Situación del antropomorfismo La definición de la moral deriva de la respuesta que demos a una pregunta fundamental: ¿en qué grado, en qué sentido es el ser humano un animal? Se trata de dilucidar si la moral constituye precisamente el umbral, la puerta de salida de la humanidad del reino animal, o si, por el contrario, la moral hunde sus raíces, tiene su fundamento en el ser animal -en este caso cabría decir que la moral nos hace más animales. 1. Aproximación a la moral 1.1 La acción moral Para adentrarnos en la definición de la moral vamos a comenzar esta investigación analizando qué significa “actuar moralmente”. Lo primero de todo, advirtamos que la moral está en estrecha relación con la acción, o para ser más exactos, la moral es un tipo específico de acción. Más concretamente, el hecho moral implica un sistema o un esquema de conducta: qué hacer frente a determinadas situaciones, qué decisión tomar frente a algo que sucede, o que ha sucedido o que va a suceder. Implica, pues, una encrucijada ante un acontecimiento que ofrece diferentes posibilidades a un individuo y que le impele a tomar una decisión. El hecho de que nuestra elección tenga un sentido determinado es el componente moral de nuestra acción. Pero ahondemos un poco más en este análisis: ¿cuál es ese sentido que nos hace reconocer la moralidad de una acción? Se trata de una dirección característica: la acción moral es una acción dirigida hacia otro, diferente de uno mismo. Es decir, que si yo veo una piedra que viene hacia mí y me va a dar en la cara, la acción de apartarme para evitar el impacto no es considerada como una acción moral. Sin embargo, si veo que una piedra va a impactar contra un desconocido que pasa delante mío por la calle, y me lanzo sobre él para apartarle de la trayectoria de la piedra, entonces se considera que esa acción responde a motivaciones morales. La conducta moral es, pues, fundamentalmente altruista. Incluso en casos como el suicidio, que aparentemente sólo afecta al individuo que lo lleva a cabo, se puede llegar a argumentar que es una acción inmoral por ser un acto egoísta, por ejemplo, un padre (o una madre) que se suicida dejando a unos hijos pequeños sin recursos. 1.2 El ser social y los sentimientos morales Ahora bien, ¿de dónde nos viene este altruismo? ¿Es, acaso, un impulso innato hacia la bondad otorgado por algún poder trascendente? El altruismo tiene un origen del todo terrenal, consecuencia de la tendencia lógica de todos los seres vivos a asociarse. Todos los animales participan de este esquema lógico en cierta medida. Como dice Kropotkin en “La ayuda mutua” : «En muchas vastas subdivisiones del reino animal, la ayuda mutua es regla general. La ayuda mutua se encuentra hasta entre los animales más inferiores y probablemente conoceremos alguna vez, por las personas que estudian la vida microscópica de las aguas estancadas, casos de ayuda mutua inconsciente hasta entre los microorganismos más pequeños.1» Esos casos ya han sido estudiados, por ejemplo, en la interacción entre células en la formación de los organismos multicelulares. Así lo explican Maturana y Varela: « Las células de los sistemas multicelulares existen normalmente sólo teniendo a otras células en estrecho agregamiento celular como medio de realización de su autopoiesis. » 1 Piotr Kropotkin, La ayuda mutua, capítulo I La lógica asociativa se extiende así a todas las formas de seres vivos: « Todos los seres vivos multicelulares que conocemos hay que entenderlos como elaboradas variaciones sobre el mismo tema que conocimos en el caso de la organización y la filogenia celulares.» 2 Desde la interacción celular en la formación de los organismos hasta las grandes poblaciones de infinitas especies de plantas, desde las grandes bandadas de pájaros hasta las colonias de hormigas, la existencia misma implica una coexistencia, y el hecho de vivir en sociedad obliga a una interacción entre individuos que sienta las bases de una conducta cooperativa basada en un interés común. En el caso de los animales más cercanos al ser humano (mamíferos dotados de una capacidad cerebral y emocional desarrollada), este esquema lógico tiene la forma siguiente: el hecho de vivir en sociedad, tan radicalmente constitutivo de los seres vivos, implica un intercambio recíproco entre todos los individuos que forman un grupo. De esta interacción nace un interés emocional por los demás del que surgen los sentimientos morales propiamente dichos, y entre ellos, los más importantes, la empatía y la reciprocidad. En resumen, el altruismo que reconocemos en los humanos nace de la sociabilidad o del asociacionismo constitutivo de los animales, sencillamente porque permite vivir más y mejor. Puro sentido común. 1.3 La visión antropomórfica de la conducta animal Por lo dicho hasta ahora, no está tan claro que el hecho moral, es decir, la capacidad de actuar por motivaciones altruistas, sea algo privativo de la especie humana y que no sea un tipo de comportamiento que nos identifica, cuando menos, con las especies animales cuya configuración evolutiva se halla cercana a la nuestra. Para dilucidar esta cuestión habrá que analizar determinadas ideas preconcebidas acerca de las diferencias entre la conducta humana y del resto de especies animales. Concretamente, la identificación de la conducta animal con un egoísmo radical, basada en la idea de que entre animales los individuos sólo buscan preservar su propia vida, y que, por tanto, actúan movidos únicamente por su propio interés, por su propio “instinto de conservación”. De ello se sigue que la regla conductual imperante entre animales, incluso entre individuos de un mismo grupo, es la ley del más fuerte. Tirando del hilo de esta argumentación hay que concluir que las sociedades animales no humanas son “sociedades asociales”, valga la paradoja, es decir, sociedades en las cuales cada individuo sólo mira para sí mismo y en donde la convivencia tiene un cariz cercano al autismo. De esta idea preconcebida que acabamos de ver se infiere su correlativa, a saber, que la conducta específicamente humana corresponde a la superación del brutal egoísmo del animal, y que se trata por ello de la única especie capaz de una conducta moral, o en otras palabras, de sentir empatía hacia sus semejantes. La visión antropomórfica de la naturaleza se resume, por tanto, en esta separación radical entre humanidad y animalidad. El ser animal corresponde al ser asocial y brutal, indiferente a todo lo que no sea el propio deseo, indiferente al deseo del otro, siempre listo para aniquilar todo aquello que no satisfaga sus necesidades inmediatamente, pues su única motivación es el instinto de conservación. Por cierto, que esta concepción del comportamiento animal responde al modelo proyectado en muchos de los documentales sobre el mundo natural que las televisiones emiten a diario. En las antípodas del mundo animal, el ser humano corresponde al ser social, colaborativo y altruista, el ser que sabe reprimir sus instintos bestiales en favor de la ayuda a su prójimo, y cuya motivación a la hora de actuar responde a factores no instintivos. Nuestra intención consiste, pues, en analizar y criticar estas ideas acerca de la hipotética diferencia de naturaleza entre humanos y el resto de especies animales, ideas que se hallan 2 Maturana, Humberto y Varela, Francisco - El Arbol del Conocimiento, IV pp. 51-53 Editorial Universitaria (2002) profundamente arraigadas en nuestra cultura y que determinan la idea que tenemos de nosotros mismos y, por ende, el papel que jugamos en esta intrincada red de relaciones entre seres vivos a la que llamamos “mundo”. Se trata de una cuestión crucial, pues de la imagen que tenemos de nuestra condición humana se deriva nuestro modo de ser en el mundo, o dicho a la inversa, la manera en que nos comportamos es correlativa a la imagen que tenemos de nosotros mismos. 1.4 Egoísmo y deseo Insistamos un poco más en la definición de la acción moral. Lo primero que debe quedar claro es que no se puede confundir conducta y moralidad. La conducta es un elemento constitutivo del ser animal, y por tanto es algo que compartimos con el resto de especies animales. La moral es, entonces, un modo concreto y específico de conducta. La pregunta que se nos plantea es, pues, la siguiente: ¿es la moral el modo de conducta que diferencia a los seres humanos del resto de especies animales? Como hemos precisado más arriba, la pauta moral marca el sentido de la elección que un individuo toma ante una situación concreta que afecta a otro individuo. De ahí derivan una serie de preceptos que recogen las líneas esenciales de lo que se entiende por conducta moral. Se trata de máximas cuya formulación suele ser bastante imprecisa, del tipo: “ayudar al prójimo”, “no hacer daño al prójimo”; “ama a tu prójimo como a ti mismo”; “no matarás”; “no te acostarás con la mujer del vecino”, etc. Kant formuló estas leyes del modo más general posible: « Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal ». O sea, que lo que haces tiene que poder convertirse en una regla para cualquiera que se encuentre en esa misma situación. Al tomar una decisión, ponte en el lugar de cualquier otro. En resumen, la conducta moral se define a través de una acción que va más allá de la mera necesidad individual. La acción moral se caracteriza, así, por trascender el propio interés y trasladarse al plano del interés del otro. Del “otro” en tanto que cualquier otro: no le ayudo porque sea mi hermano, mi primo, mi paisano, mi compatriota... le ayudo porque esta acción concreta que llevo a cabo ante esta situación responde a la forma de actuar de cualquier individuo. Puede, incluso, que me perjudique a mí como persona y que ponga en peligro mi propia vida, pero en cambio lo vivo como una necesidad que trasciende mi propio ser individual. Por ejemplo, si voy por la calle y me encuentro con unos individuos apaleando a otro individuo, una especie de “alarma moral” debería saltar inmediatamente. Un impulso inexorable me empuja a impedir esa acción que considero inmoral, aunque al intentar evitar el apaleamiento lo más probable es que me apaleen a mi también. Si no hago nada, precisamente por miedo a los daños a mi persona que pudieran derivarse de mi acción, entonces siento asco de mí mismo y de la propia humanidad, y me considero a mí mismo como un ser inmoral. Así, la acción moral se diferencia de la inmoral en si está determinada por intereses egoístas o no. Pero precisemos el sentido del término “egoísta”: un individuo que actúa de forma egoísta no es aquel cuya conducta se centra en el cuidado de sí mismo. De hecho, el cuidado de sí es una parte indispensable para poder ayudar a los demás. Así, pues, la conducta egoísta e inmoral es aquella que ignora sistemáticamente el deseo del otro o incluso actúa deliberadamente en contra del deseo del otro. El germen de la conducta egoísta e inmoral se halla precisamente en el descuido de uno mismo, en una cierta desconexión con la propia vida. Cuando te das asco a ti mismo es imposible que lo que le pase al otro te afecte de manera alguna, o incluso al revés, te apetece que al otro le ocurra lo peor. La empatía hacia los demás, con la que en principio todos nacemos, sólo se materializa a condición de que el propio deseo esté satisfecho. Un individuo egoísta es, por tanto, aquel que ignora el deseo del otro porque ni siquiera es capaz de satisfacer el suyo propio. 2. Genealogía de la moral 2.1 La herencia darwiniana Una vez definida la conducta moral, respondamos ahora a la pregunta de si ese tipo concreto de comportamiento es completamente ajeno al modo de actuar del animal. El argumento de que la conducta moral sólo se da en el ser humano quedaría invalidado si se demuestra que la conducta animal también puede estar determinada (o no estarlo, según el caso) por ese componente al que llamamos altruista -porque está orientada al otro. Precisamente ese ha sido el trabajo de primatólogos como Frans de Waal3, cuyo trabajo de investigación sobre la conducta de los primates quiere ser continuación de la línea abierta por el propio Darwin en El Origen del hombre. Asimismo, de Waal se declara heredero de las reflexiones de Piotr Kropotkin en El Apoyo mutuo, un darwiniano heterodoxo y crítico con las conclusiones que, en la segunda mitad del siglo XIX, los darwinistas sociales extrajeron de la idea de “struggle for life” avanzada por Darwin para explicar la evolución de las especies. La idea de Darwin es que, en nuestro proceso evolutivo como seres vivos, nos vemos abocados a una lucha por la existencia fruto de nuestra interacción con el medio circundante (el medio físico y el medio social). De algún modo, se trata de las barreras naturales que los seres vivos encuentran para desarrollarse, entre otras razones, porque si no no existirían límites a un aumento ad infinitum de las especies. Sobre el “struggle for life” Darwin señala expresamente: “Debo advertir ante todo que uso esta expresión en un sentido amplio y metafórico, que incluye la dependencia de un ser respecto de otro y -lo que es más importante- incluye no sólo la vida del individuo, sino también el éxito al dejar descendencia.4” Pero unos cuantos coetáneos de Darwin, los llamados “darwinistas sociales”, se quedaron sólo con el aspecto individual, concluyendo que la vida es una especie de competición por la supervivencia en la cual sólo sobreviven los más fuertes. De fondo late aquella vieja idea, arraigada en nuestro inconsciente colectivo, según la cual la vida en el mundo es un gran campo de batalla, un cúmulo de hostilidades, y en el que las relaciones sociales se caracterizan por un permanente estado de guerra. Nos hallamos ante una visión de la conducta animal que es un lugar común de la cultura occidental. De ella se deriva una concepción de la naturaleza humana que resume el clásico “homo homini lupus”, o sea, “el hombre es un lobo para el hombre”. De esta concepción de la naturaleza como ente hostil surge lógicamente la idea de que, en su evolución, el humano se vio obligado en un momento dado a llegar a un gran pacto social para evitar esta imparable carnicería mutua resultante de nuestro “estado de naturaleza”. Esta idea está fuertemente enraizada en la constitución del Derecho moderno, plasmada en la idea de “pacto social” desarrollada, entre otros, por Thomas Hobbes, uno de los grandes de la filosofía política de Occidente. De ese gran pacto surgió la civilización, y al mismo tiempo, nuestro abandono del mundo natural, nuestra metamorfosis en una especie distinta, ni siquiera una especie, unos seres ajenos al reino natural, pequeños dioses, entes metafísicos, extraña forma de vida, imágenes de la divinidad al precio de un inquietante malestar en la cultura. Ahora bien, no queremos que se nos malinterprete. No se trata de negar que “el hombre es un lobo para el otro el hombre”. Ese es un hecho fácilmente constatable: basta con echar un pequeño vistazo a cómo se ayudan mutuamente los países del mundo civilizado cuando se juntan en ese oxímoron llamado “Naciones Unidas”. Lo que discutimos aquí es la genealogía y la cronología de ese hecho, es decir, cuál es el origen de ese tipo de conducta y en qué momento empezó el hombre a ser un lobo para el hombre. Y si realmente la conducta moral es el producto de una salida del mundo natural. Y si realmente la civilización es un gran pacto de no agresión entre los seres humanos que nos ha convertido en seres altruistas, vacunados contra el irrefrenable impulso destructivo del “mundo natural”. 3 http://www.ted.com/speakers/frans_de_waal.html 4 Charles DARWIN (1872), El origen de las especies, Madrid, Espasa Calpe, S. A., 2008, pp. 121-122 2.2 Historiadores de la naturaleza humana También hay que decir que frente a esta idea de una humanidad separada del resto de especies del mundo natural se han levantado numerosas voces críticas a lo largo de la historia. Una corriente heterogénea que agrupa a pensadores tan aparentemente dispares como los cínicos (los kynikos -los “emparentados con los perros”-), que lo expresan con la gracia y la contundencia de Diógenes : "Cuanto más conozco a la gente, más quiero a mi perro"; el hedonismo epicúreo y su idea de que el placer es justamente aquello que identifica el comportamiento animal y el humano; el escepticismo que resume Sexto Empírico («los animales irracionales no son menos fiables que nosotros en cuanto a sus representaciones mentales»), el inmanentismo de Spinoza («el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo»), el escepticismo moderno de Hume... toda una corriente que desemboca en los grandes naturalistas del XIX, con Darwin como máximo exponente. Todos ellos coinciden en poner en duda esa aparente fisura dentro del mundo natural que representa el ser humano. La conclusión a la que se llega leyendo a estos investigadores de la naturaleza humana es que, en última instancia, la conducta específica del ser humano no difiere en lo esencial de la del resto de especies. Desde este punto de vista, la moral es algo que pertenece de suyo al ser animal, precisamente porque el ser moral y el ser social están íntimamente relacionados, toda vez que, como hemos visto, el principio de la conducta moral es el altruismo. No puede haber vida sin sociedad, o lo que es lo mismo, sin asociación, precisamente porque el ser vivo, para llegar a ser especie, necesita siempre al otro para seguir viviendo, aunque sólo sea para reproducirse. La idea de un individuo que constituye por sí solo una especie es completamente absurda desde el punto de vista de la evolución. 3. Animales morales ¿En qué sentido se puede decir entonces que hay rastros de comportamiento moral en los animales? La respuesta está en la obra de Frans de Waal, de la que aquí extraemos unos fragmentos (Primates y filósofos, 2006): “Todas las especies que se sirven de la cooperación -desde los elefantes hasta los lobos y las personas- muestran lealtad al grupo y tendencias de ayuda a los demás”. “Lo que demuestra que el altruismo animal está mucho más cerca de los humanos de lo que pensábamos y explica la llamada a que al menos temporalmente la ética deje de estar en manos de los filósofos.” “Existen numerosos ejemplos de primates que acuden en auxilio de otros en el transcurso de una pelea, rodeando con su brazo a la víctima de un ataque, u ofreciendo otras respuestas emocionales al dolor de otros.” “En el comportamiento humano, se da una relación muy estrecha entre empatía y compasión, y su expresión es el altruismo psicológico. Es razonable asumir que las respuestas altruistas y bondadosas de otros animales, especialmente entre los mamíferos, están basadas en mecanismos similares.”5 Así, pues, si existe una continuidad entre el comportamiento humano y el del resto de especies -sobre todo de aquellas que están más cerca evolutivamente de nosotros, a saber, los mamíferos en general y los grandes simios en particular- lo que se entiende como conducta asocial y egoísta es meramente una opción que se le ofrece a cada individuo ante una situación concreta. Y si la conducta moral está ligada al carácter social y a las particularidades psicológicas de la conducta animal, habría que concluir entonces que lo que diferencia una conducta moral de otra inmoral, irracional, brutal o egoísta, no es su componente animal o humano. De hecho, lo que intentamos decir es que esa distinción no tiene sentido para entender lo que es la conducta moral. 5 De Waal, Frans - Primates Y Filósofos - La Evolución De La Moral Del Simio Al Hombre, Paidós, 2007 pp. 40-50 Para que una conducta pueda ser considerada moral hay que analizar lo que la ha motivado. Acaso habría que decir que depende del tipo de deseo que la motiva: deseo de ayudar al otro o no. Unos nazis que le dan una paliza a un mendigo no actúan como animales, no actúan de modo irracional. Actúan como seres humanos civilizados, educados en el “primer mundo”, hijos del “Estado del bienestar”, nacidos en las mejores familias occidentales y enseñados en los mejores colegios. Los nazis desean apalear a los mendigos precisamente porque el mendigo representa a alguien que necesita ayuda. ¿Qué motiva entonces su conducta inmoral? ¿Por qué ese deseo, no sólo de no ayudar al prójimo, sino incluso de hacerle daño? Ahora bien, esa motivación a la que podría denominarse “perversa”, porque lo que busca es el dolor del prójimo, también está presente en los animales. Las dos tendencias se encuentran, pues, en todos los animales. 3.1 El continuum animal Pero sigamos con el análisis de si los animales son capaces de actuar según motivaciones altruistas. Como hemos dicho más arriba, la afirmación de que el ser humano es el único ser vivo capaz de actuar moralmente tiene su base en una idea previa según la cual nuestra especie ha abandonado el orden de la naturaleza para entrar en un nuevo orden propio y específico al que se identifica con la herencia cultural. Nuestra conducta no estaría subordinada a motivaciones “instintivas”, término para el cual la ciencia no ha encontrado todavía explicación, pero que representa algo así como una serie de pautas de conducta programadas a priori, que suponen, en consecuencia, que para el animal no cabe la elección en su conducta social. Para ser más precisos, el animal no elige ayudar a su prójimo, simplemente sigue un programa genético. La hembra animal protege a su camada porque se lo dicta su instinto. La madre humana, en cambio, aunque es libre para abandonarlo o matarlo, porque su Razón le permite pensar tal cosa, decide proteger a su hijo porque así lo decide racionalmente. Nuestro cometido teórico consiste, pues, en desmontar esta argumentación que consideramos absurda según la cual los animales actúan de manera maquínica, movidos cual marionetas por un programa genético, mientras que los humanos están en permanente posesión de sus actos, tomando decisiones libremente sobre su comportamiento. Para salir del círculo vicioso en el que nos vemos atrapados con esta dicotomía naturaleza/ cultura; instinto/ razón; acto moral/ acto salvaje; etc. etc. es imprescindible desechar esa idea de ruptura evolutiva entre animales y humanos, y entender la evolución como una continuidad. Se trata, en primer lugar, de dejar sentado que lo racional es resultado de un proceso evolutivo y que por tanto brota del movimiento natural, vale decir, “está” en la naturaleza. Podría decirse que es natural que un animal actúe racionalmente. Al mismo tiempo, el instinto, el acto mecánico al que nos lleva la pura necesidad, está presente en nuestros actos más racionales. Claro que el instinto está detrás del comportamiento de la madre humana cuando cría a su hijo. Claro que la hembra animal que protege a su camada es consciente de lo que hace, y mide y calcula cada gesto para se críen lo mejor posible: basta una mirada a una pequeña criatura salida de nuestra entraña para ser plenamente consciente del sentido que ha de tomar nuestra conducta. Claro que la Declaración Universal de los Derechos Humanos responde al rechazo instintivo que nos produce la injusticia. Y es que actuar moralmente es instintivo en nosotros, es esa fuerza irreprimible y consciente que nos lleva a ayudar a los demás, a proteger a nuestra prole, a defender a quien es débil, a cuidar de quien está enfermo... y todo esos actos, tan genuinamente morales, ocurren de manera inmediata, instantánea, como si se tratara de actos preprogramados. Si nos guiáramos por la mera Razón, nuestro sistema de Seguridad Social, por ejemplo, sería inviable; en efecto, el sistema de Seguridad Social no es práctico, al contrario, más bien del todo irracional. Se trata de un gasto descomunal concebido para que se beneficien sobre todo los individuos más débiles, los enfermos con enfermedades crónicas o incurables, los que no tienen recursos económicos para vivir dignamente, etc. ¿Por qué contribuimos a tamaño gasto para ayudar a individuos que no podrían pagar por sí mismos ese servicio sanitario; o que van a morir con toda probabilidad en muy poco tiempo; o a otros que van a vivir años y años en condiciones inhumanas, en estado vegetativo? ¿Qué extraña pulsión nos impele a semejante gasto inútil? La Razón nos sirve para poner en práctica aquello que nuestro instinto nos tienta a hacer. La Razón está, pues, al servicio del instinto. Pero ¿acaso el instinto no se pone al servicio de la Razón para llevar a cabo las acciones que su necesidad precisa? Entonces ¿cuál es la diferencia entre uno y otro? Se trata en ambos casos de procesos cognitivos instantáneos, movimientos neuronales inmediatos ante situaciones concretas. Veo un anciano que se tropieza y se cae en plena calle, y salto a ayudarle. ¿Ha sido un acto racional, fruto de nuestra conciencia moral? ¿Ha sido un acto instintivo, automático, ciego, una forma de actuar que ya estaba escrita en nuestro código genético? ¿No será uno y otro a la vez? Es decir, soy plenamente consciente de lo que hago cuando salto a ayudar a esa persona, midiendo cada uno de mis movimientos, y al mismo tiempo “me sale” esa reacción de forma espontánea, como si de un acto mecánico se tratase. 3.2 El mundo antropomorfo Esta idea de un continuum en el comportamiento de todas las especies animales, teniendo en cuenta los diferentes grados en que dicha conducta se materializa en cada especie, e incluso en cada individuo, tiene como objetivo último la suspensión del juicio en lo que respecta a la superioridad de la especie humana respecto del resto de especies. En otras palabras, el hecho diferencial de la especie humana no le convierte en superior. Se halla en el mismo plano que las demás especies desde el punto de vista adaptativo, es decir, que se busca la vida igual que las demás. El ser humano no es superior al piojo en nada. Porque ¿cómo se mide esa superioridad? ¿Cuál es criterio para decir que una especie es superior a otra? Acaso sea la capacidad de adaptación, de seguir viviendo por más tiempo en este mundo. ¿Y quién dice que el ser humano va a sobrevivir al piojo? ¿Es demostrable, por tanto, la pretendida superioridad de la especie humana respecto del resto de especies animales? Dicha superioridad tiene su base teórica en esa separación radical entre comportamiento humano (moral-altruista) y comportamiento animal (salvaje -egoísta). El primero representaría el heroico freno a una tendencia natural a aniquilar a los demás, a atender sólo al propio beneficio. En última instancia, para romper este círculo artificial entre humanidad y animalidad, para llegar hasta el fondo del origen de la moral en el ser humano, habría que analizar en profundidad por qué la animalidad está siempre asociada con tendencias destructivas, con un deseo irreprimible de matar a los demás. De fondo subyace una concepción de la naturaleza como fuerza hostil, que nos empuja inexorablemente hacia una competencia sin tregua, una lucha violenta con el fin de que los individuos que sobrevivan a esa guerra perpetúen la especie. Pero ¿es esa la forma en que actúan los animales realmente? ¿No nos encontramos más bien ante una manera antropomórfica de ver la vida? Es decir, ¿no estaremos proyectando nuestra propia manera de comportarnos sobre el comportamiento de los demás seres vivos? Esa concepción violenta y descarnada de la vida sería, en tal caso, un reflejo de nuestro propio universo social; o sea, ni siquiera un reflejo de nuestro comportamiento en tanto que especie, sino de la manera en que se comporta la sociedad que así piensa, que así ve la vida. En conclusión, seres morales sí; pero por pura necesidad. Criaturas divinas, sí; Hijos de Dios, sí; creados a imagen y semejanza del altísimo, sí; pero hechos con el mismo barro que los perros, los bueyes y los gusanos. Semi-dioses pero también seres indignos de entrar en el reino de los cielos, incapaces de tratar mejor a nuestros ancianos, a nuestros empleados, a nuestras mujeres y a nuestros hijos, que a una vulgar cucaracha. Seres supremos, por supuesto, pero con la cabeza en los pies.