SEGREGACIÓN Y DEBILIDAD. HIPÓTESIS ALTERNATIVAS EN EL ANÁLISI DEL MERCADO DE TRABAJO∗ FRANCESCA BETTIO ∗ Publicado originalmente en Cristina Marcuzzo y Anna Doria, comp.., La ricerca delle donne, studi feministi in Italia (Turín: Rosenberg & Séller, 1987). Reproducido en Reiti, enero-febrero, 1998) 1. En las investigaciones realizadas por mujeres sobre el mercado de trabajo femenino no sólo me ha llamado la atención una cierta pobreza de aportaciones y contenido, sino que también he tenido dificultades para vislumbrar alguna posición que se diferencie de un modo u otro de la disciplina. Una postura victimista, del tipo «las mujeres no sólo cargan con el peso de la doble presencia, sino que esto las coloca, además, en una posición de debilidad y marginalidad en el mercado laboral», dominó las investigaciones sobre el mercado del trabajo femenino en la década de los setenta y aún no se ha abandonado del todo, ni siquiera en las aportaciones más recientes. De ello se deriva una concepción que reduce la especifidad de las mujeres en el mercado laboral al carácter secundario de su oferta. La citada concepción se adapta cómodamente no sólo al ámbito del análisis económico tal como se desarrolló con anterioridad a la aparición de una conciencia feminista, sino incluso al ámbito de la más estrecha ortodoxia en el seno de la disciplina... El estado de las investigaciones en Italia contrasta con el vivo debate y un no despreciable esfuerzo de investigación desarrollados en otros países. La necesidad de explicar la posición de las mujeres a caballo entre el mercado y la reproducción, ha ampliado definitivamente las fronteras del análisis económico hasta abarcar el ámbito de la familia, del trabajo doméstico y del trabajo reproductivo; también ha favorecido el florecimiento de enfoques y estudios alternativos frente al paradigma dominante, los cuales han contribuido no en pequeña medida a impulsar el debate feminista. El escaso eco que han encontrado estas tendencias en el desarrollo de las investigaciones en Italia tiene una doble explicación. La tendencia, por otro lado difusa en el caso de la disciplina económica, de importar temas y debates que han alcanzado gran auge en otros países, suele dejar de lado las aportaciones más heterodoxas, necesariamente menos consolidadas y muchas veces desarrolladas al margen de los principales canales de difusión. Por citar sólo algunos ejemplos, cabe señalar en este sentido el filón del marxismo-feminismo, que ha profundizado en los temas de la división sexual del trabajo (Barret, 1980, ofrece una primera revisión); o el del trabajo doméstico, que se ha desarrollado analítica y empíricamente en el extranjero (Himmelweit-Mohun, 1977; Molyneux, 1979), mientras que en Italia ha permanecido circunscrito al ámbito del debate político. Son escasas las contribuciones de economistas italianas a este tipo de bibliografía o que se hayan enriquecido con sus aportaciones (Stirati, 1984 y Bettio, 1984, sobre la segregación y la división sexual del trabajo; Picchio Del Mércalo, 1986. sobre la reproducción social del trabajo) y es significativo que en la mayoría de los casos se trate de investigaciones realizadas en el extranjero. Algo distinto sucede en el caso de los enfoques convencionales o consolidados de algún modo, como pueden ser los filones de la discriminación, del capital humano (Livraghi, 1984), de la segmentación (Del Boca S. 1980; Villa, 1983 y 1986) de la economía de la familia (home economics) (Del Boca-Turvani, 1979). En los planteamientos de estos últimos ha faltado con frecuencia una labor de «traducción crítica», destinada a reelaborar los puntos interpretativos más destacados en función de la realidad histórica e institucional italiana, que se diferencia en muchos aspectos del contexto en el cual surgieron las citadas interpretaciones (para una reseña de la bibliografía foránea, véase Amsden, 1980). Valgan como ejemplo los enfoques de la segmentación y del capital humano. Ambos explican el lugar de las mujeres en el mercado laboral en términos de una menor adquisición de profesionalidad, consecuencia a su vez de una mayo? discontinuidad de la vida laboral. En previsión de esta discontinuidad, se afirma, los empleadores excluyen con mayor frecuencia a las mujeres de la formación profesional en el lugar de trabajo, dada la menor recuperación de los costes de la inversión en formación. Las mujeres, por su parte, tienen supuestamente poco interés en invertir en su propia formación cuando los costes recaen sobre ellas mismas, como en el caso de la formación escolar. Sin embargo, en Italia, el periodo de permanencia de las trabajadoras en una misma empresa no es demasiado inferior y puede ser a veces superior al de los hombres, entre otras cosas gracias a la política de estabilidad del puesto de trabajo impulsada por el sindicato. Asimismo, gracias al bajo coste de la enseñanza escolar, también son modestas desde hace tiempo las disparidades entre los sexos en casi todos los niveles educativos. Para resultar convincente en el contexto italiano, sería preciso reelaborar o matizar, por tanto, las hipótesis originarias; pocas estudiosas han efectuado una operación de este tipo lo cual puede haber afectado a la difusión del debate, en este y también en otros casos. No considero en sí mismo un problema que la investigación en Italia haya sido poco receptiva a las tendencias desarrolladas en otros lugares. Al contrario, me parece positivo que se hayan seguido líneas de razonamiento autónomas, capaces de fomentar la riqueza de las aportaciones y de los contenidos. 2. El estudio del mercado del trabajo femenino tuvo, a pesar de todo, unos inicios prometedores entre nosotras cuando los problemas de las mujeres ocuparon el centro del debate en los años setenta, el primer debate sobre la materia y el más amplio desarrollado hasta la fecha (Vinci, 1984). Es posible que este mismo protagonismo, en un debate marcado necesariamente por las condiciones prevalecientes en aquellos años contribuyera a frenar el desarrollo de estudios con un enfoque distinto al que surgió de ese debate. Para comprender este enfoque deben tenerse en cuenta dos circunstancias. La primera es la reducción de la tasa de actividad femenina, que parecía destinada a acentuarse en un periodo de reestructuración y/o estancamiento de la ocupación como los inicios de la década de los setenta; la segunda es el descubrimiento en aquellos años de las dimensiones de la economía sumergida. El paradigma de la debilidad La visión de la ocupación femenina que se desarrolló en este contexto se apoya en el binomio rigidez-flexibilidad. Sus aspectos más destacados pueden sintetizarse como sigue: • Dadas sus obligaciones familiares, las mujeres presentan, con relación a los hombres, una serie de rigideces en el mercado, que incrementan su coste y reducen su productividad. Así, presentan sistemáticamente un mayor absentismo, están menos disponibles para el trabajo por turnos y las horas extraordinarias, así como para un eventual esfuerzo para mejorar su cualificación. Asimismo, en una situación en que los diferenciales de salario -por efecto del empleo de las mujeres en ocupaciones / sectores menos remunerados o de unos salarios más bajos por el mismo tipo de trabajo- son relativamente bajos (12,7% en la industria en 1984), el principal coste asociado a la rigidez puede no verse compensado por un salario femenino inferior. La fuerza de trabajo femenina se configura, por tanto, como un componente débil al cual no se concede prioridad en la contratación, aunque sí, en cambio, en los despidos (Padoa Schioppa, 1977, 1979; Ceres, 1979). • Una debilidad de carácter opuesto, esto es, asociada a una mayor flexibilidad ,de la ocupación femenina, acentúa la debilidad derivada de la mayor rigidez, que a su vez la refuerza. Se atribuye una mayor flexibilidad a las mujeres en la medida en que no desempeñan el papel de cabeza de familia. Además de hacerlas particularmente vulnerables a los despidos, esto también contribuye a desanimarlas con mayor facilidad de la búsqueda de trabajo cuando la economía atraviesa un periodo de crisis, a la vez que fomenta su disposición a aceptar trabajos infrarremunerados y/o precarios, en la economía sumergida y en la agricultura, por ejemplo (Furnari et al., 1975; May, 1973, 1977). De acuerdo con estas premisas, la persistencia de una tendencia negativa en cuanto a la participación familiar podría explicarse por las dificultades de las trabajadoras expulsadas por el proceso de reestructuración en curso en los años setenta o que buscaban su primer empleo para inserirse en un mercado oficial en escasa expansión; por un efecto de desánimo, se replegarían en la familia o desaparecerían de las estadísticas al incorporarse al ámbito del trabajo sumergido, como trabajadoras a domicilio por ejemplo (David, 1978; Canullo, Montanari. 1978; Ceres, 19SO). Se daba por descontado, naturalmente, que dondequiera que golpearan la crisis y la reestructuración, las más afectadas serían las mujeres. Un resultado positivo de este debate fue la revisión de las estadísticas oficiales, a fin de detectar un ámbito de trabajo supuestamente invisible hasta entonces. Por una ironía del azar, las nuevas series estadísticas han revelado un aumento de la participación femenina ya desde los primeros años de la década de los setenta, cuando estaba en pleno auge el debate sobre la caída de la tasa de participación. La inversión de tendencia que, revelaron las estadísticas no puso en entredicho, sin embargo, ni inmediata, ni completamente, el citado paradigma de la debilidad. El aumento de la tasa de participación podía interpretarse, de hecho, como un mero fenómeno estadístico debido a un avance gradual en la capacidad de las fuentes estadísticas para detectar el trabajo informal o precario; también podía atribuirse a la expansión de las pequeñas empresas, situadas a caballo entre la economía oficial y la sumergida y dispuestas a emplear mano de obra femenina para aprovecharse de su flexibilidad (Del Boca-Turvani, 1979). Tampoco ponía en entredicho el citado paradigma el incremento del paro que fue acentuándose progresivamente en el curso de los años setenta, en detrimento de la segmentación, en una cierta inversión dejas expectativas. En efecto, mientras en la hipótesis clásica de la segmentación, un bajo nivel de instrucción tiende a constituir una desventaja para los trabajadores y a relegarlos a los segmentos secundarios, en nuestro país, según se afirmaba, la situación era la inversa, sobre todo con respecto a las mujeres. Dicho de otro modo, las mujeres habían recurrido, aún en mayor medida que los hombres, a la educación para incrementar sus oportunidades de empleo o como una forma de ocupar el tiempo mientras aguardaban un incremento de la demanda de trabajo. De este modo habrían acabado desarrollando, sin embargo, expectativas o niveles de cualificación por encima de las ofertas de empleo efectivamente disponibles en el mercado, empeorando sus perspectivas de encontrar trabajo. Sólo recientemente se ha discutido esta última interpretación en algunos trabajos, a partir de pruebas estadísticas de que el riesgo de desempleo es menor para las mujeres con niveles más altos de instrucción. Las pruebas estadísticas acabaron minando también la credibilidad del paradigma de la debilidad en los años ochenta. De hecho, la tasa de participación femenina no sólo ha continuado creciendo, sino que también ha seguido aumentando la cuota percentual de mujeres en casi todos los sectores. Asimismo, alrededor de tres cuartas partes del incremento neto de la ocupación global a partir de los años setenta debe atribuirse al componente femenino. Finalmente, es cierto, a pesar de todo, que la desocupación femenina ha crecido paralelamente al incremento de la ocupación femenina, pero este fenómeno sugiere, más bien, que una creciente dificultad para encontrar trabajo no ha sido suficiente para frenar el aumento de la oferta femenina. Estas tendencias deberían haber conducido a revisar el paradigma de los años setenta. Tengo la impresión, no obstante, de que ha preferido tomarse un atajo. Puesto que ese paradigma no ofrece puntos de apoyo para explicar una inversión de tendencia en la participación que no se limite al ámbito del trabajo sumergido o a algún tipo de flexibilización, se ha echado mano de lo que designaré como «efecto feminismo» para explicar cómo pudo tener lugar esta inversión de tendencia a todos los efectos; es decir, se ha invocado una mutación radical en la actitud de las mujeres en favor de la participación y de un mayor apego al trabajo (en el mercado) (Del Boca-Turvani, 1979; Leoni, 1984). El feminismo se incorpora, así, como deus ex machina para dar cuenta del paso de una fase a otra que las tesis dominantes no parecen capaces de explicar. Dicho esto, quisiera destacar que, sin menoscabar en absoluto la force de frappe del feminismo, existen razones válidas para adoptar una perspectiva de continuidad más que de ruptura, en términos de la cual tanto el incremento de la participación como el feminismo podrían tener en parte antecedentes en transformaciones seculares comunes. El principal problema no es que los trabajos de los años ochenta hayan seguido manteniendo las tesis de los setenta, ajustando sólo el tiro para tener en cuenta el «efecto feminismo» sobre el comportamiento de la oferta. Lo cierto es, sin embargo, que la investigación de los años ochenta ha seguido líneas dispares, sin una dirección concreta, con el resultado de que la antigua perspectiva continúa asomando de vez en cuando la cabeza en las aportaciones más recientes, en vez de quedar desbancada, posiblemente porque sigue constituyendo uno de los pocos puntos de referencia firmes (Schennkel, 1984). Valga como ejemplo una aportación relativamente reciente en la cual se toma nota del incremento de la participación femenina, pero se da por supuesto que se trata de un incremento limitado en relación a otros países, en la medida en que nuestras diferencias salariales son más bajas y. por tanto, compensan en menor grado la rigidez que presentan las mujeres (Padoa Schioppa, 1979; Gherardi. 1982). Las investigaciones en la década de los ochenta En un breve repaso de los momentos más destacados de las investigaciones desarrollados en la década de los ochenta, cabe señalar que finalmente se ha tomado nota de la importancia de la segregación ocupacional en algunos estudios aislados y en algunos intentos de determinar sus dimensiones cuantitativas (Irer. 1984). No se han explorado, sin embargo, los posibles determinantes del fenómeno y mucho menos las posibilidades de que éste contradiga los presupuestos del paradigma de la debilidad. Aun así, las nuevas tendencias que revelan los datos han avalado empíricamente un mayor optimismo del que podría inspirar dicho paradigma. Por ejemplo, se ha intentado identificar señales de los progresos en curso en el nivel o en las cuotas de ocupación femenina; comparaciones desagregadas entre censos o estudios aislados sobre sectores avanzados de la industria y del sector terciario sugieren que las oportunidades de empleo o de carrera son discretas, incluso en ámbitos tradicionalmente masculinos, al menos para la porción joven e instruida de la fuerza de trabajo femenina (AA.VV., 1983; Ministerio del Lavoro 1986; Altieri, 1986). Menos optimista, si bien relativamente más animada, ha sido la discusión sobre el trabajo a tiempo parcial, estimulada por la urgencia de tomar decisiones sindicales y legislativas; de este debate han surgido, sin embargo, nuevas perspectivas interpretativas (Del Boca D., 1984; Battistoni-PalIeschín, 1984; Arrigo-BeIlardi, 1985). En conjunto, los estudios han sido escasos o como mínimo insuficientes para ofrecer un cuadro adecuado de las transformaciones en curso. 3. Quisiera destacar tres órdenes de problemas asociados al predominio de un paradigma sobre el mercado laboral como el antes expuesto. Ante todo, dicho paradigma ofrece una explicación de la posición de la mujer en el mercado laboral cuando menos limitada y muchas veces también distorsionada. En segundo lugar, refleja una falta de perspectiva histórica que lo hace inadecuado para comprender el significado y el alcance de las recientes tendencias. En tercer lugar, representa, como mínimo, una pobre plataforma para proponer y valorar unas estrategias de intervención ya inaplazables. Yo misma tuve que enfrentarme con las dos primeras categorías de problemas, esto es, los relacionados con la fecundidad del paradigma de la debilidad en términos analíticos e históricos, tras mi decisión de ocuparme del trabajo femenino en Italia durante un periodo de investigación desarrollado y completado en Inglaterra. Finalmente, opté por adoptar un enfoque alternativo que se apoya en la división sexual del trabajo en el mercado (Bettio, 1984; empleo el concepto de división sexual del trabajo como alternativa frente al de segregación ocupacional, que considero mas restringido). Me interesa precisar el tipo de análisis elegido y las in fluencias culturales a las cuales estuve expuesta en el ámbito de la disciplina, pues prefiero explicitar el punto de vista desde el cual se plantea mi discurso. El nudo central con el cual no tardé en toparen mi investigación es el siguiente: si, gracias a la supuesta rigidez de la oferta femenina, las mujeres constituyesen una fuerza de trabajo secundaria, en el sentido de ofrecer prestaciones de algún modo inferiores o en todo caso menos solicitadas, ¿cómo podría explicarse una división sistemática de las profesiones o de las tareas según el sexo? Esta última revela una ciara preferencia por las mujeres para determinados puestos de trabajo y por los hombres para otros, más que una gradación en la cual las mujeres ocuparían sistemáticamente el segundo lugar. En otras palabras, ¿no se habrá creado una confusión entre la selectividad entendida como una diferenciación entre ámbitos laborales masculinos y femeninos y la selectividad entendida como orden de preferencia entre trabajadores y trabajadoras? La primera no implica necesariamente la segunda. Si se cumpliese, de hecho, la tesis del lugar secundario reservado a las mujeres en la jerarquía de preferencias, deberíamos observar un proceso de absorción indiferenciada de la fuerza de trabajo femenina una vez agotada la masculina, o bien cuando los salarios femeninos son suficientemente bajos (en relación a los masculinos) para compensar la mayor rigidez de la fuerza de trabajo femenina. Esta posibilidad no aparece ratificada por los hechos, recientes o históricos- Bastará recordar que los salarios femeninos (por hora y por día) representaban poco más del cincuenta por ciento de los masculinos menos de un siglo atrás, con una industrialización avanzada y en momentos de segregación ocupacional particularmente marcada. Actualmente, en cambio, la discriminación salarial por el mismo tipo de trabajo es rara y el diferencial (horario) global entre hombres y mujeres es reducido; lo cual no impide, empero, que la demanda de trabajo sea relativamente favorable a las mujeres, gracias a la expansión de sectores y profesiones relativamente feminizados, en el sector terciario por ejemplo. El paradigma de la debilidad, que implica la secundariedad de tas mujeres en el orden de preferencia, que podía parecer plausible cuando la participación femenina presentaba una tendencia decreciente, ha perdido por tanto hasta la apariencia de plausibilidad. Aunque he planteado una objeción de fondo contra este paradigma, esto no significa que no sea posible discutir sus tesis concretas una a una a la luz de los hechos; cometido que escapa, sin embargo, a los límites del presente trabajo. Una breve referencia histórica podrá servir, no obstante, de ejemplo. A principios de este siglo, las inspecciones ministeriales revelaban una tasa muy baja de absentismo femenino en las fábricas: una media de siete jornadas de trabajo sobre un total de 290. En el mismo periodo, o poco antes, se lamentaba desde diversos sectores el alto absentismo masculino, ya fuese por la práctica de combinar la actividad agrícola con la fabril, ya fuese por la reticencia de los artesanos a someterse a la disciplina del trabajo fabril. En aquel tiempo, la presencia de las mujeres en los turnos nocturnos era también muy superior a la de los; hombres, puesto que el sector textil recurría a los mismos de manera desproporcionada en relación con el resto de industrias. Este sector, que empleaba a la mayor parte de las obreras industriales, también aplicaba jornadas laborales más largas. Pese a lo cual, no se registraba una preferencia generalizada por las mujeres, ni un marcado aumento de sus salarios en relación a los masculinos en el conjunto de la industria. Aunque la historia resulta particularmente elocuente en estos aspectos, un atento análisis de casos concretos de la realidad contemporánea revela que si bien los factores de rigidez contribuyen en cierta medida a; la discriminación de las mujeres y/o su asignación a determinados trabajos más que a otros, éstos no parecen constituir la clave el problema. Para los fines de la presente discusión, resultan particularmente relevantes algunas implicaciones de la división sexual del trabajo, de cuyo análisis se desprende una interpretación del carácter y la evolución del mercado de trabajo femenino en Italia alternativa en muchos aspectos a la propuesta por el paradigma de la rigidez-flexibilidad. En primer lugar, es posible refutar la convicción difusa de que la recesión golpea (o ha golpeado) sistemáticamente en mayor grado a las mujeres que a los hombres y que cuando esto sucede (o ha sucedido), los motivos están asociados al binomio rigidez-flexibilidad. Los lugares de trabajo en que predominan las mujeres presentan ciertas características recurrentes, algunas de las cuales acentúan la vulnerabilidad de las trabajadoras a las variaciones en la ocupación, en comparación con los hombres, mientras que otras contribuyen a protegerlas. En la industria, por ejemplo, muchos puestos de trabajo característicamente feminizados tienden a absorber una mayor proporción relativa de la ocupación para cualquier volumen dado de producción en un momento dado; las variaciones en el nivel de producción pueden tener, por tanto, un impacto desproporcionado sobre estos puestos. Por otro lado, las mujeres también están presentes en una proporción superior a la media en las secciones de tipo administrativo, menos sensibles a las variaciones en los niveles de producción. La segregación ocupacional se manifiesta, además, en cuotas sumamente desiguales de ocupación femenina en los distintos sectores. Dado que los sectores que se verán más afectados por una expansión o por una recesión dependen de las características del ciclo económico, éstas también influirán, por consiguiente, sobre el grado en que la ocupación femenina, agregada, se verá penalizada o favorecida en relación a la masculina, sin que sea posible definir empero el resultado a priori. Las estimaciones que he realizado para nuestro periodo de posguerra, intentando aislar el componente cíclico de la ocupación de las tendencias estructurales a largo plazo, ofrecen resultados mixtos de los cuales se desprende que la ocupación femenina se ha demostrado a veces más vulnerable y otras menos vulnerable a la coyuntura que la ocupación masculina (Bettio, 1987). Finalmente, es preciso añadir un aspecto que a menudo se ha pasado por alto. a saber, que las estrategias sindicales y el marco institucional italiano han contribuido a acentuar la estabilidad de Id ocupación femenina, y también de la masculina, en comparación con la situación en muchos otros países. Sobre la discontinuidad de la presencia femenina Se trata de matizar el mito según el cual, dada su mayor flexibilidad, las mujeres son las principales protagonistas de la economía sumergida o de la de las pequeñas empresas. De hecho, basta tomar como referencia algunos de los estudios sobre el ámbito sumergido, en particular los referidos al sector industrial, para constatar la evidencia de que en estos segmentos de la economía prevalece la misma división sexual del trabajo que en los del ámbito oficial. En otras palabras, no se produce una inversión de las preferencias en favor de la fuerza de trabajo femenina a fin de explotar su flexibilidad; de lo contrario, debería observarse también una división distinta de los puestos de trabajo según el sexo en cada tipo de actividad. Subsiste la posibilidad de que la proporción de mujeres sobre el total de personas ocupadas sea superior en la economía sumergida, pero esto podría explicarse por las diferentes modalidades ocupacionales de hombres y mujeres en este segmento- Las mujeres constituyen, en efecto, la abrumadora mayoría de las trabajadoras a domicilio, una modalidad ocupacional que, comparada con otras, tiende a aparecer asociada con una mayor discontinuidad en el trabajo y que, en consecuencia, puede abarcar a un mayor numero de personas por el mismo número de horas trabajadas. El último aspecto que quisiera considerar es la lectura en clave de discontinuidad de la evolución de la participación femenina. Como se ha señalado antes, esta lectura confirma indirectamente la validez del paradigma de la debilidad, al menos por lo que respecta a la fase decreciente de la participación, y no explica el paso a una fase de crecimiento. En cambio, existen motivos para hablar de continuidad cuando se considera la relativa rigidez de la división sexual del trabajo adoptando una perspectiva a largo plazo. Un examen de los datos censales, a partir del primer censo de 1881, indica que las oscilaciones en la tasa de participación siempre han estado asociadas a transformaciones en la estructura de la demanda a lo largo del tiempo (Bettio, 1985). Habida cuenta de que la incidencia de las trabajadoras sobre la ocupación total varía apreciablemente de un sector a otro, la expansión de una industria o un ámbito ocupacional en detrimento de otros favorecerá un aumento de la participación cuando la citada industria emplea un número proporcionalmente elevado de mujeres y viceversa. En la década de los setenta, la expansión del sector terciario acabó compensando los efectos negativos de la evolución de los otros dos sectores sobre la demanda de trabajo femenino. Dicho de otro modo, el mismo mecanismo que ha influido desde siempre sobre la participación femenina favoreció, finalmente, una inversión de la tendencia. El descenso de la fecundidad Las transformaciones en el lado de la oferta son igualmente importantes para la evolución de la participación y una perspectiva de continuidad también resulta fructífera en este aspecto. El aumento de la participación de las mujeres se debe en gran medida a la tendencia creciente de las mujeres casadas a no retirarse del mercado laboral o a posponer su retirada. Contrariamente a lo que muchas veces parece creerse, no se trata de un fenómeno reciente. El examen de los datos censuales revela, de hecho, que la (tasa de) participación de las mujeres casadas dejó de disminuir alrededor de la década de los años treinta y desde entonces se ha mantenido estable o se ha incrementado ligeramente, hasta que se produjo el marcado incremento de los años setenta. En realidad, en el intervalo comprendido entre la década de los treinta y la de los setenta, la tendencia decreciente de la participación femenina global sólo ha afectado a las mujeres no casadas. La clave de esta evolución divergente de la participación de las mujeres casadas y no casadas se encuentra en la relación entre trabajo para el mercado y trabajo reproductivo. Los vínculos económicos intergeneracionales se debilitan con e4 paso de una economía precapitalista basada en la unidad productiva familiar a una economía de mercado, en la cual la familia queda reducida a una unidad de consumo y de reproducción. En una economía de mercado, los hijos e hijas ya no representan una fuerza de trabajo para la unidad productiva familiar y pueden asegurarse su supervivencia a través del mercado. Al mismo tiempo, la creciente separación entre producción y reproducción que acompaña la expansión del mercado laboral requiere una coordinación entre estos dos momentos que desborda los recursos de la familia y es asumida por el Estado; basta recordar los casos de la escolarización, el sistema de pensiones y otras medidas de protección social. Este y otros procesos han contribuido a reducir la importancia económica de la prole para la familia, con la consiguiente desincentivación de la fecundidad, unida a una incentivación de la participación en el mercado. No es casual, en efecto, que la tasa de participación de las mujeres se haya estabilizado, para luego aumentar, a partir de los años treinta, coincidiendo con el primer descenso generalizado de la fecundidad en todo el territorio nacional. La escolarización, por un lado, y las pensiones, por otro. continuaron favoreciendo, en cambio, hasta la pasada década un descenso de la participación de las mujeres no casadas: las más jóvenes y las viudas. Considerando conjuntamente los aspectos de la demanda y de la oferta, puede afirmarse que la inversión en favor de las mujeres de la tendencia en el lado de la demanda en la década de los setenta sirvió para catalizar la materialización de una oferta, la de las mujeres casadas, potencialmente ya existente y que estaba destinada a emerger de algún modo. Lo cual, téngase bien presente, es muy distinto a afirmar que la demanda fomentó el afloramiento de una oferta que en momentos menos favorables -esto es, antes de 1970- se veía empujada a retornar a la familia por un efecto de desánimo. Una implicación importante que de ello se desprende es que el incremento de la oferta es independiente en parte de la evolución de la demanda y -está destinado a mantenerse. ¿En qué medida han influido los factores culturales, y el feminismo en particular, sobre este proceso? Sin subvalorar su incidencia, es posible empero que éstos hayan figurado a la vez como causa y efecto en el proceso que ha dado lugar a un incremento de la participación. Para explicarlo, puede retomarse el tema de la importancia de los hijos y las hijas en el plano económico y de sus repercusiones para la posición de la mujer, en clave menos ortodoxa que la propuesta por la economía de la familia. Una línea de investigación, que hasta el momento se mantiene en el plano especulativo pero que espero sea recogida y desarrollada, afirma que la condición histórica de las mujeres está ligada a la necesidad de ejercer un control sobre su capacidad reproductiva, en la medida en que ésta representa también un recurso económico para la familia y para la sociedad (Rubin, 1975; Young-Harris, 1978). Si esto es cierto, también cabe la posibilidad de que la menor importancia económica de la prole, como consecuencia del desarrollo de una economía de mercado, haya aflojado ese vínculo que desde siempre ha frenado la evolución de la condición social de la mujer. Los mismos factores que fomentaron el aumento de la oferta femenina habrían preparado, por tanto, también el terreno para un feminismo de masas. 4. Sólo me falta valorar, finalmente, las investigaciones sobre el mercado de trabajo femenino en Italia desde la perspectiva de las políticas de intervención concreta. En este aspecto topamos con más de una paradoja. Por una parte, la insistencia en la «rigidez» ha canalizado acertadamente la atención hacia el retraso de nuestros servicios sociales, desde las guarderías hasta los horarios comerciales. Más allá del grado de importancia que deba atribuirse a esta rigidez en el análisis de la posición de las mujeres en el mercado laboral, unos servicios más funcionales podrían disminuir al menos el peso de la doble presencia. No puede culparse, por tanto, a la investigación de la escasez de políticas de intervención en este sentido. Sin embargo, por otra parte, el mismo paradigma dominante ha fomentado una valoración ambigua de lo que en otros países se considera una conquista. La reducción de los diferenciales salariales entre hombres y mujeres ofrece un ejemplo emblemático al respecto. El proceso de reducción de los diferenciales entre hombres y mujeres, en virtud del cual Italia ha llegado a registrar uno de los niveles más bajos de discriminación salarial entre los sexos en el ámbito de los países industrializados (casi nos hemos equiparado al nivel de Suecia, al menos en el sector industrial), ha sido resultado de una estrategia sindical que no tenía como objetivo directo la paridad entre los sexos y a cuyo éxito contribuyeron ciertas circunstancias económicas particulares, como la inflación (Beccalli, 1985; Bettio, 1985). En pocas palabras, no se trató de una conquista de las mujeres como tales y menos aún de un resultado fomentado por las investigaciones de las economistas. Las implicaciones del paradigma de la debilidad indican, más bien al contrario, que quizás se ha presionado demasiado en esta dirección, hasta el punto de penalizar la ocupación femenina. ; Una ambigüedad análoga se observa con respecto a la legislación sobre el permiso de maternidad, que puede considerarse avanzada en relación a las de muchos otros países. No niego que la facultad de ausentarse durante largo tiempo por motivos de. maternidad puede constituir un arma de doble filo para las mujeres en el mercado laboral. Ni tampoco pretendo negar que, si las mujeres fuesen «menos caras», ello podría estimular una demanda agregada dirigida a ellas. Sin embargo, abrigo algunas dudas sobre la calidad de esta demanda de trabajo, así como sobre su volumen; en particular, me pregunto si ésta no se ha expresado ya en la economía sumergida o informal, donde no suelen respetarse las normas contractuales. En resumen, el paradigma dominante nada puede decirnos en cuanto a las necesidades de intervención en función de las recientes tendencias de la participación femenina. Como ya he señalado antes, el problema más apremiante en estos momentos es la expansión de una oferta de trabajo femenina por encima de las perspectivas futuras de la demanda. Frente al riesgo, inherente a esta tendencia, de un aumento del paro femenino o al menos de que éste no disminuya, sobre todo en el Sur, el gobierno propone dos líneas paralelas de intervención. La primera prevé fomentar las formas de trabajo a tiempo parcial y de reparto de trabajo (work sharing), o algún tipo de flexibilidad, a fin de distribuir entre un mayor número de personas (sobre todo de mujeres) un futuro potencial de puestos de trabajo adicionales que se anticipa que sea reducido. La segunda prevé la promoción de acciones positivas, a cargo del Comité para la Paridad (Ministerio del Lavoro, 1985). Las propuestas políticas Ante todo, conviene aclarar en qué consisten las acciones positivas a fin de poder valorar esta doble propuesta en su conjunto. En otros países, las acciones positivas han sido de dos tipos. Inicialmente, se intentó luchar contra la segregación ocupacional con medidas como cuotas obligatorias, publicidad, políticas de formación, etc. (Frey et al., 1984). En los últimos años, se ha adoptado la estrategia de la igualdad de salario por un trabajo de valor equivalente, abandonando la de igual salario por el mismo tipo de trabajo, poco eficaz en una situación de segregación ocupacional. En nuestro país, el proceso que ha llevado a la reducción de los diferenciales entre hombres y mujeres puede considerarse, sin embargo, como una variante de la estrategia de igual salario por un trabajo de igual valor y es dudoso que puedan mejorarse sustancialmente los resultado obtenidos. Sólo queda considerar, por tanto, la oportunidad de promover acciones positivas encaminadas a favorecer un proceso de desegregación. Ante todo, conviene dejar absolutamente claro un aspecto: en los últimos años, la segregación ha tenido efectos favorables para la ocupación femenina desde el punto de vista cuantitativo puesto que, como ya se ha señalado, la demanda de trabajo se ha concentrado predominantemente en actividades ya relativamente feminizadas del sector terciario. Existe una cierta incertidumbre en cuanto a las futuras perspectivas pero no hasta el extremo de poder prever una completa inversión de las tendencias en este aspecto. Las acciones positivas pueden encaminarse, por tanto, a lograr una desegregación entendida como mejora de las perspectivas de movilidad y promoción laboral de las mujeres, pero no tendría sentido pretender ni esperar que resuelvan el problema cuantitativo del número de puestos de trabajo disponibles en relación a la oferta femenina. En consecuencia, sólo queda la propuesta de favorecer la flexibilidad y el reparto de los puestos de trabajo disponibles esbozada en el Plan de Trabajo. Esto podría implicar, entre otras cosas, un nuevo perfil laboral, que prevé la alternancia de periodos de ocupación y de desocupación. No es este el lugar adecuado para iniciar un debate sobre los pros y los contras de la estrategia de la flexibilidad y me remito a las aportaciones existentes al respecto (Busco-Villa, 1986). El problema real es que la estrategia ya ha comenzado a hacerse efectiva en parte, 'tanto a nivel institucional, como en las tendencias del mercado. En estas circunstancias, las prioridades en materia de intervención son claras: debe promoverse una reforma integral de nuestro sistema de seguridad social, para evitar obstaculizar o distorsionar el proceso de emancipación económica de las mujeres ya iniciado. El nuevo sistema debería encaminarse a asegurar que una estrategia laboral que implique frecuentes periodos de desocupación o de subempleo garantice, sin embargo, de algún modo una continuidad mínima de ingresos para quienes han trabajado antes, así como para quienes se incorporan por primera vez al mercado. Las formas de rentas de apoyo actualmente vigentes están desligadas de la dinámica del mercado laboral -por ejemplo, las pensiones de invalidez- o están reservadas a categorías particulares -por ejemplo, el fondo de integración (cassa integraziones)-. La filosofía implícita se concreta en las intervenciones limitadas en caso de crisis estructural -como el declive de un área geográfica o de una industria- a fin de restablecer la norma de una renta adecuada y continuada en favor del perceptor habitual de la familia. Los cambios en el papel de las rentas familiares asociados a la creciente participación de las mujeres y el nuevo dato de una flexibilidad permanente hacen obsoleta esta filosofía y exigen un replanteamiento general de la estrategia de intervención. Avanzar en esta dirección es prioritario para las mujeres, puesto que la urgencia de una intervención viene determinada por la evolución de la oferta femenina. Sin embargo, tanto económica como políticamente no tiene sencido concebir las posibles propuestas sólo en función de las mujeres. Otros grupos del mercado de trabajo -los (hombres) jóvenes y en particular los jóvenes del Sur- se enfrentan con problemas y perspectivas no mucho mejores que la fuerza de trabajo femenina. Para evitar vernos marginadas en la práctica, las mujeres -economistas o no- debemos realizar, en consecuencia, un esfuerzo de reflexión y elaboración al respecto, sin excluir el diálogo con otras fuerzas interesadas. Bibliografía AA. VV. 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