“Un nuevo Pentecostés” Homilía en la Misa de Vigilia de Pentecostés Sábado/Domingo 26-27 de mayo de 2012 Catedral de Mar del Plata Queridos sacerdotes, queridos seminaristas, queridos chicos y chicas: ¡Qué hermoso es verlos juntos esta noche, perseverando en la oración, viviendo el deseo de la venida del Espíritu Santo sobre ustedes y sobre el mundo! Ustedes han venido para reflexionar sobre nuestros compromisos de cristianos y nuestra misión en la sociedad; para rezar y cantar; para celebrar la santa Eucaristía e implorar la venida del Espíritu que nos prometió Jesús, con la esperanza de que Él encienda nuestro entusiasmo; y con el deseo de que, a través nuestro, Él renueve la faz de la tierra. I. “En compañía de María, la madre de Jesús” (Hch 1, 14) Por el relato de San Lucas, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, sabemos que después de la ascensión de Jesús, “los Apóstoles regresaron del monte de los Olivos a Jerusalén (…). Cuando llegaron a la ciudad, subieron a la sala donde solían reunirse (…). Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch 1,12-14). También nosotros esta noche estamos como ellos, “íntimamente unidos”, pues si estamos exteriormente congregados no podemos ni debemos estar interiormente divididos. Nos dedicamos a la oración común, que tiene una fuerza y una eficacia especial. Nos sentimos acompañados por la presencia maternal de la Virgen María, la madre de Jesús, que es también nuestra madre. A ella la reconocemos y honramos como madre y modelo de la Iglesia. Ella implora con nosotros y para nosotros la venida del mismo Espíritu que a ella la convirtió en Madre virginal de su Hijo Jesucristo, el Salvador de todos los hombres. Con ella y para toda la Iglesia pedimos un nuevo Pentecostés. El Pentecostés que la Iglesia necesita, que nosotros anhelamos y que nuestra sociedad, aun sin saberlo, espera. ¿En qué mejor compañía podríamos estar esta noche, alentando nuestra oración e invocando la venida del Espíritu Santo, si no es la madre de Jesús? Ella, por su concepción inmaculada, ha sido “plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo” (LG 56). Llamada a engendrar físicamente al Salvador, se convirtió en madre de Cristo por obra del Espíritu y, mediante su consentimiento de fe a la voluntad divina, se convirtió en la puerta por donde la salvación entró en nuestro mundo. Ella entendió su vida como servicio de su Hijo. Fue su primera y mejor discípula, y en ella encontramos el modelo acabado de docilidad al Espíritu Santo. Como enseña el Concilio Vaticano II: “Por eso también la Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles” (LG 65). Lo que sucedió en María en la Anunciación, fue un anticipo de lo que sucedería en toda la Iglesia en Pentecostés. Y lo que fue obrado en ella sigue siendo el modelo de lo que acontece también en el Pentecostés permanente de la Iglesia a lo largo de los siglos, en la historia de santidad. El misterio de Pentecostés puede acontecer también esta noche, si imitamos la fe de la Virgen y, dóciles al Espíritu, abrimos de par en par las puertas de nuestro corazón a la Palabra divina. II. “Recibirán la fuerza del Espíritu Santo…y serán mis testigos” (Hch 1,8) Recordamos lo sucedido en los orígenes de la Iglesia, en la mañana de aquel domingo, cincuenta días después de la Resurrección del Señor. Pero lo hacemos orando y celebrando con profunda fe, para que aquel misterio se actualice hoy. La solemnidad de Pentecostés es un momento especial dentro del año litúrgico. De esta fiesta decimos que es el fruto maduro de la Pascua, porque en aquel día Jesús cumplió su promesa de enviar el Espíritu Santo, el mismo Espíritu que lo resucitó de entre los muertos y que ese día vino a sus discípulos con la riqueza de sus dones para renovarlos, para iluminarlos y darles a entender más a fondo sus enseñanzas; para que sintieran el gusto por las cosas de Dios; para darles coraje y quitarles el miedo de enfrentar la oposición del mundo ante el anuncio del Evangelio; para llenarlos de nuevas fuerzas. También decimos que es la fiesta de la Iglesia, porque fue entonces que la comunidad primitiva de los seguidores de Jesús se manifestó ante el mundo y el Evangelio comenzó a ser predicado a todas las gentes, en todas las lenguas y naciones. Los apóstoles presididos por Pedro, y los demás discípulos, se mostraron como una comunidad que daba testimonio de la resurrección de Jesús y de la verdad de su Evangelio. Aparecieron como el nuevo Pueblo de Dios, familia de los hijos de Dios, redimidos por Cristo y ungidos con el Espíritu Santo. Predicaban con sus palabras y más todavía con la fuerza de su ejemplo. Ahora que Jesús ya no estaba físicamente con ellos, lo sentían más presente que nunca. Se cumplía, de este modo, lo que el Maestro les había dicho: “Les digo la verdad: les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré” (Jn 16,7). Hace unos años, el documento de Aparecida, elaborado por los representantes de los obispos de América Latina y el Caribe, nos decía: “Necesitamos que cada comunidad cristiana se convierta en un poderoso centro de irradiación de la vida en Cristo. Esperamos un nuevo Pentecostés que nos libre de la fatiga, de la desilusión, la acomodación al ambiente; una venida del Espíritu que renueve nuestra alegría y nuestra esperanza. Por eso se volverá imperioso asegurar cálidos espacios de oración comunitaria que alimenten el fuego de un ardor incontenible y hagan posible un atractivo testimonio de unidad «para que el mundo crea» (Jn 17,21)” (DA 362). Sí, necesitamos un nuevo Pentecostés que nos sacuda, que impida que nos instalemos “en la comodidad, en el estancamiento y en la tibieza…” (DA 362). Necesitamos que el Espíritu venga sin cesar a nuestras vidas para vencer la tentación, para perseverar en las buenas obras, para ir en sentido contrario a la gran corriente del mundo, como supieron ir las primeras generaciones de los mártires cristianos. 2 III. “Jóvenes, les he escrito porque son fuertes” (1 Jn 2, 14) Vivimos tiempos donde hay un fuerte oleaje de nuevas formas de paganismo, que no sólo es anticristiano, sino profundamente inhumano. En la televisión y la radio, en el periodismo escrito de diarios y revistas, en la enseñanza escolar y en la cátedra universitaria, se alzan voces de fuerte crítica y ataque frontal a los valores cristianos, valores que son en realidad sencillamente humanos. Se cambia el nombre verdadero de las cosas por otro más edulcorado y falso. El mencionado documento de Aparecida, decía con lucidez: “… los jóvenes son víctimas de la influencia negativa de la cultura postmoderna, especialmente en los medios de comunicación social, trayendo consigo la fragmentación de la personalidad, la incapacidad de asumir compromisos definitivos, la ausencia de madurez humana, el debilitamiento de la identidad espiritual, entre otros, que dificultan el proceso de formación de auténticos discípulos y misioneros” (DA 318). Queridos jóvenes, dirigiéndose a ustedes el apóstol San Juan les dice en su Primera Carta: “Jóvenes, les he escrito porque son fuertes, y la Palabra de Dios permanece en ustedes, y ustedes han vencido al Maligno” (1 Jn 2, 14). En esta noche de vigilia, también yo quiero decirles: queridos chicos y chicas ¡sean fieles a Jesucristo y aprendan a luchar! Él nos promete una gran alegría y una gran recompensa: “de sus entrañas brotarán manantiales de agua viva” (Jn 7,38). Él no vino para impedir nuestra felicidad sino para indicarnos el camino: “Yo he venido para que tengan Vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). No nos dejó solos, nos dio su Espíritu para llenarnos de su fuerza. Por el dinamismo de su juventud ustedes miran hacia el futuro. En lo más profundo de sus corazones existe un anhelo de felicidad. Ustedes quieren vida en plenitud. Pero hay falsos maestros y falsos guías. No se dejen aturdir por cualquier propuesta. Piensen en los compromisos adquiridos en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, por los cuales todos estamos llamados a renovar este mundo y a edificar el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Frecuenten el sacramento de la Reconciliación y sientan el gozo y el privilegio de participar siempre en la Eucaristía de cada domingo, alimentándose con la Palabra divina y el Pan de la vida eterna. Pídanle a Dios que por medio de su Espíritu les muestre sus caminos. Y si Jesús llegara a mirarlos con ojos de predilección, pidiéndoles un seguimiento más radical, en el sacerdocio o en la vida consagrada, no le cierren el corazón. Como obispo de esta diócesis junto con los sacerdotes y seminaristas imploro sobre ustedes los dones del Espíritu Santo. ¡Feliz Pentecostés! + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3