MIÉRCOLES DE CENIZA AYUNO

Anuncio
MIÉRCOLES DE
CENIZA
AYUNO
Y
ABSTINENCIA
UN AYUNO QUE PUEDE AYUDAR
EN ESTE TIEMPO ES EL AYUNO DE
LA MIRADA HACIA AFUERA.
ABANDONAR EL HÁBITO DE SER
TURISTA DE LO AJENO PARA ER
EXPLORAORES DEL PROPIO
CORAZÓN.
AYUNO TAMBIÉN DE LA PALABRA
QUE PUEDEN EVITARSE, PARA
QUE EL SILECIO SEA ALGO
FAMILIAR AL OÍDO Y A LA MENTE.
ESTAS ACTITUDES PUEEN
AYUDAR A RECOGER ESE YO
PROFUNDO Y PERSONAL QUE
NECESITA RATOS DE INTIMIDAD
Y SECRETOS CON DIOS PARA
ESCUCHARLE Y HABLARLE DE
TANTAS COSAS...
MT6, 1-6. 16-18
1 «Cuidad de no practicar
vuestra justicia delante de
los hombres para ser
vistos por ellos; de lo
contrario no tendréis
recompensa de vuestro
Padre celestial.
2 Por tanto, cuando hagas
limosna, no lo vayas
trompeteando por delante
como hacen los hipócritas
en las sinagogas y por las
calles, con el fin de ser
honrados por los
hombres; en verdad os
digo que ya reciben su
paga.
3 Tú, en cambio, cuando
hagas limosna, que no
sepa tu mano izquierda lo
que hace tu derecha;
4 así tu limosna quedará en
secreto; y tu Padre, que ve
en lo secreto, te
recompensará.
5 «Y cuando oréis, no seáis
como los hipócritas, que
gustan de orar en las
sinagogas y en las
esquinas de las plazas
bien plantados para ser
vistos de los hombres; en
verdad os digo que ya
reciben su paga.
6 Tú, en cambio, cuando
vayas a orar, entra en tu
aposento y, después de
cerrar la puerta, ora a tu
Padre, que está allí, en lo
secreto; y tu Padre, que ve
en lo secreto, te
recompensará.
16 «Cuando ayunéis, no
pongáis cara triste, como
los hipócritas, que
desfiguran su rostro para
que los hombres vean que
ayunan; en verdad os digo
que ya reciben su paga.
17 Tú, en cambio, cuando
ayunes, perfuma tu
cabeza y lava tu rostro,
18 para que tu ayuno sea
visto, no por los hombres,
sino por tu Padre que está
allí, en lo secreto; y tu
Padre, que ve en lo
secreto, te recompensará.
Joel 2,12-18
2 Cor 5,20 – 6,2
Mt 6,1-6. 16-18
Con el miércoles de ceniza iniciamos el tiempo litúrgico de la cuaresma,
que constituye el itinerario de preparación y la puerta de entrada a la
celebración gozosa del misterio de la Pascua de Cristo. Es un camino que
evoca los cuarenta días de Moisés en la cima del monte Sinaí, los cuarenta
años de Israel en el desierto antes de entrar en la tierra prometida y los
cuarenta días de ayuno de Jesús antes de iniciar su ministerio público. Un
camino que nos lleva a la renovación de nuestro bautismo y a la conversión de
vida. No es un simple tiempo de penitencia y de prácticas ascéticas, sino un
momento de profunda renovación interior y de una viva participación en el
misterio pascual de Cristo. El acento no se pone en las prácticas penitenciales,
sino en la acción santificadora del Señor; el ayuno y la mortificación de estos
días son solamente un signo de nuestra participación en el misterio de Cristo,
que ayuna en el desierto y entrega su vida para dar vida al mundo.
El símbolo bíblico de “la ceniza”, con el que se inicia el camino cuaresmal,
nos ayuda a entrar en contacto con aquel polvo con el que fuimos formados
(Gen 2,7) y al cual volveremos. En la Biblia, cubrirse la cabeza con cenizas,
rasgarse las vestiduras, o postrarse en silencio, eran signos penitenciales y de
duelo, con los cuales el creyente entraba simbólicamente en la muerte.
También hoy el cristiano toma conciencia de su finitud y de su pecado, se
cubre de cenizas, se rasga el corazón y se abre a la conversión y a la gracia de
Cristo. Entra en la muerte para resucitar gozosamente con el Señor, “porque si
hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte semejante a la suya,
también compartiremos su resurrección” (Rom 6,5).
La primera lectura (Joel 2,12-18) es un llamado urgente del profeta Joel para
que el pueblo haga penitencia por sus pecados y se renueve interiormente,
pues el castigo del Señor es inminente (Joel 2,1-11). El profeta está convencido
que Dios siempre da una nueva oportunidad y está dispuesto a comenzar otra
vez la historia de la alianza con su pueblo. Por eso convoca a “todo” el pueblo,
a través de un simbolismo conocido en la Biblia, “el merismo”, a través del cual
una totalidad se expresa por medio de los extremos opuestos. En nuestro texto
todo el pueblo es simbolizado con la mención de “los ancianos” y “los niños de
pecho” (v. 16). Se llama a la conversión a toda la comunidad, porque como dice
san Pablo: “todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Rom
3,23). Pero la palabra profética nos asegura también que todos tenemos
siempre una oportunidad delante de Dios y que nadie está excluido de su
gracia y su perdón, pues “el Señor es clemente y misericordioso, lento a la ira y
rico en amor y siempre dispuesto a perdonar” (v. 13). El profeta fundamenta su
llamado a la penitencia y a la conversión en el artículo de fe fundamental de la
alianza: la misericordia sin límites de Dios.
El texto insiste en las actitudes interiores que deben acompañar el cambio
de vida: hay que “rasgar el corazón, no las vestiduras” (v. 13). El verdadero
cambio es el que brota del interior del hombre. Se trata de asumir nuevos
valores que orienten la conducta. El sonido de la trompeta (el shofár), que
anunciaba en Israel el tiempo comunitario del ayuno y de la penitencia para
alcanzar misericordia (v. 15), debe ir acompañado de otro sonido más
importante, sin el cual no es posible la comunión con Dios: las palabras de la
oración sincera y humilde. Por eso el camino de la conversión inicia cuando el
hombre es capaz de ponerse de rodillas delante del Señor y decir: “Perdona,
Señor, a tu pueblo, y no entregues tu nación al desprecio” (Joel 2,17); y con el
salmista: “Ten piedad de mí, oh Dios, por tu amor, por tu inmensa compasión
borra mi culpa... Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, renueva dentro de mí
un espíritu firme”.
La segunda lectura (2 Cor 5,20 – 6,2) forma parte de una ferviente
exhortación paulina a “dejarse reconciliar por Dios” (v. 20), ya que Dios “nos ha
reconciliado consigo mismo por medio de Cristo” (1Cor 5,18). El verbo
“reconciliar” (griego: katallássein) aparece solamente 6 veces en todo el Nuevo
Testamento (Rom 5,10; 1 Cor 7,11; 2 Cor 5,18.19.29), de las cuales tres se
encuentran en 2 Cor 5,18-20. A excepción de 1 Cor 7,11, que se refiere a la
reconciliación entre el esposo y su mujer, el verbo katallássein siempre se usa
para hablar de la reconciliación del hombre con Dios. El verbo está formado
etimológicamente por el prefijo katá (según, conforme a, etc.) y del verbo
lassein (cambiar, transformar), lo cual indica que la acción de la reconciliación
supone un cambio, una transformación radical, una novedad en las relaciones,
un inicio nuevo. Reconciliarse es restaurar un vínculo de amor o de amistad
que ha sido roto a causa de la infidelidad de una de las personas
comprometidas en la relación. Reconciliarse es cambiar de vida.
Pablo anuncia que la reconciliación con Dios, más que un esfuerzo
humano, es una gracia que se ofrece a todos a través de Cristo. El hombre ha
roto con Dios a causa del pecado, pero el Señor ofrece gratuitamente la
reconciliación a través de la fe en Cristo: “Somos, pues, embajadores de Cristo,
y es como si Dios mismo los exhortara por medio de nosotros. En nombre de
Cristo le suplicamos que se dejen reconciliar con Dios. A quien no cometió
pecado, Dios lo hizo por nosotros reo de pecado, para que, gracias a él,
nosotros nos transformemos en salvación de Dios” (vv. 20-21).
Al hombre corresponde responder activa y generosamente a la gracia del
perdón. Cuando Dios nos ofrece la reconciliación con él, acontece para
nosotros el “tiempo favorable” (en griego: el kairós, es decir, la ocasión
propicia, la oportunidad que no hay que dejar pasar “recibiendo en vano la
gracia de Dios”). “El mismo dice: en el tiempo favorable (kairós) te escuché” (2
Cor 6,2). Según Pablo, vivimos en un continuo kairós, lleno de la gracia de
Dios, un tiempo marcado por la exhortación constante a volver al Señor, a
través de la predicación evangélica. Un tiempo que no hay que dejar pasar en
forma indiferente, sino que hay que vivirlo en la acogida y la respuesta concreta
y dócil a la palabra de Dios que nos llama a una nueva vida. “Éste es el tiempo
favorable, éste es el día de la salvación” (6,2).
El evangelio (Mt 6,1-6. 16-18) está tomado del “Sermón de la montaña” y hace
referencia a dos de las principales obligaciones religiosas de la piedad judía: la
limosna (vv. 1-6) y el ayuno (vv. 16-18). La otra es la oración (vv. 5-15). Con
estas prácticas piadosas el judío lograba “la justificación” con Dios, se hacía
“justo” delante de él, es decir, restablecía la alianza. En la tradición bíblica, la
“justicia” (griego: dikaiosynē) es un concepto amplio que desborda el ámbito de
las relaciones sociales y llega a ser equivalente a religiosidad o vida de piedad.
Se consideraba justo a quien vivía una relación “justa” con Dios en la totalidad
de su existencia. La expresión “practicar la justicia”, típica del evangelio de
Mateo, designa la dimensión práctica de la religión, que es ejemplificada a
través de tres obras de piedad del judaísmo de la época: la limosna (vv. 2-4), la
oración (vv. 5-6) y el ayuno (vv. 16-18).
El versículo 1 da la clave de la nueva interpretación propuesta por Jesús en
relación con estas prácticas religiosas: “Cuidado con practicar las buenas obras
(“vuestra justicia”) para ser vistos por la gente; porque entonces vuestro Padre
del cielo no os recompensará” (Mt 6,1). Para Jesús la práctica religiosa tiene
valor solamente cuando se hace exclusivamente por amor a Dios y lleva a
crecer en la relación con él. La espiritualidad cristiana es fundada en la
interioridad, allí donde el hombre es realmente él mismo.
“Dar limosna” (en griego: poiein eleêmosynên, literalmente: “hacer un
acto de misericordia”) se había convertido, paradójicamente, en algunos
círculos fariseos, en una oportunidad para hacerse notar de los demás y ser
tenidos por buenos. A estas personas, que hacen las buenas obras y practican
la misericordia para ser vistos por los otros, Jesús les llama “hipócritas” (en
griego: ypokritês, término que designaba al actor de teatro, a uno que actúa
delante de los otros pretendiendo ser lo que en realidad no es). Servirse de la
limosna para alcanzar prestigio personal, es anular su valor religioso y negar “la
justicia” entendida como justa relación con Dios y con los demás. Jesús
propone, en cambio, una práctica religiosa centrada exclusivamente en el
Padre, “que ve en lo secreto”. La verdadera recompensa de la limosna es la
relación filial que se establece con el Padre a través de la práctica de la caridad
hacia los demás.
La “oración”, como momento privilegiado del encuentro con Dios,
también era practicada en algunos ambientes judíos con el afán de ser
admirados por los demás. Jesús opone al exhibicionismo de la oración hecha
en “las esquinas de las plazas”, una oración practicada en “tu aposento”, (en
griego: taméion, un espacio interior de la propia casa) y con la puerta cerrada.
Allí el discípulo “reza a su Padre”. Lo decisivo en la oración es la relación de fe
y amor con el Padre del cielo.
El “ayuno”, del que habla aquí Mateo, parece ser el ayuno privado que
practicaban algunos fariseos (Lc 18,12), pretendiendo cumplir más de lo que la
ley mandaba acerca de un ayuno anual, en el día de la expiación. El “ayuno”
público era previsto por la legislación judía en algunas fiestas religiosas
importantes (cf. Lv 16,26-29; Zac 7,5); el ayuno privado era practicado por
algunos grupos como medio para alcanzar el perdón de los pecados y
usualmente en relación con la oración. La comunidad cristiana lo practicó junto
con la oración (Hch 13,2-3; 14,23) en momentos decisivos de la misión
evangelizadora. Jesús no condena el ayuno en sí mismo, sino el hecho de
practicarlo para ser vistos por los demás y obtener prestigio, deformando
radicalmente su valor religioso. Como en los casos anteriores, también aquí lo
esencial para Jesús es vivir una relación interior y genuina con el Padre que “ve
en lo secreto”. En todo caso, el ayuno auténtico no debe ser exterior, sino una
manifestación de caridad y expresión concreta del deseo de comunión en el
amor con Dios y con los hombres. El Antiguo Testamento nos ofrece el sentido
y el fruto del verdadero ayuno: “El ayuno que yo quiero es éste: que sueltes las
cadenas injustas, que desates las correas del yugo, que dejes libres a los
oprimidos, que acabes con todas las opresiones, que compartas tu pan con el
hambriento, que hospedes a los pobres sin techo, que proporciones ropas al
desnudo y que no te desatiendas de tus semejantes” (Is 58,6-7).
La enseñanza de Jesús es clara en estos textos. Las prácticas religiosas
que se mencionan son expresiones simbólicas de toda la práctica religiosa del
discípulo del reino y se deben hacer “en lo escondido”, más allá de las miradas
de los demás, allí donde sólo el Padre, “que está en lo escondido” puede ver.
Pues “la mirada del Señor no es como la del hombre: el hombre ve las
apariencias, pero el Señor ve el corazón” (1 Sam 16,7). En cualquier práctica
religiosa, delante de Dios vale mucho más la motivación interior que la
manifestación externa. La enseñanza de Jesús la resume muy bien Pablo en la
carta a los romanos: “Ser judío no consiste en lo exterior... el verdadero judío lo
es por dentro y la auténtica circuncisión es la del corazón, la que es obra del
Espíritu y no de la letra; no esa que alaban los hombres, sino la que alaba
Dios” (Rom 2,28-29).
Descargar