¡Los celos! (...) Es difícil imaginarse la infamia y la degradación a la que es capaz de acomodarse un celoso sin sentir por ello ningún remordimiento. Y no son siempre las almas viles las que obran así; por el contrario, teniendo elevado sentimiento y un amor puro y devoto, es posible esconderse debajo de las mesas, comprar granujas, prestarse al más innoble espionaje (...) Cuesta trabajo figurarse los arbitrajes y la indulgencia de que algunos son capaces. Los celosos son los primeros que perdonan, todas las mujeres lo saben. Perdonarían (después de una escena terrible, naturalmente) una traición casi flagrante, los abrazos y los besos de que han sido testigos, si era ‘la última vez’, si su rival desapareciera yéndose al fin del mundo y ellos mismos se marcharan con su amada a un lugar en el que ella no encontrase más al otro. Naturalmente, la reconciliación dura poco, pues en ausencia de un rival, el celoso inventaría otro. ¿Qué vale, pues, un amor semejante, objeto de una incesante vigilancia? Pero un verdadero celoso no lo comprenderá jamás. Hay, sin embargo, entre ellos personas de sentimiento elevado y, cosa rara, cuando están al acecho en un escondrijo no sienten por el momento ningún remordimiento, aun comprendiendo lo vergonzoso de su condición.