30_ OLVIDOS 30_ 31 www.elboomeran.com iananmen: La plaza donde esta· prohibido recordar UNA DE LAS MAYORES PROTESTAS ESTUDIANTILES DE LA HISTORIA FUE REPRIMIDA CON EXTREMA VIOLENCIA POR EL GOBIERNO CHINO EN JUNIO DE 1989. VEINTE AÑOS DESPUÉS, UN ESCRITOR QUE VIVIÓ ESOS SUCESOS REGRESA PARA TRATAR DE COMPRENDER LO QUE PASÓ. ¿PERO QUÉ PASA CUANDO TRATAS DE RECONSTRUIR UN EPISODIO QUE SEGÚN TU GOBIERNO NUNCA OCURRIÓ? Un viaje (sin retorno) de ma jian traducción de carlos cavero fotografìas del autor 32_ OLVIDOS www.elboomeran.com ace dos mil quinientos anos, etiqueta negra J U N I O 2 0 0 9 Confucio meditaba sobre el implacable paso del tiempo, divisó un río y suspiró: «Las cosas pasan así, no cesan ni de día ni de noche». En China, uno percibe el tiempo estático e imparable a la vez. La masacre de Tiananmen, que en 1989 conmocionó Pekín, mató a miles de ciudadanos desarmados y cambió el curso de las vidas de millones, ahora parece un instante atrapado en el siglo XX, olvidado o ignorado, mientras que China sigue en su ciega y vertiginosa carrera hacia el futuro. La amnesia en la que China está sumida no es resultado de la pérdida natural de la memoria sino de un borrado forzoso por parte del gobierno. El régimen de la China comunista no tolera la sola mención de la masacre. Sin embargo, la Plaza de Tiananmen y otros lugares relacionados con los eventos de 1989 cargan aún con dichos recuerdos. Cuando la palabra hablada y escrita se censura, el paisaje urbano se vuelve la única conexión palpable que tiene la nación con su pasado. Abandoné Pekín en 1987, poco antes de que se prohibiesen mis libros, pero siempre volví con cierta frecuencia. Yo estuve con los estudiantes en la Plaza de Tiananmen en 1989, viviendo en sus improvisadas carpas y entonando con júbilo la Internacional, el himno socialista por antonomasia. Durante las dos décadas siguientes, cada retorno me ha traído imágenes de aquellos días con más y más insistencia. Durante las Olimpiadas de Pekín en agosto del 2008, llevé a mi hijo de cinco años a la plaza. Durante nuestro viaje, fuimos observados por las cámaras de CCTV –la más grande cadena estatal de televisión china– en el ascensor de nuestro edificio; y fuera del condominio, por los parlantes de los taxis, por la policía que rodeaba las calles y por los guardias de seguridad que nos registraron antes de nuestra entrada final a Tiananmen. Salimos del subterráneo y llegamos a la plaza. Salvo por los innumerables policías, los agentes de civil (fácilmente reconocibles por sus lentes oscuros y camisas a rayas) y las chillonas exhibiciones florales, la plaza de concreto –del tamaño de ocho canchas de fútbol– se hallaba casi desierta. En la primavera de 1989, la plaza fue tomada por estudiantes y civiles que llevaron a cabo la mayor protesta pacífica de la historia. Presionaban por alcanzar un diálogo con los líderes comunistas y, eventualmente, por paz y democracia. La plaza repleta se convirtió en el corazón palpitante de la ciudad; la policía había desaparecido. Fue una forma benévola de anarquía: noble, alegre y sorprendentemente ordenada. Mi hijo fue corriendo hacia el lugar donde veinte años atrás los estudiantes levantaron una inmensa réplica de la Estatua de la Libertad en poliestireno. Miró hacia el norte y vio la Puerta de Tiananmen, la entrada a la Ciudad Prohibida, donde vivía el emperador. En 1949, Mao se paró en la entrada y declaró fundada la República Popular. Ahora, los muros de color rojo sangre están cubiertos por un andamiaje y una malla verde. En épocas políticamente sensibles, estos muros se cubren invariablemente por «trabajos importantes de restauración», lo que asegura que nadie se acerque lo suficiente como para pintar eslóganes subversivos. Actualmente, el único rincón que los turistas pueden fotografiar es el retrato del presidente Mao sobre el arco central. Mi hijo contempló el rostro regordete y rosado del tirano y me preguntó quién era. –Mao Zedon –le respondí. –¿Ya murió?­–preguntó él con el sudor cayéndole sobre las mejillas. –Él murió hace años, su cuerpo está allá en esa gran construcción –le expliqué, señalándole el mausoleo gris de concreto que estaba detrás de nosotros. P 34_ OLVIDOS Mi hijo dio la vuelta y corrió hacia un puesto de helados. Recordé cómo en 1989 también yo tuve que correr por la plaza bajo el insoportable calor con una bolsa de chupetes de hielo en la mochila, que entonces entregué a mis compañeros escritores que habían marchado hasta la plaza desde la Academia de Escritores Lu Xun, clamando por la libertad de expresión y el fin de la corrupción del gobierno. 34_ 35 www.elboomeran.com y naranjas puestas en macetas. Un eslogan decía: «Un mundo, un sueño». A comienzos de mayo de 1989, durante la masiva huelga de hambre de los estudiantes, le dije a mi amiga que si el Ejército viniese a la plaza y nos apuntase con sus armas, yo la llevaría directamente al museo para cubrirla. –¿Crees que serían capaces de apuntarnos? –exclamó riéndose–. Estás loco. Ella llevaba un sombrero de paja con las palabras «Tristeza» y «Alegría» impresas al frente. Al igual que la gran mayoría, no podía creer que el Ejército Popular fuera capaz de abrir fuego contra inocentes civiles. En la primavera de 1989, la plaza de tiananmen fue tomada por est udiantes y civiles que llevaron a cabo la mayor protesta pacifica de la historia. Presionaban por alcanzar un dialogo con los lideres comunistas y event ualmente por paz y democracia. La plaza repleta se convirtio en el corazon palpitante de la ciudad; la policia habia etiqueta negra J U N I O 2 0 0 9 desaparecido. Fue una forma benevola de anarquia: noble, Cuando pasaron desfilando, les hice la señal de la victoria. Ese día hubo más de un millón de personas en la plaza. El cielo era tan azul como el de hoy, pero en vez del aroma a césped y flores, el aire estaba colmado por el olor del sudor, los residuos en putrefacción y los espectaculares gritos de protesta. Mientras mi hijo miraba la caja de helados del vendedor, eché un vistazo al puente sobre el foso del río Jinshui que bordea la Puerta de Tiananmen. Ahora estaba rodeado de policías. Estaban allí para impedir los saltos suicidas de los peticionarios en contra del gobierno. En el 2004, un pekinés llamado Ye Guoqiang había saltado fatídicamente en protesta contra el desalojo forzoso del restaurante de su hermano para dar lugar a un proyecto de construcción para las Olimpiadas. Fue sentenciado a dos años de prisión por avergonzar al Estado. El juez le dijo: –Si quieres matarte, al menos hazlo en la privacidad de tu casa, no en las narices del Presidente. Bajo el retrato de Mao, los ciudadanos pueden ser ejecutados por el Ejército pero no pueden suicidarse. Frente al Museo de Historia China, al este de la plaza, le tomé una foto a mi hijo parado frente a una chillona exhibición de flores granate, amarillas alegre y sorprendentemente ordenada En mayo de 1989, mi hermano sufrió un accidente en Qingdao, mi ciudad natal, en la costa este de China, y quedó en estado de coma. De inmediato, abandoné Pekín para cuidarlo, así que no fui testigo de la masacre del 4 de junio (si lo hubiese sido, tal vez jamás habría podido escribir acerca de esto). Mi amiga Li Lanju, líder de una asociación estudiantil de Hong Kong, me dijo que las primeras cuatro horas de ése día también estuvo allí sentada frente al museo. Vio a los soldados del Ejército Popular de Liberación con sus cascos verdes salir del museo y alinearse en los escalones del frente. Un adolescente de unos quince años corrió hacia los soldados con una piedra en la mano y les gritó: –¡Acaban de matar a mi hermano! ¡Quiero vengar su muerte! Li Lanju se abalanzó sobre él y lo jaló hacia atrás. Sin embargo, a los pocos minutos, un hombre corría cargando al muchacho en brazos. Estaba muerto, con el rostro bañado en sangre. El Museo de Historia China no tiene un solo registro de los sucesos que acontecieron bajo los peldaños de su fachada. Me acerqué a mi hijo y le compré un helado en forma de panda. Un mes después, ya de vuelta en Londres, su madre y yo nos espantamos al enterarnos de que los productos lácteos con los que alimentábamos a nuestro hijo estaban contaminados con melanina, una sustancia que produce cálculos renales. El gobierno chino tenía Ma Jian en un sector de la Plaza de Tiananmen, dos décadas después de la tragedia. Un retorno inquietante, pero necesario. conocimiento de que ganaderos inescrupulosos habían estado adulterando la leche para aumentar sus ganancias, pero prohibió la difusión de noticias sobre el escándalo para evitar que se frustrara su propagandística fiesta olímpica. Hacia el lado sur, mi hijo me tomó una foto frente a otro eslogan: «Participo, contribuyo y disfruto». El Estado controla no sólo los espacios públicos de Pekín sino también su lenguaje. Los eslóganes que se leen por toda la ciudad deshonran las palabras que alguna vez fueron convincentes. En 1989, conocíamos el significado de participación; experimentábamos la alegría de formar parte de la historia de nuestro país y de compartir los anhelos universales de libertad. El éxito del Movimiento Solidaridad en Polonia y las noticias sobre estudiantes que marchaban apoyándonos en Taiwán, Washington y París nos dieron la impresión de que el mundo se había unido por un sueño en común. Desde entonces, los comunistas se esforzaron por volcar a la población contra las democracias extranjeras y continuaron excluyendo a los civiles de los asuntos nacionales. Palabras como «participación», «sueño» y «alegría» se volvían vacías y sucias en boca de estos tiranos. Cruzamos el Mausoleo de Mao y mis pensamientos volvieron nuevamente a 1989, cuando un estudiante con quien compartía carpa me dijo lo mucho que deseaba juntar un grupo de amigos, irrumpir en el museo, sacar el cuerpo de Mao y lanzarlo al río Jinshui. Dijo que nunca existiría paz mientras el cadáver embalsamado de Mao permaneciera en la plaza. Ya cansado y abatido, tomé a mi hijo de la mano y lo llevé por la calle hasta el distrito de Qianmen. En 1989, solía aventurarme por sus abarrotadas y bulliciosas calles en busca de un plato de fideos al paso. En aquel entonces, los dueños de los puestos regalaban bizcochos y bebidas a los manifestantes hambrientos. Oí que después de que los estudiantes fueron expulsados de la plaza el 4 de junio, los vendedores ambulantes llegaron con canastas de zapatillas para regalar a los manifestantes que hubiesen quedado des- J U N I O etiqueta negra calzos en medio de la revuelta. Hoy, el lugar está casi irreconocible. En el apuro por las Olimpiadas, las construcciones de la dinastía Ming en la calle principal, con sus hermosas esculturas de piedra y adornados aleros de madera, han sido demolidas y reemplazadas por modernas réplicas sin alma. Me detuve con mi hijo en medio de todo ese arte de mal gusto mientras las personas del lugar paseaban despistadas, cámara en mano, ahora reducidas a meros turistas en su propio vecindario. Después de un tiempo, el sentido de alienación ante el pasado se vuelve sofocante y nos provoca volver a ver a los viejos amigos. Cuando llegamos a Pekín, pocas semanas antes de las Olimpiadas, la policía secreta me citó en el Hotel Sheraton. Muy amablemente se me pidió, entre pastelitos y cafés, que no hablase en público ni me reuniera con periodistas extranjeros y, sobre todo que guardara distancia de personas políticamente sensibles como Liu Xiaobo y Zhou Duo: dos de los cuatro intelectuales que se unieron a la huelga de hambre con los estudiantes durante los últimos días del movimiento prodemocrático. Zhou Duo, ex profesor de economía en la Universidad de Pekín, es un viejo amigo mío. Es un callado erudito amante de la filosofía y la música clásica. En 1989, se vio impulsado a participar del movimiento prodemocrático luego de que Liu Xiaobo, un ensayista más carismático y extravagante que él, lo declaró el intelectual más importante de nuestra generación. Zhou Duo nunca había tenido gran interés en la política, de modo que me sorprendí cuando supe que se había unido a la huelga de hambre. La noche del 3 de junio, Zhou Duo y la estrella de rock taiwanesa Hou Dejian fueron a negociar con el Ejército. Mientras los estudiantes se apiñaban aterrorizados bajo el Monumento a los Héroes del Pueblo, Zhou Duo imploró que se les permitiera una retirada pacífica. No cabe duda de que su proceder calmado y diplomático salvó miles de vidas. A diferencia de Liu Xiaobo –quien, habiendo pasado años en prisión, fue detenido otra vez por firmar una petición de reforma política el año pasado–, Zhou Duo se esfumó de la vida pública. Desde 1989, no ha podido trabajar ni publicar nada, y se encuentra bajo constante vigilancia policial. Se arrepiente de haber participado en las protestas y 36_ 37 www.elboomeran.com Junio de 1989. El gobierno chino negó que los tanques hubieran aplastado a los manifestantes. Junio de 1989. Manifestantes declarados en huelga de hambre en medio de la Plaza de Tiananmen. Era la mayor protesta estudiantil de la historia china. Chen Guang 2 0 0 9 36_ OLVIDOS Febrero del 2009. El sobreviviente Liu Hua en la intersección Liubukuo. Un tanque le arrancó un brazo. haber perdido su carrera. Ahora se refugia en Dios y ofrece pequeños oficios religiosos en su extremadamente vigilado departamento de las afueras de Pekín. Pasa la mayor parte del tiempo diseñando modelos para el futuro político de China. Pocas personas lo ven. Tuvimos una breve conversación telefónica pero no me atreví a sugerir un encuentro. Su línea está interceptada. En febrero de este año, volví a China con el fin de investigar para mi siguiente libro. Las autoridades saben de las novelas que he publicado en Occidente, incluyendo la última, Pekín en coma, que trata sobre un estudiante muerto en la Plaza Tiananmen. Sin embargo, hasta ahora se me ha permitido volver. Siguen registrándome en la aduana, confiscan mis documentos y vigilan mis movimientos, pero obviamente saben que basta con callar mi voz dentro de China para volverme inofensivo. Aunque mi próximo libro no tiene nada que ver con Tiananmen, a los pocos días de mi llegada en febrero, me dirigí instintivamente a ese enorme espacio abierto. Tomé un taxi. La plaza se hallaba desolada y cubierta de nieve. Los pinos esmeralda me hacen levantar la mirada al cielo. Quise bajar la ventana para tomar una foto, pero antes de poder apretar el botón, el chofer me increpó: – ¡Cierre esa ventana! Es una nueva ordenanza, ¿no sabía? Todas las ventanas de los taxis deben permanecer cerradas al pasar por la Plaza de Tiananmen. La han designado zona «políticamente sensible». El 2009 es año de muchos aniversarios importantes para China, incluyendo los sesenta años de la fundación de la República Popular y los veinte de la masacre de Tiananmen. El gobierno está más a la defensiva que nunca. Subí la ventana, contemplé la Plaza y recordé ese mar de manos alzadas, pancartas y banderas. Los gritos silenciados de un millón de manifestantes resonaron en los oídos de mi mente, diciéndome más que cualquier cosa que mis ojos pudiesen ver. Me tomó diez años terminar Pekín en coma. Escribí muy poco los primeros años. Una sola imagen recurrente bloqueaba mi progreso: un hombre desnudo tendido sobre una cama de hierro con un gorrión parado en el brazo y una fría luz iluminándole el pecho. Aquellos diez años fueron una lucha interna por mostrarme el verdadero poder y significado de ese rayo de luz. Cerrando los ojos, me pregunté por qué los hombres somos tan buenos para convertir nuestro paraíso en un infierno. El chofer del taxi miró por la ventana y dijo: –Esta nieve no es nada. Debería ver cómo ha nevado en nuestro pueblo… –Ya no quiero ir a la plaza –le dije– Cambié de opinión. Por favor, dé la vuelta y lléveme a Tongxian. De pronto tuve deseos de visitar al artista y fotógrafo Chen Guang. Las fotos que se tomó hace muchos años rodeado de mujeres desnudas o teniendo sexo con una prostituta fueron crudas expresiones de furia interna. Pero recientemente había completado una serie de óleos sobre la masacre de Tiananmen y los había exhibido en internet. Quise ver esas imágenes. 38_ OLVIDOS El departamento de Chen Guang está en Tongxian, en un edificio moderno y anónimo. En medio de su austera habitación, tiene un balde de plástico lleno de colillas de cigarro. Y las paredes blancas tienen cuadros verdes repletos de tanques, soldados con cascos y carpas aplastadas. Me invitó un vaso con agua y confesó que en 1989 se enroló en el Ejército. Tenía sólo diecisiete 38_ 39 www.elboomeran.com –Todos los soldados recibimos un fusil cargado y órdenes de formar en fila. Muchos éramos muchachitos de pueblo. Apenas habíamos comido en días. Estábamos débiles y aterrorizados, convencidos de que íbamos a morir. Algunos se cagaron, otros temblaban tanto que dispararon sus fusiles sin querer e hirieron a sus compañeros. La medianoche del 4 de junio, se abrieron las Puertas de la Gran Sala. Era un caos allá afuera. Las fuerzas especiales camufladas blandían bayonetas y sacaban a los estudiantes que aún quedaban en la plaza. Cerca de allí, unos efectivos tumbaron a un estudiante a patadas y le golpearon la cabeza con las culatas de sus fusiles. Oí los disparos de ametralladora a la distancia y vi cómo la Miembros de la Academia de Escritores Lu Xun llegan desde su local en medio de clamores por la libertad de expresión y el fin de la corrupción. Sobre la puerta de Tiananmen, protegida al parecer para evitar pintas políticas, sólo se puede ver ahora el rostro de Mao Zedon. Los chinos hicieron un oscuro pacto con el gobierno. Renunciaron a sus peticiones de libertad polItica e intelect ual a cambio de comodidades materiales. Tienen vidas prOsperas en las que se prohIbe cualquier expresiOn de disconformidad. Cuando converso con jOvenes chinos sobre 1989, me acusan indefectiblemente de andar esparciendo falsos rumores y de ser un traidor a la patria años. A los pocos meses, su regimiento –el número 62– fue enviado a Pekín para ayudar a sofocar el movimiento estudiantil. El 3 de junio, sus compañeros recibieron órdenes de disfrazarse de civiles, llegar a la Gran Sala del Pueblo por el lado este de la plaza y esperar la señal para desalojar a los estudiantes. –Éramos siete mil –me dijo mientras prendía un cigarrillo con otro– y a mí me encargaron el transporte de nuestros cuatro mil fusiles a la Gran Sala. Me vestí como un estudiante y cargué las armas en un bus expropiado por el Ejército. Mientras el conductor se acercaba a la multitud de estudiantes en la Avenida Changan, me horrorizó la idea de que saltaran y encontraran los fusiles amontonados en el piso, así que me recliné y les hice la señal de la victoria con una sonrisa. Cuando llegamos al patio trasero de la Gran Sala y cerramos las puertas, me pasé tres horas bajando los fusiles, brazada tras brazada. Eran fusiles nuevos. Cuando terminé, estaba todo bañado en aceite. Nunca antes había oído a un soldado dar una noticia de primera mano sobre la represión. Dio una larga pitada a su cigarrillo y continuó, con los ojos comenzando a enrojecerse: Diosa de la Democracia era derribada y arrasada por un tanque. Cogí mi fusil pero no sabía adónde apuntar. Tenía órdenes de ayudar a limpiar la plaza y de quemar todas las evidencias. Pasé por toda la hilera de carpas aplastadas, sábanas, sandalias y panfletos, y cogí dos periódicos y una larga trenza de cabello negro con una liga. Supuse que alguna chica se la había arrancado de la desesperación antes de que llegara el Ejército... Le pregunté cuál era su recuerdo más vivo de aquellos días. Me respondió: –Después de que dejamos del Centro de Pekín, pudimos ir por doquier, lugares que nunca hubiésemos podido ver. Recuerdo que caminaba hacia el complejo Zhongnanhai. Todos los líderes del gobierno habían abandonado sus chalets. Dejaron sus gatos y perros hambrientos en sus puertas... Me acuerdo de eso y de otros pequeños detalles. Pero cuando cierro los ojos y pienso en aquellos días, lo primero que puedo ver es el color verde: el monstruoso verde de los cascos y los tanques. Le dije que, a pesar de no haber estado en Pekín durante la represión, también había imaginado ese verde aterrador –el mar de caqui deshumanizante, asesino y mutilador– cuando describí aquellos días en mi libro. Imaginaba cómo, durante aquel amanecer de junio, hasta el sol debió estar teñido de verde. Le pregunté por qué había decidido contar todo eso ahora. –Este año es el vigésimo aniversario. Creo que es el momento. De todos modos, ya no puedo seguir guardándome estas pesadillas. Chen Guang es uno de los pocos artistas que se atrevieron a enfrentar la Plaza de Tiananmen cara a cara. El día en que lo conocí, su exhibición fue censurada en la internet cuando apenas tenía tres días en línea. Los chinos hicieron un oscuro pacto con el gobierno. Renunciaron a sus peticiones de libertad política e intelectual a cambio de comodidades materiales. Tienen vidas prósperas en las que se prohíbe cualquier expresión de disconformidad. Cuando converso con jóvenes chinos sobre 1989, me acusan indefectiblemente de andar esparciendo falsos rumores y de ser un traidor a la patria. Cuando toco el tema con mis viejos amigos, la mayoría se ríe con desdén, como si aquellos sucesos ya fueran irrelevantes. Pero yo sé que detrás de esas muestras de escarnio esconden verdadero miedo. Todos saben que cualquier intento de romper el tabú de Tiananmen tiene todavía el poder de destruir la vida de una persona y la de toda su familia. Por otro lado, las autoridades podrán monopolizar los recursos de la nación pero nunca podrán controlar el alma de ésta. Viven diariamente el pánico de que alguna vez colapse la compleja estructura de mentiras que crearon. Cinco minutos a pie desde el complejo Zhongnanhai, y yendo por la Avenida Changan, se encuentra la Librería Xidan, la más grande de toda Asia. Pocos días después de mi entrevista con Chen Guang, fui para comprar una traducción al chino de Austerlitz, la obra de W. G. Sebald. Así como el protagonista, yo también estoy en una lucha constante por saber cuántas memorias necesita una vida humana. Esta librería de cinco pisos vende cien mil libros al día. Cerca de la entrada principal, se encuentra un inmenso póster del presidente Obama sonriente. Adentro, se pueden comprar traducciones de las últimas publicaciones de ciencias o economía, así como libros que registran cinco mil años de historia china. Sin embargo, no existe una sola palabra sobre la masacre de Tiananmen, y tampoco existe registro veraz de ninguna de las demás desgracias causadas por los comunistas en China desde 1949. Estos capítulos perdidos de la historia nacional merman el poderío de todos los demás textos chinos de la librería. Suena mi celular. Había concertado una cita en la librería con Liu Hua, sobreviviente de Tiananmen e hijo de un catedrático de la Universidad de Pekín. Eché un vistazo por la ventana y de inmediato supe que era él. Era la única persona en la multitud que tenía un solo brazo. 40_ OLVIDOS Caminamos juntos por la Avenida Changan. Soplaba un viento frío y la nieve del pavimento había sido arrimada hacia una senda de acebos. Los antiguos muros rojos del complejo Zhongnanhai brillaban temblorosamente bajo el sol nocturno. Llegamos a la intersección Liubukou. Pocos años atrás, me encontraba parado allí mismo tomando fotografías como parte de mi investigación para Pekín en coma. En ese tiempo, la brecha entre los relatos que había escuchado de los testigos de la matanza que había ocurrido en esta intersección en 1989 y la mundana realidad ante mis ojos no podía calzar sin un esfuerzo de imaginación. Ahora, con Liu Hua a mi costado, la escena presente se fundía instantáneamente con el pasado. Él había estado aquí ese amanecer del 4 de junio con dos jóvenes estudiantes. –Sucedió aquí mismo –me dijo–, precisamente en estas rejas blancas. Un tanque irrumpió en la Avenida Changan y lanzó gas lacrimógeno. Éramos una gran multitud. Tosíamos y nos ahogábamos. Nos tumbaron a la vereda y fui aplastado contra estas mismas rejas. Una chica se arrodilló. Me aferré a la reja con una mano para no caer y con la otra le ofrecí un pañuelo y le dije que se lo pusiera como máscara. En el momento en que me incliné para dárselo, otro tanque pasó rugiendo ente nosotros a gran velocidad. Trece personas murieron aplastadas pero yo sólo perdí un brazo. Quien manejaba el tanque sabía perfectamente lo que hacía. Contempló el parche de asfalto bajo sus pies y miró nerviosamente hacia los camiones de policía estacionados al otro lado de la pista. Era hora punta; los autos y taxis pasaban sin parar. –Qué experiencia tan aterradora –dije para mí, sujetando las rejas blancas. –Así fue –respondió él con calma–. Pero no me asusté de verdad hasta que vi a Deng Xiaoping en la televisión diciendo a las tropas: «Los extranjeros afirman que abrimos fuego y eso lo admito, pero decir que los tanques del Ejército pasaron por encima de ciudadanos desarmados es una vergonzosa calumnia». Se me pusieron los pelos de punta. Yo era testigo viviente de la verdad. ¿Qué pasaría si un día viniesen por mí? Durante dos años, jamás me atreví a salir de noche ni conté nada lo que pasó. La policía venía a www.elboomeran.com interrogarme casi a diario pero ni ellos ni yo mencionamos nunca a los tanques. Cada aniversario del 4 de junio, venían a mi casa con almohadas y colchones, y dormían en mi habitación. Todo para impedir que hablase con periodistas extranjeros. Cuando ya se ponía el sol, nos fuimos a un restaurante. Contemplé las oscurecidas paredes del complejo Zhongnanhai y pensé en los líderes del gobierno allí dentro, sentados a la mesa en cena familiar, con los gatos y perros correteando a sus pies. Liu Hua volteó y exclamó: –¡Comunistas sanguinarios! ¿Qué derecho tenían de quitarme mi brazo? ¡Si no se disculpan por la represión ni ofrecen justicia a las víctimas, los llevaré a la corte! –Asegúrate de mantener a salvo toda tu evidencia y registros médicos –le dije-; el día del juicio llegará. Nunca deja de sorprenderme la fe que tienen los chinos en el sistema judicial. En un país donde el estado de derecho no existe, nuestra única arma contra la injusticia es la fuerza de nuestras convicciones. Sin aquellos testigos, nos hubiésemos apartado más y más de la atrocidad. En tan sólo veinte años la «Generación Tiananmen», que inspiró a gente de todo el mundo a levantarse contra las tiranías, se había desvanecido. Profesores de escuela, padres, presentadores de noticias y ejércitos de censores contribuyeron al adormecimiento de toda una generación. Es tarea de valerosos sobrevivientes como Liu Hua, Chen Guang y muchos otros como Ding Zilin, fundadora del grupo de apoyo, rescatar del olvido a los muertos y luchar por la verdad. No todos los que murieron ese 4 de junio lo hicieron sin saber. Algunos avanzaron hacia los fusiles a propósito. Mientras eran abaleados, probablemente su único pensamiento era: «Es el momento más oscuro, luego todo será luz». Los cuerpos esclavizados escogieron caer para que millones pudieran levantarse libremente y pisotearan las injusticias del pasado. El único objetivo de la inmolación es forzar al opresor a vivir con el ardor de la culpa. Pienso en mi hermano, quien cayó en estado de coma hace veinte años. Hace mucho que su esposa e hijos lo abandonaron. Ahora ya puede comer, beber y dormir, pero carece de emociones y de amor propio. No puede hablar pero se puede sentar a ver algo en la televisión y reír a carcajadas. O puede contemplar el techo por horas. No tiene control sobre su propia vida, tal como el pueblo chino. Y sin embargo, algo extraordinario sucedió la última vez que lo fui a visitar. Usualmente le doy un lapicero y un papel, y espero a ver qué dibuja. A veces son solamente cajas y cruces, otras escribe mi nombre o el de su primera novia. Pero esta vez dibujó un caballo galopando en campo abierto. A pesar de las líneas temblorosas, era más expresivo de lo que jamás hubiese podido dibujar yo mismo. Por un momento, vi un débil rayo de luz en su pecho y supe que aún había esperanzas.