Un discurso tramposo: el régimen del 78 A punto de cumplirse 36 años de vida de la constitución española de 1978, arrecia un cierto discurso que, a lomos de la corrupción y de las consecuencias de la crisis económica, pretende hacer del texto de nuestra carta magna y a los protagonistas del mismo la causa y efecto de las secuelas terribles que en términos de desigualdad, pobreza, y desafección política vive nuestro país. Los términos régimen del 78, nuevo proceso constituyente, nueva transición sugieren, al parecer, acabar con la arquitectura de un sistema democrático cuyo sujeto social, no hay que olvidarlo, fue el “pueblo” en quien descansa la soberanía y que, tras una transición política plagada de dificultades, consiguió acabar con el RÉGIMEN, este si, de la dictadura. Por cierto, con notabilísimos sacrificios de numerosos protagonistas anónimos que contribuyeron desde la izquierda y el movimiento sindical de clase a conseguirlo. Es sin duda insultante para muchos escuchar algunas afirmaciones que ni valoran ni consideran la contribución de la parte mas activa de toda una generación a aquel proceso que consiguió restablecer la democracia en España, fruto en gran medida de la movilización social. Es cierto que en los tiempos actuales asistimos a un cuestionamiento de las instituciones del Estado, y de las propias fuerzas políticas como consecuencia de la falta de respuesta de éstas a los importantes casos de corrupción y a la imposición sin debate alguno de una posición doctrinaria en lo económico y de retrocesos en derechos sociales sin precedentes impuestos desde los gobiernos del PP. Pero no es menos cierto que las alternativas a este estado de cosas e, incluso, la legítima aspiración al poder de nuevas formaciones políticas no pueden construirse sobre categorías absolutas o retóricas populistas y menos aún desde un “mantra” consistente en devaluar el ejercicio de la política y cuestionar la representatividad de las instituciones supuestamente en manos de una pretendida casta. Este es, sin duda, un peligroso discurso. Es, pues, una posición no solo populista sino ventajista del peor estilo pretender justificar el fin del “régimen del 78” en la impopularidad de la “política” en un sentido amplio. Máxime si a los porqués de esta impopularidad consideramos la contribución realizada por la derecha política y mediática necesitada de la deslegitimación de ciertas instituciones y singularmente de las organizaciones sindicales, mientras la contestación social y ciudadana acumulaba enteros por los recortes sociales. Es evidente que determinadas categorías y lemas pueden ser útiles para agitar, pero de muy incierta rentabilidad para la construcción de un proyecto de país y de futuro. Por desgracia, demasiada gente se ha apuntado acríticamente a este discurso que pretende arrasar con todo, partir de cero. Y lo peor del caso, se ha construido sobre una retórica populista que delega su responsabilidad en el “pueblo”. Es decir, la articulación social, democrática, institucional se sustituye por una nueva jerarquía de valores: “la gente” “el pueblo” en la acepción de los nuevos profetas del lenguaje. Ya no existen clases sociales, ni organizaciones que las representan. Modestamente, opino que no hace falta una segunda transición, ni un nuevo proceso constituyente, sino un profundo cambio de políticas que aborden la salida de la crisis creando empleo, garantizando la sanidad universal, la educación pública y unos sistemas de protección que garanticen la cohesión social. Y, junto a ello, una batería de reformas políticas, que deben incluir, sin duda, la reforma de la Constitución, que garanticen y blinden nuevos derechos, que resuelvan el encaje de Cataluña, que aborde la mejora del funcionamiento de las instituciones, la transparencia, la calidad de la democracia, la apertura de los partidos, las formas de participación de los ciudadanos o el sistema electoral y que siente las bases de una inexcusable exigencia ética en la práctica política. En definitiva, reformas para fortalecer la democracia, ponerla al día afrontando los nuevos problemas de los nuevos tiempos y con la incorporación de las nuevas generaciones. Pero no nuevos experimentos patrocinados por falsos profetas con un discurso de campanario que promete soluciones para todo. España es un país maduro y sabrá responder a los nuevos retos impulsando los cambios políticos necesarios pero preservando aquella parte de nuestra historia y de nuestra aún joven democracia de la vieja y secular manía española de tejer y destejer creyendo que a partir de cero se garantizan mejores y más puros resultados, ya que casi nunca se podrá construir nada con vocación de futuro sobre un paisaje calcinado. Juan José González Rodríguez Artículo de opinión publicado en la revista “Aquí”