Recordando a Rabin - Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de

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RECORDANDO A RABIN
Antonio Hermosa Andújar
(Universidad de Sevilla)
Quien aún hoy, trece años después de aquel fatídico 5 de noviembre, pasee
por la antigua Plaza de los Reyes de Israel de Tel Aviv, verá con nitidez el
relámpago de las tres balas que restallaron en el aire: y verá, guiándolas, la
intención de un desalmado de sumir a Israel en una larga, profunda noche.
Actualmente, el lugar ha sido rebautizado como Plaza Rabin, en honor del ex
primer ministro asesinado aquel día.
Decenas de miles de personas, que continúan padeciendo las consecuencias
del magnicidio, han podido conmemorar y revivir una vez más la tragedia de
asesinar a una persona con la pretensión de asesinar una idea: un sucedáneo
inviable, como dijo el profesor Sternhell –otra víctima reciente de la misma rabia
homicida de entonces, si bien, afortunadamente, el bocado ha sido mucho menos
venenoso- y como los millares de asistentes al acto han vuelto a demostrar. En
efecto, el deseo de paz, el llamado legado de Rabin aun siendo anterior a él, sigue
rugiendo con fuerza por todo Israel pese a las constantes amenazas vertidas y
ejecutadas contra el mismo por numerosos colonos y por la ultraderecha ortodoxa
y nacionalista en general.
Isaac Rabin y Simón Peres, su antiguo Ministro de Asuntos Exteriores y
actual Jefe del Estado, eran las cabezas visibles de ese deseo, plasmado en los
Acuerdos de Oslo, el intento más serio llevado a cabo hasta entonces para poner fin
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al contencioso palestino-israelí. Un primer resultado fue el reconocimiento de la
Autoridad Palestina por parte de Israel, así como el de Israel, y de su derecho a
existir, por parte de la Autoridad Palestina. Los Acuerdos apuntaban ya a la
solución de dos Estados en el territorio de la antigua Palestina y daban los primeros
pasos en pos de ese objetivo, el único en grado de garantizar una paz duradera
entre Israel y el futuro Estado palestino por establecer en Cisjordania y Gaza.
Incluso a fin de facilitar la transición se acordó abordar en fecha indeterminada la
discusión de los problemas más candentes –los relativos a los refugiados, los
asentamientos israelíes, la delimitación de fronteras o la capitalidad de Jerusalén
Este-; pese a ello, tales Acuerdos fueron equiparados por los ultraortodoxos a un
nuevo holocausto, al tiempo que hacían de Rabin un nuevo Hitler: se desataron así
campañas en extremo virulentas contra ambos en las que ciertos rabinos
predicaban a sus acólitos tanto la legitimidad de impedir por medios violentos su
aplicación cuanto la justificación del asesinato de su responsable político. Hasta
hoy.
De un solo golpe, el magnicidio hizo irrumpir ante los ojos atónitos de la
sociedad israelí dos graves problemas, que constituían otras tantas novedades en la
arena pública; de un lado, el de la legitimación del crimen político, que
transformaba directamente al adversario señalado en enemigo y la conflictividad
de opiniones y/o intereses en guerra: una guerra sólo ejercida desde determinadas
facciones, y en la cual nada había prohibido para sus miembros, por contrario que
fuera a la legalidad vigente; de otro, el de su propia inconciliable división, tan
radical como para justificar ideológicamente el crimen político, vale decir, como
para dar vida a lo impensable por los siglos de los siglos: que un judío asesinara a
otro judío “en nombre del judaísmo”, como señalara Amnon Rubinstein en su
reciente historia del sionismo.
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El asesinato de Rabin hizo por tanto aflorar a la palestra dos visiones del
mundo antagónicas e inconciliables ante las que no cabía mediación posible. La
normalización había hecho que el mito de la unidad judía, su ser común en cuanto
judíos, que no negaba las tensiones constantes en su interior, y que ya había
asistido a desgarros incontables, sufriera su golpe decisivo en esta ocasión al
comprobarse que para algunos no bastaba con ser israelí para ser judío, y que la
supuesta esencia judía, al ser religiosa, distaba de predicarse de todo ciudadano
israelí sin más. De repente, por tanto, mientras el sionismo oficial seguía
considerando a Israel un Estado para todos los judíos, había judíos israelíes que no
consideraban a Israel ni su Estado y ni siquiera un Estado. La escisión cultural se
traducía en la pérdida irreparable de la unidad nacional.
La muerte violenta de Isaac Rabin, por tanto, dejó conmocionada a la
sociedad israelí ante el abismo abierto de repente bajo sus pies y por el que temía
precipitarse; el espejo de la unidad se había roto en mil pedazos y muchos de ellos,
al reflejar de manera más íntima la nueva realidad salida del averno, ponía a la
vista de todos un zócalo de seres monstruosos que la volvía irreconocible para sí
misma. Para muchos fue claro desde entonces que la paz interna había sido sólo la
ilusión de esa sorda guerra civil que ninguna máscara volvería a ocultar más, y que
los sucesivos actos de violencia que la caracterizaban, que viajaban desde las
palabras –los anatemas lanzados contra los simples disidentes de opinión- a los
hechos con aterradora linealidad, venían puntual y contundentemente a reavivar.
Muchos israelíes, en fin, aprendieron para siempre que los peligros que
amenazaban su convivencia y aun su supervivencia no provenían sólo del exterior,
en concreto del mundo árabe y musulmán; hay un piadoso caballo de Troya
antidemocrático en la sociedad israelí que no ha sido dejado allí por ningún
fanático seguidor de Ahmadinejad para goce de este cafre, sino que ha sido
construido desde dentro por los numerosos ahmadinejaditos ultraortodoxos
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presentes en el Estado de Israel para desgracia de la democracia israelí, a sabiendas
de que la destrucción de la misma significa la destrucción del Estado que sólo ella
tiene y puede mantener vivo.
Esa misma muerte no sólo produjo conmoción en la sociedad: puso, además,
en cuestión todo el establecimiento político, según nos ilustrara ya Barnavi en su
momento; en primer lugar, deshizo el mito de unos servicios secretos reputados
como los mejores del mundo; sólo que al dejar descubierta la espalda del protegido
a la merced del asesino, las mismas balas que segaron la vida de aquél cortaron a la
vez y de raíz su leyenda. Es posible que pensaran, se dice, como los demás
miembros de su sociedad, esto es, que un judío jamás podría asesinar a un judío
por motivos ideológicos, pero si ello es así su ineficacia es dolosa: por no saber en
qué sociedad vivían y por no pensar lo imposible, que técnicamente forma parte de
sus obligaciones. Puso en cuestión a los grandes partidos de izquierda y derecha,
más al Likud que a laboristas y liberales, porque si bien éstos han dejado mano
libre a los extremistas, aquél nunca terminó de alejarse de ellos. Puso en cuestión
al sionismo religioso, que ante el empuje de los fanáticos ha preferido hacer mutis
por el foro antes que plantarles cara.
Y, desde luego, ha sacado a la luz la verdadera naturaleza del extremismo
ultra-ortodoxo y, a la vez, ultra-nacionalista, su congénita incapacidad de
adaptación al mundo de la libertad. Son esos residuos humanos que el estercolero
de la historia lega sin piedad a las formas nuevas de convivencia a fin de que se
curtan la piel del alma, pero que en un momento dado pueden hacer regresar la
libertad hacia el destino. En Israel, parte del mundo de los colonos y gran parte del
inframundo religioso constituyen ese submundo de desechos. Son ésos que ante la
mínima posibilidad de negociar con los palestinos, a quienes ya han
deshumanizado previamente, acusan al gobierno de tramar un nuevo holocausto;
que cuando se habla de volver a las fronteras de 1967 acusan al gobierno de
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perpetrar un nuevo holocausto; que cuando se habla de una solución biestatal al
contencioso entre palestinos e israelíes acusan al gobierno de atizar un nuevo
holocausto, etc. Pero, ¡cosas de la vida!, nunca les pasa por la oquedad de sus
cabezas que deslegitimar sistemáticamente la legalidad democrática que también a
ellos protege y que ha sido aprobada por la mayoría; que organizarse
violentamente contra ella sin descartar su destrucción; que amenazar con la fuerza
a quien participa de otras ideas y cumplir sus amenazas; que hacer del miedo un
instrumento político; que derramar sangre ajena y reclamar impunidad; que
imponer su credo sobre los credos de otros, laicos o religiosos, etc., no forme parte
del engranaje que, empujado por su propia inercia, sí conduce realmente a
reproducir el holocausto: el mismo que con sus palabras tanto dicen temer y que
con sus acciones tanto amarían restaurar.
Ahora parece llegado el tiempo del mea culpa. Todos los líderes que han
tomado la palabra en los actos conmemorativos celebrados en Tel Aviv o Jerusalén
han coincidido en señalar a los ultraortodoxos como el cáncer a extirpar del cuerpo
de la democracia israelí so pena de fallecimiento del paciente. ¿Cuánta violencia ha
tenido que soportar la magistratura israelí, la policía israelí, la propia política
israelí y hasta el mismísimo ejército israelí, en suma, la sociedad israelí, por parte
de estos energúmenos antes de que se descubriese que no eran una simple y casta
pandilla de inocentes extraviados? Son una especie de Estado dentro del Estado,
como ha llegado a decir Simón Peres, el actual y legítimo Jefe de Estado de uno de
esos dos, pero no del otro. Un ejército organizado que nunca se ha arrepentido de
sus crímenes, que se burla de las instituciones que hasta ahora les han concedido
patente de corso en sus desmanes y que actúan con la conciencia de que la
violencia pasada es sólo el preludio de la por venir: “El próximo asesinato político
está justo a la vuelta de la esquina”, ha reconocido el ministro Ben Eliezer, antes de
exigir al Estado que actúe sin contemplaciones sobre ellos. Bendita exigencia,
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desde luego: ¿pero dónde estaban ellos mismos, los políticos que paradójicamente
se auto-exigen acción, culpables todos de omisión, y que al exigir el cumplimiento
del imperio de la ley se olvidan de sus propias responsabilidades y de que también
ellos deben pagar por su incuria?
Así pues, recordar estos días a Rabin significa tener en cuenta que continúan
presentes tanto la realización de su legado, aunque ello signifique pasar por el
doloroso trance de volver a las fronteras anteriores a la Guerra de los seis días,
como ha recordado el aún primer ministro Olmert, como la amenaza que acabó con
su vida, y que, en consecuencia, el cumplimiento de aquél acentuará la escisión de
la sociedad israelí en diversos pedazos que componen dos mitades tan desiguales
como hostiles. La paz con los de fuera traerá la guerra con los de dentro, pero el
Estado de Derecho debe ser fuerte lo bastante para ganar las dos batallas, tanto de
la de la paz exterior como la de la guerra interior, imponiendo esa pacificación
característica de las democracias en las que se dejan subsistir los conflictos al
tiempo que se elimina la fuerza como juez de los mismos. Más ardua será la
segunda tarea que la primera, pues aquélla puede fácilmente degenerar en guerra
civil. Todos los demócratas estaremos del lado de la democracia israelí frente a los
totalitarios fascistas, religiosos o no, que la amenazan, por muy judíos que
pretendan ser. Y, en días como éstos, otorgaremos nuestro apoyo trayendo a
nuestra memoria, junto a su ideario de paz, el nombre del asesinado Isaac Rabin,
mientras sepultamos en el olvido el de su asesino.
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