Un mar brillante y agitado Colombo, 1939 Thani se

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Un mar brillante y agitado
Colombo, 1939
Thani se detuvo justo delante de las puertas del colegio de monjas, esperando a que la hermana
Catherine llegara para reunirse con él. Las buganvillas sobresalían por encima de los muros, exuberantes y carmesíes; por un
momento estuvo tentado de cortar una rama para regalársela a ella. Era su planta favorita, con
ese matiz brillante de sus hojas delgadas como el papel escondiendo unas diminutas flores
blancas. Pero las flores cortadas
no hacen nada más que marchitarse y morir; era mejor dejar que siguieran creciendo en la
enredadera, rodeadas por las de su propia especie, hermosas en su profusión. En lugar de cortar
aquellas flores, Thani se dedicó a observar a las jóvenes que caminaban en parejas, recatadas, a
través de la explanada de césped, vestidas con sus almidonados uniformes blancos escolares;
también oyó a las monjas dándoles estrictas instrucciones a sus protegidas.
Un acostumbrado estremecimiento de ilusión le alegró el ánimo; después de todos aquellos años
de amistad, todavía esperaba con impaciencia esos paseos con la hermana Catherine. Sus conversaciones habían
empezado cuando sus hijas no eran más que unas niñas y él las llevaba paternalmente a la
escuela de monjas, acompañándolas por entre los grandes edificios blancos que -con sus altas
columnas y sus amplios suelos de mármol- le recordaban tanto a su casa en Cinnamon Gardens.
Cuando el convento construyó una pista de tenis para las chicas -y su mujer, Bala, se preocupó
preguntándose sobre si sería decente permitir que sus hijas practicaran aquel deporte-, había sido
Thani quien había ido a hablar con las monjas y después había vuelto a casa para tranquilizar a
su esposa. ¿Le habían convencido los razonamientos de las monjas? ¿O lo había hecho el rostro radiante de la
joven hermana Catherine, con sus penetrantes ojos verdes y su pelo rojo, que siempre se le
escapaba de los confines de su recatado atuendo? Su rostro era tan pálido como un nenúfar, e
igual de delicado ante la caricia del sol. Y tenía una mente rápida, enriquecida por el
conocimiento acumulado de la civilización europea, de la literatura y de la filosofía que
enseñaba. Cuando hablaba con ella, Thani se sentía como un joven cocotero creciendo bajo la
brillante luz de su mirada, enriqueciéndose e ilustrándose.
Allí estaba ella, en lo alto de la escalinata blanca, corriendo hacia abajo despreocupadamente,
como si fuera una muchacha, a pesar de las constricciones de su hábito de monja. El corazón
empezó a latirle un poco más rápido, y entonces él cruzó las puertas y avanzó por la amplia
extensión de hierba para reunirse con ella. Thani andaba despacio; su pesada complexión madura
no le permitía moverse tan deprisa como lo hacía ella. Era lento, pero caminaba con paso firme,
sintiéndose estúpidamente feliz. Thani nunca se había planteado demasiado a fondo cuáles eran
los sentimientos que abrigaba por la hermana Catherine. Le bastaba saber que durante los
últimos veinticinco años, desde el día en que su primera hija empezó el colegio
-hasta hoy, cuando la última de sus hijas iba por fin a acabarlo-, había podido disfrutar del placer
de ir allí, para pasar unas horas paseando por aquellos jardines en compañía de la hermana
Catherine, oyéndola hablar de Chaucer y de Milton, de Platón y de Aristóteles.
-¡Señor Chelliah! ¡Lamento haberle hecho esperar!
Ella aterrizó a su lado, casi sin aliento, alzando las manos para recogerse bajo el griñón varios
mechones de cabello que se le habían salido por detrás del cuello. Ahora había unas cuantas
hebras de pelo blanco entre su cabello rojo, pero seguía siendo igual de hermosa, elegante y
delicada. Después de todos aquellos años, Thani todavía seguía sintiendo el deseo de alargar la
mano y tocarle aquellos mechones de pelo.
Él le devolvió la sonrisa.
-No se preocupe, hermana. Cuando recibí su mensaje de que deseaba verme, estuve encantado de
venir aquí. Espero que no se trate de ningún problema.
-No, no. -Ella echó a andar y él se puso a caminar a su lado-. Se trata de Shanthi, pero no se trata
de nada malo. De hecho, todo está perfectamente bien.
-¡Oh!
-Solo quería saber... cuáles son los planes que tiene para ella.
Thani sintió a la vez una oleada de recelo y otra de orgullo. Aquello había sido últimamente una
fuente de moderadas discusiones entre él y su mujer; Bala estaba decidida a concertarle un buen matrimonio a la chica, como habían hecho con las once hermanas mayores de Shanthi
y con su único hermano. Pero Thani no estaba dispuesto a dejar que su hija menor se marchara
de casa; era su favorita, la única con la que podía hablar. Era brillante, y una buena compañía
para sus pensamientos; se había planteado que posiblemente Shanthi pudiera seguir estudiando para conseguir el
título de magisterio. Y además, así podría quedarse con ellos un poco más de tiempo.
-Todavía no lo hemos decidido; mi mujer y yo no estamos completamente de acuerdo en eso.
Se sonrojó, ligeramente avergonzado, preguntándose si la monja lo subestimaría por ello. Un
hombre tenía que ser capaz de dirigir su propia casa; eso era lo que le dirían sus amigos del club,
si es que quería escucharlos. Pero, por mucho que los hombres alardeen entre sí, las cosas son
muy diferentes dentro del matrimonio.
La hermana Catherine le lanzó una astuta mirada.
-Sí, ya pensaba que las cosas podrían estar así. Pero si mis palabras pueden ocasionar más
problemas...
-Mi mujer y yo siempre hemos tenido un alto concepto de usted, hermana.
Eso era verdad; la monja había sido una visitante asidua de su casa, y había compartido
incontables tazas de té con Bala. Habían llegado a convertirse en amigas, a su manera, tal y como
lo hacen las mujeres: hablando de los niños. Si su mujer hubiera sido una persona diferente,
Thani debería haberse preguntado
si había elegido tan cuidadosamente cultivar la relación con la hermana Catherine porque
sospechaba que Thani sentía cierta atracción por la hermosa monja. Pero Bala no era ni tan
inteligente ni tan perspicaz como para llevar a cabo tales estrategias. Esa era una de las razones
por las que su matrimonio era feliz y funcionaba bien; Thani podía sentirse tranquilo al respecto
de su mujer.
La hermana Catherine respiró profundamente antes de decirle de un tirón:
-Shanthi debería ir a Pembroke para hacer un curso intensivo; ahora hay unas cuantas muchachas
que estudian ciencias allí, junto con los chicos. Aquí podemos enseñarle todo lo que sabemos, y
ponerle un tutor privado, pero no tenemos cursos de ciencias adecuados para ella. Y luego
debería ir a la universidad; debería continuar con sus estudios de física de la manera más
apropiada. Pasados uno o dos años podría matricularse en Oxford.
Thani se paró en seco, sorprendido, y se giró para mirar a la hermana Catherine a la cara.
-Debe de estar usted bromeando, hermana. Lo de Pembroke es posible, aunque Bala se va a
preocupar por la chica; con todos esos muchachos allí, podría quedar comprometida su
reputación. Y en cuanto a la universidad... Es verdad que la chica es inteligente, pero ninguna
muchacha ha ido nunca...
-Eso no es verdad -le interrumpió la monja-. Shanthi no será la primera en asistir a clases allí,
aunque las demás chicas se han matriculado directamente en medicina. -La hermana Catherine le
colocó una mano en el brazo y Thani se sonrojó bajo el sol brillante del atardecer en Colombo-.
Pero, señor Chelliah, su hija es mucho más que inteligente. Es brillante. Excepcional. Tiene
dieciséis años y está muy por delante de todas las matemáticas y la física que podemos enseñarle
aquí; se empapa de esas ciencias como una esponja, su mente va siempre por delante de nuestras
pobres y renqueantes explicaciones. Tiene que seguir avanzando; tiene que ir a Inglaterra. Solo
allí podrá tener la educación que se merece. En Oxford se convertirá en un faro, en la
constatación de las sorprendentes alturas a las que es capaz de llegar su gente.
Aquellas últimas palabras fueron como un jarro de agua helada en su cabeza. Thani había estado
flotando en una neblina placentera, halagado por los cumplidos que le estaba haciendo a su hija;
después de todo, Shanthi había heredado aquel cerebro de él. Muy a menudo él mismo había
pensado que, si se hubiera dedicado más a los estudios -cuando era un muchacho-, podría haber acabado convertido en
profesor, o puede que incluso en director de una escuela. Thani sabía que en Inglaterra Shanthi
podría encontrar la mejor educación para ella; todo el mundo conocía las brillantes atalayas de
Oxford. Pero aquellas últimas palabras de la monja: ¿iba a convertirse su amada hija en un mono
amaestrado, en un perro de feria?
-Somos perfectamente conscientes de sus capacidades, hermana.
Él tiró de su brazo soltándose de la mano de ella, y se sorprendió de su propio gesto. Nunca antes
se había enfadado con ella.
-Por supuesto que lo son. -La hermana Catherine se quedó mirándolo, impertérrita, con sus ojos
verdes muy abiertos y una expresión resuelta-. Pero ¿no quiere que también lo sepa todo el
mundo? ¿No quiere que lo sepamos nosotros?
Entonces Thani se sintió decepcionado. Nunca antes había permitido aquella mujer que su piel
blanca se interpusiera entre ellos. Él casi había llegado a olvidar que ella era blanca; mejor dicho,
había olvidado que él no lo era.
-Después de todo este tiempo, hermana, ¿sigue siendo usted una de ellos? ¿O es de los nuestros?
-Su tono de voz era más amable que el significado de sus palabras.
La hermana Catherine elevó el tono de voz al contestar.
-¿No puedo ser de los dos? No soy inglesa, ¿sabe? -Su voz chirrió de nuevo-. Irlanda tiene
bastantes razones para estar resentida con Inglaterra. Pero ¿lamenta usted que los ingleses
vinieran aquí? ¿Lamenta lo que ellos trajeron a Ceilán?
Thani no sabía qué contestar. Por una parte, podría haber contestado, sin dudarlo, que los
ingleses habían hecho grandes cosas en aquella pequeña isla. Habían traído escuelas y carreteras, nuevos sistemas
legislativos y de gobierno, y un gran tesoro: la lengua inglesa, la lengua de Shakespeare. Una
lengua que podía ayudar a llegar a la cima del mundo a aquel que la dominara. Thani había
aprendido inglés como primera lengua, y su familia se había beneficiado mucho de la llegada de
los ingleses, consiguiendo amasar una gran fortuna con el comercio del café, el té y la canela.
Sus padres solían tomar el té con los oficiales blancos locales y con sus familias, y celebraban el
cumpleaños del rey con la misma alegría que cualquiera de los ingleses. Pero aun así. Se quedó
en silencio, sin saber cómo empezar a contestar.
Rompiendo su silencio, la monja le dijo en voz baja:
-Oxford es mucho más bonito de lo que usted puede imaginarse, y allí están las mentes más
brillantes del mundo. ¿Sería capaz de negarle esos beneficios a su hija? -Se calló un instante y
luego le preguntó con firmeza-: Si se queda aquí, ¿cuál será el futuro de Shanthi? ¿Casarse con
un extraño, servirle como esposa... teniendo con él una docena de hijos como hizo su madre?
Había un tono de menosprecio en la voz de la monja, y Thani deseó contestarle y protestar en
nombre de su devota mujer. Ser una buena esposa y una buena madre era algo honorable. Pero la
vergüenza le hacía mantener la boca cerrada. ¿Acaso no había sentido él mismo ese menosprecio
algunas veces, cuando veía a Bala rodeada por sus agotadores hijos, con cara de fatiga; cuando
notaba cómo la voz se le hacía cada vez más aguda y chillona? Thani meneó la cabeza y dio un
paso atrás.
-Me ha dado usted muchas cosas en las que pensar. Le haré llegar sus palabras a mi mujer.
Adiós, hermana.
Se dio media vuelta y se apartó de ella bruscamente, echando a andar a través del césped recién
cortado.
Thani hizo volver a casa al coche que lo esperaba en la puerta
y se puso a caminar. Sintió que su corazón deseaba el clamor del mercado, la mezcla de voces
hablando tamil y cingalés; y sí, también inglés, pero no solo inglés. Había pasado tanto tiempo
hablando solo inglés -y cingalés con los criados- que ya casi había olvidado el tamil. ¿Podrían
hablarlo todavía sus hijos? Thani sintió un precipitado deseo de hacer las maletas, de abandonar
su casa y marcharse con su familia al norte, a Jaffna, a la casa de su abuela, donde podría apoyar
la cabeza sobre sus rodillas cubiertas por el sari y escuchar una vez más su cantarina voz
hablando en tamil. Pero sus hijos ya eran mayores, y la mayoría de ellos hasta tenían sus propias
casas e hijos a los que cuidar, y su abuela estaba muerta.
Los sonidos del mercado lo envolvieron, el brillante colorido de los puestos, los delgados
hombres de tez oscura pregonando pulseras de cuentas, ropas tejidas a mano, jabón de sándalo y
flores frescas. El mercado bullía de actividad; Thani siempre compraba en Cargill, cuando
compraba para él mismo. Los productos ingleses eran de una calidad excelente. De repente se
sintió agobiado y buscó un lugar en el que descansar y pensar. Echó a andar saliendo de las
anchas calles pavimentadas y metiéndose en sucios y polvorientos callejones. Se compró un coco fresco y sorbió el dulce agua de su
interior refugiándose bajo la sombra de una palmera, para luego aventurarse de nuevo bajo el sol.
A última hora de la tarde había llegado paseando hasta el mercado de la playa, donde las mujeres
de los pescadores ofrecían las capturas de sus maridos. Eran mujeres flacas, vestidas con saris descoloridos, que
discutían con obstinación con sus clientes, pidiéndoles más y más rupias. Se paró delante de una
de las redes. Unos resbaladizos pescados negros, húmedos y brillantes, llamaron su atención.
Thani estuvo tentado de comprarle varios, pero no sabía de qué peces se trataba; Vidu, el
cocinero, seguramente ya habría encargado las viandas para la cena. Bala se enfadaría con él si
ofendía a Vidu de aquella manera; el joven cingalés era un genio con las especias, y era capaz de
cocinar una caballa al curry tan aromática -y a la vez tan suavemente deliciosa- que cada bocado
era como estar saboreando un pedacito de cielo. Bala nunca había aprendido a cocinar; no le
había hecho falta. Si perdían a Vidu iban a verse metidos en un
auténtico problema, aunque la mujer de su hijo Rajan había demostrado tener una buena mano
para la cocina durante la cena del último domingo. Sus tortas de arroz eran gruesas y con un
limpio y brillante color marrón, y un suave relleno, esponjoso y ligeramente amargo.
Posiblemente deberían haber hecho algo más para animar a sus hijas a que aprendieran las
habilidades de las amas de casa; aunque, por supuesto, les habían concertado buenos
matrimonios, con hombres cuyas familias podían proveer con facilidad los suficientes criados
para que tuvieran asegurada una vida confortable. Ninguna de ellas tendría nunca la necesidad de
cocinar. La verdad es que lo habían hecho muy bien con sus hijas, casi con todas. Excepto en el
caso de la pobre Chellamani.
Habían concertado el matrimonio de la mayor de sus hijas, orgullosos de su recién descubierta
responsabilidad. Chellamani se había resistido, afirmando que no estaba segura de que le fuera a
gustar aquel chico. Bala y Thani habían hecho caso omiso de sus quejas, señalándole los muchos
matrimonios concertados que funcionaban bien -los de sus tíos y sus tías, su propio y radiante
matrimonio-, y la habían convencido de que esa historia de «me gusta, no me gusta» era una
tontería. El matrimonio no tenía nada que ver con los gustos; tenía que ver con trabajar juntos y
cuidarse el uno al otro. En aquella época eran tan jóvenes y estaban tan seguros de sí mismos que
habían sido muy estrictos con la mayor de sus hijas. Al final, Chellamani había bajado la cabeza
y había aceptado..., y luego.
Cuando ella había vuelto a su casa para visitarlos -a los pocos meses de haberse casado-, y se
había dado cuenta de que su hija trataba de ocultar un moratón con el abundante maquillaje que
llevaba en las mejillas, Thani se había sentido dominado por una justificada ira cargada de
culpabilidad. Aquel día había montado en cólera, gritando exabruptos e imprecaciones, y no
había querido calmarse hasta que Chella, sollozando, había acabado por admitirlo todo. Se había
abierto el sari y les había mostrado los verdugones que le había dejado en la espalda la caña de bambú con la que la
había azotado su marido. La muchacha se había llegado a culpar a sí misma por la naturaleza
brutal de su marido. El chico provenía de una de las familias
tamiles más ricas, pero -por lo que parecía- aquello no era garantía alguna de comportamiento
civilizado. Thani había insistido en que su hija debía volver inmediatamente a vivir con ellos.
Bala no había estado de acuerdo.
Se acordaba perfectamente de las palabras que había pronunciado su mujer en aquella ocasión:
-Chella, rasathi, tienes que volver con él. Tienes que intentar arreglar las cosas con tu marido.
Thani le había contestado a gritos, muy enfadado.
-¿Cómo crees que puede arreglar una mujer las cosas con un hombre como ese? -le había
preguntado él, perplejo-. ¿Cómo puede Chella aguantar ese tipo de comportamiento?
Su mujer le había replicado de manera cortante:
-Te sorprendería lo que son capaces de soportar las mujeres.
Al final, Thani había logrado convencer a Bala para que permitiera que su hija volviera a vivir
con ellos. Y le habían cerrado la puerta al hombre que se atrevía a llamarse a sí mismo marido de
su hija. Al poco tiempo, posiblemente avergonzado, aquel hombre había dejado de intentar ver a
su mujer. Chellamani había empezado a ayudar a Thani con las cuentas de la
familia; aunque no era tan brillante como Shanthi, siempre había tenido una buena cabeza para
los números y parecía que
le gustaba aquella ocupación. Aquello la mantenía ocupada. Chella se había convertido en su
sostén y su apoyo en la edad adulta.
No es que Thani fuera realmente viejo. Cincuenta y dos años era ser viejo en el pueblo, viejo
para el trabajo en los campos, aplastado por el trabajo y por el sol despiadado. Pero para un
residente de Cinnamon Gardens, uno de los barrios más elegantes de Colombo, aquella edad no
era nada. Thani se paseó por una zona de playa vacía, lejos de las redes de los pescadores. Caminó hasta el borde del agua, con el paso tan firme como si fuera un hombre joven. Aquel día las olas rompían con fuerza, y el viento las hacía
batir y salpicar con estruendo contra la orilla. Con unos movimientos suaves y ágiles, a pesar de su corpulencia, se sentó
con las piernas cruzadas sobre la arena húmeda.
Thani llevaba una vida holgada y placentera; de hecho vivía más o menos igual que lo hacían los
miembros de la administración colonial británica. Lo habían educado en la religión cristiana,
aunque pocas veces iba a la iglesia; su abuelo se había convertido, abandonando el hinduismo
hacía mucho tiempo. Thani había estudiado con los chicos ingleses, vestido las mismas ropas y
jugado los mismos partidos de críquet. Cuando era un niño, habría podido pensar de sí mismo
que era igual que ellos.
Sentado allí sobre la arena, mirando al este y al oeste, Thani se imaginaba que podía ver
Inglaterra, al otro lado de las olas iluminadas por el sol, y podía llegar a imaginarse a sí mismo
como un verdadero ciudadano del Imperio de Su Majestad. Pero las revueltas de 1915 y la
brutalidad de la respuesta británica habían dejado claro a todos los aristócratas ceilandeses que una educación inglesa, un
título de abogado y una pacífica sumisión a los ingleses no eran garantía de una aceptación real,
ni de que se los reconociera como clase dirigente. La tan cacareada justicia de los tribunales y las filosofías de la razón habían demostrado no ofrecer
ninguna protección a los de piel oscura.
En la época de los conflictos de 1915, Thani llevaba diez años casado, y tenía varios hijos
menores a los que proteger; recordaba el miedo que llegó a pasar entonces, y la sensación de
sentirse traicionado. Posiblemente los británicos eran mejores gobernantes de Ceilán que los
holandeses o los portugueses. Pero no por eso dejaban de ser los amos. Les habían prometido
libertad e independencia, pero hasta el momento todavía no se había cumplido ninguna de
aquellas promesas.
Se levantó lentamente y se apartó del agua, cruzando la playa de camino a la ciudad sin dejar de
darle vueltas a sus pensamientos. ¿Era capaz de imaginarse a su hija viviendo en Inglaterra?
Sabía lo que le dirían sus amigos acerca de aquella idea: ellos
no dejarían que una hija soltera viajara sola ni siquiera a Jaffna, ya no digamos que cruzara el
océano. Y aquel momento parecía ser especialmente malo; llegaban de Europa noticias
preocupantes: rumores de una época de disturbios, puede que incluso de guerra. No parecía que
aquello pudiera afectar a Inglaterra, pero todo era posible. A pesar de eso, Oxford seguía siendo
el mejor lugar para Shanthi. Si lo que le había dicho la hermana Catherine era verdad, aquel era
el único lugar para ella. ¿Tenía que preocuparse por lo que pensaran sus amigos? Ninguno de
ellos tenía una hija tan inteligente como la suya. Thani sintió una oleada de orgullo que le llenó
el pecho, y un resplandor de satisfacción mientras recordaba las palabras de la monja.
«Excepcional.» «Brillante.»
A Thani le había ido muy bien con el gobierno de los británicos. Era una persona leída, culta,
próspera y sólida. El patriarca de un clan floreciente. Podría llegar a vivir hasta los noventa años,
como había hecho su padre. O al menos eso había creído en otro tiempo. Porque últimamente su
médico había empezado a darle noticias preocupantes. Su corazón latía demasiado deprisa y a
veces de una forma irregular, y a pesar de que Thani se encontraba perfectamente bien, saludable
y fuerte, su médico parecía estar preocupado. Thani no le había dicho nada a Bala; sin tener
pruebas de que existiera un problema en su salud, no había ningún motivo para preocupar a su
mujer. De todas formas, aquello lo había tenido preocupado a él. Y le había hecho empezar a
pensar de manera diferente acerca del futuro, mirando las cosas con mente más abierta. Le
gustaría tener un lugar en los libros de historia, un lugar que se hubiera merecido él mismo, no
solo por haber nacido en el lugar adecuado y en la familia adecuada. Siempre había pensado que
su hijo podría ofrecerle a Thani un lugar en el mundo, pero Rajan parecía contento llevando una
vida sencilla junto a su mujer y su primer hijo. Puede que Thani debiera empezar a pensar en
alguna de sus hijas para ese cometido.
Thani se detuvo en medio del camino, abstraído en sus pensamientos; un carro tirado por bueyes que pasó traqueteando
a menos de un palmo de su nariz le sacó de su ensimismamiento. La calle estaba flanqueada por
vendedores ambulantes que pregonaban sus bollos de curry recién hechos y sus humeantes samosas calientes; ya casi era la hora de cenar. Su mujer estaría empezando a preocuparse.
Thani se puso a andar deprisa hacia su casa.
-Estás hecho un desastre... Llevas los pantalones llenos de arena. ¿Dónde te has estado
revolcando?
La voz de Bala sonaba enfadada, pero a pesar de todo le sonreía. Estaba sentada al piano de cola,
elegantemente vestida con un sari de seda verde. A pesar de haber tenido trece hijos, su mujer
era casi tan esbelta como una muchacha. Thani sintió todo el peso de los kilos extra que se
habían ido acumulando alrededor de su estómago durante los últimos años. Tampoco su médico
parecía estar contento con ese cambio.
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