Cuando celebrar la liturgia - Diócesis de La Dorada

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CUÁNDO CELEBRAR/
4: LA LITURGIA DE LAS HORAS (CEC, 1174-1178)
Columna de teología litúrgica a cargo de don Mauro Gagliardi
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 30 mayo 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos nuestra
habitual columna de teología litúrgica a cargo del padre Mauro Gagliardi, con un artículo
dedicado a la celebración de la Liturgia de las Horas.
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Por Mauro Gagliardi*
La sección litúrgica del Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), en el párrafo «¿Cuándo
celebrar?», dedica un espacio al «Oficio Divino», hoy llamado «Liturgia de las Horas»
(LdH). La LdH es parte del Culto divino de la Iglesia, y no un mero apéndice de los
sacramentos. Es sagrada Liturgia en el verdadero sentido. En la LdH, como en el
sacramental (en particular la Liturgia Eucarística, de la cual el Oficio es como una
extensión), se entrecruzan dos dinámicas: «desde lo alto» y «desde abajo».
Considerada «desde lo alto», la LdH fue traída a la tierra por el Verbo, cuando se hizo
hombre para redimirnos. Por eso, el Oficio Divino se define como «el himno que se canta
en el Cielo por toda la eternidad», introducido «en el exilio terreno» por el Verbo
encarnado (cfr. Pío XII, Mediator Dei: EE 6/565; también: Concilio Vaticano II,
Sacrosanctum Concilium [SC], n. 83). Podemos cantar las alabanzas de Dios, porque Dios
mismo nos permite esto y nos enseña cómo hacerlo. En este sentido, la LdH representa la
reproducción, obrada por la Iglesia peregrina y militante, del canto de los espíritus
celestiales y de los bienaventurados, que forman la Iglesia gloriosa del Cielo. Es por esta
razón que el lugar donde los monjes, frailes y canónigos se reúnen para rezar el Oficio ha
tomado el nombre de «coro»: el cual quiere reproducir visiblemente las órdenes angelicales
y los coros de los santos, que constantemente alaban la majestad de Dios (cfr. Is. 6,1-4; Ap.
5,6-14). Por lo tanto, el coro está estructurado en forma circular no para facilitar la mirada
del uno al otro, mientras se celebra la LdH, sino para representar el «asomarse el cielo
sobre la tierra» (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, n. 35) que se produce cuando
celebramos el Culto Divino.
En segundo lugar, una dinámica que refleja la LdH «desde abajo» hacia «lo alto», es el
movimiento por el cual la Iglesia terrena alaba, adora, agradece a su Señor y le suplica, en
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el transcurso del día. En todo momento recibimos beneficios de parte del Señor, por lo que
es justo que le demos las gracias por ello, a cada hora del día.
Por eso santo Tomás de Aquino considera que la oración es un acto que, perteneciendo a la
virtud de la religión, hace referencia a la virtud de la justicia (cf. S. Th. II-II, 80, 1, 83, 3).
Con el «Prefacio» de la Santa Misa, podemos decir que «en verdad es justo y necesario, es
nuestro deber y salvación» alabar al Señor en todo momento del día. Cristo ha sido el
primero en dar el ejemplo de una oración constante, día y noche (cf. Mt. 14,23, Mc. 1,35;
Heb. 5,7). El Señor también ha recomendado orar siempre y no desfallecer (cf. Lc. 18,1).
Fiel a las palabras y al ejemplo de su Fundador (cf. 1 Ts. 5.17, Ef. 6,18), desde los tiempos
apostólicos, la Iglesia ha desarrollado su propia oración diaria según un ritmo ordenado que
cubriese la jornada entera, asumiendo en una forma nueva, las prácticas litúrgicas del
templo de Jerusalén. Es cierto que las dos horas canónicas principales (Laudes y Vísperas)
han surgido en relación con los dos sacrificios diarios del templo: el matutino y el
vespertino. Incluso las oraciones de Tercia, Sexta y Nona corresponden a tantos otros
momentos de oración en la práctica judía. En el día de Pentecostés, los apóstoles estaban
reunidos en oración en la Hora Tercia (cf. Hch. 2,15). San Pedro tuvo la visión de la tela
que bajaba del cielo, mientras estaba en oración en una terraza hacia la Hora Sexta (cf. Hch.
10,9). En otra ocasión, Pedro y Juan subían al templo a rezar a la Hora Nona (cf. Hch. 3,1).
Y no olvidemos que Pablo y Silas, encerrados en la cárcel, oraban cantando himnos a Dios
a la medianoche (cf. Hch.16,25).
No es de extrañar, entonces, que ya a finales del primer siglo, el papa san Clemente pudiera
recordar: «Tenemos que hacer con orden todo lo que el Señor nos ha mandado hacer
durante los períodos de tiempo fijos. Nos prescribe hacer las ofrendas y las liturgias, y no al
azar o sin orden, sino en las circunstancias y los tiempos previstos» (A los Corintios, XL, 12). La Didachè (cf. VIII, 2) recomienda recitar el Padre Nuestro tres veces al día, lo que
hace la Iglesia actualmente durante los Laudes, las Vísperas y en la Santa Misa. Así
interpreta Tertuliano esta antigua tradición: «Nosotros oramos, como mínimo, por lo menos
tres veces al día, ya que estamos en deuda con los Tres: con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo» (De Oratione, XXV, 5). En Occidente, el gran organizador del Oficio Divino fue
san Benito de Nursia, quien ha perfeccionado el uso anterior de la Iglesia de Roma.
De lo que se ha dicho, surgen al menos dos consideraciones fundamentales. La primera es
que la LdH, ya que es esencialmente cristocéntrica, es profundamente eclesial. Esto implica
que, en cuanto Culto público de la Iglesia, a la LdH es sustraída del arbitrio del individuo y
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es regulada por la jerarquía eclesiástica. Además, es una lectura eclesial de la Sagrada
Escritura, porque los salmos y las lecturas bíblicas son interpretadas por los textos de los
Padres, de los Doctores y de los Concilios, y por las oraciones litúrgicas compuestas por la
Iglesia (cf. CEC, 1177).
En cuanto Culto público, la LdH también tiene un componente visible, y no solo uno
interior. Es la unión de la oración y de los gestos. Si bien es cierto que «la mente tiene que
estar de acuerdo con la voz» (cf. CIC, 1176), también es cierto que el culto no se celebra
solo con la mente, sino también con el cuerpo (cf. S. Th. II-II, 81, 7). Por ello, la liturgia
prevé cantos, expresiones verbales, gestos, inclinaciones, postraciones, genuflexiones,
incensaciones, vestimentas, etc. Esto también se aplica al Oficio Divino. Por otra parte, el
carácter eclesial de la LdH hace por su propia naturaleza que «esté destinada a convertirse
en la oración de todo el pueblo de Dios» (CEC, 1175). En este sentido, si es cierto que el
Oficio pertenece sobre todo a los ministros sagrados y a los religiosos –es a quienes la
Iglesia en particular se los confía–, este siempre involucra a toda la Iglesia: los fieles laicos
(en la medida en que les es posible participar), a las almas del Purgatorio, a los santos y a
los ángeles en sus diferentes rangos.
Cantando las alabanzas de Dios, la Iglesia terrena se une a la celestial y se prepara para
reunirse con ella. Por lo tanto, la LdH «es verdaderamente la voz de la misma Esposa que le
habla al Esposo, mas aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre» (SC, n. 84, cit.
en CEC, 1174).
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.
* Don Mauro Gagliardi es Profesor ordinario en el Ateneo Pontificio "Regina
Apostolorum", Profesor encargado en la Universidad Europea de Roma, Consultor de la
Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice y de la Congregación para el
Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Quien desee hacer preguntas o expresar opiniones sobre los temas tocados por la columna
dirigida por don Mauro Gagliardi, puede escribir a la dirección: liturgia.zenit@zenit.org.
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