ALFONS THOME CRISIS DE FE Y MADURACIÓN PERSONAL Lebens- und Glaubenskrisen als Chancea personalen Reifens, Trierer theologische Zeitschrift, 81 (1972) 84-101 En la pedagogía religiosa y en la pastoral se ha tenido muy poco en cuenta que la religiosidad, la credibilidad, al igual que la moralidad y la delicadeza de conciencia, no son realidades que se puedan alcanzar y mantener de forma acabada y perfecta; sino que en todos estos ámbitos se trata de un proceso dinámico, con múltiples altibajos y crisis. Ningún momento de esta realización alcanza lo definitivo, pero tampoco ninguna crisis carece de posibilidades de futuro. Tanto en los individuos como en los grupos sociales por lo tanto también en la Iglesia como organismo vivo del pueblo de Dios- se puede constatar esta alternancia de fases, y se las ha de tener en cuenta en orden a una justa apreciación y a una fructuosa dirección. Un comportamiento de insuficiente madurez personal puede constituir un peligro en el horizonte de la vida creyente, y quizá especialmente en la vida eclesiástica católica. Por ello vale la pena reflexionar sobre la conexión entre las crisis vitales y las crisis de fe como posibilidades de maduración personal. Partimos de la tesis siguiente: se es hombre (en el sentido de plena maduración y autoposesión personal) sólo en la autorrealización. No por el hecho de haber nacido de dos seres humanos ni por haber tenido lugar en uno mismo un desarrollo corporalespiritual. El hombre, en oposición al animal, es el "ser no fijado", que está llamado a autorrealizarse, no absolutamente, pero sí dentro de unos límites relativamente amplios. Nos oponemos, pues, al humanismo evolucionista, que considera al hombre exclusivamente como una parte de un proceso de evolución omnicomprensivo, regido por el mecanismo automático de la selección natural y no por un esfuerzo consciente, por fuerzas personales. Lo humanamente posible no se reduce al conjunto de datos con que podemos alimentar un computer y de los que podemos obtener un resultado. Lo humanamente posible incluye lo inesperado, lo sorprendente, lo no enteramente fabricable y manipulable; muestra versatilidades y cambios; manifiesta, en ocasiones, fuerzas incalculables. El hombre es el ser dispuesto a comenzar de nuevo, el ser del cambio repentino. Pero por ello es el ser de las crisis. En los procesos críticos, en las rupturas, separaciones y oposiciones, en el continuo cuestionarse, iniciar y ensayar, se esfuerza el hombre por llegar a la maduración de sí mismo. En ningún momento se posee el hombre totalmente, ninguna fase de su vida es inalterable, ninguna está fijada y asegurada; todas tienen necesidad de ampliación, modificación y transformación. Un breve repaso a la alternancia de fases emocionales (de crisis) con períodos de tranquilidad y consolidación puede dejarnos ver hasta qué punto la psicología evolutiva corrobora nuestra tesis. Crisis de infancia y niñez Un primer -y en cierto modo típico-- proceso de crisis en el desarrollo humano se presenta con el nacimiento. El nuevo ser humano experimenta vitalmente el acontecimiento dramático de su nacimiento como un desligarse del estrecho, pero ALFONS THOME seguro y equilibrado, seno materno. Un desligarse que es tanto una liberación, como un comienzo. Las etapas ulteriores del desarrollo del lactante hasta la "edad del correteo" llevan en sí momentos importantes de autoposición y de ordenaciones personales de futuro, y ya en ellas se adoptan y hacen propios unos modos de reacción que son codeterminantes para la posterior estructura del carácter. Otro período de crisis aparece en la gamada primera edad "terca" ("nonismo"), hacia el final del tercer año. El ser humano empieza a decir "yo", a delimitarse frente a los demás como un individuo, a tomar una actitud hostil, a oponerse. Pero en este comportamiento terco, de crisis, irá echando sus raíces la individualidad, la independencia, la autonomía, la futura personalidad. Es un momento altamente fructífero por más que se manifieste bajo la larva nada agradable del capricho y de la obstinación. En sus juegos (juega a ser padre, madre, médico, cura... ) se libera el niño, al menos ilusoriamente, de la situación del ser enteramente dependiente, y goza anticipadamente en su fantasía del ser mayor, de la autodeterminación. Muchas anamnesias de personas inmaduras, neuróticas, histéricas ponen de manifiesto que la represión de este proceso -por ejemplo, bajo la consigna "hay que quebrar la obstinación infantil"- produjo graves daños, que se han de corregir en amargas crisis posteriores (trastornos en el contacto personal y humano con los demás, desviaciones en el comportamiento sexual, etc). Esta fase de crisis tiene también sus repercusiones en el desarrollo religioso del hombre. La desvinculación de la madre y de los allegados es también la primera toma de contacto con un rumbo que orienta al niño hacia un ser más digno de confianza. La búsqueda de la confianza puede ser un motivo fundamental que lleva a despertar la religiosidad. Otra fase emocional y de crisis es la llamada "edad del parloteo", entre los 8 y 9 años. El niño rompe otra vez con un esquema de comportamiento consolidado, se aprecia una intranquilidad y cambios de crisis. Las incómodas experiencias de los educadores en este momento de ruptura y de nuevo inicio infantil no deben obstaculizar las posibilidades de desarrollo personal propio de esta edad, en la que el niño pasa de la imagen del mundo mágico- fantástica de la primera infancia, a una comprensión de la existencia más realista. El niño debe superar también la dependencia en su religiosidad de la participación familiar. Lo que hasta ahora no era posible, ni por tanto realizable, se convierte en tarea: la estructura eclesial de la religiosidad. Pues ahora empiezan a abrirse los horizontes de las estructuras sociales, del grupo, de la clase, de la comunidad, como exigencia y como tarea tanto en su comprensión como en su puesta en práctica vital. Es el momento de la participación individual e independiente en la vida de la iglesia, especialmente en la Eucaristía y en la Liturgia. Pero es también el momento en que se empieza a comprender y poner en práctica los rasgos sociales esenciales, y por consiguiente, también la eclesialidad de la fe cristiana. Crisis de juventud Con la juventud se presenta la crisis de desarrollo personal por excelencia, con un doble apogeo: uno a los 13/14 años como crisis de crecimiento predominantemente corporal, otro a los 16/17 como proceso de arranque espiritual decisivo (crisis de juventud). A pesar de las diferencias en su desarrollo podemos dar a las dos fases la misma ALFONS THOME caracterización: se experimenta ahora la exigencia de llegar a ser persona en sentido pleno. El llegar a ser persona se realiza en un proceso de crisis y roturas extremadamente complejo y enmarañado. La transformación corporal, sobre todo el desarrollo de la función sexual con las experiencias sensibles y sentimentales a ella ligadas, lleva consigo excitación, intranquilidad, susceptibilidad, imprevisión, inhibición, en una palabra, toda una gama de comportamientos opuestos, que a veces llegan a tener carácter neurótico. Los diarios de estos años reflejan la exultación jubilosa (hasta el tercer cielo), tanto como la congoja- hasta- la- muerte. Una oposición segura de sí, irritante y pasional contra todo lo que huele a autoridad se empareja con una entrega entusiasta, a veces totalmente desinteresada, a otro u otra. Con frecuencia se busca tan pasionalmente la unión íntima y profunda en la amistad, como la soledad. Pero quienes rodean al joven (educadores, padres, incluso el amigo o amiga) no deben olvidar nunca que bajo estas desabridas larvas quiere formarse la atractiva mariposa de una humanidad con mayor resonancia personal. Formarse, y no desarrollarse, porque el hombre como persona es obra de sí mismo. Por doloroso que sea el sobrellevarlo, el individuo debe realizar este proceso disparatado y conflictivo. Todas las crisis (y en la de juventud es bien patente) son momentos bipolares con la tensión del desgarramiento, de la inseguridad dolorosamente atormentadora y de la peligrosidad. Por eso se arredra quien se siente atrapado; muchos amigos y educadores querrían ahorrarse este trance. Por eso se inclinan demasiado a frenar este proceso, a reprimirlo, a esquivarlo, a huir de él. Por miedo y por anhelo de seguridad, se intenta amortiguarlo, alcanzar un estado de suspensión, y dar largas a la decisión. En ésta, como en todas las crisis, se debe intentar -por doloroso que sea- todo lo que ayuda a realizar una personalidad más madura: valor para realizar la individualidad, pero no en el aislamiento egoísta, sino en la armonizante correspondencia a otro tú. Pretender, con toda la fuerza de la propia personalidad, el dominio de la capacidad de decisión. Con todo, será necesario que se empiece a tener el valor de reconocer lo transitorio, que se mantenga y vaya profundizando la conciencia de la incompleción y de lo fragmentario, que se vea la necesidad de una rectificación. Cuanto más retonote el hombre en cada fase sólo un estado transitorio de autorrealización, una maduración fragmentaria, y cuanto más resuelto está a llevar adelante el proceso de una nueva duda, de una nueva vuelta atrás, tanto menos dolorosas le serán las experiencias críticas ulteriores: éxito- fracaso, salud-enfermedad, riqueza-pobreza. Todo esto tiene vigencia en la maduración de la vida de fe, ya que es esencial a la revelación cristiana la estructura personal, el carácter de encuentro personal y comunitario. El proceso natural de la formación de la personalidad está en correspondencia con la realización de una credibilidad cristiana emancipada y madura. La madurez de vida lleva a la madurez de fe. La inseguridad en el control de la conciencia, sobre todo en el plano erótico-sexual, el fracaso en los arrogantes planes de afirmación de sí mismo, la incontrolabilidad de los sentimientos, el testarudo cerrarse ante educadores y sacerdotes, y la atormentadora experiencia de la soledad son terreno abonado para el necesario proceso de transformación de la religiosidad en sentido personal. Se desencadena un proceso de búsqueda de confianza y sentido existencial, ALFONS THOME definitivo y satisfactorio. Pero el deseo de independencia religiosa y de propia responsabilidad, que va unido a este proceso de búsqueda, lleva a una irritación frente a la sujeción eclesiástica del ofrecimiento salvífico. Se desarrolla cuando menos, un precavido escepticismo ante la autoridad eclesiástica, tanto por lo que se refiere al magisterio como al campo de la dirección sacramental. Con frecuencia el compromiso eclesiástico desciende al punto cero, se cae en un indiferentismo mortal y, en ocasiones, en una agresividad irritantemente hostil. En este terreno de excitabilidad espiritual y de múltiple desazón general, crece, por una parte, la exigencia de un ámbito de confianza plena y de válida donación de sentido. Pero, por otra, a causa de la problemática de marcados rasgos subjetivos y personales, el joven la emprende contra la eclesialidad objetiva, con frecuencia autoritaria, que se abre poco a lo profundamente personal. El joven se debate entre conflictos, a lo que se añade la experiencia de una profunda insatisfacción. En tales casos, cuán poca es la ayuda que le pueden prestar el tradicional encuentro de la confesión y el carácter genérico de la misma! La problemática de la juventud está en disfuncionalidad casi total con la eclesialidad. La credibilidad en la iglesia queda reducida casi exclusivamente al poder de irradiación personal que despliega el sacerdote o el educador. Por eso el anhelo religioso y creyente básico busca en esta edad -algo parecido vale para todas las crisisel encuentro marcadamente personal; de ahí la especial inclinación en tales fases a derivar hacia el conventículo y lo sectario. Serias dudas intelectuales vienen a unirse a este estado de ánimo. Debido a la relevancia personal de esta y semejantes fases, las dudas surgen principalmente por la estructura autoritaria de la iglesia. No sólo en casos como el de Sartre, Beauvoir y otros; sino también entre la juventud -de escuelas profesionales y de bachillerato- se presenta la duda en la eclesialidad de la fe. "No puedo sacarme de encima la duda en la autoridad de los sacerdotes, desde el papa hasta el último de los coadjutores... ¡Cómo puede el papa determinar lo que hemos de creer!" (composición de un aprendiz de comercio de 16 años). La experiencia del radical sinsentido de la existencia agudiza esta duda. Aparece en toda su crudeza la incongruencia e incompatibilidad entre la situación experimentada como personal, subjetiva y singular, y la norma universal. Es característica de esta y otras crisis el problema de la teodicea "¿por qué permite Dios tanto mal...?, ¿por qué estas injusticias: al bueno le va mal y al malo, bien?..., si Dios quiere castigarnos, ¿por qué es tan cruel?". En la duda se incluyen las verdades fundamentales de la fe cristiana tales como la encarnación y la resurrección, es decir, los problemas fundamentales de la cristología y de la antropología cristiana ("vida eterna"). La pregunta por la existencia de Dios se hace candente. Pero por más incómodo y doloroso que se presente este proceso esta fase de la pubertad y de la crisis de juventud es uno de los momentos más fructíferos de la conformación de la vida. Por más que los jóvenes inmediatamente afectados padecen las consecuencias en sí mismos, por más inaguantables que se presenten los "desvergonzados hijos" en la familia, en la escuela, en la iglesia y en la sociedad, se valen de este proceso de crisis para llegar a la mayoría de edad personal, van formando así un futuro pleno de esperanza para ellos mismos, para la sociedad humana y, no en último lugar, para la Iglesia como pueblo de Dios. En la potencialidad de la personalidad que se desarrolla aparecen las fuerzas que pueden dar a la sociedad humana y a la iglesia una configuración más digna del hombre y más acorde con la revelación: propia iniciativa, ALFONS THOME originalidad, fantasía, progreso, alegría de la experimentación, valor para ser distinto, exultación del riesgo hacia el futuro. Si la herencia y la tradición -tanto en la sociedad política como en la eclesiástica- se han de convertir en algo personalmente domeñado, entonces hay que dar un sí a estas crisis, entonces la disfuncionalidad de la juventud respecto a los órdenes establecidos -también a los de la Iglesia- no es ningún defecto ni ninguna desgracia, sino una necesidad. Es necesario reconocerlo así, sobre todo en el campo eclesiástico. La eclesialidad católica de cuño tridentino -por decirlo brevementecorresponde a las características de la última niñez, a la edad llamada realística. La conciencia de mandamiento y de obediencia, la marcada eclesialidad de la credibilidad y la inclinación a una moral farisaico-casuística y a una piedad "mercantilista" (centrada en torno al mérito) marcaban el estilo de vida. El magisterio eclesiástico y la dirección pastoral de comunidades y de fieles (praxis del sacramento de la penitencia) procuraban mantener esta situación. Las manifestaciones de crisis y las tendencias de cambio, que consideramos características de la pubertad, fueron reprimidas e impedidas en lo eclesiástico por todos los medios posibles; algo parecido sucedió en todos los sistemas sociales y políticos autoritarios: orden, obediencia, ninguna iniciativa propia, ninguna responsabilidad independiente, acomodación a las tradiciones, incorporación al sistema. El proceso de personalización democrática de la vida pública y las consiguientes reformas con orientación personalista de la Iglesia han puesto en movimiento en el pueblo de Dios este proceso de maduración que estaba impedido, retrasado, como quien dice "congelado". Dicho en forma un tanto trivial, se puede calificar la actual crisis de la iglesia como la "pubertad" recuperada para los adultos, y como la potenciada crisis de juventud para la generación ya crecidita. Se debería acoger con agradecimiento esta crisis y desarrollarla valerosamente en sus tendencias: independencia, mayoría de edad, afirmación de la originalidad e iniciativa, máximo de colaboración responsable; todo ello está en consonancia con el Dios de la Creación y de la Revelación, que creó al hombre a su imagen y semejanza, y también así quiere a su Iglesia. Sin embargo, en el ámbito personal, familiar y social esta fase juvenil muestra un grado de realización de la maduración personal muy incompleto. La madurez no puede parecerse a eso. Por lo que habrá que contar con que en el decurso de la vida aparecerán fases de crisis que espolearán una y otra vez el déficit de potenciación personal de la existencia. Crisis de adultos La primera crisis de adultos tiene lugar entre los 28 y 32 años: a la adolescencia sigue una fase de consolidación, pletórica y segura de sí: ejercicio de la profesión, formación de una familia, primeras actuaciones políticas. Pero hacia los 28 años aparecen de nuevo sorprendentes manifestaciones de crisis, y precisamente en la medida en que se haya cerrado la crisis de juventud con un déficit de personalización. Por ello aparecen tales crisis casi con interna necesidad de todos aquellos a quienes los primeros años de experiencia profesional, matrimonial y política no les han confirmado sus aspiraciones; en quienes deben reconocer que se han quedado atrás en comparación con sus amigos y amigas de juventud. Es la crisis de los "subalternos", de los "adjuntos", de los "coadjutores". Es la crisis de los matrimonios, en los que la madurez personal de los ALFONS THOME cónyuges no ha podido desarrollarse y luego se ha marchitado; de los matrimonios en los que existe una discrepancia entre los intereses político-profesionales del hombre y los intereses vitales de la mujer; de las parejas que se casaron muy jóvenes, no tanto porque tuvieron un comienzo temprano (excesivamente temprano), sino porque deben afrontar esta crisis sin la suficiente potencialidad personal. Es ésta una edad de posible crisis en sacerdotes y religiosos: primero, porque les falta la natural maduración y autoafirmación dialogal personal que se da en el matrimonio y en la familia. Esta carencia puede, por supuesto, superarse si entran en juego otras formas de experiencia dialogal y de compañerismo que complementen y ayuden a los factores religiosos, sobre todo los que fomenten la unión con Cristo personalmente madura. Pero, además, en este estamento es especialmente apreciable dicha crisis, porque las formas naturales de experiencia del propio valer y de la maduración personal no sólo no están presentes, sino con frecuencia se ven sometidas a presiones. Especial atención merece la crisis de fe de este período: Llama la atención que sean precisamente aquellos intelectuales y técnicos, que se dedican a profesiones altamente cualificadas, que exigen emancipación, autonomía y responsabilidad, quienes pierden el contacto con la Iglesia. Ahora se manifiesta con claridad si la fe ha sido vivida realmente como algo propio, con un convencimiento personal y con capacidad dialogal. Hombres que sólo ponen en juego un alto grado de personalidad en su vida profesional no sabrán qué hacer con una realidad de fe que se les presenta como algo infantil, como sujeción a la tradición, como realidad de obediencia, es decir, sin apreciables potencialidades personales. La credibilidad exclusivamente ligada a la tradición, por ejemplo, la estructura de mandamiento y obediencia propia de la eclesiología tridentina (culto y autoridad), sólo podrá mantenerse en esta edad en los medios sumisos a la autoridad. La segunda crisis adulta se sitúa en las mujeres entre los 40 y los 45 años, y en los hombres hacia los 50. En muchos rasgos característicos esta edad es paralela a la pubertad. Se tambalea la seguridad en la vida y la confianza en la capacidad propia. Al igual que en la pubertad estas agitaciones de crisis vienen provocadas o al menos acompañadas de cambios somáticos (climaterio). Los individuos físicamente sanos son menos propensos a alteraciones psíquicas, pero sí lo son quienes tienen un equilibrio lábil en lo psico-nervioso, y sobre todo aquellos que se encuentran en situaciones no plenamente naturales (claustro, soldados). A la mujer se le figura el climaterio como la puntada al capítulo más rico y bello de la vida. Puede suponer una fuerte crisis psíquica, pero este proceso puede convertirse en un incentivo de una ulterior maduración espiritual. En el hombre se exterioriza esta crisis de la forma siguiente: el cansancio, la fatiga corporal y psíquica hacen aparecer especialmente grandes en estos años los desengaños, que no faltan en ninguna vida. De ahí nace, pues, una reacción de defensa, que se manifiesta en una manía de trabajar incontrolable o en una irresistible necesidad de soledad. De ahí que este proceso de transformación origine no pocas crisis matrimoniales. Son años de crisis, pero también de propia reflexión. Se profundiza la comprensión del tiempo; cobra vigor el pensamiento de la muerte; el pasado prevalece frente al futuro. ALFONS THOME La capacidad de amor se extiende más allá del espacio de lo inmediato en el matrimonio y en la familia, se considera má s el amplio campo humano. En el aspecto social puede hacerse más abierto, comprensivo y justo. Se desarrolla en esta edad la capacidad madura del amor a los demás, sencillo, sereno y universal. Estos años pueden convertirse en un tiempo de reflexión y recogimiento sobre sí mismo; ofrecen un posible cambio hacia una actitud valoral más profunda. Las mujeres sobre todo se aplican a una vida religiosa profundizada, debido a una fuerte necesidad de entrega y a un ansia de relación personal. Me parece que sólo esta crisis capacita a la mayoría de los hombres para alcanzar una fe más convencida y personalmente madura. Desde este punto de vista es enteramente falso hablar en forma despectiva de que las personas que van envejeciendo visitan con más gusto la Iglesia. Conclusiones 1) Tanto las crisis vitales como las crisis de fe deben ser aceptadas, afirmadas y sobrellevadas. Su objetivo no es otro que el suscitar las fuerzas personales: independencia, adultez, capacidad de contacto y de diálogo, iniciativa y responsabilidad. Los movimientos de huida y las evasiones, las soluciones impuestas a la fuerza, agudizan el problema en posteriores fases emocionales. Muchas crisis vitales y de fe de la edad adulta tienen su origen en crisis de juventud no solucionadas. 2) La persona sólo encuentra resonancia en la persona. 3) Tanto en la configuración vital como en la realización de la fe tenemos siempre el peligro del aislamiento narcisista, del autoengaño, del ilusionismo. Por ello, cada uno debe (mejor con la ayuda de un compañero noble, bueno y abierto) esforzarse por llegar a un conocimiento de sí mismo, despojado de ilusiones, de disfraces y que deje patente el verdadero núcleo vital. 4) La madurez no se consigue en unos momentos, sino que es sólo el fruto de un trabajoso proceso, largo, continuado y paciente, que muy probablemente llegará a plenitud en la crisis más dura de la existencia, la muerte. Tradujo y extractó:. PEDRO ALCORTA