La conversión del corazón incluye la contrición del pecado y

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TEMA 4:
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y EL PROCESO DE LA CONVERSIÓN
PRINCIPALES CLAVES QUE OFRECE EL RITUAL DE LA PENITENCIA
PARA FAVORECER LA GRACIA DE UNA SINCERA Y AUTÉNTICA CONVERSIÓN
Introducción
El Ritual arranca recordando que Jesús «inició su misión en la tierra predicando la penitencia y
diciendo: “Convertíos y creed la Buena Noticia”»1. También afirma que «la Iglesia nunca ha dejado de
exhortar a los hombres a la conversión, para que abandonando el pecado se conviertan a Dios; ni de
significar, por medio de la celebración de la penitencia, la victoria de Cristo sobre el pecado»2.
En realidad, la Iglesia misma, tal y como afirma igualmente el Ritual, se siente llamada a vivir en una
actitud de permanente conversión a Dios y al evangelio de Jesucristo3, pues, aun siendo
«indefectiblemente santa»4, está siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y
la renovación en sus miembros5.
En realidad, el espíritu de conversión debe ser algo propio del estilo normal de vida del cristiano y, por
supuesto, de la vida de toda la Iglesia. De modo que la celebración sacramental de la penitencia avive y
aliente en los fieles cristianos el camino emprendido en el momento del bautismo (un camino hecho de
renuncias y de vivir conforme a la fe); y, al mismo tiempo, que la actitud penitencial constante que se
supone en todo bautizado y en la Iglesia, sea la que dé pleno sentido a cada uno de los momentos,
los ritos y las oraciones de la celebración sacramental6.
Así pues, para el Ritual está claro que la conversión a la que es llamado el penitente, no puede vivirse
como un proceso aislado e individualista, sino, más bien, como algo que vive el penitente en tanto en
cuanto es miembro de la Iglesia, a la que ofendió con su pecado, y que, sin embargo, intercede como
madre solícita por todos sus hijos, para que obtengan de Dios, por medio suyo, el perdón y la paz7.
Por otra parte, cada miembro de la Iglesia ha de saber que no está solo en su camino hacia la santidad.
Ese camino, que supone la renuncia al pecado y a sus seducciones para poder vivir realmente en
la libertad de los hijos de Dios, como miembros de Cristo y como templos del Espíritu Santo, es un
camino que recorremos como miembros del pueblo santo de Dios, conectados, por tanto los unos a
1
Praenotanda, 1.
Íbidem.
3
Íbidem, 4.
4
LG 39.
5
Cfr. LG 8.
6
Cfr. Praenotanda del Ritual de la penitencia, 4.
7
Praenotanda, 5.
2
1
los otros8. Por eso, necesariamente, el camino de la conversión supone tomar conciencia de
las repercusiones sociales que conlleva todo pecado hecho contra Dios o contra el hermano y
disposición para repararlas9.
Tan importante es descubrir esta dimensión eclesial propia del sacramento de la Penitencia, que
el Ritual tiene especial interés en que el penitente descubra que, cuando confiesa o se acusa de sus
pecados, lo hace, no para descargar su conciencia, sino porque confía en la mediación de la Iglesia.
Esta Iglesia que, además de interceder por cada uno de sus hijos y hermanos desde la conciencia
común de que todos somos pecadores10, les intenta ayudar en su camino de conversión, aportándoles
los remedios más adecuados a su enfermedad11. Esta Iglesia que les ayudará, igualmente, a discernir
con toda certeza la acción de Dios en su vida a la luz, fundamentalmente, de la palabra de Dios.
Una palabra que la Iglesia proclama y anuncia y que debe ser acogida con fe por parte del penitente.
Una palabra que, ciertamente, denuncia los pecados de los hombres, pero que también anuncia
la salvación. La acusación de los pecados, por todo ello, es, antes que nada, confesión de fe en Dios y
confesión de fe en la necesidad de la Iglesia.
El Ritual de la Penitencia quiso hacer hincapié, igualmente, en cómo, en la satisfacción sacramental
que el sacerdote impone al penitente, éste puede descubrir la mediación de la Iglesia. Pues, en realidad,
no se trata de imponer unas cuantas obras rituales como pena por los pecados cometidos. El Ritual
invita a que la penitencia impuesta, que recibe toda su fuerza de la satisfacción de Cristo12, mire más
bien al futuro y ayude al pecador a sanar de su enfermedad y a reparar los daños que con su pecado
haya podido ocasionar a la Iglesia y a sus hermanos, los hombres13.
Por último, en el Ritual ha quedado bien claro que la absolución sacramental se confiere por
el ministerio de la Iglesia. En ese momento, la Iglesia eleva todos los actos del penitente a la presencia
de Dios y confía en la misericordia del Padre para que, en virtud del misterio Pascual (la muerte y la
resurrección de Jesucristo), y por la intercesión del Espíritu Santo, derramado para la remisión de los
pecados, los pecadores obtengan de Dios el perdón y la paz14.
Así pues, a lo largo de todo el proceso de la celebración sacramental es muy importante que tanto
el sacerdote como los penitentes comprendan que es toda la Iglesia la que está actuando y celebrando
el misterio del perdón y de la reconciliación que el Padre ofrece a los hombres por medio de Jesucristo;
y, también, que comprendan que cada uno de los ritos, gestos y oraciones que realizan, tanto el
sacerdote como los penitentes, tienen su eficacia en función de que son miembros de la Iglesia que
8
Cfr. LG 9.
Cfr. Praenotanda del Ritual de la penitencia, 6c; 18; 25 b y c; 33; 35 a.
10
Esto se visibiliza maravillosamente en la celebración comunitaria, cuando el diácono u otro ministro invita a todos los
que asisten a la celebración a confesar sus pecados, a pedir juntos la contrición del corazón y a expresar también
juntos la confianza en la misericordia de Dios, por la que les serán perdonados todos los pecados. De hecho, el rito
concluye con la recitación común de la oración dominical (cfr. Praenotanda, 27 y Ritual 130-132 y 273-274).
11
Cfr. Praenotanda, 10 a; que aparece bajo el epígrafe: «Sobre el ejercicio pastoral de este ministerio».
12
Cfr. Praenotanda, 25 d.
13
Cfr. Praenotanda, 6 c y 18.
14
Praenotanda, 6 d.
9
2
ejercen el sacerdocio único de Jesucristo en sus respectivos grados: por parte de los penitentes,
arrepintiéndose y pidiendo perdón por sus pecados; y, por parte de los sacerdotes, orando e
intercediendo ante el Padre en nombre de Cristo Cabeza, sacerdote eterno, para que, por su
misericordia, el pecador se vea absuelto de todos sus pecados y reincorporado plenamente a la
comunión de la Iglesia.
La conversión del corazón incluye la contrición del pecado y propósito de una vida nueva, y se
expresa por la confesión hecha a la Iglesia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de vida
(RP 6)
Una de las críticas más insistentes que ha recibido y recibe la forma de celebrar el sacramento de
la Penitencia, es que, tanto en la teoría (en la definición dogmática de Trento), como en la práctica,
se había puesto excesivamente el acento en la acusación de los pecados por parte del penitente,
echándose en olvido, teórica y prácticamente, otras dimensiones más importantes y, de hecho,
fundantes y fundamentales, sin las cuales la sola acusación pierde su sentido y también su eficacia.
El Ritual, por tanto, nació con la vocación de contribuir a superar la llamada mentalidad
confesionista. Y lo intentó, entre otras formas, introduciendo todos y cada uno de los llamados
“actos del penitente” del siguiente modo:
«El discípulo de Cristo que, después del pecado, movido por el Espíritu Santo, acude al
sacramento de la penitencia, ante todo debe convertirse de todo corazón a Dios. Esta íntima
conversión del corazón, que incluye la contrición del pecado y le propósito de una vida nueva,
se expresa por la confesión hecha a la Iglesia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de
vida»15.
Si hemos comenzado indicando a la misericordia de Dios como la fuente y el origen que da sentido
a todos y cada uno de los elementos que forman parte de la celebración sacramental; ahora hemos
de señalar que el Ritual no olvida tampoco la necesidad de la colaboración activa por parte del
hombre para acoger el don de Dios y su perdón, por el que quedamos libres de nuestros pecados.
En otras palabras, si era necesario comenzar hablando del ex opere operato propio del cuarto
sacramento, tampoco hay que olvidar referirnos al ex opere operantis.
La razón es fácil de descubrir en la teología católica sobre los sacramentos, cuyo cimiento no es
otro sino el modo como la Iglesia ha entendido, a la luz de la revelación y de la historia de
la salvación, el camino seguido por Dios para justificar al hombre pecador16.
Porque, si bien siempre la Iglesia ha considerado que la eficacia de los sacramentos descansa en que
en toda acción litúrgica Cristo está presente y actuando, «de modo que, cuando alguien bautiza es
Cristo quien bautiza; [...] cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla; cuando
la Iglesia suplica y canta salmos, está presente el mismo que prometió: Donde están dos o tres
15
16
Praenotanda del Ritual de la penitencia, 6.
Cfr. Decreto sobre la justificación del concilio de Trento DS 1520-1583.
3
congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos (Mt 18,20)»17. «Con razón, por tanto, se
considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles
significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de
Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia,
toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es
acción sagrada por excelencia; su eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala
ninguna otra acción de la Iglesia»18.
Todo ello no obsta, para que se niegue la importancia y la necesidad de que los fieles participen de
forma activa, plena y consciente en la liturgia de la Iglesia; al contrario, la tradición católica
siempre ha entendido que solo una participación consciente, activa y plena en la liturgia puede
asegurar la plena eficacia, en el orden de la salvación, que se les supone a los sacramentos.
Por eso, también el concilio Vaticano II, por una parte, habló de que «es necesario que los fieles se
acerquen a la sagrada liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con
su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano»19. Y, por otra parte, dirigiéndose
a los pastores, el Concilio les pidió que no se limitaran a velar tan solo para que se observen
fielmente las leyes relativas a la celebración litúrgica, de forma que ésta siempre sea válida y lícita;
sino que les instó para que se aseguraran de que los fieles participan en la liturgia de forma
consciente, activa y plena. El Concilio era muy consciente de que solo una participación así de los
fieles en la celebración litúrgica haría que ésta fuera verdaderamente fructuosa en sus vidas20.
Así pues, el papel del penitente, también en el cuarto sacramento, no puede ser ni mucho menos
pasivo, sino, todo lo contrario, imprescindiblemente activo. Tan activo que el concilio de Trento, en su
momento, llegó a decir que los actos del penitente se requieren como quasi-materia del sacramento de
la penitencia21.
Afirmar esto era, sin duda, necesario ante las teorías protestantes, que negaban la necesidad de todos
ellos, dando sólo valor a la contrición, pero entendida como los miedos que surgen en las conciencias
cuando el pecado es conocido; y la sola fe, concebida en nosotros, de que seremos perdonados ya que
Cristo satisfizo plenamente por nosotros. La teología católica, sin embargo, defendía (y defiende) que
han de darse las tres cosas, aunque era discutido en la época del concilio de Trento si debían entenderse
como actos que cumple el penitente o como partes del sacramento de la penitencia. Pero en ambos
casos lo que sí había que dejar claro era que contrición, confesión y satisfacción son indispensables
para recibir la remisión completa y perfecta de los pecados.
17
SC 7.
Íbidem.
19
SC 11 y cfr. SC 14.
20
Cfr. Íbidem.
21
«Si alguien negara que para la remisión completa y perfecta de los pecados se requieren en el penitente, como cuasi
matria del sacramento de la penitencia, estos tres actos, es decir, la contrición, la confesión y la satisfacción, que son
llamadas partes de la penitencia .... a.s.» DS 1704.
18
4
Tan importante y esencial es, desde la perspectiva de la teología católica, el papel que juega el
penitente en el cuarto sacramento, que de la doctrina del concilio de Trento se ha deducido que
«el pecador penitente tiene parte en la posición del signo sacramental, y es, por tanto, concausa —de
índole instrumental sacramental— de la gracia sacramental. No es sólo receptor pasivo de la gracia»22.
De hecho, cuando se estudia detenidamente la doctrina y los cánones sobre la Penitencia del concilio
de Trento, se llega a comprender que los obispos y teólogos que en él participaron, no simplemente
buscaron argumentar contra las teorías de los teólogos de la Reforma; quisieron, más bien, poner en
evidencia los sólidos fundamentos sobre los que descansa la lucha de los bautizados contra el pecado, y
que, al mismo tiempo, dan sentido al modo de celebrar el sacramento de la Penitencia.
Y, para los teólogos y obispos del concilio de Trento, dado que en el diseño salvífico pensado por
Dios para la justificación y la redención del hombre, el Creador siempre cuenta con la criatura,
había que insistir muy claramente en que la eficacia de la acción sacramental no es nunca mágica,
requiere necesariamente la respuesta libre y consciente del hombre que ha de asentir al plan de Dios
y consentir que tome carne en su propia vida. Como decía san Agustín, «qui ergo fecit te sine te,
non te iustificat sine te»23, o, en palabras de santo Tomás, «et ideo necessarium est ad salutem
peccatoris quod peccatum removeatur ab eo. Quod quidem fieri non potest sine poenitentiae
sacramento, in quo operatur virtus passionis Christi per absolutionem sacerdotis simul cum opere
poenitentis, qui cooperatur gratiae ad destructionem peccati. [...] Unde patet quod sacramentum
poenitentiae est necessarium ad salutem post peccatum, sicut medicatio corporalis, postquam homo
in morbum periculosum inciderit»24.
Fundamentada en esta doctrina, la Iglesia ha hecho una defensa constante de la importancia de
los actos del penitente en el sacramento de la penitencia. Se reconoce ciertamente que es difícil,
costoso, e incluso sacrificado, pero se afirma, sin ningún género de duda, que es necesario y
esencial ya que así lo dispuso la voluntad redentora de nuestro Dios25.
Al decir que se trata de algo «esencial» y «necesario», la Iglesia busca defender que son elementos que
por la naturaleza de las cosas están intrínsecamente unidos al proceso de conversión del bautizado que
ha perdido, o que en él se ha debilitado la gracia santificante a causa del pecado. No son, pues,
elementos cuya presencia se deba a una ley arbitraria que podría cambiar según las circunstancias26.
22
Karl RAHNER, Verdades olvidadas..., pág. 165.
Sermón 169, 13.
24
Summa Theologica, III, q. 84, a. 5.
25
Así se afirma expresamente en el documento que la Comisión Teológica Internacional elaboró con motivo del Sínodo de
1983: «Dadas las realidades de estas exigencias humanas y espirituales, dado también que en el sacramento de la
penitencia Dios nos da qué satisfacer, la confesión de los pecados graves que el pecador recuerda tras un atento examen
de conciencia debe, en virtud de la voluntad salvífica de Dios (iure divino), conservar su puesto indispensable para recibir
la absolución. De cualquier otra manera la Iglesia no podría realizar las tareas que Jesucristo, su Señor, le confió en
el Espíritu Santo (iure divino). Se trata de los servicios de médico, de guía de las almas, de promotor de la justicia y del
amor en la vida personal y social, de heraldo que proclama la promesa divina del perdón y de la paz en un mundo a
menudo dominado por el pecado y por el odio; en fin, de juez de la autenticidad de la conversión a Dios y a la Iglesia»,
Riconciliazione e Penitenza, en Enchiridion Vaticanum, Vol. IX, EDB, Bologna 1987, nº 338, pág. 309.
26
Cfr. Domiciano FERNÁNDEZ, El sacramento de la Reconcialiación, 61.
23
5
Ni siquiera cabría entenderlos como el resultado de una ley positiva que Dios habría impuesto. Lo cual
sería tanto como un poner límites a su misericordia, que se supone que es infinita; o, si no, sería una
forma de complicar algo que podría ser más sencillo con tal de que Dios excusara su cumplimiento27.
La Iglesia a lo largo de los siglos ha defendido, y quiere seguir defendiendo, un modelo de
reconciliación que huye de una visión mágica, aquella que no cuenta para nada con la colaboración del
hombre, y propone otra que es auténticamente redentora, o sea, aquella que realmente restaura al
hombre en su condición de hijo de Dios.
En una catequesis de los miércoles del año 1975 (año jubilar), Pablo VI hizo especial insistencia sobre
estos puntos. Él partía de cómo es la gracia divina la que resucita a las almas inmersas en el pecado, y
concede a la acción de Dios todo el poder eficaz necesario para obtener la victoria sobre él. Pero justo a
continuación señalaba:
«Es necesario recordar ahora que esta intervención salvadora de la misericordia triunfante
de Dios exige algunas condiciones de parte de quien la recibe; y todos conocemos cuáles son.
La gracia del perdón no es automática, ni tampoco es mágica la gracia sacramental de
la penitencia: se trata de un encuentro que supone una disponibilidad, una receptividad,
una predisposición, una cierta y condicionante colaboración humana»28.
En esa misma catequesis Pablo VI analizaba la relación entre la contrición y los otros dos actos
exigidos en el penitente: confesión y satisfacción; y no hacía sino repetir cuanto se había dicho en
Trento. Comenzaba, por ello, reconociendo la primacía de la contrición como acto principal y
fundante, imprescindible para que haya remisión de los pecados; de ella (de la contrición) —recordaba
el Papa—, se dice que es causa del perdón de Dios29. Ahora bien, continuaba diciendo igualmente
el Pontífice, es causa del perdón de Dios, cuando va acompañada del propósito de recurrir a la virtud
del sacramento de la penitencia, tan pronto como sea posible30.
Dicho todo lo cual, conviene añadir que, ciertamente, el fragor del debate con la teología protestante
hizo que la teología y, sobre todo, la pastoral postridentina en torno al cuarto sacramento acentuara
exageradamente la necesidad de la acusación de los pecados, poniendo, en la práctica, en muy
segundo plano la importancia de la contrición y la satisfacción. De hecho, el sacramento se
conocerá como sacramento de la confesión, porque los fieles percibían (o entendían) que, en
27
Cfr. Joseph LECUYER, «Les actes du pénitent», La Maison Dieu 55 (1958) 45. Juan Filgueiras se expresaba en términos
muy parcidos: «Por esto es necesario insistir en la necesidad de los actos del penitente; no porque lo exija alguna ley
positiva que Dios podría promulgar o retirar, sino por una necesidad histórico-personalística, de la cual ni Dios mismo
puede dispensar. Sería contrario a la salvación y a la misma voluntad de Dios, que la absolución obrase a modo de
prodigio o magia, sin ninguna intervención por parte del hombre. Ni Dios mismo puede hacer que una voluntad que
decide apartarse de Él vuelva sin la cooperación de sus actos libres», La confesión encuentro responsable con Dios,
Editorial PS, Madrid 1970, págs. 73-74.
28
Insegnamenti di Paolo VI, vol. XIII, Città del Vaticano 1975, pág. 190.
29
«Noi diremo piuttosto della efficacia rianimatrice della contrizione per se stessa, quando sia motivata dalla offesa alla
bontà di Dio, da un lato, e dalla deformità della malizia del peccato, dall'altro, quando cioè, come dicono i maestri, il
dolore del fallo commesso sia “perfetto”», Ibidem, pág. 191.
30
«La contrizione così concepita è già di per se stessa causa del perdono di Dio, quando va accompagnata dal proposito di
ricorrere ala virtù del sacramento della penitenza, se appena possibile», Ibidem.
6
realidad, el único esfuerzo penitencial que se les exigía era el de la confesión íntegra. Así pues, es
más que justificable el calificativo de “confesionista” con el que muchos comentaristas e
historiadores se refieren a la teología y a la liturgia postridentina de la Penitencia31.
Para superar esa mentalidad confesionista, o sea, para evitar, por un lado, que la vivencia que hacen
los fieles al participar de este sacramento se reduzca tan solo a hacer un costoso esfuerzo de
acusarse de todos los pecados, y para evitar, por otro lado, que la dinámica de la celebración
litúrgica gire excesivamente en torno al momento de la acusación, como si fuera lo único
importante y necesario, el Ritual ha intentado reequilibrar todos los aspectos de la vivencia y de la
celebración sacramental de la Penitencia.
La contrición
El Ritual ha subrayado, en primer lugar, que el discípulo de Cristo que, después del pecado, acude
al sacramento de la Penitencia, actúa movido por el Espíritu Santo32.
Se recuerda, por tanto, y se insiste en la primacía de la acción de Dios.
 Es Él quien, por medio de su Espíritu, guía e ilumina al pecador para que conozca y
reconozca sus pecados;
 es el Espíritu Santo quien le concede el dolor por los pecados cometidos y el que lleva a
arrepentirse sinceramente de todos ellos33;
 es el Espíritu Santo quien infunde valor al pecador, para que no oculte sus pecados y se
atreva, en cambio, a confesarlos con sencillez y humildad ante el ministro de Cristo y de su
Iglesia;
 será asimismo el Espíritu Santo quien dispondrá la voluntad del pecador para que acepte
gustosamente la satisfacción que la Iglesia, como madre y maestra, le proponga;
 y, por último, será el Espíritu Santo quien, por la invocación del sacerdote (ministro de Cristo
y de la Iglesia), descenderá sobre el pecador para purificar su conciencia y santificarle,
haciendo eficaz en él el Misterio Pascual de nuestro Señor Jesucristo, del que la Iglesia hace
memoria al conceder al pecador la absolución de todos sus pecados y que le reconcilia con
Dios y con los hermanos, reincorporándole a la comunión plena del Cuerpo de Cristo.
31
Cfr. Dionisio BOROBIO, «El modelo tridentino de confesión de los pecados en su contexto histórico», Concilium 210
(1987) 232. IDEM, Reconciliación penitencial, 115 y 160-161.
32
Cfr. Praenotanda del Ritual de la penitencia, 6. Es muy sugerente en este sentido una de las oraciones que sugieren
para el rito de entrada en la celebración comunitaria: «Envía tu Espíritu Santo, Señor, sobre nosotros para que nos
purifique con las lágrimas de la penitencia y nos disponga a ser ofrenda agradable a ti. Con la fuerza de tu poder,
mereceremos alabar tu gloria y tu misericordia en todo lugar», Ritual, 112.
33
«Dios, que ha iluminado nuestros corazones, te conceda un verdadero conocimiento de tus pecados y de su
misericordia», Ritual, 84. «Dios omnipotente [...] abre nuestros ojos para que descubramos el mal que hemos hecho;
mueve nuestro corazón, para que, con sinceridad, nos convirtamos a ti; [...] que el Espíritu vuelva de nuevo a la vida a
quienes venció la muerte [...]», Ritual, 115.
7
Puesta esta primera piedra, el Ritual sigue diciendo que «entre los actos del penitente ocupa
el primer lugar la contrición»34, que es definida, como ya lo fue en el concilio de Trento, como
«un dolor del alma y un detestar del pecado cometido con propósito de no pecar en adelante»35.
Para el Ritual, la contrición solo es verdadera cuando estamos en un camino de conversión, tal y
como exige, por otra parte, el bautismo mismo. Ese espíritu de conversión es una gracia
sobrenatural (un don de Dios) que empuja al fiel cristiano a buscar la santidad; pues esa es su
vocación última e irrenunciable. Y la santidad se ha de manifestar igualmente en la vida, o sea, en
su modo de pensar, de juzgar y de actuar, que han de ser conformes a Cristo, a su vida, a su ejemplo
y a su predicación36.
Sin este espíritu de conversión, lo demás es superfluo. Por eso, todo en la celebración ha de
contribuir a que el penitente alcance esta contrición sincera; y el penitente, por su parte, se
ha disponer para que, ayudado por la celebración del sacramento de la Penitencia, de todos y cada
uno de los momentos que la constituyen: oraciones, lecturas bíblicas, homilía, exhortación,
peticiones de perdón y otros gestos sacramentales, (el penitente) llegue a alcanzar la gracia de una
verdadera contrición por la que se le perdonan todos sus pecados.
La confesión
En segundo lugar, el Ritual habla de la confesión de las culpas37, que nace de haber conocido, a luz
de la misericordia de Dios, los pecados cometidos, así como la gravedad de los mismos, pero
reconociendo y confesando, al mismo tiempo, que el amor de Dios es mayor que nuestros pecados38
y que, por tanto, podemos confiar en que seremos perdonados y readmitidos al redil del Padre, pues
para eso envió a su Hijo al mundo, para que el mundo se salve por medio de Él39.
Iluminado, pues, por la palabra de Dios, el penitente ha de examinar su conciencia y dejar que sea
el Señor quien le juzgue; ya que, ciertamente, el juicio de Dios condena el pecado, pero es el único
que salva al pecador y le hace justo con la justicia de Dios40, que hace nuevas todas las cosas41; y, al
mismo tiempo, le responsabiliza para que repare los daños y las ofensas cometidas contra Dios y
contra el prójimo, de modo que sea posible una verdadera y duradera reconciliación42. Sin embargo,
en todo momento, el penitente ha de ser consciente de que toda reparación y toda obra penitencial
34
Praenotanda, 6 a.
DS 1676.
36
Cfr. Praenotanda del Ritual de la penitencia, 6 a.
37
Cfr. Praenotanda, 6 b.
38
Cfr. Praenotanda, 25 a.
39
Cfr. Jn 3, 17.
40
Cfr. 2 Co 5,21; Ef 4,20-24; Flps 3,8-11.
41
Cfr. Apo 21,5.
42
Cfr. Praenotanda del Ritual de la penitencia, 25 b.
35
8
que vaya a realizar, recibe su fuerza de la misma satisfacción que Cristo ofreció al Padre en el sacrificio
de la cruz43.
Consecuentemente, el discípulo de Cristo que acude a sacramento de la penitencia, se ha de acercar
sabiendo que no solo viene a «soltar» una lista de pecados, y con eso habrá cumplido todo:
 Viene a confesar que cree y confía en la misericordia de Dios, tal y como nos ha sido revelada
plenamente por Jesucristo.
 Viene a confesar que cree que por Cristo, por su muerte y resurrección, los hombres hemos recibido
la redención y el perdón de los pecados.
 Viene a confesar que con sus pecados concretos ha ofendido la santidad de Dios y ha herido a sus
hermanos.
 Viene a confesar que, con la ayuda de la gracia y sostenido por la mediación de la Iglesia, podrá
cambiar y convertirse, abandonar el pecado y vivir en la libertad de los hijos de Dios.
 Viene a confesar que confía en la santidad de la Iglesia, en su oración, en su ejemplo y en su ayuda
para satisfacer por todos sus pecados, uniéndose y conformándose con la ofrenda de Cristo en
la Cruz.
De este modo, se entiende que la confesión sacramental se convierta en un gesto concreto por el que
el pecador da gloria Dios y le alaba por su amor, por su justicia, por su bondad y por su santidad,
restableciendo así las ofensas hechas precisamente contra el Padre celestial, del que el pecador se
separa, como le sucedió a Adán en el paraíso, porque le veía como receloso del hombre, injusto,
malo, arbitrario y hasta como enemigo de su libertad y de su autorrealización44. De ahí que
el pecador arrepentido, cuando vuelve a la casa del Padre, ha de confesar, como Israel en sus
liturgias penitenciales: «Tú, Señor, eres justo, nosotros, en cambio, somos pecadores»45.
Por todo ello, el Ritual va a defender que «la confesión de la culpas [...] es parte del sacramento de la
Penitencia»46. No se trata, pues, de elemento ajeno y cuya inclusión sea algo forzado o artificial47. De
hecho, la acusación de los pecados, dice el Ritual, «nace del verdadero conocimiento de sí mismo ante
Dios y de la contrición de los propios pecados»48. Por lo que el tradicionalmente llamado «examen de
conciencia», ha de hacerse, necesariamente, a la luz de la palabra de Dios y dejando que el Espíritu
43
Cfr. Praenotanda, 25 d.
Cfr. Gén 3,1-6.
45
Cfr. Esdras 9,15 [«Aquí estamos ante Ti con nuestro pecado; precisamente a causa de él somos indignos de estar en tu
presencia»]; Tobías 3,2-5 [«Eres justo, Señor, y justas son tus obras..»]; Esther 4,17m [«Hemos pecado ante Ti y nos
has entregado en manos de nuestros enemigos por haber adorado a otros dioses. Eres justo, Señor»]; Salmo 119,137138 [«Señor, tú eres justo, tus mandamientos son rectos»]; Daniel 3,27-30 [«Eres justos en cuanto has hecho con
nosotros y todas tus obras son verdad, y rectos tus caminos, y justos todos tus juicios…»].
46
Praenotanda del Ritual de la penitencia, 6 b.
47
Como señalaba Dionigi Tettamanzi: «La confessione integra e specifica dei peccati gravi non può essere intesa come
un'imposizione estrinseca ma come la concretizzazione di un elemento essenziale ed irrinunciabile della vera
conversione: la confessio è un'interiore esigenza del dolore dei peccati», Riconciliazione e Penitenza, Edizioni Piemme,
Casale di Monferrato, 1983, pág. 120.
48
Praenotanda del Ritual de la penitencia, 6b.
44
9
Santo ilumine nuestra conciencia, de modo que el reconocimiento del pecado no nos llene de
desesperación ni de ese temor que tantas veces nos lleva a escondernos de Dios, como les pasó a Adán
y Eva en el paraíso49; sino que nos lleve a confiar en la misericordia del Padre, y, así, nos pongamos en
camino de nuevo para volver a su casa50.
La confesión de las culpas es, además, un signo evidente de la confianza del pecador en la Iglesia.
Una Iglesia que le engendró a la vida de fe por el bautismo y que le ayudará ahora a regenerarse de
todos sus pecados. Para ello el pecador ha de tener la firme voluntad de abrir su corazón al ministro
de Dios; y, por parte del ministro, cabe esperar que ayude al penitente concretamente a reconocer y
confesar sus pecados, a detestarlos y arrepentirse de haberlos cometido, a proponer reparar los daños
que haya podido ocasionar y a llevar una vida penitencial que le permita no recaer en sus pecados y
avanzar, en cambio, en el camino de la santidad51.
El Ritual nos invita a mirar este momento de la confesión de las culpas como un saludable remedio y
disposición de la misericordia de Dios52, por el cual el penitente estará en mejor disposición para
luchar contra sus pecados y de proseguir la obra de conversión y purificación ya iniciada en el
momento del bautismo; y el confesor podrá ejercer de la forma más adecuada su función de pastor, de
médico y de juez53.
Desde esta perspectiva se comprende mejor que el momento de la acusación, si no es, ciertamente,
el único ni el más importante de la celebración sacramental, ni tampoco debe acaparar toda la vivencia
del fiel, ni debe ser el único en el que el confesor ponga todo su interés; sin embargo, es, junto con
la contrición y la satisfacción, en los casos ordinarios, necesario y, como ya decía el concilio de Trento,
de derecho divino54.
La satisfacción
En tercer lugar, el Ritual habla de la satisfacción. Dice que «la verdadera conversión se realiza con
la satisfacción por los pecados, el cambio de vida y la reparación de los daños»55.
La Iglesia tiene conciencia de que, cuando el penitente acude al sacramento de la penitencia, éste no
puede contentarse con acusarse de sus pecados y esperar, sin más, la absolución por los mismos. La
Iglesia, fiel al modo de proceder de Jesús cuando perdonaba los pecados, busca que los pecadores
tengan el deseo y el propósito firme de no querer pecar en adelante56. Busca, en consecuencia, que el
penitente esté realmente en una actitud sincera de cambio de vida, de conversión, o sea, de propósito de
49
Cfr. Gén 3,8.
Cfr. Praenotanda del Ritual de la penitencia, 17 y 25 a.
51
Cfr. Praenotanda, 6b, 10 y 18.
52
Cfr. Praenotanda, 7 a.
53
Cfr. Praenotanda, 10.
54
Cfr. DS 1706-1707.
55
Praenotanda del Ritual de la penitencia, 6 c.
56
Cfr. Jn 5,14; 8,11.
50
10
abandonar el pecado y, asimismo, de luchar contra las causas y las circunstancias que tantas veces le
llevan a pecar. Además, la Iglesia es consciente de que, aunque la absolución quite el pecado, no
remedia, en cambio, todos los desórdenes que el pecado causó. Por eso, «liberado del pecado, el
pecador debe recobrar la plena salud espiritual»57. De ahí, por tanto, la necesidad de la satisfacción.
La conversión a Dios, como nos enseña el Catecismo, supone «ruptura con el pecado, una aversión del
mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo comprende
el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en
la ayuda de la gracia»58. Ese es el camino de la verdadera sanación espiritual: amar el bien y aborrecer
el mal59; no existe vía intermedia, porque, en realidad, amar a Dios es incompatible con amar a
los ídolos, y es del todo imposible amar a dos señores60, y, asimismo, el que obra el mal aborrece a la
luz y no va a la luz61.
El propósito, pues, de no pecar por parte del penitente tiene que ser verdaderamente firme, sin que
quepa la menor duda en su mente de que el pecado no es camino que conduzca a la felicidad, sino una
trampa que, en definitiva, es la raíz de todos los males que nos afectan62. Así pues, es necesario que el
pecador, por medio del examen de conciencia, hecho a la luz de la Palabra y de la misericordia infinita
de Dios, y también por medio de la acusación de sus pecados, haga propio el juicio de Dios y diga con
toda verdad «he pecado». La confesión de su pecado debe ser, por tanto, un reconocimiento de que lo
que se ha hecho (o ha dejado de hacer) en sí mismo está mal, que podía haberse evitado o actuado de
otra forma; y que, consecuentemente, deberá estar atento en adelante para no dejarse engañar ni seducir
por todas las circunstancias que le llevaron a ello63.
Ahora bien, dicho todo lo anterior, es muy importante, sobre todo de cara a la pastoral sobre
la penitencia cristiana (que incluye, por supuesto, la celebración sacramental), no olvidar que
la naturaleza humana, herida por el pecado original, está inclinada a pecar. Constatación que no debe
servir, como hemos dicho antes, para descuidar la actitud de combate y de lucha, propias del cristiano;
antes bien, tiene que fortalecerle en esa disposición de no querer pecar más. Pero, al mismo tiempo,
dicha constatación debe ayudar al pecador a no desesperarse, porque, en la lucha contra el pecado,
no va a vencer así como así (a no ser que tuviera una gracia muy especial), ni tampoco va a erradicar,
57
CCE 1459.
CCE 1431.
59
Cfr. Amós 5,14-15.
60
Cfr. Mt 6,24; Lc 16,13.
61
Jn 3,20. «Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas», 1 Jn 2,9. «Si alguno dice:
“Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso», 1 Jn 4,20.
62
«Por muy impresionantes que a primera vista puedan aparecer tales laceraciones, solo observando en profundidad se
logra individuar su raíz: ésta se halla en una herida en lo más íntimo del hombre. Nosotros, a la luz de la fe, la
llamamos pecado», JUAN PABLO II, Reconciliatio et paenitentia, 2.
63
Por eso el Ritual además de recordar la necesidad de una confesión íntegra, invita al penitente a que manifieste su
contrición y el propósito de una vida nueva (cfr. Praenotanda, 19). Éstas son algunas de las fórmulas que se
proponen: «Padre [...] he pecado contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo», Ritual, 95. «Dios mío, con todo mi
corazón me arrepiento de todo el mal que he hecho y de todo lo bueno que he dejado de hacer. Al pecar, te he
ofendido a ti, que eres el supremo Bien y digno de ser amado sobre todas las cosas. Propongo firmemente, con la
ayuda de tu gracia, hacer penitencia, no volver a pecar y huir de las ocasiones de pecado. Señor, por los méritos de la
pasión de nuestro Salvador Jesucristo, apiádate de mí», Ritual, 101.
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fácilmente, de su corazón (ni tampoco de su entorno) las inclinaciones al pecado. El combate (que
durará toda la vida) va a requerir, en consecuencia, mucha paciencia, gran confianza en la misericordia
de Dios (que es mayor que nuestros pecados) y luz para discernir y aceptar en cada momento y
circunstancia la voluntad de Dios sobre su vida, disponiéndose a abrazarla como la única que nos salva,
más allá de lo que las apariencias tantas veces nos puedan sugerir64.
Desde esta perspectiva, se comprende mejor que la Iglesia haya leído el pasaje de Jn 20,23:
«a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos», como un poder que Cristo ha confiado a sus apóstoles para que discernieran, en cada
ocasión, lo que más conviene al pecador.
En virtud de ese poder, en este sacramento, una vez que el penitente ha abierto el corazón y
la conciencia, y se ha acusado de sus pecados al confesor, éste debe hacer un juicio espiritual antes
de pronunciar la sentencia, que es la absolución. Por medio de ese juicio espiritual, el confesor
ha de intentar ayudar al penitente, para que, si conviene, tome conciencia de la gravedad, de
la trascendencia y de las consecuencias de los pecados cometidos. Ese juicio espiritual, por lo tanto,
no es, ni mucho menos, una revancha, ni tan siquiera un castigo; sino como una medicina muy
conveniente que le ayudará al pecador en su camino de conversión, de sanación espiritual y de
restablecimiento pleno de las consecuencias de sus pecados65.
Podemos decir que esa era la pedagogía que encerraba, en la época de la Penitencia pública,
el tiempo que mediaba entre la admisión al Orden de los Penitentes y el momento de
la reconciliación sacramental, que, en la mayoría de los casos, era el día de Jueves Santo.
En nuestro Ritual, de algún modo, se ha querido recoger buena parte de este espíritu; y, de hecho,
se indica, en primer lugar, que la satisfacción está ordenada a reparar el orden destruido por
los pecados del penitente; en segundo lugar, que la satisfacción hay que verla como una medicina
que se opone a la enfermedad que aflige al fiel que acude a celebrar el sacramento de la Penitencia;
y, en tercer lugar, que ha de ser, sobre todo, como un remedio ante el pecado cometido que sirva
para renovar la vida del fiel. Más aún, se dice, parafraseando al apóstol Pablo y a su experiencia de
radical conversión, que el pecador no mire para atrás, que se olvide de ello; pues lo que ha de hacer
es encaminarse hacia los bienes futuros66. La salvación es siempre promesa de nueva vida, de
restauración, de redención, de liberación, ya que Dios no lleva cuentas de nuestros delitos67, pasa
por alto y olvida lo de antaño68 y nos promete hacer nuevas todas las cosas69.
64
Cfr. el trabajo de José Miguel ODERO, Sentido antropológico de la Confesión, en Reconciliación y Penitencia,
V Simposio Internacional de Teología, Eunsa, Navarra 1983, especialmente las páginas 754-764 donde hace un
recorrido sucinto, pero muy interesante, por la patrística y la teología medieval, estudiando el valor sanante de la
“vergüenza”.
65
El Ritual habla exactamente en estos términos: «La confesión exige [...], por parte del ministro, un juicio espiritual
mediante el cual, como representante de Cristo y en virtud del poder de las llaves, pronuncia la sentencia de
absolución o retención de los pecados», Praenotanda del Ritual de la penitencia, 6 b.
66
Cfr. Praenotanda, 6.
67
Cfr. Salmo 130,1-8.
68
Cfr. Hechos 17,30-31; Rom 3,25-26.
12
Es por este motivo por lo que, en la celebración de este sacramento, al sacerdote no le debe bastar con
saberse juez que ha de juzgar una causa; también, e inseparablemente, ha de entenderse a sí mismo
como médico que debe saber diagnosticar el mal que padece el enfermo que se está confesando. Su
acercamiento a la enfermedad presentada por el paciente, por tanto, ha de ser la de querer ayudar al
enfermo para que salga de su postración; es decir, la misma actitud con que Jesús se acercaba a los
pecadores y curaba a muchos enfermos que acudían a Él con fe en su poder sanador.
«El sacerdote, si es necesario, ayudará (al penitente) a hacer una confesión íntegra; además, le
exhortará para que se arrepienta sinceramente de las ofensas cometidas contra Dios; por fin le
ofrecerá oportunos consejos para empezar una nueva vida [...] Si el penitente hubiese sido
responsable de daño o escándalo, ayúdele a tomar la decisión de repararlos convenientemente.
Después el sacerdote impone al penitente una satisfacción que no solo sirva de expiación de sus
pecados, sino que sea también ayuda para la vida nueva y medicina para su enfermedad; procure,
por tanto, que esta satisfacción esté acomodada, en la medida de lo posible, a la gravedad y
naturaleza de los pecados»70.
Por último, sobre este punto de la satisfacción, nos gustaría recordar que el penitente no ha de verse
solo y aislado, sin conexión con la Iglesia, para restaurar y restablecer lo que el pecado ha herido,
dañado y perjudicado, personal, social y eclesialmente. La Iglesia no abandona al penitente a su
propia suerte, más bien le muestra sus entrañas de madre y su voluntad firme de acompañarle,
animándole y apoyándole en proceso de sanación; y, al mismo tiempo, en virtud del misterio de la
comunión de los santos, le recordará al penitente que es toda la Iglesia, con Cristo a la cabeza, la que
carga sobre sí el peso de los pecados de toda la humanidad, y con Cristo, por Él y en Él se ofrece en
expiación por todos y cada uno de los pecadores71.
Por desgracia, en el modo de celebrar el sacramento, esta dimensión de la comunión de los santos y de
intercesión de toda la Iglesia en orden a la expiación de los pecados de los hombres, es escasamente
visible. Sin embargo, en la antigüedad, era mucho más evidente72.
69
Cfr. Is 66,22; 2 Co 5,17; Apo 21,5.
Praenotanda del Ritual de la penitencia, 18.
71
«La pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos, el
bien que hagas y el mal que puedan sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados, aumento de gracia y premio de
vida eterna», Ritual, 104.
72
«Durante el período de su expiación, los penitentes eran asistidos espiritualmente por las oraciones del clero y de los
hermanos. La letanía de la Oratio fidelium ambrosiana los recuerda todavía en su formulario: Pro... poenitentiubus
precamur te, Domine [...] A este rito alude probablemente el historiador Sozomeno. “En la iglesia de Roma —
escribe—, terminada la misa, los penitentes se postran boca abajo; los rodean los fieles con los presbíteros y el papa.
También él se postra. Después exurgit et iacentes erigit; et quantum satis est, pro peccatoribus poenitentiam agentibus
precatus, eos dimittit. Es cierto, de todos modos, que su despedida iba siempre acompañada por una imposición de las
manos, hecha por los obispos y por los presbíteros como rito de epíclesis y de exorcismo para implorar sobre los
penitentes las gracia del Espíritu Santo y para purificarlos de toda influencia diabólica ...», Mario RIGHETTI, Historia
de la Liturgia, vol II, BAC, Madrid 1956, pág. 795. Pablo VI, en la Indulgentiarum Doctrina, recordaba este clima
eclesial propio de los rituales antiguos para la celebración del sacramento de la Penitencia: «También las obras buenas,
sobre todo las más dificultosas para la fragilidad humana, eran ofrecidas a Dios de antiguo en la Iglesia por la salvación
de los pecadores. [...] Pues las oraciones y buenas obras de los justos eran tan estimadas que se tenía la certeza de que el
penitente quedaba lavado, limpio y redimido con la ayuda de todo el pueblo cristiano», Ecclesia 27 (1967) 113.
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