METAMORFOSIS LINGÜÍSTICAS DEL CUERPO BARROCO. APUNTES SOBRE LENGUA-MADRE Y TRANSGRESIÓN EN MAROSA DI GIORGIO Adriana Canseco Universidad Nacional de Córdoba Los nueves meses que pasé en el vientre de mi madre me han hecho nacer viejo. José Lezama Lima. ¿Qué lugar ocupa la lengua madre en la exuberancia barroca volcada hacia el sensualismo y la explotación de las formas de la expresión voluptuosa? Lo que concierne exclusivamente al goce, en términos barthesianos, es el deseo: no la expresión del goce sino el rodeo que nos distancia de su posibilidad, que en el caso de la escritura barroca se adapta a una exuberancia lingüística. Si el placer se construye desde el acompasamiento sensual de los términos que crean una música, una sustancia tersa en la mente del paradigma, el goce, en tanto desarreglo de ese equilibrio, conspira contra la complacencia misma. No existe voluptuosidad que no se corresponda con el deseo de un objeto, pero ¿y si ese objeto fuera el propio lenguaje?, ¿y si ese cuerpo es el materno? Probablemente nos hallamos ante una de las primeras metamorfosis del cuerpo barroco: en este caso, lo fantasmático materno y el lenguaje vernáculo, convocados en la figura de la lengua-materna, que conformaría el escenario de la transgresión ¿Cuáles son los gestos que ese cuerpo prohibido que es el texto, crea como distancia y como deseo? ¿Cómo se dice la subversión sutil de ese goce imposible? Pero advertimos: no se trata de una metáfora, no nos dejaremos seducir por una trampa psicoanalítica. Lo materno está en el origen de la palabra y la transgresión del texto barroco pretende enloquecerlo, llevarlo a la desfiguración. El centro incandescente de ese amor materno (como objeto de deseo, como piedra de toque de la transgresión, como origen y fin de la palabra) irradia una pasión indeclinable que se vuelca en el lenguaje de autores que han hecho del amor materno y del lenguaje propio un mismo cuerpo de deseo donde la transgresión se multiplica en el goce de abandonarse a ese fondo ilimitado. La poeta uruguaya Marosa di Giorgio (1932-2004), cuya obra se distingue por una escritura exuberante, trasuntada de sensualidad de principio a fin, ha hecho de la figura materna uno de los principales ejes de su poética, convirtiéndola casi en paradigma del misterio inaccesible de lo sagrado, del lenguaje olvidado de la infancia, vértice en el que la potencia de lo femenino poético ocupa el lugar inalienable de la experiencia que reinventa incesantemente la poesía. Los invitados al banquete barroco. La obra de Marosa di Giorgio ha sido vinculada de diversas formas al neobarroco latinoamericano, resulta sorprendente su flagrante exclusión del llamado “neobarroso rioplatense” (Minelli, Las olvidadas 195). Si bien la obra marosiana es mencionada al pasar por Perlongher en su ensayo “Caribe transplatino” (Perlongher 101), este reconocimiento moroso no parece suficiente para Minelli. La relación que podemos establecer con la obra de di Giorgio y el neobarroco salta a la vista en casi cualquier parte de su vasta obra en la ostensión de una diversidad que prolifera inconteniblemente. Su imaginería y su lenguaje crecen a partir de pequeños acontecimientos cotidianos o azarosos. La contundencia de su barroquismo no requiere mayores explicaciones; cito a Minelli: (…) hay situaciones imposibles y la intensificación del universo vital se traduce en una pansexualidad que pulula a través de las figuras del género amoroso: la seducción, el rapto, la unión sexual, el abandono, etc. En sus textos, toda una enciclopedia del mundo natural se abre a un erotismo polimorfo (Minelli, Las olvidadas 200). En su obra un universo autónomo parece emerger vivo de las páginas, todavía humeante de genésica actualidad; sin embargo esto no alcanza a determinar la totalidad de lo que de barroco germina incesante en el corazón del texto marosiano. Como la imagen escópica (mediada por un dispositivo tecnológico en este caso) que genera el feto dentro del cuerpo de su madre y que permite apenas intuir los misterios de esa oscuridad inescrutable, recibimos el eco de una imagen que nos devuelve una sombra de lo real, la ventana del sueño. Lo in-experimentable de esa oscuridad intrauterina se corresponde metafóricamente con la nocturnidad del texto marosiano. Hay en el conjunto de la obra un fluir constante hacia la sombra que no es un declinar sino la búsqueda del amparo sensual de lo no-visto o lo imposible de ver. Casi nada ocurre ante nuestros ojos, lo perverso del goce se anticipa en lo imaginario. Todo transcurre en una oscuridad inquietante que no es más que el escenario propicio del crimen o la escena amorosa. Sin embargo, esa potencia destructora de la voluptuosidad marosiana es impensable sin otra potencia aun más virulenta que es la de la generación. Este no es el epicentro barroco de lo sensual y monstruoso, sino su extremo doméstico, el núcleo íntimo y blando del lenguaje: allí donde nacen las ensoñaciones más hermosas y profundas de Los papeles salvajes. Para abordar esta intensidad barroca en relación a la particular construcción del lenguaje nos remitiremos a diversos pasajes donde la lenguamaterna, ese primer amor de la palabra, abre su “claro en el bosque” con su luz indeclinable. Ese amor natal, que se diría primor del lenguaje como latencia, es el espacio de su delicadeza. La lengua como matria Cabe distinguir enseguida la diferencia entre los dos conceptos a los que recurriremos: lengua-madre y lengua materna. Por un lado, Lengua-Madre, refiere a la autoridad de la ley (cuya lógica es la de la arbitrariedad consensuada), presencia del lenguaje como matria, tronco principal de la norma fuente y razón de las variantes de lo mismo. La lengua materna, en cambio, evoca, en líneas generales, lo propio: no el origen del lenguaje sino nuestro propio origen en el lenguaje. El aprendizaje del lenguaje articulado deviene en la práctica poética, conciencia de la materialidad lingüística y remite a una blandura previa a la tiranía de la norma; se constituye para el yo poético como el primer contacto con el idioma de las cosas, con los signos puros que iluminaban el mundo en el umbral de la experiencia. No nos referimos a una suerte de argot infantil sino a lo inalienable de la herencia, a la fatalidad de lo heredado en el inesperado destino de la lengua que nos toca y que condiciona nuestra vida psíquica. Mientras que la lengua Madre ostenta una autoridad filológica sobre la contingencia, regula escrupulosamente la emergencia y cercena sus furores, la versión maternal de ese lenguaje guarda en cambio la inflexión afectiva, la ternura de lo in-significante, se ubica en el extremo opuesto de esa relación de poder. La lengua-Madre ostenta el poder del padre que impone los nombres y abreva su poder de la entelequia que la imagina; mientras que la lengua materna es apenas lo posible que actúa en la individualidad subjetiva. En este sentido resulta pertinente la distinción de Barthes entre la Madre (como institución social) y la madre como lo femenino materno habitable tan sólo por la individualidad subjetiva. Si volvemos a hablar del lenguaje observamos que la lengua Madre es todavía una abstracción instalada en su autoridad prescriptiva mientras que lo materno está en lengua como lo vernáculo, lo propio como lo “natal”, lo doméstico en su literalidad no-interpretable: “del mismo modo que no puedo reducir la Familia a mi familia tampoco puedo reducir mi madre a la Madre (…) En la Madre hay un núcleo radiante, irreductible: mi madre” (Barthes, La cámara 118) Llegado este punto, la pregunta en rigor sería ¿cómo se articula lo frágil de la contingencia con la potencia exacerbada del carácter barroco del texto marosiano? ¿Qué “maternidades” se juegan en la algarabía barroca de esta lengua poética? Amor de madre En el caso de di Giorgio, la intensidad de la presencia materna que cobra en toda su obra un carácter lingüístico particular, nada tiene que ver con la provocación que sugieren obras como la novela Mi madre de G. Bataille, inscripta en el extremo delirante de la lengua en conflicto en el deseo del cuerpo materno. Justamente en textos como ese lo indecible del goce debe ser transgredido para poder significar, para crear un entorno de interpretabilidad de camino a sus derivas filosóficas. En el caso de Marosa, lo que evoca la trasgresión, el objeto de ese placer textual es la lengua-materna en su relación con el deseo. Deseo que siempre refiere a un objeto ausente. Dice Barthes en una entrevista a propósito de su obra El placer del texto (1977): “no hay erotismo sin objeto, pero tampoco lo hay sin vacilación del sujeto: todo está allí, en esa subversión en ese tambaleo de la gramática” (Barthes, El grano 151) La Lengua Madre es sacada de sus casillas, es violentada su gramática, lo materno se hace presente como subversión dichosa de ese amor imponderable. Comencemos por recordar que el barroco goza en la desfiguración de la lengua-madre, es subversiva respecto de su dictamen, como señala Barthes en El placer del texto, en el goce de la desfiguración, en la transgresión del cuerpo prohibido: Ningún objeto está en relación constante con el placer […]. Sin embargo para el escritor ese objeto existe: no es el lenguaje, es la lengua, la lengua materna. El escritor es aquel que juega con el cuerpo de su madre […] para glorificarlo, para embellecerlo, o para despedazarlo, llevarlo al límite de sólo aquello que del cuerpo puede ser reconocido: iría hasta el goce de la desfiguración de la lengua, y la opinión lanzará grandes gritos pues no quiere que se “desfigure la naturaleza” (Barthes, El placer 61). Con respecto a esta relación con el lenguaje, placer y goce están unidos a los mismos procedimientos textuales que en ocasiones los hacen indiscernibles. Resulta difícil de desambiguar, lo que confronta la idea de goce (la desaparición, aniquilación) a la de placer (satisfacción, plenitud) porque de lo que se trata es ir desde la complacencia como normalidad hacia a la pérdida como excepcionalidad. El pensador francés, Pascal Quignar, por su parte piensa en una figura más ancestral del lenguaje como herencia, como matria. Su pensamiento nos remite al oscuro fondo donde se origina la existencia individual y al grito como inflexión desgarrada anterior al lenguaje. Trata de unir lo originario que es anterior al nombre (la generación ciega de la especie) a la figura materna la de fata. Para él, el lenguaje es la patria (es decir la herencia del padre, lo adquirido socialmente) mientras que la matria es la herencia desconocida de un horror atávico: Las Madres tienen hijos para diferir la muerte en la cadena de las generaciones. Pasan el relevo de lo que las horroriza; pasan la imagen de lo que no puede ser visto de frente; endosan la cara que no tiene rostro […] Los padres transmiten el nombre que de por sí no significa nada. Endosan el lenguaje. Las mujeres desplazan el peso de la muerte a la espalda de los hijos […] Pasan el origen. Los padres transmiten el nombre. Las Madres trasmiten el alarido (Quignard 65). El trasfondo doméstico del lenguaje marosiano juega en el contrapunto familiar de la lengua aprendida como modulación de lo que se ama y ese grito ancestral de lo que no habla: lo inarticulado en su pura materialidad significante. En su obra se funde el español (salteñomontevideano) y el italiano, el vasco (que oyó de sus abuelos y que se intuye como vaga sombra del origen). Ese lenguaje personal escribe la excepcionalidad del sujeto. En ese lenguaje vernáculo los mitos se funden, el origen se reinventa; une a los viejos cuentos de nieves y de lobos que traen los abuelos desde las frías tierras del norte, a los motivos americanos (quizás más tenues) oídos aquí y allá donde una vizcacha-señora barre la entrada su casa o el bestial novio-tatú pretende desposarla. Lo que se evoca en cada caso es una modulación de la lejanía, una forma del lenguaje que toma la densidad cálida que ilumina la madriguera de sus mitos. La lengua materna reconstruida por Marosa (es decir una lengua poética abstraída de todo prejuicio, de todo corsé normativo) está hecha de pequeños retazos de una panlengua que crece en proporción a la desmesura del deseo. Como señala Barthes no es el sólo el lenguaje el objeto de deseo, sino la lengua afectiva, familiar y doméstica que socaba el lugar del goce, el placer de la repetición, la fascinación de la enumeración de la desfiguración de las formas. El adjetivo, el diminutivo transgreden la dignidad académica de la lengua y la devuelven al orden del juego, la reenvían al goce del amor natal. Deleuze, por su parte, propone otras formas de llevar la lengua-madre al extrañamiento, formas de una subversión que pretende arrastrar el lenguaje a hasta su afuera (a su desarticulación discursiva). Allí donde Quignard oía el grito inarticulado que nos recuerda que no nacimos del lenguaje racional sino de grito inarticulado, Deleuze, conjetura la subversión semántica como un riesgo positivo: Para escribir podría ser necesario que la lengua materna sea odiosa, pero de tal manera que una creación sintáctica cree en ella una suerte de lengua extranjera, y que el lenguaje entero revele su afuera más allá de toda sintaxis (Deleuze 20). Quignar teme que ese lenguaje, parcial y adquirido que tardíamente nos completa, pueda abandonarnos, pueda desaparecer y reenviaros a la noche de la anterioridad pre-lingüística. Sin embargo las consecuencias estéticas de ese abandono no dejan de tener puntos en común. Deleuze propone asimismo la modesta revolución de un extrañamiento de lo materno: deconstrucción de lo convencional para reencontrar el cuerpo amado, la opción de una tercera lengua que nos saque del ahogo de la finitud. Lo fantasmático de esta lengua-materna decosntruida frente a la palpable nostalgia del amor materno crea un volcán por donde emerge lo subterráneo del deseo, la madre y la lengua que nos lega, renovada en su posibilidad. En la magnífica obra de autor fundamental del neobarroco como Lezama Lima la potencia materna gravita mucho más que como una mera figura que completa su orbe personal. Vitier señala en su comentario a Paradiso la importancia de la madre en la obra lezamiana y recuerda uno de los pasajes favoritos de Lezama de la Odisea en el que Ulises encuentra en el Hades a su madre muerta: Muy queridas eran para Lezama estas palabras de Anticlea, madre de Ulises, cuando lo encuentra en el Hades, entre las insustanciales sombras de los muertos. Tres veces quiso abrazar Ulises a su madre y las tres se le fue “volando de entre las manos como una sombra o un sueño”. Odiseo se lamenta amargamente y piensa que esa “vana imagen” puede ser un engaño de Perséfone. La madre le explica la condición incorpórea de los difuntos y le dice “Mas procura volver lo antes posible a la luz y retén en tu memoria todas estas cosas para que luego una vez en tu palacio puedas referirlas a tu consorte”1 (Carrio Mendía 552). La preferencia por este pasaje nos habla de la irredimible nostalgia del amor materno, del misterio de la muerte, del viaje órfico de camino a los brazos de la amada sombra. Ese secreto de ultratumba, quignardiano en su oscuridad originaria, nos remite a la esencia de ese lenguaje poético que se asume, al igual que en Marosa, en el compromiso de relatar lo que ha visto, de ser la testigo de todas las cosas hacia las que los pretéritos de la lengua no pueden reenviarnos porque ese mundo está en otra parte, antes o después de la vida, fuera del tiempo y del lugar. La muerte como ilusión es otro fino hilo comunicante del amor materno, de la lengua como memoria, como imposible declinar. Lo vemos aparecer incansablemente en la obra marosiana Mamá está viva. Pero no resucitó. Está viva. Y quiere librarme de las raras estrellas […] Nuestro hogar quedó lejos. Como si lo hubieran trasladado a un sitio remotísimo. En algún momento en que cerramos los ojos (di Giorgio 565) En ese reenvío de la muerte hacia la vida, la lengua materna pone en vigor el adjetivo, lo declina hacia la zona del deseo y lo promete al goce. El adjetivo es sacado de su lugar convencional para describir lo real y conviertese en un objeto suntuario que reinventa el placer de las cosas, el lujo de los nombres vueltos a encontrar: Las cometas cuelgan del techo, finas y celestes, colas de gasa, ojos dorados. Y hay diamelas en el altar. (Un canastito). Mamá está hablando cosas muy extrañas acerca de ellas. Y tú no dices nada, ¿no vienes a escuchar? (di Giorgio 208) Al igual que en el universo marosiano sucede con la voz infantil que se empeña en abolir el tiempo y su saber, el lenguaje lezamiano se descontractura, se sumerge en una visión extrañada que es una autentica vuelta a un no-saber de lo anterior: “como discípulo de todas las religiones Lezama-Licario sabía que el conocimiento sumo no es un más sino un menos: un vacío, una niñez, un silencio” (Vitier 354). 1 La cita introducida en el texto pertenece a: “Canto IX”. La odisea. Barcelona: Iberia, 1956, p.138. Lo sagrado, lo materno, lo alimenticio conforman un mundo de sonoridades en el que la lengua materna se expresa como un retorno a su vinculo vernáculo de asombro. No es sorprendente entonces que esta frase que alude a la relación de Lezama con su madre pueda ser aplicable a Marosa: “como guía fiel en esta peregrinación catártica, guardan al poeta los ojos de su madre ‘que tenía esa facultad sorprendente y única: le acercaban lo lejano’” (di Giorgio No revelarás 184). Resulta ineludible de nuestro comentario la síntesis que Sarduy realiza de la obra lezamiana respecto de la gravitación materna en Paradiso y la construcción de su universo literario. La madre está en el centro del lenguaje barroco porque ese lenguaje que desafía los límites de lo representable permanece en el seno que lo ha engendrado. La madre otorga la vida y con ella el lenguaje primero de las cosas que se debe volver a aprender para significar a su vez el cuerpo ausente: Hay un universal de la Madre que no se aleja de las representaciones individuales y es allí donde el lenguaje, esa herencia común, materna, desgarrada en el primer grito divide las aguas de la experiencia y nos encuentra en un mismo fondo de acontecimientos: Cito una frase de Paradiso: “Alberto sabía que su sostén en la vida era doña Augusta, pues en realidad la vejez de un hombre comienza el día de la muerte de su madre”. El lenguaje cubano en Lezama […] ha adquirido todo su sentido, su gravitación materna. El idioma tiene en él toda la fuerza creadora, inaugural, del primer contacto con la Madre; dialogo que va a reanudarse, metafóricamente, en la devoción de Lezama (esta relación trinitaria Madre, hijo y lenguaje no puede tener lugar más que en el espacio católico) por la virgen, la ‘Deipara, paraidora de Dios’. Salvar el lenguaje, poseerlo en su vastedad y su infinito, ha sido para Lezama, salvar a la Madre, rechazar su muerte (Sarduy 81) En el texto marosiano, también el lenguaje en su versión materna engendra constantemente el presente de la misma manera que en Lezama Lima la potencia de su lenguaje crea una juventud maternal que engendra el mundo (una salud diría Deleuze), es decir una nueva lengua (materna, en tanto la engendra el amado fantasma) hecha de atavismos y sensualidades, de explosiones y ternuras, de lujos y descalabros: la poesía es la madre vuelta a encontrar. Bataille decía que la literatura era la infancia vuelta a encontrar como si en ese vértice en el que confluye madre-hijolenguaje: la infancia, el origen y la experiencia edificaran un escudo contra la muerte, un definitivo resguardo de ese amor intransferible. Bibliografía Barthes, Roland. El grano de la voz. Entrevistas 1962-1980. Buenos Aires: Siglo XXI, 2005. Barthes, Roland. El placer del texto seguido de Lección inaugural. Buenos Aires: Siglo XXI, 2006. Barthes, Roland. La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía. Buenos Aires: Paidós, 2009. Deleuze, Gilles. La literatura y la vida. Córdoba: Alción, 2006. Giorgio, Marosa di. No revelarás el misterio. Entrevistas. Buenos Aires: El cuenco de plata, 2010 Giorgio, Marosa di. Los papeles salvajes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008. Lezama Lima, José. Paradiso. Cintio Vitier. Coordinador Edición Crítica. Col. Archivos. México: FCE, 1996. Minelli, Alejandra. “Las olvidadas del neobarroso: Alejandra Pizarnik y Marosa di Giorgio”. 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