielo. Un amanecer del mes de Febrero, Javier salió respirando profundamente. La claridad se insinuaba apenas y presagiaba un día límpido y caluroso en aquellas playas del Pacífico. No quiso desperdiciar ni un minuto; entró, tomó su cesta de mimbre donde llevaba algunas frutas y empezó a caminar hacia el lugar de siempre; entre aquellas rocas que formaban un pequeño golfo. Se acomodó para disfrutar esa laxitud. Tiró varias veces la línea con escasa suerte. No le importó. Ya era media mañana. Debía regresar, el sol quemaba la piel. Decidió probar por última vez; tiró, picó y al recoger descubrió que no era una presa como los demás habitantes del mar. La caña se arqueaba ante el peso que arrastraba. Estuvo a punto de resbalar. Tuvo que hacer esfuerzos para hacerlo llegar hasta él. Las protuberancias rocosas dificultaban la ascensión. Finalmente lo logró. Quedó maravillado. Siempre le intrigaron las “aguavivas” pero no tenía idea de cómo eran, por lo que supuso que esto, bien podría serlo. Lo colocó con cuidado en la cesta y se detuvo a observar. Era una masa de consistencia gelatinosa, sin forma definida, transparente, de unos cincuenta centímetros de diámetro. Tenía reflejos brillantes; sin ojos ni boca, ningún rasgo. Despedía un penetrante aroma dulzón, como a manzanas marchitas en estado de descomposición. Sus movimientos eran similares a los de las agallas de los peces, un contraerse y soltarse como desperezándose. O el de las células al desplazarse y vistas por un microscopio. Sus formas cambiaban constantemente; su superficie se alargaba y convertía en largos brazos con los que cubría los espacios que le dejaban libres las paredes de la canasta. Siguiendo un impulso, le tiró un pescado de los que colgaban de su cintura, el que fue absorbido por una zona no diferenciada de su cuerpo. Quedó estupefacto. No lo pensó mas tiempo. Tapó la cesta, recogió sus bártulos y partió llevando consigo esa masa gelatinosa. El peso que portaba le dificultaba el andar en la arena. Sus ocasionales vecinos lo saludaron haciendo bromas; no les respondió. Ni siquiera se volvió para hacer un mínimo saludo. Entró en la casa. Destapó la canasta dejando a la vista el contenido. Se sorprendió, no hubo ningún cambio. Seguía viviendo fuera del agua. Jamás había visto algo similar ni tenía la seguridad que fuera un aguaviva. Era fascinante. Se alegró de estar solo. Le costó convencer a su mujer de iniciar sus vacaciones quince días antes que ella. Quería conservar su pesca y tenía tiempo mas que suficiente para investigar. Se dirigió hacia uno de los aposentos; era pequeño pero servía a sus fines. Cavó un pozo de dos metros por uno, lo llenó de agua y allí arrojó al aguaviva. Cerró puerta y ventanas para que nadie supiera de este hallazgo. De todos modos su vecino mas cercano vivía a trescientos metros de distancia. Por dos días no salió y cuando lo hizo, lanzó su bote mar adentro para regresar cuatro horas mas tarde. Su vecino lo vió y saludó en voz alta. Javier hizo oídos sordos ensimismado en la tarea de amarrar su embarcación. Recogió sus cosas. Subió presuroso hacia la colina y se encerró. Pasados diez días, su vecino comentó este hecho tan inusual y aquellos que lo escuchaban coincidieron en el cambio que se había producido en Javier, pasando de un trato cordial y simpático a una hosquedad notoria. Muy pocas veces llegaba hasta el poblado y cuando lo hizo, rehuyó a sus habitantes limitándose a hacer sus compras. Caminaba como ausente y en varias oportunidades se le escuchó responder a voces inexistentes. Por las noches, desde la casa cerrada se escuchaban lamentos como letanías y al olor del mar se mezclaba ese fuerte aroma a manzanas marchitas. Los vecinos se inquietaron, pues estos hechos modificaban la tranquilidad monótona del lugar. Así fue que hablaron con el comisario de la zona y éste a su vez con el médico, tratando de buscar una respuesta a una actitud incoherente de parte de Javier. Resolvieron hacer una visita a la colina. Esta decisión coincidió con la llegada de Genoveva, su mujer, asi es que al tope de éstos quince dias de extraños sucesos , la esperaban con ansiedad. Genoveva bajo del autobús, feliz; sus vacaciones comenzaban y venía a reencontrarse con Javier. Decidió ir caminando. Solo traía una maleta y no pensaba demasiado. Quería disfrutar de la mañana. Reconocer las rocas y los senderos. Cada año regresaba y cada año sentía el mismo placer. Tan absorta andaba que no escuchó los golpes. Cuando lo hizo, se paró en seco; se dio cuenta que había llegado al pie de la colina. Miró hacia el iglú y vio a dos hombres que bajaban a su encuentro, reconociéndola. Le explicaron las razones de tanto desasosiego y la decisión tomada. Genoveva levantó la vista hacia la casa y sintió un escalofrío. Los rayos del sol hacían rebotar destellos hirientes sobre aquella pared abovedada. Subieron los tres. El silencio lo envolvía todo. Bordearon la construcción, explorando; las ventanas y la única puerta parecían tapiadas. Solo se escuchaba el suave ulular del viento. No respondió nadie al insistente llamado, por lo que temiendo por la suerte corrida por Javier, forzaron la puerta. Necesitaron parpadear varias veces para penetrar en la semi oscuridad que cubría el recinto, y lo que vieron los ojos aterrorizados de estas personas, fue siniestro. Genoveva no salía de su asombro. Ese espectro bamboleante, de piel cetrina y rugosa no era ni la sombra de Javier. Este, estaba sentado al borde de un pozo poco profundo y lleno de agua sucia, contemplándolo con la mirada extraviada y repitiendo palabras ininteligibles. Se llevaron lo que quedaba del pobre Javier que fue internado en un Hospital Neurosiquiátrico , donde murió diez años después repitiendo hasta el ultimo momento que recibía órdenes telepáticas de lo que suponía un aguaviva. Nadie le creyó.- Esta historia que contaba mi madre, fue contada a su vez por mi abuela y así pasó de boca en boca entre los familiares; como si fuera un cuento de terror en las tardes lluviosas. Quedaba entonces libre, la fantasía de los menores, a la que los mayores agregaban siempre alguna moraleja. Esta noche, nos reunimos tres de los primos como lo hacemos una vez por mes, y trajimos a nuestra charla aquella historia un tanto inverosímil. Cada uno de nosotros incluyó su interpretación personal del hecho. Estaba recostado en el diván mirando hacia el techo, cuando se produjo un silencio que fue quebrado por mi. - ¿El iglú está desocupado? – pregunté. Mi primo Gabriel me miró sorprendido antes de contestar: - - Supongo que no pensarás ir, verdad? - - Precisamente eso es lo que haré – respondí. - - La casa está vacía desde hace veinte años – murmuró mi primo Carlos. Comprendí que perdía el tiempo invitándolos a la aventura, por lo que desperezándome, me incorporé y los miré sonriendo. - - Buenas noches, muchachos – dije por toda respuesta y me fui a dormir. Cinco días después arribé al mismo sitio que veinte años atrás lo hiciera Genoveva. Como entonces ella, llegué hasta la colina. Allí se erguía el iglú o lo que quedaba de aquella pintoresca construcción. Las hierbas habían tomado posesión del terreno circundante y se inclinaban mecidas por el viento. Me detuve ante la puerta. No me fue difícil abrirla; el aire salitroso había desarrollado su acción corrosiva sobre el suncho que la sostenía precariamente cerrada. Entré. Me golpeó el rostro una atmósfera densa, de hedor mefístico. Cerrada desde tantos años, la humedad había invadido las paredes y las telarañas se balanceaban con la brisa. Tal vez los relatos tantas veces oídos influían sobre mi ánimo. Lo cierto es que tuve el deseo de salir corriendo, pero me contuve. Regresar, era exponerme a las burlas de mis primos, que se negaron a acompañarme. De todos modos, solo pensaba estar ahí hasta el día siguiente; el suficiente para convencerme que no encontraría lo que esperaba. Llevaba en un bolso una pala y una linterna. Al instante sentí como palpable el paso del tiempo y las tinieblas del atardecer formaban una cortina impenetrable de misterio. Di rienda suelta a mi imaginación, pero esta, me jugaba una mala pasada pues me pareció oír un lejano lamento. Quedé quieto. Un par de gotas se deslizaron por mi frente y los oídos me zumbaban ante la invasión de los chorros de sangre que circulaban a toda marcha por mis venas. Los gemidos llenaron la vivienda con un sonido sobrenatural. No salían de una boca humana. Eran desgarrantes. Se diseminaban por el espacio, trepaban por las paredes para rebotar en el piso y continuar así sucesivamente. Volví a experimentar la sensación de irrealidad que me había paralizado antes. Estaba pisando el umbral de lo fantasmagórico. El secreto que había ido a buscar estaba allí, lo presentía. Cerré la puerta y me apoyé en ella. Controlé la pila de la linterna y mis ojos siguieron el haz de luz. - - Bien, me dije a mí mismo, tratando de infundirme valor – todavía tengo luz natural, así es que manos a la obra. Recordé que según los relatos, no era muy profundo y comencé a cavar, exaltado, acompañando la acción con un silbido. A poco rato de hincar percibí un ruido semejante al golpear de las olas contra las rocas, a la vez que un lamento melódico invadía la penumbra. ¿Fue alucinación o levísimas vibraciones punzaban mi cerebro?. Sacudí la cabeza ahuyentándolas. Ya estaba cayendo la noche cuando me di cuenta que el pozo estaba al descubierto. Cesó el murmullo y la luz de la linterna me mostró algo espeluznante que me congeló la mirada. Ahí, en el hueco, estaba un aguaviva o algo que se le asemejaba; gelatinosa, transparente, espectral. Mis sentidos estaban al borde del estallido; mis rodillas clavadas al piso. Un sudor helado corrió desde la frente, empapándome. Las sienes me golpeaban, al tiempo que ahogaba una exclamación. Algo húmedo se colaba a través de mi camisa, me oprimía el pecho. Mas que ver, intuí; casi reteniendo la respiración. Bajé la mirada; los ojos se me desorbitaron y la boca se abrió pero no pude gritar. Tal era el horror. Una gigantesca babosa se arrastraba por mi cuerpo dejando a su paso una estela de polvillo brillante de tonalidad iridiscente. Comprobé aterrado, que era la proyección de una parte de su cuerpo elástico. Salté atropelladamente, jadeando. Fui a lavarme. Me froté sin descansar hasta dejarme la piel enrojecida pero no pude borrar esa marca del dibujo incomprensible. En los minutos que siguieron se reanudaron los gemidos. Todo esto sucedía tan vertiginosamente, que no me daba tiempo a reaccionar y reponerme. De pronto se convertían de dulce melodía, en lamentos lastimeros. Su modulación era angustiante. ¿acaso este engendro quería conmoverme?. Esta sola idea me produjo escalofríos. ¿Acaso era mi fantasía?, o estaba recibiendo ondas telepáticas?. Todo era confuso. Me hice una pregunta: si ese monstruo estuvo encerrado tanto tiempo, como es que según los relatos no había nada en el pozo? Me estremecí. Me acerqué mas a ese hueco siniestro con la esperanza de que todo eso no fuera mas que un producto de imaginación febril; pero no. Allí estaba esa aguaviva o lo que fuera, con su movimiento ondulante y sensual. Capté algunas vibraciones. No alcanzaba a comprender, pero supe que estaban dirigidas a mí. Esa masa transparente, ¿tenia inteligencia sobrenatural? Simultáneamente percibí una variación en las ondas. Tenían mayor nitidez. Un chillido estentóreo, sibilante, taladró mis tímpanos. Ceñí mi cabeza con los brazos protegiéndola, y me enrosqué entre las piernas, desesperado; tratando de contener la dolorosa potencia de esa aguja intangible que me horadaba el cráneo. Comprendí entonces que el aguaviva trataba de apoderarse de mi cerebro. Tenía que salir de allí; pero no pude dar el primer paso hacia la puerta. Cerré los ojos y una sucesión de imágenes de horror, que me negaba a ver pero estaban proyectándose ante mí, llegaron con tanta claridad que quedé pasmado. Vi miles de monstruos gelatinosos, ahí, en el mar; acechando a la humanidad, invadirla, dominarla... Quise huir para no entrar al tortuoso sendero que me llevaría a otro mundo...., al averno... Tenía que escapar antes que esa cosa abominable afirmara su dominio sobre mí. Porque ahora sabía, sí, lo sabía. Esa aguaviva tenía un poder mental atroz y terrorífico. Mi cerebro volvió a vibrar. Apreté los dientes. Los ojos parecían querer reventar y salirse de las órbitas. Me faltaba el aire. Levanté los brazos hacia no sé que. Las manos asidas a la nada, semejaban garras doloridas. Una explosión gigantesca ciega mis sentidos. Un impresionante resplandor metálico me obliga a parpadear, mientras un ruido alienante me estremece haciéndome encoger los hombros y ladear la cabeza como desprendiéndola... Dejo de tener conciencia de mis actos. Solo mis ojos fijan en su retina la laxitud que poco a poco invade mi cuerpo. Comienza así el peregrinar por el vacío país de las mentes blancas... TITULO DESTACADO EN UN PERIODICO: “Pacífico – Islas – 20 de Febrero de 2011. Una noticia llena de estupor al mundo. Las playas están siendo invadidas por aguavivas...” --------------