espiritualidad cristiana en tiempos de increencia

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JUAN MARTIN VELASCO
ESPIRITUALIDAD CRISTIANA EN TIEMPOS DE
INCREENCIA
Espiritualidad cristiana en tiempos de increencia, Revista de espiritualidad, 48 (1989),
433-451
Las líneas que siguen se proponen como objetivo fundamental esbozar una descripción
de los rasgos característicos de la increencia actual: La descripción se referirá a la
relación entre increencia y modernidad y a los desafíos que la increencia plantea a esta
verdadera ejercitación del cristianismo que llamamos espiritualidad cristiana.
INCREENCIA Y MODERNIDAD
En los discursos tanto eclesiásticos como laicos, es tan frecuente referirse a la increencia
como uno de los rasgos característicos de la modernidad, que se está convirtiendo en un
tópico dado por supuesto y que nadie discute ni siente la necesidad de probar. De
acuerdo con él, la increencia habría sido introducida por las mismas corrientes que
introdujeron la modernidad y sería una de sus consecuencias necesarias.
Si la modernidad ha introducido la increencia, son posibles dos interpretaciones
divergentes del hecho. Para no pocos teóricos laicos de la modernidad, ésta ha supuesto
la liberación de la opresión de la inteligencia por parte de la tradición y los magisterios
dogmáticos; de' la represión de los instintos y los deseos por parte de la moral religiosa;
y de la resignación a los sometimientos políticos y económicos que originaba una
organización política jerárquica y un orden económico basado en una visión
providencialista que asignaba a cada clase social su lugar y prometía a todas
compensaciones ultraterrenas. De acuerdo con esta interpretación, la eliminación de la
creencia en Dios, clave de bóveda de todo el sistema premoderno, sería el paso decisivo
para la completa liberación del hombre y la sociedad que se propone la modernidad. La
increencia sería, pues, al mismo tiempo un supuesto y una consecuencia de la
modernidad, y en todo caso, estaría estrechamente ligada con el proceso modernizador.
No pocos creyentes, dando por supuesta la necesaria relación entre modernidad e
increencia, interpretan el proceso en su conjunto en términos opuestos. Dado que el
hombre tiene en la fe en Dios el único fundamento adecuado para la construcción de su
dignidad, la eliminación de ese fundamento por la modernidad no podía conducir a otro
término que a las formas modernas de barbarie.
La razón más importante de este tópico, tan difundido como poco razonado, está en el
hecho de la aparente correlación entre avance del proceso modernizador y crecimiento
de la increencia. Manifestaciones de esa aparente correlación serían la progresiva y
aparentemente irreversible secularización de las sociedades modernas; el alejamiento,
cada vez mayor, de la práctica religiosa de masas cada vez más numerosas de la
sociedad y, sobre todo, el crecimiento del número de personas que se declaran
agnósticas y no creyentes, que permite hablar de una verdadera eclosión de la increencia
en nuestro siglo.
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Pero justamente a medida que comienzan a estudiarse con más detalle las razones en
que se funda, la solidez del tópico de la necesaria relación entre increencia y
modernidad, comienza a resquebrajarse.
La lectura de la época moderna en términos de descristianización supone que la
sociedad premoderna era una sociedad cristiana. Ahora bien, estudios más próximos a la
realidad de esa sociedad han demostrado el alejamiento de la vida cristiana de
poblaciones que vivían en régimen de cristiandad, por lo que la desaparición del
régimen de cristiandad no significa necesariamente su descristianización. También
comienza a prestarse atención al hecho de que los grandes fundadores del mundo
moderno: Kepler, Newton, Descartes, se confesaban verdaderos creyentes. Y se
reconoce que incluso muchos de los promotores de la llustración, que representa una de
las corrientes más influyentes en la modernidad, están muy lejos de poder ser
considerados como ateos. J.J. Rousseau, por ejemplo, acepta la existencia de Dios
basado en el doble argumento de la belleza del mundo y de la voz interior de la
conciencia; y Voltaire defiende la razón no contra Dios, sino contra la superstición.
Basta, para convencerse de lo lejos que se declara del ateísmo, releer el artículo Ateo,
ateísmo de su Diccionario filosófico. En las Cuestiones., sobre Enciclopedia resumirá
su postura en esta sentencia: "Pero ¡cómo! ¿Porque se ha expulsado a los jesuitas hay
que expulsar a Dios? Al contrario, por ello hay que amarle más". Además, Voltaire
mantiene, como Rousseau, la necesidad política de la religión porque estima que sin
Dios todo estaría permitido a los malvados.
La crítica de la religión por parte de los ilustrados muestra el peso importante que ha
tenido en ella la forma de aparecer la religión que ellos resumen al hablar de la
superstición. Y ello conduce a prestar atención a la parte de responsabilidad que en el
proceso de descristianización, de progreso de la increencia, tienen algunos hechos
históricos interiores a la vida de la iglesias como son las guerras de religión y
determinados usos pastorales como los que resume la expresión "pastoral del miedo".
Nuevas razones contra la demasiado cómoda identificación entre modernidad e
increencia aportan las más cuidadosas interpretaciones de la sociología actual sobre el
proceso de secularización. Es verdad que éste acompaña al proceso de modernización,
pero no como una tendencia progresiva e irreversible hacia la desaparición de la
religión, sino sobre todo, como una nueva forma de presencia del factor religioso en el
conjunto de la sociedad.
Con estas ligeras alusiones no pretendemos decidir la cuestión de las relaciones entre
modernidad e increencia. Nuestra intención es tan sólo llamar la atención sobre las
razones que hacen imposible mantener, por más tiempo el tópico de la relación
necesaria entre modernidad e increencia y la necesidad de someter la cuestión aun
estudio y una discusión más profundas.
LA INCREENCIA ACTUAL. ALGUNOS RASGOS DIFERENCIALES
Es muy probable que la increencia haya existido a lo largo de toda la historia de la
humanidad y ,que no vaya necesariamente ligada a la modernidad, pero es un hecho que
la increencia reviste en la actualidad una serie de rasgos que le confieren un perfil muy
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característico. Señalaremos, pues, a continuación algunos de estos rasgos. Pero antes,
pongamos de manifiesto algunas limitaciones de nuestra descripción.
La historia del uso de los términos con que se designa el fenómeno al que llamamos
increencia muestra las dificultades con que tropieza cualquier intento por describirlo.
Cabría recordar, por ejemplo, que hombres tan evidentemente creyentes como Sócrates,
los primeros cristianos y los jud íos, han sido condenados por impíos y ateos. Y en lo
que se refiere a los primeros cristianos, cabría llamar la atención sobre el hecho de que
mientras son considerados ateos y condenados como tales, porque se niegan al
reconocimiento de la religión política del Imperio; ellos a su vez utilizan el término de
ateos para designar unas veces a los filósofos escépticos, materialistas y evemeristas que
niegan la existencia de los seres divinos y explican cómo han surgido sus figuras, y
otras, a los páganos qué adoran como dioses a lo que no son más que realidades
humanas o invenciones de los hombres. Más generalmente, es frecuente que desde la
propia concepción de Dios se tienda a tratar de ateos a todos los que no la comparten:
Así, en la época moderna, hay quien acusa de ateos a Descartes, Pascal y Malebranche.
De estas alusiones a la historia se sigue que el' hecho de qué la aplicación a alguien del
término ateo o no creyente se haga generalmente desde la situación dé fe propia del
intérprete; aconseja a tener en cuenta ésta limitación y no convertir el término en arma
arrojadiza o en insulto con el que se descalifique a quien se declara diferente de uno
mismo en algo `tan importante para el creyente como es la propia fe.
Así pues, con la conciencia de las limitaciones que comporta, exponemos a
continuación los rasgos que nos parecen caracterizar el fenómeno de la increencia
actual.
El primer rasgo en el que coinciden todos los análisis es el carácter masivo que por
primera vez en la historia reviste la increencia. Para comprender el alcance y la novedad
de este rasgo basta referirse al mismo fenómeno en otros momentos de la historia. La
singularidad del hecho será tal en algunos momentos que cabe la ilusión de que el
ateísmo no existe. Así, La Bruyére en Los caracteres dirá tajantemente: "el ateísmo no
existe en absoluto", aunque se ha observado que dedica demasiados esfuerzos a
refutarlo para que pueda dudarse de la convicción de su afirmación. Pero es cierto que
en el siglo XVII el ateísmo es cosa de dos clases sociales: la gran nobleza y algunos
medios sabios o eruditos. Y que todavía en los siglos XVIII y XIX, a pesar de notables
progresos, sigue siendo un fenómeno elitista y minoritario. Hoy, en cambio, afecta a
personas situadas en todos los sectores sociales, no representa ninguna especie de
excepción social y por primera vez se ha convertido en un hecho social masivo.
La increencia actual ha sido calificada también de postreligiosa o postcristiana. El
término contiene varios significados no del todo coincidentes. Significa, en primer
lugar, que ha sucedido al cristianismo y que, por tanto, ignora o niega no una
representación cualquiera de Dios, sino justamente la representada por el cristianismo o,
tal vez mejor, la vivida por los cristianos. Significa, además, que no se contenta con
negar al Dios cristiano, sino que de alguna manera viene a sustituirlo y se propone
reemplazar la función que la creencia en El desempeñaba en la sociedad antigua. Pero
postcristiana aplicada a la increencia actual, significa además, que la increencia ya no
se presenta como un fenómeno de disidencia religiosa que tenga, por tanto, que
entenderse en relación con la religión de la que se aparta. La increencia actual da por
liquidado lo religioso y lo sustituye perfectamente por otras formas de ser y de pensar.
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La increencia actual se caracteriza por su extraordinaria relevancia cultural. Esto
significa que de una situación culturalmente marginal ha pasado a generar una forma de
ser, de valorar, de sentir y de pensar que puede ser definido como cultura de la
increencia. Recordemos, para fijarnos sólo en un aspecto de esta relevancia, que desde
situaciones en las que ateo era un nombre que representaba la suprema injuria, como
sucedía todavía en el siglo XVI, se pasa a la defensa del ateo virtuoso.
Los rasgos de la increencia actual explican lo peculiar de la situación del creyente en la
cultura y la sociedad actuales.
ESPIRITUALIDAD CRISTIANA EN TIEMPOS DE INCREENCIA
Por eso tiene mucha importancia que los creyentes descubramos la forma de realización
del cristianismo que corresponde a una situación como la actual, que, tal vez, sólo
nuestra instalación en situaciones superadas y nuestra aversión a todo cambio nos hacen
aparecer como particularmente indigente.
Para mostrar la relación entre posibles formas de realización del cristianismo y las
formas de reaccionar ante la increencia, describiremos los diferentes tipos de
espiritualidad cristiana desde la perspectiva de las diferentes actitudes frente al hecho de
la increencia.
a. Peligro
Para no pocos cristianos actuales la increencia aparece, sobre todo, como un peligro
exterior que amenaza con anegar y arrasar lo poco que queda de vida cristiana. Con un
estilo muy diferente del que representa el evangelio de San Lucas, no pocos creyentes al
mirar el crecimiento de la increencia en nuestro siglo, se preguntan con una angustia
que tal vez no esté en el texto: "¿Cuando venga el hijo del hombre encontrará la fe sobre
la tierra?" (Lc 18,8). El miedo de estos cristianos tiene su origen en una visión
radicalmente pesimista de la situación actual desde el punto de vista religioso; se
alimenta de una profunda desconfianza hacia el mundo moderno y conduce a estos
creyentes a distanciarse cada vez más de esta generación pervertida y a poner barreras y
muros de contención cada vez más densos que los defiendan de sus embates. Las
barreras pueden ser muy diferentes, de acuerdo con la mentalidad, el estilo y la
psicología de los diferentes grupos. En unos casos constarán de unas normas muy claras
y precisas, de unas prácticas minuciosas cuya observancia procure la seguridad tan
radicalmente amenazada; en otros serán los lazos afectivos de una pequeña comunidad
cobijada bajo la dependencia de algún líder carismático; en otros las barreras serán,
sobre todo, el alejamiento en la forma exterior de vida, que se complace en multiplicar
las diferencias y en subrayar los signos externos del alejamiento.
Puede suceder que estos grupos desarrollen inconscientemente sentimientos muy poco
cristianos de superioridad o de elección que justifiquen su alejamiento del mundo como,
una forma de autoinmolación y sacrificio por su conversión y salvación. En todo caso,
la consideración de la increencia como peligro que domina el mundo y amenaza la vida
cristiana conduce a una realización del cristianismo en la que se subrayan la huida del
mundo fuga mundi y a veces su desprecio contemptus mundi como condiciones para no
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dejarse contaminar por él; origina una espiritualidad que se autoidentifica desde la
necesidad de la diferencia y el contraste; y conduce a una vida cristiana de la que están
ausentes rasgos tan fundamentales cómo la, solidaridad con todos los hombres, el amor
al mundo, la conciencia de la misión y la necesidad de la encarnación en él.
b. Enemigo
Otros cristianos consideran la increencia como la encarnación actual del enemigo contra
el que tiene que luchar el cristiano. Se atiende sobre todo al influjo: social de la
increencia, a su trascendencia cultural. Un influjo y una trascendencia que pone en
peligro el influjo de la Iglesia en la sociedad y la fecundidad cultural del cristianismo y
que exigen de los cristianos un combate para defender esa presencia y recuperar la
relevancia perdida. La increencia está reclamando para estos grupos la respuesta de la
evangelización, pero la evangelización es entendida como campaña destinada a imponer
la voz cristiana en el concierto o desconcierto dé voces que se disputan el mundo, como
cruzada destinada a reconquistar las zonas que la indolencia, la timidez o la traición de
los malos cristianos ha hecho perder a la Iglesia.
Los rasgos que esta forma de reacción a la increencia impone a la vida cristiana se
adivinan con facilidad. Se parte de una seguridad absoluta en la propia forma de
entender la vida cristiana, que condena a todos los que no participan de sus rasgos, a la
condición de enemigos, cómplices o traidores; se concibe la vida cristiana como milicia,
campaña y cruzada; se privilegian en la configuración de la Iglesia el unanimismo, la
uniformidad, el espíritu de cuerpo, la rígida jerarquización, y se excluye de ella o se
margina a todo el que manifiesta la menor duda, pone en cuestión la oportunidad de
cualquier consigna, o se atreve a hacer valer el derecho al disentimiento.
La experiencia demuestra que considerar la increencia como el enemigo o la obra
exclusiva del enemigo conduce a realizaciones de la vida cristiana que ignoran algunos
de sus rasgos más propiamente evangélicos, como son la conciencia de la debilidad de
la propia fe; la humildad de quien más que proclamarse mejor que los otros se reconoce
pecador como los demás; la paciencia ante un mundo en el que siempre coexistirán el
trigo y la cizaña; la misericordia a imitación de un Dios que hace llover sobre justos y
pecadores; el reconocimiento de un Dios que es mayor que nuestra conciencia y que
nuestra representación de El, y que puede hacerse presente más allá de los límites de
nuestra comunidad y obrar milagros también entre los que no son de los nuestros; la
complacencia en los medios pobres, o en la falta de medios, de Dios, a la hora de
revelarse a nuestro mundo y de ir construyendo su Reino.
c. Tentación
La increencia es para no pocos cristianos de nuestros días una tentación. De muchas
maneras. Es un hecho que no pocos cristianos lo han sido, en tiempos pasados, gracias
al apoyo que suponía para ellos una sociedad y una cultura externa y oficialmente
influidas por la Iglesia. Bautizados a los pocos días de venir al mundo, instruidos en la
doctrina cristiana, incorporados desde la primera comunión recib ida a la infancia a la
comunidad de la parroquia que se confundía con la comunidad natural de la aldea o de
la pequeña ciudad, convertidos en sujetos independientes como nueva familia desde la
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celebración del matrimonio, llevaban una vida acompañada en cada momento
importante por la presencia de un Dios que formaba parte de ella, que les ayudaba a
integrar los momentos difíciles del sufrimiento y la desgracia y al final aparecía como
esperanza que convertía la muerte en pórtico de otra vida mejor que procuraría la
felicidad aquí sólo sospechada.
Es indudable que la secularización de la sociedad ha roto este cuadro en el que se
inscribían muchas vidas cristianas, y que la increencia y su influjo cultural constituye
para muchas personas un condicionamiento negativo que les lleva a ignorar o rechazar
la presencia de un Dios que ha dejado de aparecer como formando parte de la vida. La
secularización y la increencia ambiental se convierten así en tentación para una fe poco
personalizada y excesivamente apoyada en los condicionamientos socioculturales de la
superada `época de cristiandad.
La increencia puede ser tentación para el cristiano de otra manera. El Dios en el que
creemos es en verdad un Dios .escondido. Sólo se deja ver como el invisible; sólo se
revela como el Misterio insondable. Por eso, el encuentro con Dios se realiza en la
oscuridad de los sentidos, adaptados por su propia naturaleza a lo mundano, y en la
noche incluso de la razón, que, aunque iluminada por la trascendencia, tiene sus objetos
propios de conocimiento en el mundo de lo inmanente. Por eso el encuentro de la fe
exige la elección y la opción del creyente, aunque sea una opción razonable y que puede
ser razonada. En estas condiciones, la increencia vivida, proclamada y razonada por los
no creyentes cada vez más numerosos e influyentes, siempre encontrará en el interior
del creyente ecos y complicidades. La aparente facilidad de vida del no creyente y la
aparente claridad y coherencia del sistema de pensamiento en que se expresa, constituye
por eso con frecuencia una tentación para el creyente, que puede verse inclinado a
resolver ese nudo de tensiones que comporta la adhesión y la afirmación del creyente
renunciando a la apertura trascendente para instalarse en la aparente sencillez y claridad
de lo sólo mundano.
En tal situación podemos vivir nuestra condición de creyentes no en la seguridad y la
afirmación tajante de nuestra diferencia en relación con los no creyentes: "no somos
como estos otros", sino sólo en el recurso a aquel que es el fundamento de nuestra
confianza: "no nos dejes caer en la tentación"; "Señor, auméntanos la fe"; "Señor, yo
creo, ven en ayuda de mi incredulidad".
d. Desafío
Pero la increencia puede ser considerada por los creyentes de una nueva forma; como
reto y desafío. Y esta forma de enfrentamiento con la increencia conduce muna nueva
forma de espiritualidad cristiana.
Para no quedarse en el uso puramente tópico de los términos conviene precisar qué
entendemos por una actitud ante la increencia que la toma como reto o desafío.
Significa, en primer lugar, que se presta atención al hecho y se deja uno interpelar por
su existencia; sus rasgos característicos y las cuestiones que plantea a los creyentes.
Pero tomar en consideración la increencia supone, en primer lugar, poner en obra para
su conocimiento todos los instrumentos de análisis que conocemos, desde la
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observación y la experiencia personal a los estudios positivos realizados con los
métodos de las ciencias sociales y los intentos de explicación y comprensión propue stos
desde las ciencias humanas, la historia, la filosofía y la teología. Este primer momento
de la consideración de la increencia resulta indispensable, sobre todo para los creyentes
encargados de dar razón de su fe. Pero no es suficiente. Es indispensable, además,
escuchar las preguntas que la increencia plantea al hecho de creer, entrar en diálogo
efectivo con los no creyentes. Así, pues; tomar la increencia como reto significa
aceptarla como interlocutor y estar dispuesto a vivir la propia fe en diálogo con ella.
Aceptar a otro como interlocutor supone evitar cualquier descalificación expresa o tácita
del mismo. Ahora bien, es frecuenté que no pocos creyentes, llevados por una
comprensión estrecha de la condición humana como constitutivamente referida al
infinito, hagan del reconocimiento de Dios tal como la realiza el creyente una condición
de posibilidad de vivir la vida y la historia consentido. Desde este convencimiento se
ven forzados a reducir al no creyente a la condición de hombre frustrado; su vida se
convierte necesariamente en drama, se le condena a una visión de la historia carente de
sentido y se le atribuye la posición de que, por no creer en Dios, todo le está permitido.
Parece claro que desde una interpretación de la condición del no creyente tan negativa
como ésa no' cabe un diálogo efectivo con él. Y que iniciar el diálogo con el no creyente
supone aceptar que su condición no le priva de la posibilidad de realizar una existencia
dotada de dignidad moral llena de sentido, aunque lo haga en una forma externamente
muy diferente de aquella en que lo hace el creyente.
Pero aceptar la increencia como reto significa algo más. Comporta interpretarla, a la luz
de la fe, no sólo como un peligro o una tentación, sino como un hecho a través del cual
Dios conduce la historia, nos está llamando a un cambio profundo en la realización de la
fe y a una transformación de las mediaciones de todo tipo en que se encarna. Aceptar la
increencia como reto significaría, pues, en categorías teológicas, estar dispuesto a ver en
ella un signo de los tiempos con el que el Espíritu está interpelando a los creyentes.
Así, una situación de increencia como la actual, está urgiendo a los cristianos la
necesidad de personalizar su fe como única condición de supervivencia. En un clima de
increencia como el actual, el cristiano o hace personalmente y cultiva cuidadosamente la
experiencia de fe o muy pronto, falto de apoyo, de motivación y de fundamento,
abandonará la practica cristiana. Si esto es así, vemos que la situación de increencia
lejos de ser un peligro está constituyendo una llamada urgente a la conversión personal
sobre la que descansa la vida cristiana. Pero la situación de increencia constituye
además, una ocasión para la recuperación de algunos aspectos de la fe muy
característicos del perfil del creyente que nos presenta el evangelio. Porque es verdad
que supone un oscurecimiento social y cultural de Dios que puede constituir una
tentación para el creyente. Pero también es verdad que ese oscurecimiento nos hace
presente la condición misteriosa de nuestro Dios; nos devuelve la conciencia de su
trascendencia en medio dé nuestro mundo; nos invita a descubrir su presencia a través
de los signos, tal vez más elocuentes, de su ausencia padecida, de la nostalgia que
origina, de la pregunta llevada hasta el final, de la espera de una venida de la que él sólo
tiene la iniciativa, del silencio que nos fuerza a afinar el oído para la escucha de su
palabra enteramente nueva. De esta forma, la situación de increencia puede significar
una cura, ciertamente dolorosa, de la enfermedad que lleva a los creyentes a confundir
su representación de Dios con Dios mismo, a descansar sobre las palabras, las ideas, los
gestos, los actos, los méritos con los que se dirigen a Dios, sin darse cuenta de que la
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única forma de encontrar a Dios es tener la conciencia cada vez más despierta al hecho
de que no podemos poseerlo, comprenderlo, ni siquiera encontrarlo definitivamente.
A éste descubrimiento de la oscuridad consustancial de la fe que nos proporciona el
eclipse de Dios en una situación de increencia corresponde el descubrimiento
correlativo de su inseguridad, que es otro de los rasgos constitutivos del perfil del
verdadero creyente. Porque es verdad que la fe es una adhesión llena de certeza. Pero no
podemos olvidar que se trata de una certeza basada más allá de nuestra propia
conciencia y sus razones y sus fuerzas. Y el, hecho masivo de la increencia, lejos de
llevar al creyente a la convicción de su singularidad: "no soy como los demás", le
descubre que, siendo fundamentalmente como todos, está siendo dotado de una fuerza,
sostenido por una ayuda, que sólo puede ser fruto de la gracia y que él sólo puede pedir
y agradecer en cada momento. Así, la situación de increencia parece invitarnos a un
talante cristiano en el que subyace el respeto al silencio corno forma de revelación de
Dios, la solidaridad fundamental con los que padecen su ocultamiento, la relativización
de las ideas, representaciones y acciones con las que expresamos nuestra relación, con
él, la espera confiada de una presencia que no depende de nuestra iniciativa y que se
producirá a su tiempo por pura gracia.
¿Estaremos abogando con esto por un cristianismo anónimo, recluido en sí mismo? De
ninguna manera. Un cristianismo que perdiese la conciencia de su misión habría dejado
de ser cristiano. Y si algo reclama del creyente la situación de increencia es, sobre todo,
la recuperación del dinamismo evangelizador como una dimensión del ser cristiano.
Pero conviene no confundir la evangelización con la organización de campañas
proselitistas o la llamada a las cruzadas. El cristianismo será evangelizador cuando, sea
vivido como testimonio. Y el testimonio consiste, más que en muchas acciones, en una
forma de vivir cuyos rasgos fundamentales son la experiencia personal de la fe, la
solidaridad con aquellos a los que se testimonia, y la encarnación en su medio de vida
de la nueva forma de vida que esa experiencia origina.
e. Exigencia de "reconversión"
La increencia puede, por fin, prestar otra ayuda a los creyentes que se dejan interpelar
por ella. No sólo constituye una llamada a la conversión de las personas; contiene,
además, una exigencia de "reconversión" de las instituciones religiosas y de su forma de
presencia al mundo. Porque si algo pone de relieve la increencia de una época es la
inadecuación de las representaciones .de Dios que han dado los creyentes. Los ateos, se
dijo con razón, no lo son de Dios, lo son de unos creyentes.
Si hubiese que resumir en una sola cualidad la orientación de la reconversión de las
mediaciones de la fe que reclama la increencia, tal vez podríamos proponer el
crecimiento de las mismas en transparencia. Lo cual exige, por una parte,
intensificación de la luz interior, revitalización de la experiencia de Dios, y por otra,
purificación, revitalización y adaptación a la sensibilidad de nuestra época de las
mediaciones religiosas. Pero esta adaptación no debe entenderse superficialmente en
términos de barnizamiento de fachadas, pulimiento de los lenguajes o puesta al día de
los conceptos, aunque también esto sea necesario. debería consistir, más bien, en una
radicalización de la coherencia de todas esas mediaciones con el mensaje del evangelio
y en una sintonización con los valores que ha puesto de relieve y a los que ha hecho
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sensibles la época moderna, a veces, al margen de los creyentes, pero en extraña
convergencia con el espíritu cristiano.
Así, en relación con el segundo aspecto, pensamos que la Iglesia está siendo urgida por
la época moderna a ser en realidad hogar de libertad para todos sus miembros y agente
de liberación en el mundo.
Por lo que se refiere a la coherencia con el Evangelio es evidente que una mirada a las
estructuras de la Iglesia y a la forma de vida de los que nos llamamos sus miembros
descubre con toda claridad. su lejanía en relación con una forma de vida según la cual
todos somos hermanos, porque uno solo es nuestro Padre; los pobres y los que sufren
son declarados bienaventurados; se propone una autoridad que tiene que ser ejercida
bajo la forma del servicio se hace del amor a todos y en especial a los más débiles el
centro de la vida, y se nos invita a vivir en medio de las dificultades en el gozo y la
confianza. De esta forma vemos, cómo, a través de lo que nos aparece más alejado de
nosotros, la increencia y los no creyentes, se nos hace presente una voz que coincide
con la que resuena en lo más íntimo de nuestra condición de creyentes. Si la
escuchamos con atención descubriremos en ella una llamada a la conversión y hasta
preciosas indicaciones sobre el camino que debemos recorrer para hacer nuestra forma
de vida más coherente con la vida propuesta en el Evangelio.
CONCLUSIÓN
La modernidad ha originado indudablemente cambios importantes en la vida religiosa y,
sobre todo, en su relación con los demás factores de la sociedad humana. Estos cambios
han podido causar no pocos desconciertos, provocar una crisis profunda y extender una
sensación de malestar entre los creyentes. Pero está muy lejos de ser evidente que la
increencia sea su consecuencia necesaria, En todo caso, la increencia actual, producto
de muchos factores y fenómeno histórico ciertamente original, no puede ser considerado
por los creyentes ni como el enemigo a combatir ni como el peligro a conjurar. Es
ciertamente una tentación, pero puede ser también un reto que nos urge hacia una
realización del cristianismo, hacia una espiritualidad cristiana más concorde con el
cristianismo y desde ahí capaz de transparentar la venida del Reino de Dios.
Extractó: ANTONI Mª TORTRAS
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