LO QUE EL VIEJO GUILLE NO PODÍA HACER El viejo Guille M. era un borracho. Todo el mundo lo sabía. La gente esperaba verlo tambalearse cuando caminaba; eso era lo común. Cuando joven, había sido un líder entre sus amigos, y la gente había pensado que él iba a dejar su huella en este mundo. Había sobrepasado a la mayoría de sus compañeros, pero--¡qué dolor!—no en las cosas que ennoblecen y engrandecen a los hombres. Como decía la gente: “El licor lo tenía „cogío‟ ”. Era una figura conocida en las tres cantinas de A--. Era popular, por ser un hombre divertido y bonachón. Seguía siendo el líder de un grupito—se llamaban a sí mismos “la pandilla”. Todas las noches hacían sus rondas por las cantinas, y luego, a altas horas de la noche, iban tambaleándose a sus casas. Sí, el viejo Guille era un borracho. Había intentado muchas veces dejar el licor. Sus amigos le habían advertido y le habían aconsejado que dejase de tomar. Su esposa se lo había rogado cientos de veces con los ojos llenos de lágrimas. Él había prometido una y otra vez, y había intentado una y otra vez vencer ese hábito, pero estaba esclavizado. Una noche, cuando llegó a casa, borracho como de costumbre, encontró a su esposa gravemente enferma. Durante tres días él se mantuvo en vela junto a su cama, y entonces vino el fin. En su lecho de muerte, ella puso su mano sobre la de él, y le pidió una vez más, que por amor de ella, y por su propio bien, dejara de tomar. Guille se lo prometió, mientras llovían de sus ojos lágrimas ardientes, y lo dijo de todo corazón. Dos días más tarde, él siguió el féretro hacia el templo, y mientras echaba un último vistazo a ese cuerpo sin vida, hizo voto con toda su fuerza de voluntad de no volver a tocar el licor nunca más. Caminó en silencio de regreso a su hogar, pero ya no era su hogar. Tenía el corazón partido. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo podría soportarlo? Al poco tiempo, dos de sus camaradas vinieron a condolerse de él. Después de conversar por un rato, uno de ellos sacó una botella de su bolsillo, y le dijo: “Aquí tienes, Guille, toma un poquito pa‟ que te fortalezcas.” “N‟ombre, Juancho,” le respondió. “Ya voy a dejar eso; yo le prometí que lo iba a dejar.” “Tá bien,” dijo Juancho, “pero ahora necesitas un poquito para calmarte los nervios.” Juancho tomó un sorbito, y después sostuvo la botella abierta por un momento. El olor le entró por las narices a Guille, y ése viejo apetito se hizo sentir, y antes de darse cuenta había agarrado la botella. Un minuto más tarde, ¡estaba completamente vacía! Cuando Guille volvió a estar consciente de lo que estaba pasando, ya había transcurrido una semana. Había estado borracho todo ese tiempo; ni siquiera sabía qué día era. Pero cuando se dio cuenta de lo que había sucedido, se sintió azotado por el remordimiento. Supo entonces, como nunca antes, que el licor era su amo. Pasaron dos años. Sus escasas pertenencias las había vendido para pagar los gastos del entierro; lo demás lo había gastado en licor. Otra familia vivía en la casa ahora. El Sr. Guillén, un vecino bondadoso, le había dado albergue, y Guille le hacía trabajitos cuando estaba suficientemente sobrio. Una tarde, cuando se dirigía a la cantina como de costumbre, escuchó gente cantando. “Eso es raro,” dijo entre dientes; “Me pregunto: ¿qué estará pasando?” Se dio vuelta y se dirigió hacia el lugar de donde venía la música, y pronto llegó a una gran carpa llena de gente. “Qué rareza de espectáculo,” pensó, mientras se acercaba a la entrada. Un joven de rostro agradable se le acercó y le dijo: “Pasa adelante, Guille, que yo te voy a conseguir un buen puesto.” Siguió al ujier mecánicamente. Las canciones sonaban muy bien, y le gustaron. Luego un hombre se levantó, y con los ojos llenos de lágrimas, relató que él había sido un borracho, y que después de años de tratar de vencer ese hábito, finalmente había ido a Dios para buscar ayuda, y que ahora era un hombre feliz y libre. Guille entendió la parte de la lucha, pero lo demás, no. Él sabía lo que era fallar, y al considerar lo que el hombre decía, pensó en su esposa. ¿Sabía ella que él había roto su promesa? ¿Seguiría ella llorando por él como solía hacerlo antes? Alguien pasó al púlpito y habló por un largo rato, pero Guille no escuchó nada de lo que dijo. Guille estaba pensando, pensando. Allí había un hombre que había “vencido el licor,” y ese hombre había dicho que el Señor lo había ayudado. Guille se preguntó si el Señor lo ayudaría a él. Cuando el predicador terminó, ese mismo hombre se volvió a levantar; Guille se puso recto y lo miró detenidamente. “Sí—pensó—ése era un tomador de verdad, y uno de los „bravos‟; se le ve en la cara.” El que hablaba estaba convidando a los hombres a venir a Cristo para recibir la ayuda que necesitaban. El viejo Guille nunca supo del todo cómo ocurrió, pero de repente se encontró a sí mismo al frente, tomado de la mano de ese desconocido, diciéndole que quería dejar de tomar. Se arrodillaron uno junto al otro, mientras que el hombre salvo derramaba su corazón con toda sinceridad ante Dios, pidiéndole por el borracho. El viejo Guille no sabía orar; no lo había intentado nunca antes, pero quería ayuda. Toda su alma lo anhelaba. Escuchó al otro hombre orar. Él pedía precisamente lo que Guille necesitaba; su corazón se unió apoyando la oración. Sí, él quería dejar de tomar; él quería ser un buen hombre, pero necesitaba ayuda. El otro hombre oraba como si Dios hubiera estado ahí cerquita, y Guille sintió que así tenía que ser, así que dijo: “Sí, Dios, voy a dejar de tomar si tú me ayudas. Seré un hombre si tú me ayudas, ¡pero no puedo hacerlo solo!” Eso fue todo lo que dijo, pero lo dijo en serio, y sintió que Dios lo iba a ayudar. Una paz extraña y tranquila vino a su corazón, y se sintió feliz. Se fue a casa sobrio esa noche. Algunos de los de “la pandilla” que estaban afuera de la carpa habían visto a Guille pasar al frente, y pronto la noticia llegó a todas las cantinas. “Estará de vuelta el sábado,” dijeron. Pero él no volvió. En vez de eso, él estaba en los cultos, diciéndole a la gente cuántas cosas maravillosas Dios había hecho por él. Él no quería saber más nada del licor, declaró. La “pandilla” no podía creerlo. Se rieron e hicieron muchas “profecías”. Esperaron semana tras semana, pero el viejo Guille nunca más volvió a la cantina. Pasaron dos años; Guille vivió una vida cristiana gozosa, y nunca se cansó de decir lo que el Señor había hecho por él. Se trasladó a una escuela en el campo, donde organizó una Escuela Dominical, y allí trabajó ferviente y exitosamente. Hubo muchas tentaciones. Al principio, la “pandilla” se rió y lo hizo objeto de muchas bromas de mal gusto; después le tendieron algunas trampas. Un día, uno de ellos le puso una botella de whisky abierta debajo de las narices a Guille, diciendo: “Huélelo, Guille; huele rico, ¿verdá?” Guille se echó hacia atrás, sonriente, y dijo con toda tranquilidad: “Bueno, Tomy, el licor fue mi dueño durante mucho tiempo, pero ahora tengo un mejor Dueño.” Siguió su camino de manera modesta y constante, y finalmente se ganó el respeto y la confianza de todos. Finalmente, llegó el fin; el viejo Guille murió. Había en su rostro una sonrisa tranquila, pues su sol se había puesto en esplendor. La “pandilla” siguió su cuerpo hacia la tumba. Aún entonces no podían entender del todo lo que le había sucedido. Había sido un cambio maravilloso, y la vida de él se había ganado el respeto de ellos, y lo siguieron en silencio a “su último lugar de descanso”. Después del entierro, ellos se quedaron hablando al respecto en un grupito aparte. “Yo creía que el licor lo tenía dominado sin remedio,” dijo uno; “no me explico cómo lo pudo vencer.” “Guille no fue quien lo hizo”, dijo una voz apacible detrás de ellos; “fue Cristo Jesús.” Se voltearon, y vieron al pastor, que se retiraba. “Supongo que el párroco debe tener la razón,” dijo uno de ellos. “Y dicho sea de paso, fue un trabajo muy bien hecho.”