“Acuérdense de quienes los dirigían” (Heb 13,7) Homilía en la Misa por los sacerdotes fallecidos Catedral de Mar del Plata Jueves 3 de noviembre de 2011 Queridos hermanos sacerdotes y queridos fieles: Estamos aquí reunidos para ofrecer el santo sacrificio de la Misa en memoria y sufragio por el eterno descanso de quienes han sido pastores en esta diócesis marplatense; recuerdo y plegaria por nuestros sacerdotes diocesanos y religiosos difuntos. Nada más justo que este gesto de caridad hacia quienes consagraron sus vidas a la causa del Evangelio. El autor de la Carta a los Hebreos nos exhorta a hacer memoria de los pastores que ya concluyeron su vida terrena y a retener sus buenos ejemplos: “Acuérdense de quienes los dirigían, porque ellos les anunciaron la Palabra de Dios: consideren cómo terminó su vida e imiten su fe” (Heb 13,7). Un sacerdote es alguien que vive anunciando el Evangelio, santificando a los hombres con la gracia de los sacramentos, y guiando a las comunidades cristianas en su testimonio ante el mundo. Pero estas tres funciones de su oficio sagrado, se ejercen todas juntas principalmente en la celebración de la Eucaristía, que es el centro de nuestro ministerio (cf. LG 28). Existe, en efecto, una relación intrínseca entre la Palabra de Dios explicada en la homilía y el misterio del sacrificio eucarístico. En cuanto a la función de santificar, sabemos que la Eucaristía es la culminación o término hacia el cual tiende la gracia de los otros sacramentos. Igualmente, el ejercicio de la autoridad dentro de la Iglesia queda vinculado con el sentido profundo de la Eucaristía, pues debemos recordar el ejemplo de Jesús en la Última Cena cuando lavó los pies a los suyos, y nos dejó una enseñanza sobre el carácter servicial de la autoridad. Si la Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia, ella lo es por antonomasia en la vida del obispo y de los sacerdotes, pues entre todas sus actividades nada hay más importante que ella. ¿Qué más lógico, por tanto, que recordar en la celebración eucarística a quienes, en cuanto ministros de Cristo y de la Iglesia, transcurrieron sus vidas haciendo presente en nuestros altares a nuestro Salvador en su mismo acto de amor redentor, en su sacrificio por nosotros? Los ministros de la Iglesia, actuamos llevando la representación sacramental y eficaz de Cristo; pero hemos sido tomados del barro común y también sobrellevamos nuestra carga de debilidad. Comunicamos a otros la gracia que santifica, no como tesoro propio, sino como administradores del mismo: “Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2Cor 4,7). Ayudamos a otros a convertirse a una vida entendida como don de amor, pero compartimos con todos los fieles el combate cotidiano a fin de que el realismo de la vida no termine opacando en nosotros el testimonio del amor fuerte y desinteresado. Todo el secreto de la santidad, a la cual estamos llamados, consiste en nuestra correspondencia de amor a la voluntad divina, sin resistencias. Sólo el amor nos vuelve puros; sólo la caridad perfecta nos vuelve dignos de entrar en la presencia del Dios Santo, misterio inaccesible para el hombre. Cuanto más crece en nosotros la caridad, más disminuyen y se borran las secuelas del pecado original y de nuestros pecados personales. Más aptos nos vamos volviendo para el encuentro con aquél que quiere comunicarse a nosotros, renovando y reformando radicalmente nuestro ser. Se trata de un largo proceso que abarca toda la vida, desde el día de nuestro bautismo hasta nuestra partida de este mundo. La vida que nos da el bautismo, es vida cristiana porque debe ser configuración plena con Cristo; y es vida espiritual, porque debe transcurrir en la docilidad al Espíritu Santo, encargado de configurarnos con nuestro Salvador. Este itinerario de transformación progresiva coincide con los grados del amor que se va adentrando en nuestro ser. Éste será el criterio del juicio. Por decirlo con palabras de San Juan de la Cruz: “A la tarde de la vida te examinarán de amor”. Si la transformación de nuestro ser por el amor es el criterio del juicio y condición que nos habilita para la visión de Dios, podemos entender la doctrina católica sobre el Purgatorio. No se trata de una existencia desdichada y sombría. La dolorosa purificación que implica, es resultado del amor paternal de Dios que desea purificar a su criatura, y del amor del hombre que ansía dejarse purificar por Dios. Los místicos son quienes mejor han penetrado en este misterio por su propia experiencia espiritual. Es Santa Catalina de Génova quien nos ha dejado al respecto una enseñanza profunda: para ella el retraso en ver y poseer a quien amamos produce dolor y por este dolor somos purificados (Tratado del Purgatorio). Es por eso que San Juan de la Cruz establece con espontaneidad una clara vinculación entre la noche oscura de la fe y el proceso purgativo que anticipadamente se logra en esta vida. Las imágenes del leño que se convierte en brasa o del hierro que ante el fuego se vuelve incandescente, sirven para ilustrar la obra transformante del amor divino encendido en nuestras almas por el Espíritu Santo, el cual quema en nosotros toda resistencia. Cuando la Iglesia introduce en el canon de los santos a uno de sus fieles, está reconociendo, tras maduro examen, que este miembro del cuerpo místico de Cristo alcanzó hacia el término de su vida el grado de pureza espiritual por el que se volvió plenamente dócil a la voluntad divina; la cumbre del amor a Dios y al prójimo que Dios le pedía. Su vida se convierte por eso en ejemplar. La celebración de esta liturgia por los sacerdotes difuntos se convierte para nosotros, de este modo, en una saludable lección para nuestra vida. Nuestra sabiduría habrá de consistir en sembrar amor y enseñar a otros el camino. En una época de grave pérdida de la verdad sobre el sentido de la vida humana, las confusiones van desde la negación de toda trascendencia, a la admisión de teorías extravagantes sobre la reencarnación. Ante esto la Iglesia fundada por Cristo proclama bien alto la doctrina tradicional, fundada en la comprensión eclesial de la Sagrada Escritura, sobre las postrimerías del hombre. 2 Creemos en la resurrección de la carne al final de la historia: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio” (Flp 3,20-21). “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54). Creemos en el juicio final de los hombres: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos sus ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y Él separará a unos de otros” (Mt 25,31-32). Sabemos que nuestro cielo es Dios: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo” (Mt 25,34). Su pérdida es el infierno: “Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles” (Mt 25,41). Creemos que, en el estadio intermedio entre la resurrección de Cristo y la resurrección final, los que mueren en gracia se encuentran con el Señor y ven a Dios, aun fuera del cuerpo de su vida terrena, en una comunión de vida mucho más plena que la presente: “Porque para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Porque si la vida en este cuerpo me permite seguir trabajando fructuosamente, yo no sé qué elegir. Me siento urgido de ambas partes: deseo irme para estar con Cristo, porque es mucho mejor, pero por el bien de ustedes es preferible que permanezca en este cuerpo” (Flp 1,21-22). Creemos en la existencia del Purgatorio, donde los que murieron en gracia son purificados para alcanzar la vida en Dios: Judas Macabeo “realizó este hermoso y noble gesto” de ofrecer “un sacrificio por el pecado”. “Él tenía presente la magnífica recompensa que está reservada a los que mueren piadosamente, y éste es un pensamiento santo y piadoso. Por eso, mandó ofrecer el sacrificio de expiación por los muertos, para que fueran librados de sus pecados” (cf. 2Mac 12,43-46). Creemos, por último, en el carácter irrepetible y único de la vida humana, ante la difusión de creencias de reencarnación del alma, que apelando a un espiritualismo vago, niegan, entre otras cosas, la resurrección de la carne y el alma se salva y redime por su propio esfuerzo. Queridos hermanos sacerdotes y queridos fieles, honremos a los ministros de la Iglesia que nos han precedido en este glorioso ministerio y ahora “duermen el sueño de la paz”. Ejerzamos con ellos nuestra caridad y expresemos gratitud. Nuestra oración por ellos, unida al sacrificio de Cristo se vuelve eficaz. No nos cansemos de anunciar y recordar las verdades de nuestra fe que iluminan nuestro caminar de peregrinos hacia nuestra patria verdadera y definitiva. En tiempos de confusión e ignorancia, tengamos la humildad de enseñar el Catecismo, y la perseverancia de anunciar sin cansancio lo que quizás descuidamos. Al contemplar hoy la luz del cirio pascual, renovemos la alegría de ser profetas de esperanza. + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3